Hades

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2. Codependencia

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Codependencia

Al día siguiente Molly y yo nos encontrábamos con las demás chicas en el patio que daba al oeste, que se había convertido en nuestro sitio favorito. Molly había cambiado desde que había perdido a su mejor amiga el año anterior. La muerte de Taylah a manos de Jake Thorn había significado una alarma para mi familia. No habíamos previsto el alcance de los poderes de Jake hasta el día en que acuchilló a Taylah en la garganta para hacernos llegar el mensaje.

A partir de ese momento Molly, llevada por su sentimiento de lealtad, se distanció de su viejo círculo de amistades, y yo la seguí. No me importaba cambiar. Sabía que el instituto Bryce Hamilton debía de traerle muchos recuerdos dolorosos y yo quería ofrecerle mi apoyo de todas las maneras en que me fuera posible. Además, nuestro nuevo grupo era más o menos igual que el antiguo. Estaba formado por chicas con las que nos habíamos relacionado de vez en cuando pero con quienes nunca habíamos intimado mucho, pero como conocían a las mismas personas y cotilleaban sobre las mismas cosas, integrarse en su grupo fue pan comido.

En el antiguo grupo de Taylah había mucha crispación y yo sabía que Molly no se relajaba con ellas. De vez en cuando, y sin que viniera a cuento, las conversaciones se interrumpían de forma incómoda, se producían ese tipo de silencios en los que todo el mundo pensaba lo mismo: «¿Qué diría Taylah en estos momentos?». Pero nadie osaba decirlo en voz alta. Yo tenía la sensación de que las cosas nunca volverían a ser iguales para esas chicas. Habían intentado que todo volviera a ser normal, pero casi siempre parecía que lo hacían con demasiada intensidad. Se reían demasiado fuerte, y sus chistes siempre parecían ensayados. Era como si, dijeran lo que dijesen o hicieran lo que hiciesen, siempre hubiera algo que les recordara la ausencia de Taylah. Esta y Molly habían sido el alma del grupo, habían ejercido la autoridad en muchas cosas. Ahora que Taylah no estaba y que Molly se había apartado de ellas por completo, las chicas habían perdido a sus mentoras y se encontraban totalmente perdidas.

Era doloroso ver cómo se esforzaban por manejar la pena, un sentimiento que no podían mostrar por miedo a desatar emociones que fueran demasiado difíciles de controlar. Yo deseaba fervientemente decirles que no debían contemplar la muerte como el final sino como un nuevo comienzo, y explicarles que Taylah, simplemente, había pasado a un nuevo plano de la existencia, un plano que no era esclavo del mundo físico. Deseaba decirles que Taylah todavía estaba allí, solo que ahora era libre. Pero, por supuesto, no podía comunicarles lo que sabía: no solo significaría infringir el código más sagrado y descubrir nuestra presencia en la Tierra, sino que además me echarían del grupo por lunática.

Nuestras nuevas amigas se habían reunido alrededor de unos cuantos bancos de madera tallada que se encontraban debajo de un arco de piedra que ya habían hecho suyo. Una de las cosas que no había cambiado era su carácter territorial: si cualquier extraño pasaba por nuestra zona por casualidad, no se quedaba mucho rato, las miradas fulminantes que recibía bastaban para alejarlo. Unas nubes oscuras y amenazadoras empezaban a cubrir el cielo, pero las chicas nunca iban dentro a no ser que no quedara otra alternativa. Así que se encontraban sentadas, como siempre, con el pelo perfectamente arreglado y las faldas subidas por encima de las rodillas para aprovechar los débiles rayos de sol que se filtraban entre las nubes y que moteaban el patio con su luz suave.

La fiesta de Halloween prevista para el viernes había servido para subir el ánimo de todo el mundo y suscitaba mucha excitación. Se iba a celebrar en una casa abandonada que se encontraba a las afueras de la ciudad y que pertenecía a la familia de uno de los mayores, Austin Knox. Su bisabuelo, Thomas Knox, la había construido en 1868, unos cuantos años después de que terminara la Guerra de Secesión. Fue uno de los primeros fundadores de la ciudad y su casa, a pesar de que hacía años que la familia Knox no entraba en ella, estaba protegida por las leyes del patrimonio histórico y no se podía derruir, por lo que se encontraba vacía y deshabitada. Era una ruina, un vieja casa de campo con unos enormes porches a cada lado y rodeada solamente de campos y una carretera desierta. La gente del lugar la llamaba la casa de Boo Radley —por el inquietante y huraño personaje de la película Matar a un ruiseñor; nadie entraba ni salía nunca de ella— y Austin afirmaba haber visto el fantasma de su bisabuelo detrás de una de las ventanas de arriba. Según Molly era perfecta para una fiesta: por allí nunca pasaba nadie excepto algún que otro camionero o alguien que saliera por error de la carretera. Además, quedaba muy apartada de la ciudad, así que nadie podría quejarse del ruido. Al principio se trataba de una pequeña reunión, pero por algún motivo la noticia había corrido y en esos momentos toda la escuela hablaba de ello. Incluso algunos de los estudiantes de segundo curso habían conseguido invitaciones.

