Hacker

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Dick estaba llamando por teléfono. Un smartphone evidentemente manipulado. Tenía que darse prisa.

Hurgó con la lengua en la parte superior de su boca, pero aquello estaba bien pegado. Necesitaba segregar algo de saliva.

—¿Tenéis un poco de agua? —pidió en un susurro.

—Un segundo, por favor. Estoy hablando —contestó Dick.

—No seas borde —intervino Jim—. Dale un botellín de la guantera. Todavía queda un rato hasta que lleguemos.

Semus no terminaba de comprender la relación de esos dos, pero el conductor parecía tener cierta ascendencia sobre el otro, quien, a regañadientes, rebuscó en la guantera y le tendió a Semus un botellín de agua.

Estaba caliente y parecía que llevara allí meses, pero no le importó. Lo único que necesitaba era humedecerse la boca para desprender el inhibidor. Así que dio un trago, que le ayudó a suavizar la garganta, y con el segundo se enjuagó la boca. Ni siquiera se dio cuenta de que el dispositivo se había desprendido. No hasta que estuvo a punto de tragárselo y se puso a toser escandalosamente.

—Joder, ¿pero qué te pasa? ¿Es que no sabes beber? —preguntó Dick.

En el último momento, Semus se tapó la boca con las manos y escupió el envoltorio, parecido a un chicle, en la palma. De inmediato se lo metió en la boca de nuevo.

—Perdón —contestó—. Se me ha ido por otro lado.

En cuanto Dick devolvió su atención al smartphone, Semus mordió el inhibidor y esperó a ver qué sucedía. Las consecuencias no se hicieron esperar.

—Esto no va, Jim —dijo Dick. A Semus le pareció que estaba nervioso.

—¿Cómo que no va? Lo he preparado yo mismo. Claro que va. Tiene que ir.

—Te digo que no. Se enciende, pero no hay señal.

—¿Cómo que no hay señal? Es un móvil, no un teléfono de rueda antiguo.

—Me refiero a cuando llamo. No da señal, tío. Nada. Ha tenido que pasar algo.

—No ha pasado nada. Nadie sabe dónde está la central.

Dick echó un vistazo por el retrovisor, pero no reparó en Semus ni en su evidente tensión. Miraba más allá, al coche que los seguía.

—Eso dices tú, tío. Pero esos dos saben dónde está. Sabían que íbamos.

—Calla, anda —contestó Jim. Mantenía la vista fija en la carretera y quería aparentar serenidad, pero el tono de su voz lo delataba.

—No me mandes callar, tío, ahora no. Esto no nos había pasado antes. Se supone que somos los putos amos de esto, se supone que nosotros sembramos el caos, no que somos sus víctimas.

Como si se tratase de magia, el nerviosismo de sus secuestradores le devolvió a Semus parte de la calma perdida. Al fin y al cabo, incluso acosado por su propio miedo, había sido capaz de reaccionar y ahora aquellos dos no sabían qué hacer. Solo esperaba que llegasen pronto a destino. Si Dick no dejaba en paz a Jim, había algunas posibilidades de que este estrellase el coche en cualquier curva.

Capítulo 24

Salieron de la ciudad. Max conducía con calma. Los tipos que llevaban a Semus no parecían muy peligrosos. Sin embargo, no sabía lo que se encontraría en el lugar al que se dirigían.

—Me pica toda la cara —dijo Dylan.

—A mí no me mires. Ya te dije que era demasiado. Tú ni siquiera estás en su punto de mira. No te conocen, no saben quién eres ni que tienes ningún tipo de conexión conmigo.

—Ya, pero me parecía divertido.

—A veces...

Max no terminó la frase. Por una parte, era cierto que en ocasiones algunos miembros de su equipo se portaban como si su trabajo fuese algún tipo de espectáculo. Mei era la peor, con sus bromas dialécticas, que obligaban a Max a aguantar a través de los dispositivos de escucha. Pero Dylan no se quedaba atrás. Tenía predilección por las armas grandes y extravagantes. Y cuando no conseguía convencerlo de que trabajara con una de ellas, procuraba hacer alguna otra extravagancia. Por ejemplo, disfrazarse con una enorme barba postiza que, por lo visto, le estaba provocando algún tipo de reacción alérgica.

—Venga, dilo. Soy como un crío —le retó Dylan.

—Yo no he dicho nada.

Max levantó ocho dedos del volante, con lo que se quedó sujetándolo solo con los pulgares.

—En serio, Max. No podemos tomarnos esto en serio.

—No creo que las familias de los doce muertos de Estocolmo estén de acuerdo con esto.

El rostro de Dylan se ensombreció. Max sabía que había sido un golpe bajo. Dylan no se refería a la misión, sino a la falta de profesionalidad de sus enemigos. Aquella salida solo significaba que Max estaba tenso. Y nada funcionaba como era debido si Max trabajaba bajo tensión.

—Perdona, Dylan.

—No hay problema —contestó su amigo. Se rascaba las mejillas mientras miraba por la ventana.

—¿Tienes alguna idea de dónde estamos?

