Hacker

Hacker


Portada

Página 5 de 9

—¡Eh! —dijo. No bajó la voz, pero tampoco gritó. No quería asustarlo y provocarle algún tipo de ataque. Aquel hombre pertenecía a La Furia, pero ya lo había herido. A la señora Blackwell no le importaría incluirlo en su plan. Solo tendría que llevarlo a su casa, vendarlo y atarlo en la cama. Aunque puede que esto último no fuera necesario. Al acercarse a él, Max notó que no dejaba de temblar. Debía de encontrarse en shock térmico.

—¡Eh! ¿Estás bien?

El tipo seguía gimiendo y temblando, pero no contestaba, así que Max se quitó la chaqueta y se la echó por encima. Eso no le hacía la menor gracia porque dejaba su arma al descubierto, así que se tomó unos segundos para sacarse la camisa por fuera, meter la pistola en la parte de atrás del pantalón y tirar la sobaquera. Lo último que necesitaba era que alguien lo identificara como un asesino.

Se acercó al cuerpo tembloroso y se agachó para levantarlo. La idea era llevarlo en brazos.

En cuanto le puso la mano encima, el otro se giró y le lanzó un directo a la mandíbula. O no tan directo, puesto que Max lo esquivó y se echó hacia atrás con un salto ágil, aunque mal equilibrado. Faltó poco para que aterrizara sobre su propio trasero.

—¿Quién mierda eres? ¿Qué quieres de Eddie?

En la penumbra del callejón, Max miró a su oponente con mayor detenimiento. Aquel no era el tipo al que había disparado. El otro vestía completamente de negro, con un jersey de cuello vuelto y pantalones ceñidos, como uno de esos francotiradores de cine. Este hombre, en cambio, llevaba pantalones dos o tres tallas más grandes de lo necesario y una especie de chambergo sin forma. Tampoco olía demasiado bien. Claro que eso había sido difícil de percibir en aquel hervidero de aromas nauseabundos.

—No quiero nada, Eddie. Estaba buscando a un amigo.

El hombre se levantó de su esquina. Aferraba una botella de vino en una mano. Estaba vacía. Max comprendió de inmediato de dónde procedía el tembleque. Le miró a los pies. Llevaba una bota de cada color, ambas igualmente sucias, así que era imposible saber si había sido él quien había pisado la mancha de sangre que asomaba bajo la camioneta.

—Aquí solo vive Eddie. Lárgate si no quieres vértelas con Eddie.

Desde luego, Max no tenía ningún interés en vérselas con Eddie ni con su botella de vino.

—A lo mejor quieres devolverme la chaqueta que se me ha caído, Eddie.

—¿Dónde está Eddie? ¿Por qué hablas con Eddie? Solo yo hablo con Eddie.

Así que el tal Eddie era un amigo imaginario, quizá incluso algún familiar muerto. Aquel pobre hombre podía quedarse con la chaqueta de Max si quería. Él solo deseaba largarse de allí sin más complicaciones y preguntar a la señora Blackwell si aquello había sido una broma de mal gusto intencionada o una mera casualidad. Aunque estaba bastante seguro de que no había nada casual en ello.

Dio un par de pasos hacia atrás, sin perder de vista al sintecho, cuyo nombre podía o no ser Edward, y luego se dio la vuelta. Trató de no parecer preocupado, así que metió las manos en los bolsillos y caminó a buen paso, pero sin correr. Tampoco era cuestión de montar una escena en medio de la calle.

No lo vio venir. Oyó los pasos, pero no los relacionó con lo que estaba a punto de pasar, así que su hombro derecho recibió un botellazo. Max gritó, más por la sorpresa que por el dolor, y se dio la vuelta. Allí estaba el vagabundo, con su chaqueta en una mano y la botella en la otra. Se reía a carcajadas, mostrando una dentadura podrida más que a medias.

—Te dejas la chaqueta, gilipollas. Eddie no quiere tu chaqueta.

Max resopló. Apretó las manos en dos puños y contó hasta diez antes de dar un paso en la dirección de aquel hombre apestoso.

—Dile a Eddie que si me vuelves a tocar, te mato.

El hombrecillo debió de ver algo de verdad en las palabras de Max, porque dejó caer la chaqueta en el suelo y corrió a duras penas hasta su refugio en la salida de emergencia. Volvió a hacerse un ovillo y a temblar de cara a la pared.

Max recogió la chaqueta. Estaba llena de mugre allí donde el vagabundo la había tocado, así que no se la puso. La llevó consigo como y volvió a la cocina de la señora Blackwell.

Semus y Toei ya estaban subiendo los aparatos a la furgoneta.

—Ahora mismo vengo —les dijo, sin darles tiempo a preguntar qué diablos hacía fuera cuando les había explicado que era más seguro no salir.

Capítulo 19

—He tenido un encuentro muy curioso con Eddie —dijo Max. La señora Blackwell estaba preparando algo en la cocina. La chica a la que Robert usó como escudo, aunque de manera torpe, esperaba sentada en una de las sillas. Max se preguntó si habría notado que ya no había cuatro, sino tres. Y si se lo hizo notar a su anfitriona. Luego recordó que se trataba de una muchacha discreta e inteligente. También observó que, cada pocos segundos, echaba un vistazo a la puerta de la despensa reconvertida en sala de yoga.

—Nadie ha hablado nunca con Eddie, excepto Richard. Así que supongo que te has encontrado con Richard. No es peligroso, pero puede resultar un tanto desagradable. Un poco como llegar a casa y encontrarla invadida por desconocidos, con tu hijo en cama con una herida de bala en el hombro.

