Hades

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3. Una noche nefasta

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Una noche nefasta

El viernes llegó antes de lo que esperaba. No me atraía la idea de la fiesta de Halloween y hubiera preferido pasar la noche en casa con Xavier, pero no me pareció justo imponerle mi deseo de aislamiento.

Al ver mi disfraz, Gabriel agitó la cabeza con un gesto de sorpresa. Consistía en un fino vestido de satén blanco, unas sandalias de tiras que tomé prestadas de Molly y un par de alas pequeñas y completamente sintéticas que había alquilado en la tienda de disfraces de la ciudad. Era una parodia de mí misma y Gabriel, tal como había pensado, no se mostró nada convencido.

—Es un poco obvio, ¿no te parece? —preguntó con ironía.

—En absoluto —repliqué—. Si alguien sospecha de que somos sobrehumanos, esto lo despistará.

—Bethany, eres una mensajera del Señor, no una detective de una película de espías de serie B. Tenlo presente.

—¿Quieres que cambie de disfraz? —pregunté con un suspiro.

—No, no quiere —intervino Ivy, tomándome de la mano y dándome unas palmaditas en el dorso—. El disfraz es encantador. Al fin y al cabo, solo es una fiesta del colegio.

Miró a Gabriel de tal forma que terminó con la discusión. Gabriel se encogió de hombros. Aunque se hacía pasar por profesor de música de Bryce Hamilton, parecía que las intrigas del mundo de la adolescencia estaban fuera de su alcance.

Xavier llegó a casa disfrazado de vaquero: con tejanos descoloridos, botas de cuero marrón y una camisa a cuadros. Incluso se había puesto un sombrero de cowboy de piel.

—¿Truco o trato? —dijo, sonriendo.

—Sin ánimo de ofender, pero no te pareces a Batman en nada.

—No es necesario ponerse antipática, señorita —repuso Xavier adoptando un marcado acento texano—. ¿Estás lista para salir? Los caballos esperan.

Me reí.

—Piensas estar así toda la noche, ¿verdad?

—Probablemente. Te vuelvo loca, ¿a que sí?

Mi hermano tosió con fuerza para recordarnos su presencia. Siempre se sentía incómodo ante las muestras de afecto.

—No lleguéis muy tarde —dijo Ivy—. Saldremos a primera hora de la mañana hacia Black Ridge.

—No te preocupes —le prometió Xavier—. La traeré a casa en cuanto el reloj dé la medianoche.

Gabriel meneó la cabeza.

—¿Es que no podéis dejar de ser la viva expresión de todos los tópicos del mundo?

Xavier y yo nos miramos con una sonrisa.

—No —respondimos al unísono.

La vieja casa abandonada se encontraba a media hora en coche. Los faros de los vehículos de los asistentes a la fiesta moteaban la oscura carretera, y a nuestro alrededor no había más que campo abierto. Esa noche nos sentíamos extrañamente eufóricos. Era una sensación rara, como si los estudiantes de Bryce Hamilton fuéramos los amos del mundo entero. Para nosotros, esa fiesta señalaba el final de una época y eso nos despertaba sentimientos contradictorios: estábamos a punto de graduarnos y de empezar a dar forma a nuestro futuro. Era el comienzo de una nueva vida y, aunque teníamos la esperanza de que estuviera llena de promesas, no podíamos dejar de sentir cierta nostalgia por todo lo que dejábamos atrás. La vida universitaria, y toda la independencia que ella implicaba, se encontraba a la vuelta de la esquina; muy pronto las amistades serían puestas a prueba y algunas relaciones no soportarían el examen.

El cielo nocturno parecía más amplio que nunca y una gran luna creciente iba a la deriva entre retazos de nubes. Mientras conducía, miré a Xavier de reojo. Se le veía totalmente relajado al volante del Chevy, su rostro no mostraba la menor inquietud. Íbamos a una velocidad constante y sujetaba el volante con una mano. La luz de la luna se filtraba por la ventanilla y le iluminaba la cara. Giró la cabeza, me miró y unas sombras bailaron sobre sus armoniosas facciones.