—Vamos al sur, eso seguro. Acabamos de pasar Edenbridge. Estamos en lo más profundo de la campiña, así que lo más probable es que nos metamos por alguna carretera secundaria y nos paremos en la entrada de alguna finca privada.

—¿Conoces la zona? —preguntó Max. ¿Has visto el pub que acabamos de pasar? ¿En el cruce?

Max se refería a una casona de ladrillo anaranjado con flores en las ventanas blancas y aspecto de haber visto mejores tiempos.

—¿Ponía Queens Arms? —preguntó Dylan.

—Hace unos años venía a menudo. Un poco más adelante hay una residencia de ancianos. Una de mis abuelas murió allí. Mis padres la visitaban casi cada fin de semana. Yo me escapaba y me venía aquí. La dueña era tan vieja como los ancianos de la residencia, pero me trataba bien y no me daba miedo. Había una monja, la hermana Teresa. Una mujer muy vivaz que me llevaba de excursión.

—Eres una caja de sorpresas.

Max se encogió de hombros. Todos aquellos recuerdos parecían pertenecer a alguien muy lejano en vez de a él mismo.

—Mira, jefe. Acaban de girar.

Max no se había confundido en sus predicciones. El coche que llevaba a Semus tomó un camino de tierra y se detuvo al final, junto a una verja tras la que esperaban dos hombres con aspecto de guardaespaldas profesionales.

Cada uno bajó de sus respectivos vehículos. Primero Jim y Dick y después Semus, que no lo hizo hasta que oyó el crujido de las piedrecillas bajo los zapatos de Dylan y Max.

Desde el primer momento resultó evidente que algo no iba bien. En cuanto los vieron, los gorilas tensaron los músculos. No debían de llevar armas, o las habrían mostrado de inmediato.

—Parece que estos sí saben lo que se hace, jefe —susurró Dylan.

—Eso parece, sí. Prepara tu pistola por si se tuercen las cosas—contestó Max también en voz muy baja.

—Vosotros dos no deberíais estar aquí —anunció uno de los vigilantes. Ambos vestían como granjeros, pero saltaba a la vista que los bíceps ocultos bajo las camisas de franela no habían surgido de llevar un tractor, sino de trabajarlos a conciencia en el gimnasio. Lo mismo que sus cuellos de toro. Las gafas de sol de ambos, además, eran demasiado caras. Ningún agricultor llevaría algo así para trabajar el campo.

—¿Quién lo dice? —contestó Dylan.

—Lo decimos nosotros.

Max hizo una valoración rápida de la situación. Los secuestradores de Semus se habían adelantado, así que el hombre estaría a salvo si empezaba una pelea, y todo apuntaba a que la habría. Dylan y él se los quitarían de encima en un momento. La clave estaba en no permitir que a los dos profesionales les diera tiempo de abrir la verja. Si conseguían eso, las cosas estarían igualadas, lamentablemente, Semus tenía su propia idea acerca de cómo debían suceder las cosas y, para sorpresa de todos, se lanzó a hablar.

—¡Qué demonios pasa aquí! Se supone que soy un invitado de honor, ¿sabéis?

Mientras hablaba se dirigía hacia Dick, que sujetaba un teléfono móvil como quien se agarra a una escalera de mano en un incendio.

—¡Eh, Dick! —El otro, que hasta entonces había permanecido de frente a los dos gorilas y, por tanto, de espaldas a Semus, se dio la vuelta. Parecía enfadado, los ojos inyectados en sangre y un rictus desagradable en la boca. La expresión le cambió de repente. Se dobló sobre sí mismo y exhaló de golpe todo el aire que tenía en los pulmones. Con un movimiento un tanto ridículo, Semus aprovechó su ventaja y le agarró del cuello.

—¿Le ha dado una patada en los huevos? —preguntó Dylan, incrédulo.

—Pues eso parece —contestó Max.

—Ahora, Dick, suéltate, yérguete.

Semus seguía sujetándole del cuello y tenía uno de los pulgares apoyado en la nuez de Adán.

—Jim, ve metiéndote en el maletero del coche —dijo Semus—. Max, sería de gran ayuda que me sustituyeras.

Max no se hizo esperar. Desde luego, aquel alfeñique de oficina era un hombre de recursos y, sobre todo, aprendía rápido. Aquella había sido la amenaza que el propio Max le había hecho a Robert en la cocina de la señora Blackwell.

Jim abrió el maletero y Dylan le ayudó a cerrarlo. Por su parte, los dos gorilas se quedaron en su lado de la verja. Si se movían, perderían a uno de los hombres a los que debían proteger.

—Tenemos otro maletero, Dylan. Creo que Dick estará muy cómodo dentro.

Dylan hizo los honores mientras Semus se sentaba en el suelo. Temblaba de nervios y las piernas no le sostenían.

Cuando el segundo hombre estuvo de nuevo a buen recaudo, Max y Dylan se enfrentaron a los gorilas.

—No tenéis armas —dijo Max.

Los hombres se miraron. Uno de ellos se llevó la mano a la espalda.

