Hacker

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Capítulo 25

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Capítulo 25

No encontraron más vigilancia. La Furia confiaba en su sistema de comunicaciones, probablemente infalible hasta aquel momento, y en dos gorilas que, visto lo visto, no tenían más conexión con la causa que la meramente económica. Aquel era el primer error que el grupo cometía, y Max no estaba seguro de que no se tratase de algún tipo de trampa.

La puerta principal, la que conducía al almacén donde estuvieron las máquinas, estaba clausurada. Para entrar en el edificio había que subir por una escalera de metal, muy empinada, que llegaba hasta una puerta pequeña, también metálica.

Nadie les detuvo durante su ascenso y nadie les esperaba arriba. Una vez allí, Dylan se deshizo de su barba postiza y sus gafas de sol. Semus se quitó la prótesis.

—Puede pasar cualquier cosa ahí dentro —dijo Max.

Dylan le enseñó el arma, convenientemente amartillada. Pasase lo que pasase, contarían con algo más que sus manos desnudas para defenderse.

Abrieron la puerta y el olor del interior los abofeteó. Una mezcla de sudor, café y comida rápida a medio consumir flotaba en el ambiente.

—Es peor que una Comic-Con —dijo Semus.

Los otros dos lo miraron. No estaban seguros de entender lo que quería decir.

—Solo he estado en una, con Toei. Su madre le obligó a asistir acompañado de un adulto y me tocó a mí. Os juro que en la zona de juegos on-line olía exactamente así.

—¿Y eso qué significa?

Semus suspiró.

—Que ahí dentro vamos a encontrar un montón de puestos informáticos y a un montón de personas tecleando sin parar.

—Mejor —dijo Dylan—. Menos trabajo.

Y entró sin esperar a más. Max y Semus lo siguieron, con la nariz arrugada. Desde la plataforma de metal que los recibió al otro lado de la puerta se veían tres pisos. La reforma de la nave principal era completa. Y no había nada superfluo en ella.

Tres plantas de hormigón se comunicaban por escaleras metálicas como las que les había servido para llegar allí. Las escaleras se encontraban junto a las paredes de la nave y en el centro. Barandillas de seguridad separaban el último puesto de cada fila del espacio abierto que daba a la escalera correspondiente.

Max contó diez filas de al menos veinte personas en cada sector. Eso suponía cuatrocientas personas en cada planta. Mil doscientos puestos en total.

—¿Recuerdas cuando te dije que la fuerza de La Furia era otra?

Dylan asintió.

—Me refería a esto. Están tan concentrados en su trabajo que ni siquiera nos han oído.

Max tenía razón. Ninguno de aquellos analistas y programadores desvió la vista de su pantalla. A su alrededor se amontonaban envoltorios de chocolatinas, snacks salados y botellas de refrescos. Sorprendentemente, los desperdicios no lo invadían todo, lo que quería decir que habría un servicio de limpieza.

—Y esto es solo uno de los muchos centros. Deben de tenerlos en todo el mundo.

Semus asintió con la cabeza. Se le notaba impresionado.

—Esto es algo que nosotros jamás conseguiremos —dijo con pesar—. Por eso siempre van un paso por delante. No es lo mismo pensar en ello, darle vueltas, que tenerlo delante.

—No es el momento para obsesionarse, Semus. Tenemos que encontrar a Randall.

—Dejadme a mí. Me reconocerán como uno de los suyos —propuso Semus—. Al fin y al cabo, lo soy.

—No creo que…

—Déjalo, Dylan. Tiene razón.

Max y su compañero observaron los movimientos de Semus. Escogía una mesa, aparentemente al azar, y se acercaba al trabajador o trabajadora. Se inclinaba sobre su hombro, señalaba la pantalla, decía algo, obtenía una respuesta. Y pasaba al siguiente puesto.

—¿Estas personas son normales?

—No lo sé, Dylan. Desde esta distancia no puedo asegurarlo, pero diría que han tomado algún tipo de droga. Nadie puede alcanzar ese nivel de concentración de manera espontánea.

Semus no tardó en regresar.

—No está aquí. Todos a los que he preguntado me han contado la misma historia: padres víctimas de la crisis, los reclutaron en remoto y lo han dejado todo por la causa. Ninguno conoce a Grove en persona. Nadie lo ha visto.

—¡Maldita sea! —exclamó Max—. Cuanto más creemos acercarnos, más volátil se vuelve. Voy a terminar creyendo que de verdad es un espíritu.

—Hay que bajar al cuarto de servidores. Desde allí puedo intentar encontrar la central. Seguramente, las máquinas mimetizan la estructura del grupo. Es una manera sencilla de recordar quién es quién y dónde está. A veces el cerebro lo hace sin querer. Es un truco subconsciente de la memoria.

—¿Y por qué dices bajar? Creí que nunca habías estado aquí.

Semus abrió los ojos, incrédulo.

—Tranquilo, Max. Mira hacia arriba. Este es el último piso y aquí no están, así que solo queda bajar.

—Tiene razón, jefe —intervino Dylan.

Max miró hacia arriba. Seguía tenso. Mucho más tenso de lo que requería la situación. En realidad, se las había visto en circunstancias mucho peores, pero aquello le atacaba los nervios.

—Bajemos, pues. Toda esta gente me saca de quicio.

—Yo me quedo, Max —dijo Dylan—. Creo que seré de más ayuda aquí arriba.

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