—¿En qué estás pensando, cielo? —preguntó.

—En que podría conseguir algo mucho mejor que un cowboy —bromeé.

—Estás tentando mucho a la suerte esta noche —repuso Xavier con seriedad fingida—. ¡Soy un vaquero al límite!

Reí aunque no acababa de comprender la alusión. Le hubiera podido preguntar a qué se refería, pero lo único que me importaba era que estábamos juntos. ¿Qué más daba si me perdía algún que otro chiste? Eso hacía que lo nuestro fuera todavía más interesante.

Circulábamos por una sinuosa carretera invadida por la maleza, siguiendo a una destartalada camioneta ocupada por chicos del último curso que se habían bautizado a sí mismos como «manada de lobos». No sabía muy bien qué significaba, pero todos ellos llevaban pañuelos de color caqui, y se habían pintado unas rayas negras sobre la cara y el pecho, como las marcas de guerra.

—Una excusa cualquiera para quitarse la camiseta —se mofó Xavier.

Los chicos se habían repantigado en la caja trasera de la camioneta y se dedicaban a fumar un cigarrillo tras otro mientras daban buena cuenta de un barril de cerveza. En cuanto la camioneta aparcó soltaron un aullido lobuno, saltaron al suelo y se dirigieron hacia la casa. Uno de ellos se detuvo para vomitar en un arbusto. Cuando hubo vaciado todo el contenido de su estómago, se incorporó y continuó corriendo.

La casa recreaba la típica temática de Halloween: era vieja y laberíntica, con un porche desvencijado que ocupaba toda la fachada. Necesitaba urgentemente una mano de pintura; la blanca original estaba completamente cuarteada y desconchada, y por debajo de ella asomaba el color agrisado de las planchas de madera, lo que otorgaba al lugar un marcado aspecto de abandono.

Austin debía de haber reclutado a todas sus amigas para que lo ayudaran en la decoración, porque el porche brillaba de calaveras iluminadas y barritas luminosas, pero las ventanas del piso de arriba estaban oscuras. En los alrededores no se percibía la menor señal de civilización: si había algún vecino, debía de encontrarse demasiado lejos para ser visible. Comprendí por qué habían elegido esa casa para la fiesta: allí podríamos hacer todo el ruido que quisiéramos y nadie podría oírnos. La idea me hizo sentir un tanto incómoda. Lo único que separaba la carretera de la casa era una destartalada cerca que había conocido días mejores. En medio del prado adyacente, a unos cien metros de donde nos encontrábamos, había un espantapájaros sujeto a un palo: tenía el cuerpo inerte y la cabeza le colgaba a un lado de forma inquietante.

—Eso es espeluznante —murmuré acercándome a Xavier—. Parece completamente real.

Xavier me pasó un brazo por los hombros.

—No te preocupes. Solo persigue a las chicas que no saben apreciar a sus novios como merecen.

Le propiné un codazo, juguetona.

—¡No tiene ninguna gracia! Además, mis amigas creen que sería saludable que tú y yo pasáramos algún tiempo separados.

—Bueno, yo discrepo.

—¡Eso es porque quieres toda mi atención!