Me encontraba sentada al lado de Molly, que llevaba sus rizos anaranjados recogidos sobre la cabeza en un moño flojo. Sin maquillaje, con esos ojos grandes y azules y con sus labios rojos y bien dibujados parecía una muñeca de porcelana. No se había podido contener y se había puesto un poco de brillo de labios, pero aparte de eso había renunciado a todo lo demás: seguía con su intento de ganarse la admiración de Gabriel. Yo creía que para entonces ya debería haber superado el inútil enamoramiento que tenía por mi hermano, pero la verdad era que sus sentimientos solo parecían haberse hecho más intensos.

Yo prefería a Molly sin maquillaje; me gustaba su aspecto cuando aparentaba la edad que tenía en lugar de parecer diez años mayor.

—Voy a disfrazarme de colegiala mala —anunció Abigail.

—O sea, ¿que te vas a disfrazar de ti misma? —dijo Molly con sorna.

—A ver cuál es tu idea genial, pues.

—Voy a ir de Campanilla.

—¿De qué?

—La pequeña hada de Peter Pan.

—No es justo —se quejó Madison—. ¡Hicimos el pacto de que todas iríamos de conejitas de Playboy!

—Las conejitas están pasadas —dijo Molly echándose el pelo hacia atrás con un movimiento de cabeza—. Por no decir que son horteras.

—Perdón —interrumpí—, pero ¿no se supone que los disfraces tienen que dar miedo?

—Oh, Bethie —exclamó Savannah con un suspiro—. ¿Es que no te hemos enseñado nada?

Sonreí con resignación.

—Refréscame la memoria.

—Básicamente, todo esto no es más que una magnífica… —empezó Hally.

—Digamos que es una oportunidad para alternar con el sexo opuesto —intervino Molly fulminando a Hally con la mirada—. El disfraz tiene que dar miedo y ser sexy a la vez.

—¿Sabíais que, antes, Halloween trataba del Samhain? —dije—. La gente le tenía miedo de verdad.

—¿Quién es Sam Hen? —Hallie parecía desconcertada.

—No es «quién» sino «qué» —repuse—. En cada cultura es distinto. Pero, en esencia, la gente cree que es la noche del año en que el mundo de los muertos se encuentra con el de los vivos; es cuando los muertos pueden caminar entre nosotros y poseer nuestros cuerpos. La gente se disfrazaba para engañarlos y mantenerlos alejados.

Todas me miraron con un nuevo respeto.

—Oh, Dios mío, Bethie —exclamo Savannah estremeciéndose—. Qué manera de meternos miedo.

—¿Recordáis cuando hicimos esa sesión de espiritismo en el séptimo curso? —preguntó Abigail.

Todas asintieron con entusiasmo.

—¿Que hicisteis qué? —farfullé, incapaz de disimular mi asombro.

—Una sesión de espiritismo es…

—Ya sé lo que es —repuse—. Pero no deberíais jugar con esas cosas.

—¡Ya te lo dije, Abby! —exclamó Hallie—. Ya te dije que era peligroso. ¿Recuerdas que la puerta se cerró de golpe?

—Sí, fue tu madre quien la cerró —replicó Madison.

—Pero no pudo ser ella. Estuvo todo el rato en la cama durmiendo.

—Da igual. Creo que deberíamos intentarlo otra vez el viernes. —Abigail frunció el ceño con expresión traviesa—. ¿Qué decís, chicas?

—Yo no —contesté, decidida—. No voy a meterme en esto.

Las demás se miraron y me di cuenta de que mi negativa no las había convencido.

—Son muy infantiles —le dije a Xavier en tono de queja mientras nos dirigíamos juntos a la clase de francés. A nuestro alrededor los portazos, las llamadas de megafonía y las conversaciones se sucedían, pero Xavier y yo habitábamos nuestro propio mundo—. Quieren hacer una sesión de espiritismo y disfrazarse de conejitas.