Max no iba a discutir. La señora Blackwell no tenía la menor idea de lo que estaba pasando, no sabía quién era él y, además, una cría de secundaria los miraba con aspecto de entender más de lo que debería. Necesitaba salir de allí cuanto antes.

—Voy a ayudar a su hijo a cargar la furgoneta.

—No se preocupe, ya casi está. Puede dejar aquí la chaqueta. No creo que nadie en el mundo sea capaz de quitar esa mugre ni ese olor. La tiraré. O a lo mejor la limpio con sal y limón. Puedo llevarla a alguna de las tiendas.

—Yo diría, señora Blackwell —contestó Max—, que ya se ha cobrado su deuda. Voy a tener el hombro amoratado unos días, ¿sabe?

—Venga aquí, déjeme verlo. Siéntese junto a Trisha. Trisha, por cierto, creo que querías decirle algo a nuestro invitado.

La chica lo miró y esbozó una sonrisa torpe. Se veía que no estaba acostumbrada a sonreír. Max sintió lástima por ella.

—Gracias por lo de esta mañana. Ahora, dentro de un rato, voy a ir con ella —hizo un gesto con la barbilla, señalando a la madre de Toei— a denunciarlo. Diremos que Richard nos ayudó. A veces ayuda. La mayoría no, pero...

—¿Señora Blackwell?

La madre de Toei dejó un vaso de cacao frente a la niña y obligó a Max a sentarse muy recto en su silla.

—Quítese la camisa —dijo—. Cuando vayamos a comisaría diremos que Richard nos ayudó a reducir al tipo. Richard tiene problemas para saber en qué momento del día se encuentra, pero recordará que se ha peleado con alguien, así que tendremos su testimonio. No serviría de mucho sin el nuestro, pero yo soy una miembro muy respetada de esta comunidad y Trisha una buena estudiante.

—¿Y su coartada? Me refiero a la de usted.

Max se había desnudado de cintura para arriba y la señora Blackwell examinaba el golpe de su hombro. La niña se había ruborizado.

—No se preocupe por mí. Si yo digo que he estado aquí a la salida del colegio, nadie dirá que me ha visto en otro sitio. Y quédese quieto. Tengo algo que evitará que se le inflame el hombro. Es casero, natural y ni siquiera huele demasiado mal.

—No tenemos mucho tiempo, me temo —dijo Max. Pero sabía que era una excusa muy débil.

—No, no lo tenemos. Pero lo aprovecharemos mejor si todos nos encontramos en plena forma.

Aquello, al contrario de todo lo que había sucedido desde que la mujer apareció hacía poco más de dos horas, sí tenía sentido. Así que Max se dejó aplicar una especie de emplasto que la madre de Toei extrajo de un recipiente de cerámica. El vendaje que le colocó encima de la mezcla hacía que la camisa le apretase, pero supuso que la presión también era buena para evitar que la zona se hinchase.

—Conservo ropa de mi marido, si quiere una chaqueta. Ahora hace buen tiempo, pero por la noche refresca.

Max sonrió. La señora Blackwell era una mujer dura, inteligente y práctica, pero había algo profundamente maternal en ella que salía a la superficie a la menor oportunidad.

—No es necesario.

—Cuide del chico. Es menos tonto de lo que parece y menos listo de lo que se cree. —La madre de Toei hizo una pausa—. También es la única familia que tengo, ¿sabe? Podría haberse dedicado a construir un imperio para alguien que lo pagara bien, pero prefiere salvar el mundo. Lleva con esas tonterías desde que tiene uso de razón. La injusticia, el dinero, la desigualdad. Yo sé que no va a conseguir nada, pero él es demasiado joven.

Cuanto más hablaba con la señora Blackwell, más la respetaba. En cierto modo, era como oírse a sí mismo.

—No le pasará nada. La misión de Toei es quedarse en retaguardia.

—Pero el que tiene una herida de bala es él.

Max no podía oponer nada a esa realidad, así que se limitó a despedirse.

—Gracias, señora Blackwell. Gracias, Trisha, has sido muy valiente esta mañana.

—De nada —dijo la niña.

***

La furgoneta lo esperaba, llena hasta los topes. Semus conducía y Toei se había acomodado en el asiento del copiloto. Detrás dejaron un hueco para Max.

—Me temo que no puede ser —dijo antes de subir—. Semus conduce, eso está bien. Pero yo necesito poder subir y bajar con rapidez. No va a ser un viaje común.

—Creía que tenías uno de esos pisos francos.

Max sonrió. A aquellos dos les encantaban las historias de espías, pero no tenían la menor idea de lo que significaba encontrarse dentro de una.

—Tengo varios y he hablado, por decirlo de alguna manera, con la persona que va a elegir el mejor para nuestros propósitos. Pero no me ha dado la dirección. No queremos que nos sigan, ¿verdad?

—Vamos Toei, siéntate detrás. Hemos hecho sitio para Max, que mide el doble que tú, así que irás cómodo —dijo Semus. Y el chico obedeció.

—En realidad será más rápido y más sencillo si conduzco yo —dijo Max.

—Por mí no hay problema.

Max se puso al volante y realizó el mismo trayecto que había hecho el autobús en el que llegaron. Necesitaban ir al Centro, dejarse ver en todos aquellos lugares que el Departamento de Tráfico tenía cubiertos con sus cámaras de videovigilancia. Una furgoneta de coleccionista no sería fácil de ocultar, así que tenían que convertirla en la auténtica protagonista.

Max condujo hasta Trafalgar Square, con lo que se aseguró una buena multa y una conversación con un agente que los echó de allí. Hacía años que la circulación por el centro de Londres estaba restringida. Si La Furia los monitorizaba, creerían que no sabían lo que estaban haciendo.