—Ten cuidado, que te van a oír…

La casa ya se había llenado de gente. El interior estaba iluminado con farolillos y velas, pues el lugar llevaba tanto tiempo deshabitado que habían cortado la luz. A nuestra izquierda se levantaba una sinuosa escalera, pero los escalones estaban gastados y podridos: era evidente que los padres de Austin habían dejado que todo se deteriorara. Habían colocado velas sobre cada uno de los escalones y la cera goteaba sobre la madera formando charcos que parecían hielo. En el amplio pasillo se abrían varias habitaciones vacías que, supuse, en esos momentos estarían ocupadas por parejas ebrias. De todas formas, la oscuridad resultaba inquietante. Recorrimos todo el pasillo entre chicos y chicas con variados disfraces; algunos se habían esforzado mucho en su elaboración. Se veían colmillos de vampiro, cuernos de demonio y mucha sangre de mentira. Un chico altísimo, disfrazado de la Muerte y con el rostro completamente oculto bajo una capucha pasó por nuestro lado. Vi a Alicia del país de las maravillas (en versión zombi), a una siniestra muñeca de trapo, a Eduardo Manostijeras y a alguien con una careta inspirada en Hannibal Lecter. Apreté con fuerza la mano de Xavier. No quería fastidiarle la noche, pero todo eso me resultaba ligeramente escalofriante. Era como si todos los personajes de todas las historias de terror hubieran cobrado vida a nuestro alrededor. Lo único que aligeraba ese aire fantasmagórico era el continuo bullicio de las conversaciones y las risas. Entonces alguien conectó un iPod al equipo de música y, de repente, la casa se llenó de música a un volumen tan alto que las vibraciones sacudieron todo el polvo de la araña de luces que teníamos sobre la cabeza.

Nos abrimos paso por entre la gente y en el salón nos encontramos con Molly y las chicas, que se habían acomodado en un tresillo de tapizado deslucido. La mesilla de café que tenían delante ya estaba repleta de vasos y botellas de whisky medio vacías. Molly había seguido con su idea y se había presentado disfrazada de Campanilla, con un vestido verde de bordes desiguales, zapatillas de bailarina y dos alas de hada. Pero había elegido con atención todos los detalles para que hicieran juego con el espíritu de Halloween: llevaba unas cadenas de plata alrededor de las muñecas y los tobillos, y se había embadurnado el rostro y el cuerpo con sangre de mentira y barro. Del pecho le sobresalía la empuñadura de una daga. Incluso Xavier se mostró impresionado y alzó las cejas con cara de aprobación.

—Una Campanilla gótica. Buen trabajo, Molly —reconoció.

Nos sentamos en un diván, al lado de Madison, que había mantenido su palabra y se había convertido en una conejita de Playboy: un corsé negro, una colita peluda y un par de orejitas blancas. Llevaba el maquillaje de los ojos corrido de tal forma que parecía que tuviera dos ojos negros. Bebió todo el contenido de un vaso y lo dejó en la mesa con un golpe seco y un gesto de victoria.

—Vosotros dos sois unos muermos —balbució cuando nos apretujamos a su lado—. ¡Estos disfraces son lo peor!

—¿Qué tienen de malo? —preguntó Xavier en un tono que indicaba claramente que no le podía importar menos su opinión y que solo lo preguntaba por educación.

—Pareces Woody de Toy Story —repuso Madison, de repente incapaz de reprimir un ataque de risa—. Y tú, Beth, ¡venga! Por lo menos te habrías podido disfrazar de Ángel de Charlie. Ninguno de los dos dais nada de miedo.

—Pues tu vestido tampoco es especialmente terrorífico —intervino Molly para defendernos.

—No estoy tan seguro —dijo Xavier.

Ahogué una carcajada poniéndome la mano sobre la boca. A Xavier nunca le había caído muy bien Alison. Bebía y fumaba demasiado, y siempre daba su opinión sin que nadie se la pidiera.

—Cállate, Woody —farfulló Madison.

—Me parece que aquí hay alguien que debería dejar el vaso tranquilo un rato —le aconsejó Xavier.

—¿No tienes que ir a un rodeo o algo?

Xavier se puso en pie sin contestarle al ver que justo en ese momento su equipo de waterpolo entraba en la sala y anunciaba su llegada con un prolongado grito de guerra colectivo. Al ver que Xavier se les acercaba, lo saludaron.

—¡Eh, tío!

—Colega, ¿que haces con este traje?

—¿Te ha convencido Beth de esto?

—¡Tío, estás muy pillado! —Uno de los chicos le saltó a la espalda como un chimpancé y lo tumbó al suelo.

—¡Sal de encima!

—¡Yuuuujuuuuu!

