Hacker

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Capítulo 26

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Capítulo 26

El cuarto de servidores se encontraba, cómo no, en el sótano. Y, de nuevo, el frío era la constante allí abajo. Aunque, en esa ocasión, los aparatos estuvieran tan bien iluminados que la estancia parecía más una clínica que una cueva lóbrega. La Furia no había reparado en gastos.

Semus no dudó. Como si conociera el lugar, como si él mismo hubiera decidido qué cable realizaba qué conexión, se dirigió hacia uno de los pasillos laterales. Allí encontró un ordenador portátil. Encendido, por supuesto.

En el mismo momento en el que pulsó la primera tecla, el monitor se inundó con una imagen compuesta de ceros y unos que se agrupaban cambiando de densidad hasta que formaron una cara. O, más bien, una capucha con un espacio negro donde debería haber estado la cara.

Semus no se impresionó. Tampoco hizo el menor caso al audio. Minimizó el reproductor de imagen y accedió a una nueva pantalla, en la que podía escribir sin interrupciones.

Como Max no sabía qué era lo que el otro estaba escribiendo, sí prestó atención al audio.

—Querido Rashid —decía una voz artificial. Imposible saber si de hombre o de mujer. Quizá se tratase de un programa, como los que usaban algunas voces en off o los propios sistemas de GPS—, has sido un chico muy malo y tendrás el castigo que te mereces.

Max empuñaba una de las armas que les habían rendido los guardias. La otra estaba en poder de Dylan. En ese momento deseó que hubiera decidido bajar con ellos. Aquel cuarto era una ratonera.

Pero a Semus no parecía importarle. Tecleaba con la misma concentración que las personas de las plantas superiores. Max se preguntó si no sería uno de ellos. No tenía sentido, pero allí estaba. Todo le resultaba extrañamente familiar y ahora, al mirarlo, veía lo mismo que en la nave: solo una cabeza inclinada sobre la pantalla y unas manos que se movían a la velocidad del rayo.

Pero tuvo que desviar su atención. Alguien bajaba por la escalera. Afortunadamente, la reforma del edificio no había tenido en cuenta aspectos como la insonorización, y los peldaños hacían un ruido de mil demonios… que quienquiera que fuese trataba de ocultar. Lo que quería decir que no se trataba de Dylan.

Max le susurró a Semus que se ocultara.

—Ahora no puedo. Tengo que enviar esto a Toei. Solo él puede desencriptarlo.

Una vez más, Max echó de menos a Mei. Ella no habría necesitado a una tercera persona. En cualquier caso, no podía hacer nada allí, así que se descalzó y se dirigió a un lugar en el que pudiera ver cómo el intruso descendía. La escalera era larga y él rápido, así que le daría tiempo.

Pero, quien fuera, no era el mismo tipo de guardia sin lealtad ni valor. Debió de ver la sombra de Max en su camino a la única entrada y saltó. Ahora los dos contendientes estaban en igualdad de condiciones.

Una detonación ensordecedora arrancó múltiples reverberaciones a la habitación. Por lo visto, ambos estaban armados también. Max esperaba que Semus no perdiera la concentración debido a los disparos.

Por su parte, se pegó al mueble metálico más cercano y contuvo el aliento. Necesitaba silencio para oír los movimientos del otro y para ser consciente de los propios.

Tuvo que cambiar de estrategia inmediatamente. El mueble tembló. El intruso se estaba encaramando a las estanterías. Desde arriba podría localizarle mucho más rápido, así que Max lo imitó. Descalzo, las aristas de las barras metálicas se le clavaban en las plantas de los pies. Se maldijo por no haber cuidado ese detalle durante sus últimos entrenamientos. Se estaba acomodando.

De todos modos subió, y una bala le rozó la oreja cuando asomó la cabeza. Su enemigo ya se había acomodado. Por fortuna, al disparar también reveló su posición.