Una vez hecho el ridículo más espantoso, Max se dirigió al este. En concreto, a la zona de los Docklands. Cerca del Canary Wharf se desvió al parking cubierto de West India Quay, uno de esos negocios que tenían lugar mitad al aire libre y mitad bajo los cimientos de las vías del tren. A los turistas les encantaban, así que siempre había gente alrededor. Los trabajadores del enorme edificio de oficinas también lo usaban. El tráfico de vehículos y personas nunca era moderado y, por tanto, el lugar elegido por Dylan para dar el cambiazo no podría ser mejor.

Max cogió un ticket a la entrada y se dispuso a meter la furgoneta cuando un vigilante de seguridad, vestido con un mono azul marino y un chaleco amarillo reflectante le detuvo antes de que cruzase la barrera.

—Hoy no es seguro aparcar aquí, señor. El circuito cerrado de televisión se ha caído. No podemos hacernos responsables de su vehículo ni del contenido.

Max le sonrió. Afortunadamente, el encuentro con Richard el vagabundo y su amigo imaginario le había dejado un aspecto bastante desaliñado, así que no parecía el típico hombre de negocios de clase alta que solía parecer.

—No llevamos nada detrás, así que por eso no te preocupes.

El vigilante asintió, pero no se lo veía del todo convencido. Pulsó un botón para que la barrera no bajase y golpease el techo Westfalia de la furgoneta.

—Pero la furgo... Estos clásicos están muy codiciados, ¿sabe?

Max asintió. La sonrisa seguía cosida a sus labios.

—Está hecha polvo, no te preocupes, de verdad.

—No puedo responsabilizarme, señor, mi consejo es que se la lleve,

—Hagamos una cosa —dijo Max—. La dejaré en la plaza menos accesible y tú te asegurarás de que alguien aparque justo detrás. Así nadie podrá llevársela, ¿qué te parece?

El hombre dudó. Era un tipo con algo de sobrepeso y Max sabía que los mechones pelirrojos que asomaban bajo su gorra no eran más que el vestigio de una antigua cabellera. Por cómo estaban colocados, era evidente que el tipo estaba calvo.

—Puedo poner mi propio coche detrás. Es ese de ahí.

El pelirrojo, la identificación que llevaba prendida en el chaleco decía que se llamaba Charlie, señaló un Opel Corsa de tres puertas sembrado de arañazos y picaduras. Semus empezaba a ponerse nervioso, y desde la parte de atrás, separada de la cabina tan solo por una cortinilla, le llegaba la respiración agitada de Toei.

—Perfecto, Charlie. ¿Nos sigues entonces?

El empleado estuvo de acuerdo. Fue un momento a por sus llaves, mientras, Max entraba en el recinto del aparcamiento.

—Tranquilizaos, por favor —pidió a sus compañeros.

—No iremos a trabajar aquí abajo, ¿verdad?

—No, Toei. No vamos a quedarnos aquí.

En cuanto vio al Corsa por el retrovisor, Max pisó el acelerador. Para sorpresa de sus compañeros, parecía conocer el interior del aparcamiento al dedillo. Se detuvo junto a lo que parecía ser un muro sólido justo en el momento en que el sonido de un tren atronaba por encima de ellos. Se trataba de uno de mercancías, así que tardaría un buen rato en pasar. Cada vez los hacían más largos.

Semus se había llevado las manos a los oídos para evitar las reverberaciones en la medida de lo posible, pero el ruido dejó de importarle cuando vio que el muro se deslizaba hacia la izquierda. El estruendo del ferrocarril tapaba el que debía de estar produciendo la pared deslizante. Del otro lado no llegaba luz, sino una oscuridad total, pero Max no dudó. Cuando entendió que había espacio suficiente para que la furgoneta pasase sin problema, volvió a pisar el acelerador y se perdió en la negrura. Una vez al otro lado, la pared comenzó el movimiento contrario, hasta que encajó en el lugar que le correspondía.

—¿Dónde nos has traído? —chilló Toei, asustado, desde la parte de atrás.

—Tranquilo, estamos a salvo.

Las luces se encendieron justo en ese momento, dejando al descubierto un espacio que nada tenía que ver con el que acababan de dejar atrás. Delante de ellos se extendía una estancia de paredes de cemento liso, sin enlucir, iluminada por multitud de tubos fluorescentes que arrancaban un brillo cegador a cuatro vehículos de carga, tan limpios y nuevos que parecía que jamás hubiesen salido de un concesionario. Max tuvo que admitir para sí mismo que ese espectáculo sí se parecía a algunas escenas de películas de espías. Eso les encantaría a sus compañeros.

—Vamos, chicos. Hay trabajo que hacer.

Semus bajó de inmediato y abrió la parte trasera de la furgoneta para dejar salir a Toei, que lanzó un grito de sorpresa más propio de un crío en un parque de atracciones. Su madre tenía razón: era listo, pero no tanto en asuntos que iban más allá de lo intelectual, y sobre todo era muy joven. Le vendría bien aprender a controlar sus emociones.

—Probablemente estamos tomando más precauciones de las debidas, pero lo que llevamos ahí dentro las merece. No me apetece volver a encontrarme en un caos de tráfico y no quiero que nos sigan hasta el lugar al que vamos.

Semus asentía. Toei había cerrado al fin la boca y prestaba atención.

—Vamos a cargar esta furgoneta de aquí. —Señaló un modelo Renault común y corriente pero tan limpio como los demás—. Tenemos cuatro horas. Dentro de media vendrá alguien a llevarse el primero de los señuelos y a traernos comida.

Capítulo 20

Las cuatro horas se les hicieron eternas. Cada cierto tiempo, siempre en intervalos irregulares, aparecía un desconocido con el que Max intercambiaba algunas frases y se llevaba una de las furgonetas.