Estallaron en carcajadas, enredándose en una divertida escaramuza. Cuando Xavier consiguió librarse de ellos le habían quitado toda la ropa excepto los tejanos; el pelo, que estaba perfectamente peinado cuando llegamos, lo tenía totalmente revuelto. Me miró y se encogió de hombros, como diciéndome que él no era responsable del comportamiento de sus amigos, y se puso una camiseta negra que uno de los chicos le lanzó.

—¿Estás bien, Osito? —pregunté un poco preocupada mientras le arreglaba el pelo: no me gustaba que sus amigos jugaran tan a lo bruto. Mis atenciones provocaron que sus amigos arquearan las cejas, asombrados.

—Beth —Xavier me puso una mano sobre el hombro—, tienes que dejar de llamarme así delante de la gente.

—Lo siento —repuse avergonzada.

Xavier se rio.

—Venga, vamos a tomar algo.

Nos hicimos con una cerveza para Xavier y un refresco para mí, y fuimos a sentarnos en un mullido sofá que alguien había arrastrado hasta el porche trasero de la casa. Del alero del tejado colgaban unos farolillos de papel rosas y verdes que iluminaban el deteriorado patio con una luz tenue. Más allá de este, los campos se alejaban hasta lindar con un bosque denso y oscuro.

Aparte del salvaje comportamiento de los invitados de dentro, fuera la noche era quieta y tranquila. Un tractor oxidado descansaba abandonado entre la crecida hierba. Justo pensaba en lo pintoresco de ese entorno, que parecía una pintura de tiempos remotos, cuando una pieza de ropa interior de encaje cayó a nuestros pies desde una de las ventanas laterales de la casa. Me sonrojé al darme cuenta de que detrás de la ventana había una pareja y que no se encontraban precisamente enzarzados en una conversación profunda y significativa. Aparté rápidamente la mirada e intenté imaginar el aspecto que debía de haber tenido esa casa antes de que la familia Knox la dejara caer en la ruina. Seguro que había sido imponente y hermosa durante los días en que las chicas todavía llevaban carabina y los bailes consistían en elegantes valses al son de un magnífico piano; nada parecido al torbellino y a los embates que tenían lugar dentro en ese momento. Antiguamente los encuentros sociales eran elegantes y comedidos, muy distintos del caos que se había desatado en la vieja casa esa noche. Imaginé que, en ese mismo porche —aunque nuevo, pulido y adornado con una madreselva enredada en sus columnas—, un hombre con una chaqueta con faldón se inclinaba en una reverencia ante una mujer que llevaba un vaporoso vestido. En mi imaginación, el cielo estaba estrellado y la doble puerta de entrada a la casa se encontraba abierta para que la música de dentro inundara la noche.

—Halloween es una mierda.

Las palabras de Ben Carter, de mi clase de literatura, interrumpieron mi ensueño. El chico se acercó a nosotros. Le hubiera contestado, pero sentí el fuerte brazo de Xavier que me rodeaba y me resultó difícil concentrarme en otra cosa. Con el rabillo del ojo vi que su mano colgaba relajadamente de mi hombro. Me gustaba ver que llevaba el anillo de plata: era un símbolo de que él pertenecía a alguien, que no estaba disponible para nadie más que para mí. Aunque eso parecía extraño en un chico de dieciocho años tan guapo y tan popular: cualquier extraño que se encontrara con él, que viera su cuerpo perfecto, su tranquila mirada de color turquesa, su encantadora sonrisa y el mechón de cabello castaño que ondeaba sobre su frente, se hubiera dado cuenta de que podría tener a todas las chicas que quisiera.

Cualquiera hubiera dado por supuesto que, al igual que todo adolescente normal, él estaría disfrutando de las ventajas de ser joven y atractivo. Solo quienes lo conocían sabían que Xavier estaba totalmente comprometido conmigo. Xavier no solo era guapo hasta quitar el hipo, sino que era un líder admirado y respetado por todo el mundo. Yo lo amaba y lo admiraba, pero todavía no acababa de creerme que era mío. No podía comprender por qué había tenido tanta suerte. A veces me preocupaba pensar que quizá fuera un sueño y que, si me desconcentraba, todo aquello se desvanecería ante mis ojos. Pero él continuaba sentado a mi lado, firme y sólido. Cuando se hizo evidente que yo me había perdido en mis pensamientos, le contestó a Ben.