—¿Qué tipo de conejitas? —preguntó con expresión suspicaz.

—Creo que dijeron de Playboy. Sea lo que sea.

—Creo que es posible —asintió Xavier riéndose—. Pero no dejes que te arrastren a hacer nada que te resulte incómodo.

—Son mis amigas.

—¿Y qué? —Se encogió de hombros—. Si tus amigas se tiraran de un acantilado, ¿tú también lo harías?

—¿Por qué tendrían que tirarse de un acantilado? —pregunté, alarmada—. ¿Es que alguna de ellas tiene problemas en casa?

Xavier se rio.

—Es solo una manera de hablar.

—Pues es absurda —repuse—. ¿Crees que debería disfrazarme de ángel? ¿Como en la versión cinematográfica de Romeo y Julieta?

—Bueno, no dejaría de tener cierta ironía —dijo Xavier, sonriendo—. Un ángel que se hace pasar por un humano que se hace pasar por un ángel. Me gusta.

Cuando entramos en clase y nos sentamos el señor Collins nos miró mal. Me pareció que no le gustaba tanta cercanía entre Xavier y yo, y no pude evitar preguntarme si sus tres matrimonios fracasados no lo habrían dejado un poco harto del amor.

—Espero que vosotros dos podáis bajar de vuestra burbuja de amor y quedaros con nosotros el tiempo suficiente para aprender algo durante el día de hoy —comentó, cortante.

Los compañeros de clase rieron por lo bajo. Me sentí incómoda y bajé la cabeza para evitar sus miradas.

—Todo en orden, señor —contestó Xavier—. La burbuja está diseñada para permitirnos aprender desde dentro de ella.

—Es usted muy ingenioso, Woods —repuso el señor Collins—. Pero una clase no es lugar para romances. Cuando acaben con el corazón roto, sus notas se resentirán. L’amour est comme un sablier, avec le coeur remplir le vide du cerveau.

Conocía esa cita, de un escritor francés llamado Jules Renard. Traducida decía: «El amor es como un reloj de arena, en que el corazón se llena y el cerebro se vacía». Me desagradó su aire engreído y seguro, dando por hecho que nuestra relación estaba condenada al fracaso. Quise protestar, pero Xavier se dio cuenta y me tomó la mano por debajo de la mesa, se inclinó un poco hacia mí y me murmuró al oído:

—Seguramente no es muy buena idea ponerse chula con uno de los profesores que puntuarán los exámenes finales.

Miró al profesor y, con el tono responsable propio de un delegado, dijo:

—Comprendido, señor, gracias por su interés.

El señor Collins pareció satisfecho y volvió a concentrarse en escribir los subjuntivos en la pizarra. No pude resistirme y le saqué la lengua a sus espaldas.

Al terminar Hallie y Savannah, que también estaban en nuestra clase de francés, se acercaron hasta mí en las taquillas y me cogieron de ambos brazos con gesto amistoso.

—¿Qué tienes ahora? —preguntó Hallie.

—Mates —contesté con suspicacia—. ¿Por qué?

—Perfecto —repuso Savannah—. Ven con nosotras.

—¿Sucede algo?

—Solo queremos hablar contigo. Ya sabes, una charla entre amigas.

—Vale —asentí despacio, devanándome los sesos para adivinar qué debía de haber hecho para merecer esa extraña intervención por su parte—. ¿De qué?

—De ti y de Xavier —soltó Hallie—. Mira, no te va a gustar lo que vamos a decirte, pero somos tus amigas y estamos preocupadas por ti.

—¿Por qué estáis preocupadas?

—No es muy sano que paséis tanto tiempo juntos —explicó Hally en tono experto.

—Sí —se entremetió Savannah—. Parece que estéis pegados el uno al otro o algo. Nunca os veo separados. Tú vas donde va Xavier, Xavier va donde vas tú… todo el puñetero rato.

—¿Y eso es malo? —pregunté—. Es mi novio. Quiero pasar mi tiempo con él.

—Claro que sí, pero es que esto es demasiado. Necesitas poner cierta distancia. —Hallie hizo hincapié en la palabra «distancia», como si fuera un término médico.

—¿Por qué?