A las dos horas de estar allí se oyó el sonido de otro tren, se apagaron las luces y la Volkswagen de la señora Blackwell desapareció en la oscuridad.

El grupo abandonó el parking subterráneo a través de la zona de carga y descarga del hotel Marriott Canary Wharf, un área en la que las furgonetas y los camiones de reparto entraban y salían sin descanso. En ese mismo momento, la Volkswagen verde salía del aparcamiento en el que había entrado, conducida por un hombre que llevaba una cazadora vaquera sin identificar. Mostraba un lustroso pelo negro peinado hacia adelante y una barba postiza absolutamente realista que no llamó la atención de nadie. El hombre se dirigió al norte.

Semus conducía la furgoneta negra reluciente con Toei al lado. Max se había ocultado detrás y viajaba con los servidores. Para él todas aquellas cajas de plástico y metal parecían iguales. Se fijó en que llevaban multitud de etiquetas con códigos alfanuméricos. Seguramente fue eso lo que les llevó tanto tiempo en el sótano de Toei.

La voz metálica del GPS lo tranquilizaba. Dentro de poco llegarían a Hackney y podría descansar. Se daría una ducha, se cambiaría de ropa y dejaría que los expertos se dedicasen a hacer lo que mejor se les daba. Luego llegaría su turno. Necesitaba que todo aquello saliera bien. Necesitaba recuperar el control.

***

Semus conducía con prudencia. No deseaba llamar la atención de la policía, de otros conductores ni, por supuesto, de algún vigilante del tráfico que controlase el sistema hackeado. Por lo que sabía, La Furia no habría dejado la monitorización. Seguía las instrucciones de la máquina con precisión casi robótica. Reconocía la zona: los comercios de alimentación halal, el Museo de la Infancia, el canal, mucho menos transitado que la zona de Little Venice pero igualmente encantador... Se sorprendió de que la siguiente instrucción le indicara que se dirigiese al parque. Victoria Park era una enorme extensión de hierba verde rodeada de árboles y con un inmenso lago en el centro. Carecía de atractivos más allá de los caminos asfaltados donde las madres recientes paseaban a sus bebés en carritos cubiertos. Los dueños de perros los sacaban a jugar y pasear por allí, y algunos corredores habituales salían al atardecer a ejercitar los músculos atrofiados por demasiadas horas de oficina.

No parecía un lugar donde esconderse, pero Semus obedeció a la máquina.

«Su destino está a la derecha», dijo la voz femenina que los había guiado hasta allí evitando los atascos de tráfico. Pero a la derecha solo había una pequeña verja, la única apertura en un muro de ladrillo recubierto de zarzas en el que destacaba un cartel de prohibido el paso.

—Diez, Gore Road, Max. Hemos llegado.

Semus no añadió que no tenía la menor idea de dónde estaban. Suponía que no tardaría en enterarse, y no le faltaba razón.

La puerta del parque, una verja de doble hoja pintada de negro rematada con puntas doradas, se abrió.

—Vamos, Semus —dijo Max—, esa es toda la invitación que necesitas.

Semus cruzó el umbral. En lo más profundo de sí esperaba que lo detuvieran. De hecho, el corazón amenazaba con salírsele de la boca cuando vio a dos personas ataviadas con el uniforme de mantenimiento del parque que se dirigieron hacia el vehículo.

—Sígame, por favor —indicó uno de ellos—. La caseta de las herramientas está ahí, a su derecha. Solo hay que girar. Son unos metros.

Semus hizo lo que le pedían y la encontró. Una cabaña de ladrillo con las puertas de madera abiertas de par en par.

El hombre que le dio las instrucciones le pidió que diera la vuelta y pegase las puertas traseras de la furgoneta a la cabaña.

—Descargamos nosotros, no se preocupe. Los esperan en la casa.

El número 10 de Gore Road no era en realidad el parque, sino un edificio moderno de ladrillos amarillentos justo al lado. No era allí donde los esperaban, sino en una vivienda de piedra de dos plantas. Pertenecía a la junta de distrito y allí se alojaba, en principio, el director de Parques y Zonas Verdes de la Ciudad. En esos momentos no se encontraba allí y le había pedido a un amigo que fuese de vez en cuando a dar de comer al gato.

—Dylan —le dijo Max a su amigo y compañero—, esa es la explicación más peregrina que me han dado nunca.

—También es la verdad. Necesitabas un lugar seguro, que no perteneciera a la red de la SCLI, completamente limpio y con espacio para montar no sé qué cosa que Mei entendería mucho mejor que yo. Este sitio es perfecto y mi colega está fuera de la ciudad. En un congreso.

Los dos amigos se abrazaron mientras Semus y Toei los miraban, a medias curiosos y a medias azorados.

—Estos —dijo Max señalándolos— son los dos miembros de mi equipo para esta misión. O puede que yo sea miembro de su equipo. No sabría decirte cómo va esto, la verdad. Semus y Toei.

Los tres se saludaron.

—Esta no es mi casa, pero como si lo fuera. Si necesitáis algo, cualquier cosa, no tenéis más que pedirla. Hay un off-licence ahí abajo, podemos pedir pizza, y tenemos dos cuartos de baño.

A Toei le brillaron los ojos con la mención de la comida, Semus tenía todo el aspecto de necesitar, al menos, un té bien cargado y Max necesitaba ducharse.

—Los hombres que están descargando vuestras cosas las dejarán en la cabaña. Hay mucha humedad ahí y el suministro eléctrico no será suficiente.