—Relájate, Carter, solo es una fiesta —rio.

—¿Y tu disfraz? —le pregunté, obligándome a volver a la realidad.

—Yo no me disfrazo —contestó, cínico.

Ben era la clase de chico que lo encontraba todo pueril y por debajo de su nivel. Conseguía mantener su sentido de superioridad a base de no participar en nada pero, al mismo tiempo, siempre aparecía en el último momento por si acaso se perdía algo.

—Por dios, es asqueroso —dijo con una mueca al ver la ropa interior de encaje en el suelo del porche—. Espero no pillarme nunca tanto de alguien como para consentir en hacerlo en un tractor.

—Lo del tractor no lo sé —bromeé—, pero me apuesto lo que sea a que un día te enamorarás y no podrás hacer nada al respecto.

—Imposible. —Ben levantó los brazos y los cruzó sobre su cabeza, desperezándose y cerrando los ojos—. Estoy demasiado amargado y hastiado.

—Podría intentar montarte una cita con una de mis amigas —ofrecí. Me gustaba la idea de hacer emparejamientos y tenía mucha confianza en mis artes—. ¿Qué te parece, Abby? No tiene novio, es guapa y no es demasiado exigente.

—Dios Santo, no, por favor —repuso Ben—. Seríamos la peor pareja de la historia.

—¿Perdón? —La falta de confianza de Ben en mis habilidades me disgustó.

—Te perdono lo que quieras —se burló Ben—. Mi decisión es firme. No me voy a dejar emparejar con una Barbie que bebe tinto de verano y lleva tacones de aguja. No tendríamos nada que decirnos excepto «adiós».

—Me alegra saber que tienes tan buena opinión de mis amigas —le dije, contrariada—. ¿Es eso lo que piensas de mí?

—No, tú eres distinta.

—¿Por qué?

—Eres rara.

—¡No lo soy! —exclamé—. ¿Qué tengo de raro? Xavier, ¿crees que soy rara?

—Tranquilízate, cielo —dijo Xavier con los ojos brillantes de humor—. Estoy seguro de que Carter lo dice en el mejor de los sentidos.

—Bueno, pues tú también eres raro —le devolví, consciente de lo irascible que me estaba mostrando.

Él rio y terminó la cerveza que estaba tomando.

—Solo un raro puede reconocer a otro raro.

En ese momento, unas voces estridentes nos llamaron la atención. La puerta se abrió y unos chicos del equipo de waterpolo salieron al porche. Pensé que era increíble hasta qué punto me recordaban a los cachorros de león, saltando los unos sobre los otros y rodando por el suelo. Se acercaron desordenadamente hasta donde estábamos nosotros y Xavier meneó la cabeza con una ligera expresión de amonestación. Entre ellos reconocí a Wesley y a Lawson. Era fácil distinguirlos: Wesley tenía el pelo liso y oscuro y las cejas juntas y bajas; Lawson tenía rizos rubios y claros y unos caídos ojos de un azul apagado que no brillaba como el color de ojos de Xavier. Al verme, me saludaron con un gesto de la cabeza y volví a pensar en la época en que los hombres daban un golpe de tacón y se inclinaban ante una dama. Les devolví el saludo con una sonrisa. No conseguí animarme a hacer lo que mis amigas llamaban «asentimiento de superioridad»: me hacía sentir como si me encontrara en uno de esos vídeos que Molly veía en MTV, donde unos hombres encapuchados con cadenas de oro rapeaban sobre otros «tíos».

—Venga, Woods —lo animaron los chicos—. Nos vamos al río.

Xavier soltó un gemido.

—Vamos allá.

—Ya conoces las reglas —gritó Wesley—. El último que llegue se baña desnudo.

—Dios Santo, realmente han descubierto la cima de la estimulación intelectual —refunfuñó Ben.