Las miré insegura. Me preguntaba si Molly les habría puesto esa idea en la cabeza o si de verdad era su opinión. Habíamos sido amigas durante todo el verano, pero me parecía un poco pronto para que me ofrecieran sus consejos sobre mis relaciones. Por otro lado, hacía menos de un año que yo era una adolescente, es decir, me sentía a merced de su experiencia. Era cierto que Xavier y yo estábamos muy unidos, cualquier tonto se daba cuenta de ello. La pregunta era: ¿nuestra proximidad era antinatural? A mí no me parecía tan poco saludable, dado todo lo que habíamos pasado juntos. Por supuesto, esas chicas no sabían nada de nuestras vicisitudes.

—Es un hecho que está estudiado —aseguró Savannah, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos—. Mira, te lo puedo demostrar. —Metió la mano en su mochila y sacó un manoseado ejemplar de la revista Seventeen—. Hemos encontrado este test.

Abrió la brillante portada de la revista y pasó las páginas hasta que encontró una sección ilustrada con unas orejas de perro. Una foto mostraba a una pareja joven, sentados el uno contra la espalda del otro y unidos por unas cadenas que los sujetaban por la cintura y los tobillos. Ambos tenían una expresión confusa y consternada. El test se titulaba: «¿Tienes una relación codependiente?».

—Nosotros no estamos tan mal —protesté—. La cuestión es cómo nos sentimos, no cuánto tiempo pasamos juntos. Además, no creo que el test de una revista pueda valorar los sentimientos.

Seventeen da consejos muy fiables… —empezó a decir Savannah con apasionamiento.

—Está bien, no hagas el test —la interrumpió Hallie—. Pero contesta unas preguntas, ¿vale?

—Venga —accedí.

—¿De qué equipo de fútbol eres?

—Del Dallas Cowboys —dije sin dudar.

—¿Y eso por qué? —preguntó Hallie.

—Porque es el equipo de Xavier.

—Comprendo —asintió Hallie en tono de complicidad—. ¿Y cuándo fue la última vez que hiciste algo sin Xavier?

No me gustaba el tono que estaba adoptando, parecía una fiscal en un juicio.

—Hago muchas cosas sin Xavier —afirmé con displicencia.

—¿De verdad? ¿Dónde está ahora?

—Tiene una sesión práctica de primeros auxilios en el gimnasio —informé, satisfecha—. Van a repasar reanimación cardiopulmonar, aunque él ya lo aprendió en noveno durante un curso de seguridad en el agua.

—Vale —dijo Savannah—. ¿Y qué va a hacer a la hora del almuerzo?

—Tiene una reunión con el equipo de waterpolo —contesté—. Hay un chico nuevo y Xavier quiere que se entrene como defensa.

—¿Y a la hora de la cena?

—Va a venir a casa para asar unas chuletas en la barbacoa.

—¿Desde cuándo te gustan las chuletas? —Las dos arquearon las cejas.

—A Xavier le gustan.

—Caso cerrado. —Hallie se cubrió el rostro con las manos.

—De acuerdo, es verdad que pasamos mucho tiempo juntos —asentí con mal humor—. Pero ¿qué tiene eso de malo?

—Que no es normal, eso es lo que tiene de malo —anunció Savannah pronunciando cuidadosamente cada una de las palabras—. Tus amigas son igual de importantes, pero parece que ya no te interesamos. Todas las chicas sienten lo mismo, incluso Molly.

Me quedé sin saber qué decir. Por fin pareció que una niebla se disipaba y comprendí el motivo de esa discusión: las chicas se sentían abandonadas. Era cierto que siempre parecía que rechazaba sus invitaciones porque quería pasar ese tiempo con Xavier. Yo pensaba que solo se trataba de que prefería pasar mis ratos libres con la familia, pero quizás había sido poco sensible sin darme cuenta. Valoraba su amistad y en ese mismo momento me prometí ser más atenta con ellas.

—Lo siento —les dije—. Gracias por ser sinceras conmigo. Prometo hacerlo mejor.

—Genial. —Hallie sonrió de oreja a oreja—. Bueno, pues puedes empezar viniendo con nosotras al último evento que tenemos planeado para la fiesta de Halloween.

—Por supuesto —asentí, deseando compensarlas de algún modo—. Me encantará. ¿Qué es? —No había terminado la pregunta que ya intuí que estaba a punto de caer en una trampa.

—Vamos a contactar con los muertos, ¿recuerdas? —dijo Savannah—. No se permiten chicos.

—Una sesión de espiritismo —anunció Hallie con alegría—. ¿No te parece genial?

—Genial —asentí con contundencia.

Se me ocurrían un montón de palabras para describir lo que tenían pensado hacer, pero «genial» no era una de ellas.

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