Max echó un vistazo a la instalación de la casa. Se trataba de un cottage típico, con cubierta interior de madera y paja tratada en el exterior. Un edificio encantador, pero lo cierto era que los cables de la luz subían por fuera de las paredes y la iluminación que ofrecían las escasas lámparas no destacaba, precisamente.

—Tranquilo, chaval —dijo Dylan con su habitual buen humor—. Tenemos un pequeño búnker oculto. El inquilino de la casa no lo sabe, la junta de distrito no lo sabe, y Max, aquí presente, tampoco lo sabía.

—De hecho —intervino Max—, empieza a preocuparme que haya tantas cosas acerca de mis compañeros que no sepa. ¿Cuándo se te ocurrió que necesitarías un lugar así?

—En realidad, jefe, no es el único que hemos construido. No siempre puedo depender de mis proveedores de armamento, y esconder un arsenal no es tarea fácil. Mei me ayudó con las instalaciones, así que ahí bajo encontraréis todo lo que necesitáis. O eso espero.

—De momento —dijo Semus, al que se veía abrumado por las circunstancias— me conformo con un té. Si hay pan, me haré una tostada con mantequilla.

—Yo agradecería esa pizza, la verdad —dijo Toei.

—Pues no hay más que hablar. Yo me encargo —afirmó Dylan—. Max, tienes ropa limpia arriba. El mejor baño está en la habitación principal.

Max no le dejó terminar. Necesitaba quitarse el embotamiento de la furgoneta, el emplasto del hombro y el olor a Richard el vagabundo, que se resistía a desaparecer. Después cenarían y se pondrían al día. El trabajo más pesado tendrían que hacerlo los dos informáticos. Su turno llegaría más tarde.

Capítulo 21

Max bajó de la ducha, dispuesto a echar una mano si hacía falta. Encontró a Dylan a solas en el salón con una caja de pizza grande. Los otros dos se habían llevado otra al búnker de la cabaña del jardín.

—Han dicho que no había tiempo que perder —explicó Dylan—. Si quieres mi opinión, te diré que el chaval parecía preocupado. Como si mis chicos hubiesen podido dañar sus equipos.

—Como si un extraño hubiese invitado a salir a su novia, ¿no? Entiendo lo que quieres decir. Parecen... bueno, parecen lo que son. Pero también hay más debajo de esa imagen. Al menos el mayor, Semus, me ha demostrado que tiene coraje.

Max resumió a su amigo el incidente con los semáforos que habían cambiado todos a la vez y cómo Semus corrió a salvar al bebé.

—En cuanto al chaval —continuó—, es un bocazas y siempre sabes lo que está pensando. Es incapaz de guardarse una emoción para sí mismo y no le confiaría un secreto, pero tiene la cabeza bien amueblada. Algunas de sus ideas son elaboradas, más propias de alguien mayor.

Dylan le sonreía desde uno de los sillones. Max había ocupado la parte central del sofá y cortaba con los dedos una porción de pizza de carne recubierta de un buen montón de queso y salsa barbacoa. No era su manera favorita de comer, pero tenía tanta hambre que no le habría hecho ascos ni a un aperitivo de saltamontes a la plancha de los que se servían en los mercados callejeros de Tailandia.

—Ahora el que parece un muchacho enamorado eres tú, jefe. Si Mei estuviese aquí, estaría tomándote el pelo a base de bien.

—La gente todavía es capaz de sorprenderme, supongo. Pero, créeme, cuando esto termine voy a ser el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra. Toda la misión es un despropósito. Perseguimos a una especie de fantasma, una hidra de mil cabezas pero sin un cuerpo al que apuntar y detener. Si esos dos no consiguen algo ahí abajo, no sé por dónde tirar.

—¿Y qué hay de Adam? Este tipo de cosas son su especialidad. Por no hablar de Mei.

Max sabía que su amigo tenía razón y que merecía una explicación. Pero no podía hablarle de Mei y no tenía la menor idea de dónde se encontraba Adam.

—Se supone que no debía contactar contigo tampoco.

—Eres el mejor cumpliendo normas, ¿eh, Max?

Max se encogió de hombros.

—Al final todos quieren lo mismo: que cumpla el encargo, que las aguas vuelvan a su cauce. Eso es lo que hago siempre, y esta vez no va a ser diferente.

Los dos amigos siguieron comiendo y charlando. El tiempo pasaba en la casa del jardín de Victoria Park. Ambos deseaban con todas sus fuerzas dar un paso más en su investigación, pero la imposibilidad de emplear sus teléfonos móviles y el hecho de que, en realidad, no tenían la menor idea de por dónde empezar, los mantenía no solo encerrados, sino también fuera de sí.

Ninguno de ellos estaba acostumbrado a depender de desconocidos.

—¿Vamos a hacerles una visita? —propuso Dylan.

—No va a ser necesario.

Semus entraba en ese momento por la puerta del salón. Llevaba una taza vacía en la mano y se entretuvo en llevarla hasta la cocina. Ansiosos, Max y Dylan se incorporaron en sus respectivos asientos. Cuando Semus volvió, parecían colegiales esperando a que les dieran las notas de un examen.

—Hemos hecho todo lo posible —comenzó a decir—. Hemos llegado tan lejos como hemos podido. Nuestro primer objetivo fue la SCLI, buscábamos la huella de Grove. Pero su compañera, esa Mei de la que tanto hablan, ha hecho un trabajo excelente. No ha sido posible replicar el ataque de La Furia.

Max sintió una punzada de orgullo y vio que Dylan sonreía. Aunque eso no tenía nada que ver con esos dos, sino que el buen trabajo de Mei obstaculizaba el suyo.

—Luego hemos apuntado a las mayores compañías telefónicas y a Tráfico. Hemos visto la huella. De hecho, habría sido imposible no verla. Parecía como si Grove quisiera que lo encontrásemos.