—¿Te falta mucho, Semus?

Max contuvo el aliento. No podía saber si su compañero entendía lo que pretendía, pero al menos tenía que intentarlo.

—Diez segundos. El archivo se está enviando.

El sonido de las botas militares contra el metal informó a Max de que su maniobra había dado resultado. Se deslizó hasta el suelo por el lateral de la estantería y, en absoluto silencio, regresó a la posición de Semus. El hombre no solo comprendió sus intenciones, sino que se había puesto a salvo.

Enseguida, el arma del intruso hizo acto de presencia, recortada en negro contra los fluorescentes del techo. Max apuntó, con calma, y disparó.

Acertó de pleno en el cañón de la pistola. Su portador la soltó. Entonces sí, Max volvió a escalar. El otro, tomado por sorpresa, no reaccionó. Max lo miró antes de descargar sobre sus mejillas la ira que llevaba todo el día acumulando en sus puños. No lo había visto antes. Probablemente tampoco lo viera después.

* * *

Cuando salieron del sótano, en los tres pisos superiores los esperaba una sorpresa. Dylan se las había apañado para maniatar a un buen número de hackers. Las drogas con las que mantenían la atención en la pantalla les impedían reaccionar a estímulos externos.

—¿Pero con qué los has atado?

—Esto está lleno de cables, jefe.

Max sonrió.

—Puede que no sirva para nada, pero quizá si un puñado de ellos no está trabajando, ralenticen el trabajo de los demás.

—Confiemos en eso y corramos. Hay que volver a Londres. Toei tiene que darnos la ubicación exacta de la verdadera central. Esto no era más que una sede periférica.

—No tardará, Max —aseguró Semus—. Toda la información está en los archivos que le he enviado. Es el mejor.

—Tú sí que eres el mejor. Si no hubiera sido por tu sangre fría ahí dentro, no habríamos conseguido salir.

Semus negó, con humildad.

—No es la primera vez que me utilizan como cebo. En la escuela, y después, durante mis estudios superiores, lo hicieron muchas más veces de las que me gustaría recordar. Y con objetivos menos… yo que sé, peores.

Max se dio cuenta de que en realidad no sabía nada de Semus, ni de Toei. Los había tratado en función de sus prejuicios, sin pararse a pensar cuánto había de verdad en ellos. En ocasiones, las vidas en apariencia tranquilas también escondían su ración de sorpresas.

—Volvamos al coche.

Los tres caminaban a la luz del reloj de pulsera de Semus y también gracias a la aplicación de la linterna en el móvil de Max. Los vehículos estaban donde los dejaron, así que Max tomó el mismo que había usado esa mañana y salió del camino de grava marcha atrás.

Las carreteras secundarias de aquella zona estaban poco transitadas y mal iluminadas, así que todos dieron gracias mentalmente cuando llegaron a la autopista. Ahora ya podían pisar el acelerador a fondo. Cuanto antes llegasen a Gore Road, antes sabrían cuál debía ser su siguiente paso.

Los problemas llegaron cuando dejaron la vía principal y entraron en la ciudad. Y se parecían enormemente a los que tuvieron esa misma mañana: los semáforos se habían vuelto locos. Max decidió jugársela. Ya no era hora punta, apenas había peatones y los pocos vehículos que circulaban lo hacían en la dirección contraria a la suya. Se dio cuenta de la locura que había cometido cuando un camión de reparto apareció por su derecha, de la nada. Tuvo que forzar el motor al máximo para esquivarlo y estuvo a punto de atropellar a una mujer que había salido tarde del trabajo.

Aprovechó una avenida larga y se desvió a un callejón sin semáforos, señales ni el más mínimo atisbo de vida. Allí se detuvo y dio tiempo a sus compañeros de que recobraran el aliento.

—¿Sabemos algo de Toei?

Semus miró su reloj. En la esfera brillaba una única palabra: Seattle.

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