Xavier se puso en pie con gesto renuente y lo miré, sorprendida.

—No vas a ir, ¿no? —pregunté.

—Esta carrera es una tradición en Bryce —repuso riendo—. Lo hacemos cada año, estemos donde estemos. Pero no te preocupes, nunca llego el último.

—No estés tan seguro —alardeó Lawson saltando del porche y corriendo a toda velocidad hacia el bosque que se encontraba en la parte trasera del terreno—. ¡Llevo ventaja!

Los demás chicos siguieron su ejemplo, empujándose los unos a los otros sin contemplaciones mientras corrían. Avanzaron chocando entre sí por los matorrales en dirección a campo abierto, como en una estampida.

Cuando hubieron desaparecido de la vista, dejé a Ben con sus reflexiones filosóficas y fui adentro en busca de Molly. Ella y las chicas habían cambiado de sitio y las encontré apiñadas con actitud misteriosa al pie de las escaleras. Abigail llevaba una gran bolsa de papel debajo del brazo. Todas estaban muy serias.

—¡Beth! —Molly me agarró del brazo en cuanto llegué a su lado—. Me alegro de que estés aquí: estamos a punto de empezar.

—¿Empezar el qué? —pregunté con curiosidad.

—La sesión de espiritismo.

Ahogué un gemido: así que no se habían olvidado. Tenía la esperanza de que abandonaran el plan en cuanto empezaran a divertirse en la fiesta.

—No podéis hablar en serio, chicas —dije, pero me di cuenta de que me miraban con absoluta sinceridad. Intenté una estrategia distinta—: Eh, Abby, Hank Hunt está fuera. Parece que le iría bien un poco de compañía.

Abigail estaba loca por Hank Hunt desde el primer curso y no había dejado de desbarrar sobre él desde entonces. Pero esa noche ni siquiera él podía despistarla del plan que se traían entre manos.

—A quién le importa Hank Hunt —repuso Abigail en tono de mofa—. Esto es súper más importante. Vamos a buscar una habitación vacía.

—No —dije, negando firmemente con la cabeza—. Venga, chicas, ¿es que no podemos encontrar otra cosa que hacer?

—Pero es Halloween —protestó Hallie con un mohín infantil—. Queremos hablar con los fantasmas.

—Los muertos deben quedarse donde están —contesté—. ¿Es que no podéis jugar a pescar manzanas con la boca o algo?

—No seas tan aguafiestas —dijo Savannah. Se puso en pie y empezó a tirar de mí escaleras arriba. Las demás nos siguieron con gran excitación—. ¿Qué puede pasar?

—¿Es una pregunta retórica? —respondí, apartándome—. ¿Qué puede no pasar?

—No creerás de verdad en fantasmas, ¿no, Bethie? —preguntó Madison—. Solo queremos divertirnos un poco.

—Creo que no deberíamos jugar con esto —dije con un suspiro.

—Vale, pues no vengas —me cortó Hallie con aspereza—. Quédate aquí abajo sola a esperar a Xavier, como haces siempre. Sabíamos que te rajarías de todas maneras. Nos divertiremos sin ti.

Me miró con una expresión dolida y las demás asintieron con la cabeza, apoyándola. Yo no conseguía hacerles entender el peligro que su plan conllevaba. ¿Cómo explicar a unas niñas que es peligroso jugar con fuego si nunca se han quemado? Deseé que Gabriel estuviera allí. Él emanaba autoridad y hubiera sabido exactamente qué decir para hacerlas cambiar de opinión: siempre ejercía ese efecto en las personas.

En cambio, allí estaba yo, como una ceniza aguafiestas. Vaya ángel guardián estaba hecha. Sabía que no tenía el poder de impedirles nada, pero no podía permitir que continuaran sin mí. Si pasaba algo, por lo menos estaría con ellas para enfrentarme con lo que se encontraran. Las chicas ya estaban subiendo escaleras arriba cogidas del brazo y susurraban con gran excitación.

—Chicas —llamé—. Esperad… voy con vosotras.

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