—¿Una trampa? —preguntó Max. Sonaba a eso, aunque para él el entorno informático no pasaba de ser algo abstracto e incorpóreo.

—Podría serlo. Pero para descubrirlo tendríamos que exponernos. Algo que debemos evitar. Si ellos nos encuentran antes que nosotros a ellos, nuestra ventaja desaparecerá.

—¿Pero es que tenemos alguna ventaja? —preguntó Max—. Porque mi sensación es que llevamos todo el día dando palos de ciego. Y muy pocos palos en mi opinión. Estamos como al principio, pero el tiempo corre en nuestra contra. Si no averiguamos algo pronto, empezarán a morir inocentes.

—Toei y yo somos conscientes. Pero no sabemos qué más hacer.

—Has dicho que la única manera de saber si nos tendían una trampa era exponernos, ¿verdad?

—Sí, pero eso significa darles acceso a una red que nos ha costado mucho construir. No es buena idea... O sea... Si en el futuro necesitásemos escondernos... Mostrarnos sería como quemar todos los puentes, Max.

Max miraba a Semus. Veía sus dudas, su azoramiento. Comprendía que le estaba pidiendo mucho. Posiblemente, lo que había montado en aquel búnker fuese el resultado del trabajo de toda una vida. Pero si no lo usaban, si usaban una táctica conservadora, lo perderían igualmente. Junto con un montón de vidas.

—Si no somos capaces de encontrarlos, tendrán que encontrarnos ellos a nosotros.

Semus se vino abajo. No sabía lo que Max quería decir, pero sí que sería peligroso. Y no solo para la red, sino para todos ellos.

Capítulo 22

El conductor, cuyo rostro quedaba oculto por unas gafas de sol y un sombrero de ala ancha, vio el coche que los seguía. Hasta el momento lo había descubierto en un semáforo, siguiéndolos con discreción en Pall Mall y, por fin, reflejado en el escaparate de un comercio. No formaba parte del plan conducir fuera de la ciudad, pero debía deshacerse de quien fuera que llevaba pegado a los zapatos, y eso no podía hacerse en el centro de Londres, así que tomó la carretera hasta el aeropuerto de Stansted. A esa hora no había demasiado tráfico y el riesgo, por tanto, era mínimo.

Al contrario que en días anteriores, esa noche había llovido. El asfalto estaba mojado. Por suerte, la furgoneta que conducían era prácticamente nueva y el dibujo de la rueda ofrecía una adherencia casi completa. Esperaba que sus perseguidores condujeran un vehículo peor.

El copiloto procuraba no mirar atrás para no delatarse. Sus facciones también estaban ocultas. Su poblada barba rubia y unas enormes gafas de sol le convertían en un personaje completamente anónimo. Igual que su compañero, deseaba llegar cuanto antes a algún lugar donde poder deshacerse del coche que los seguía.

Por fin pudieron hacerlo en una rotonda. El conductor se aseguró de que no hubiera más riesgo del que se derivase de su impericia; es decir, ningún riesgo. Él era un conductor excelente. Aceleró al máximo antes de meterse en la rotonda y comprobó, por el retrovisor, que el otro coche hacía lo mismo. En plena curva, pisó a fondo. Aquello parecía un hipódromo. Los dos vehículos daban vueltas por el carril interno. Si aparecía un tercer vehículo, más le valía emplear el exterior o se vería inmerso en un asunto nada recomendable.

Los neumáticos chirriaban, la fricción con el asfalto estaba destrozando la goma, que desprendía un olor amargo y penetrante al quemarse. El conductor aguantaría al menos tres vueltas más. Solo faltaba saber si el otro también lo haría.

Pero no. El otro coche, en cuanto se dio cuenta de que se había metido en una trampa, tomó la primera salida. El conductor lo siguió. Ahora, el cazador se convirtió en la presa y, con la prisa, tomó la salida a una carretera secundaria. Ya era suyo.

Aceleró y la furgoneta sobrepasó con creces el límite de velocidad. Los árboles volaban a los lados. El césped parecía una superficie de verde sólido. El copiloto no era capaz de leer las señales.

No tardaron en dar alcance al otro coche.

—Sujétate, compañero. Allá vamos —dijo el conductor.

Y embistió al vehículo que los había perseguido y que ahora huía de ellos.

El otro coche aceleró, pero, efectivamente, era más antiguo y menos potente que la furgoneta. El conductor de las gafas de sol y el sombrero se puso en paralelo y trató de echarlo de la carretera.

El otro coche aguantó la embestida, pero sus ocupantes decidieron bajar la velocidad. Ahora solo quedaba saber quién sería más rápido cuerpo a cuerpo.

Piloto y copiloto frenaron y bajaron de la furgoneta. Las dos personas que viajaban en el otro vehículo los imitaron. Por lo demás, la carretera permanecía desierta.

Sin previo aviso, los cazadores convertidos en presas echaron a correr campo a través.

—¡Joder! —exclamó el copiloto—. ¿Están de broma?

El conductor no contestó. Corrió tan rápido como le permitieron las piernas hasta dar alcance al que más se había alejado de ellos. No le costó demasiado. El hombre no estaba en forma y corría espoleado por el miedo, sin disciplina, sin cuidar la respiración, sin dosificar las fuerzas. Lo empujó por la espalda y cayó al suelo. Una vez allí, no tuvo ningún problema en inmovilizarlo con unas cuerdas.

El copiloto había hecho lo mismo con el que le correspondía y, ambos, encerraron a los prisioneros en la parte de atrás de la furgoneta negra. Luego la aparcaron en lugar apartado y regresaron al vehículo de cuyos ocupantes se habían desecho.

—¿Y qué es lo que nos preocupa tanto si esta gente es incapaz de dar un puñetazo? —preguntó el copiloto, que no era otro que Dylan.

—Su fuerza es otra —contestó Max, el conductor—. Han conseguido sacarnos de la ciudad. No son luchadores, pero son listos, tienen una causa y un plan.

—¿Crees que nos han descubierto?

—No lo sé. Diría que no.

—¿Dirías que no? —Dylan no daba crédito—. ¿Podemos fiarnos de Semus o no?

—Podemos fiarnos de él. Es un hombre competente. Anoche le obligamos a ponerse al descubierto y lo descubrieron. Posiblemente nos vigilen desde anoche. Solo podemos confiar en que no nos hayan reconocido. No lo sé. Hay que volver al punto de encuentro.

Dylan echó un vistazo a la pantalla de un dispositivo electrónico de los que no se encuentran en los grandes almacenes ni en las tiendas especializadas.

—Su señal no se dirige al punto de encuentro, Max. No tengo ni idea de a dónde va, pero esta no es la dirección que nos dieron anoche.

—Pues habrá que seguir al localizador, entonces.

Dylan no se sentía cómodo. Max no acostumbraba a fiarse de nadie que no formase parte de su equipo habitual. Ellos cuatro eran como una familia. Y, sin embargo, allí estaba. Dejándose llevar por un completo desconocido.

—Lo que tú digas, jefe. Pero no me gusta un pelo.

—Lo entiendo, Dylan. Pero tú mismo acabas de decirlo: no hay de qué preocuparse. No saben pelear.

—Ya, Max. Pero tú me has contestado que su fuerza es otra. No me gustaría verme rodeado por diez de estos tipos. Los números también ganan batallas.

—No esta vez. Hay que seguir a Semus. Es mejor que estemos cerca de él si pasa algo. No estaba tranquilo. Y necesitamos que lo esté.

Capítulo 23

Semus no estaba tranquilo en absoluto. Cuando Max había dicho la noche anterior que tenían que dejarse encontrar, todo su mundo se volvió del revés. Su estrategia y su método de supervivencia se basaban en pasar desapercibido, en actuar desde las sombras. Y allí estaba, en el asiento de atrás de un coche que olía a chicles de fresa, gominolas y refresco de cola.

Max le caía bien. Al menos empezó a caerle bien en casa de Toei, cuando por fin dejó caer la máscara de tipo infalible. A Semus le gustaban las personas que dejaban ver sus puntos débiles. No porque así pudiera atacarlos, sino porque eso los convertía en seres humanos reales.

Pero, por muy bien que le cayera, empezaba a pensar que fiarse del instinto de alguien que no conocía ese mundo ni parecía respetarlo, había sido un error.

Para empezar, el coche no le recogió en el punto de encuentro. De hecho, dos tipos lo habían arrastrado hasta el interior mientras esperaba a cruzar en un semáforo. No le permitieron llegar al puente de Hammersmith y ahora no iban en esa dirección. Lo que quería decir que Max y Dylan lo esperarían en vano. Tragó saliva. Tenía que tranquilizarse.

—¿Todo bien ahí atrás? —preguntó uno de los secuestradores.

Semus no contestó. Sentía la boca como un estropajo y no quería parecer nervioso. No quería que pensaran que era alguien diferente a lo que debían creer.

—Perdona por las formas, tío. No podemos fiarnos de nadie. Pero Randall está impresionado contigo, de verdad. No te preocupes. Te compensará por el paseo accidentado.

Semus volvió a tragar saliva. Por lo visto, su ausencia de respuesta fue interpretada como enfado. Buena cosa. Si aquellos dos descubrían lo aterrorizado que estaba, la misión terminaría allí mismo y en ese momento. La noche anterior todo había parecido mucho más fácil.

***

—Te caracterizaremos. No te reconocerán.

—Tendrán escáner de retinas al otro lado, y un sistema de reconocimiento de voz. No sé cuántas veces tengo que repetir que Grove no es un aficionado —se quejó Semus. Pasaban las dos de la mañana y Dylan y Max estaban eufóricos, pero él seguía sin verlo claro. De todos modos, ellos siguieron adelante.

Dylan salió y regresó una hora más tarde con una prótesis facial de última generación. No tardaron ni un cuarto de hora en colocársela a Semus junto con las lentillas y el distorsionador de voz.

Se habría vuelto a quejar, pero aquellos no eran disfraces baratos, sino nanotecnología. Una auténtica delicia para alguien como él.

***

Se llevó la mano al cuello de la camisa. La noche anterior no se le hubiera ocurrido que le iba a costar tanto respirar. Pero en el asiento de atrás de aquel coche no le llegaba el aire al cuello. Lo estiró para mirarse en el retrovisor y apenas alcanzó a ver un mechón de peluca rizada. Así, de refilón, parecía auténtica. Pero no podía estar seguro de haber engañado a aquellos dos.

—No hagas eso, tío, por favor. Nada de movimientos raros. No queremos llamar la atención. Ya sabes cómo es esto.

Sí, Semus lo sabía, y no le gustaba en absoluto. En su cabeza, repasó la conversación que había tenido con el mismísimo Randall Grove la noche anterior. La recordaba palabra por palabra. Posiblemente porque jamás habría esperado dar con alguien como él. Lo perseguía, sí, pero ¿cómo no admirarle? Equivocado o no, había reunido a su alrededor una fuerza de miles de hombres anónimos y desmantelado, o casi, los sistemas de seguridad más potentes del mundo. Era una lástima que su causa se hubiera visto contaminada por unos métodos tan equivocados.

A través de la videoconferencia encriptada de la noche anterior, Grove le pareció un buen tipo. La clase de persona con la que habría querido trabajar en otras circunstancias.

—Nos has impresionado, Rashid —había dicho Randall.

Rashid era el alias escogido por Semus.

—Nadie hasta ahora se había colado en nuestra red.

Semus/Rashid no se dejó engañar y no cedió a los halagos. Le dijo lo mismo que le explicó a Max, pero en un tono ligeramente distinto.

—No me trates como si fuera tonto, Grove. Yo te respeto, así que espero lo mismo de ti. Dejaste una autopista de datos. Querías que te encontraran.

Al otro lado de la pantalla, una voz metálica emitió un sonido parecido a una risa.

—La verdad es que sí. Esperaba que cualquier persona capaz de hackear los mismos sistemas que nosotros quisiera unirse a nuestra causa.

—Por eso me muestro ante ti. A nadie con dos dedos de frente se le ocurriría enfrentarse a un ejército completo de piratas anónimos.

En ese momento la voz de Randall había hecho una pausa. Y esa pausa era lo que volvía loco a Semus; ¿se había equivocado al decir «piratas»? ¿Habían descubierto el doble cortafuegos y, por tanto, su ubicación real? La conversación siguió como si tal cosa, pero la pausa estaba allí. Y ahora Semus, disfrazado de Rashid, estaba en el asiento trasero de un vendedor de golosinas. Y si aquel coche no se detenía pronto, él se tiraría de este en plena marcha.

***

De pronto, Semus, que llevaba un rato obsesionado con sus propios pensamientos, se dio cuenta de que el coche se había detenido y los dos hombres que lo obligaron a subir hablaban en voz lo bastante alta como para que les oyera.

—Son ellos —dijo el conductor.

—No puede ser. Tendrían que estar a kilómetros de aquí. Nos lo aseguraron desde la central.

—Tampoco es la primera vez que meten la pata. Y esta gente es profesional. Ya viste lo que pasó ayer.

El más nervioso era el conductor. Semus miró por la ventanilla para ver a qué se referían. Estaban parados en un semáforo, junto a la acera. Y al otro lado había parado otro coche. Semus vio que tenía un golpe en el costado, pero no pudo distinguir quién conducía. Empezó a sudar todavía más.

—Es su coche —insistió el conductor—. Y está hecho polvo.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Salir corriendo? No podemos arriesgarnos. Tenemos que llevar a este a la central. Y no podemos llamar la atención.

En ese momento, algo golpeó la ventanilla del copiloto. Unos nudillos blancos. Eran del conductor del otro coche, quería preguntarles algo.

El copiloto echó un vistazo a Semus en el asiento de atrás y bajó su ventanilla para contestar.

—¿Te puedo ayudar en algo?

El otro hombre soltó una carcajada.

—¿Desde cuándo os meten palos de escoba por el culo a los de Londres? Venimos a escoltaros. Lo nuestro ya está finiquitado y vosotros lleváis un paquete que no se puede perder. Solo os avisamos. Para que no os pongáis nerviosos cuando veáis que os sigue un coche.

—Y vosotros qué, ¿os ponéis nerviosos?

El copiloto echó una mirada muy significativa a la enorme abolladura en el lateral del coche.

—Nosotros no, pero hemos tenido que ponernos serios con esos dos. Aunque ya no hay nada de qué preocuparse.

Semus se agarró a la tapicería como si temiese que pudiera salir volando. El tipo que hablaba desde el otro coche era Max. No podía verlo, pero estaba seguro. Y eso solo podía querer decir que alguien los había perseguido e interceptado. No pudieron con ellos, claro. Pero sabían que Semus no estaba solo.

—¿Y vosotros cómo sabéis quiénes somos y a dónde vamos? La base de Londres es secreta.

—Si de verdad lo fuera, tú acabarías de decirme que existe. Pero no es secreta, o al menos tú no eres el único que la conoce. Siento decepcionarte, pero ese tipo de errores son los que nos hacen necesarios.

El copiloto resopló. A Semus, incluso al borde de un ataque de nervios, le pareció que el conductor se reía de él. Aquello no podía acabar bien.

—Bueno, seguidnos. Pero no llaméis la atención. Necesitamos mantener un perfil bajo.

En ese momento el semáforo cambió a verde y, al contrario que la mañana anterior, ningún caos provocó que todos los coches se pusieran en marcha a la vez. El vehículo en el que Semus viajaba siguió recto y el que conducía Max se colocó justo detrás.

—Mira, Jim...

—Tío, que no digas mi nombre —contestó el conductor—. ¿Te gustaría que yo te llamase Dick delante de este?

El tal Jim se dio cuenta de que había metido la pata incluso antes de terminar de hablar.

—Mira, da igual. Llama a la central y pregunta por esos dos, ¿los has visto?

—Los he visto —dijo Dick—. Bueno, todo lo que me permitían las gafas, el sombrero y todo lo demás. La verdad es que son algo más que sospechosos.

Semus entró en pánico. Si los descubrían, se quedaría solo. Y si el coche ya le parecía un lugar claustrofóbico, no quería ni imaginarse qué pasaría en el cuartel general de La Furia.

Se obligó a respirar con calma y a recordar las instrucciones de Dylan. Había sido él quien le había ayudado a colocarse la peluca, la prótesis y a activar el modulador de la voz. También le habló de un inhibidor de frecuencia. La idea era usarlo dentro de la base, para impedirles funcionar. Así, Max y el propio Dylan podrían colarse mientras él estuviera dentro.

Para activarlo solo tenía que extraerlo del envoltorio de goma que llevaba pegado en el paladar. Era sencillo. O lo habría sido si no tuviera la lengua tan condenadamente seca.

Ir a la siguiente página

Report Page