—Despacito, campeón —ordenó Dylan, apuntándolo con su pistola—. Que yo te vea.

—No nos pagan lo bastante para usarlas —dijo el otro—. Se suponía que el trabajo era custodiar la verja y pedir una contraseña. No íbamos a tener problemas.

Los gorilas arrojaron sendas pistolas por encima de la verja y Max y Dylan las recogieron.

—Pues parece que sí los habéis tenido. La cuestión ahora es si van a aumentar o se quedarán como están.

—Os abrimos la puerta y nos largamos —dijo el más hablador—. El campo no es lo mío.

Las cosas no se complicaron más. Tal y como habían dicho, los dos vigilantes se marcharon después de abrir la puerta.

—Esa gente me da asco —dijo Max.

—Te entiendo, jefe —contestó Dylan.

—Pues a mí me alegra infinito que no tengan ética del trabajo ni lealtad, si es a eso a lo que os referís. No creo que mi estómago hubiera soportado mucho más —intervino Semus.

—No quiero ser un aguafiestas, Semus, pero te recuerdo que él único que ha golpeado ahí atrás has sido tú. Ni Dylan ni yo hemos movido un músculo.

—Créeme, no se repetirá.

El camino de tierra, que recorrieron a pie ocultos entre los árboles que lo flanqueaban, iba a parar a lo que parecía una fábrica abandonada. Las paredes del edificio principal estaban recubiertas de hiedra y por las ventanas, cubiertas con cortinas, se filtraba algo de luz. Fuera lo que fuese lo que estaba pasando, sucedía allí dentro.

—¿Tú crees que Grove está ahí?

Solo hay una manera de averiguarlo.

Capítulo 25

No encontraron más vigilancia. La Furia confiaba en su sistema de comunicaciones, probablemente infalible hasta aquel momento, y en dos gorilas que, visto lo visto, no tenían más conexión con la causa que la meramente económica. Aquel era el primer error que el grupo cometía, y Max no estaba seguro de que no se tratase de algún tipo de trampa.

La puerta principal, la que conducía al almacén donde estuvieron las máquinas, estaba clausurada. Para entrar en el edificio había que subir por una escalera de metal, muy empinada, que llegaba hasta una puerta pequeña, también metálica.

Nadie les detuvo durante su ascenso y nadie les esperaba arriba. Una vez allí, Dylan se deshizo de su barba postiza y sus gafas de sol. Semus se quitó la prótesis.

—Puede pasar cualquier cosa ahí dentro —dijo Max.

Dylan le enseñó el arma, convenientemente amartillada. Pasase lo que pasase, contarían con algo más que sus manos desnudas para defenderse.

Abrieron la puerta y el olor del interior los abofeteó. Una mezcla de sudor, café y comida rápida a medio consumir flotaba en el ambiente.

—Es peor que una Comic-Con —dijo Semus.

Los otros dos lo miraron. No estaban seguros de entender lo que quería decir.

—Solo he estado en una, con Toei. Su madre le obligó a asistir acompañado de un adulto y me tocó a mí. Os juro que en la zona de juegos on-line olía exactamente así.

—¿Y eso qué significa?

Semus suspiró.

—Que ahí dentro vamos a encontrar un montón de puestos informáticos y a un montón de personas tecleando sin parar.

—Mejor —dijo Dylan—. Menos trabajo.

Y entró sin esperar a más. Max y Semus lo siguieron, con la nariz arrugada. Desde la plataforma de metal que los recibió al otro lado de la puerta se veían tres pisos. La reforma de la nave principal era completa. Y no había nada superfluo en ella.

Tres plantas de hormigón se comunicaban por escaleras metálicas como las que les había servido para llegar allí. Las escaleras se encontraban junto a las paredes de la nave y en el centro. Barandillas de seguridad separaban el último puesto de cada fila del espacio abierto que daba a la escalera correspondiente.

Max contó diez filas de al menos veinte personas en cada sector. Eso suponía cuatrocientas personas en cada planta. Mil doscientos puestos en total.

—¿Recuerdas cuando te dije que la fuerza de La Furia era otra?

Dylan asintió.

—Me refería a esto. Están tan concentrados en su trabajo que ni siquiera nos han oído.

Max tenía razón. Ninguno de aquellos analistas y programadores desvió la vista de su pantalla. A su alrededor se amontonaban envoltorios de chocolatinas, snacks salados y botellas de refrescos. Sorprendentemente, los desperdicios no lo invadían todo, lo que quería decir que habría un servicio de limpieza.

—Y esto es solo uno de los muchos centros. Deben de tenerlos en todo el mundo.

Semus asintió con la cabeza. Se le notaba impresionado.

—Esto es algo que nosotros jamás conseguiremos —dijo con pesar—. Por eso siempre van un paso por delante. No es lo mismo pensar en ello, darle vueltas, que tenerlo delante.

—No es el momento para obsesionarse, Semus. Tenemos que encontrar a Randall.

—Dejadme a mí. Me reconocerán como uno de los suyos —propuso Semus—. Al fin y al cabo, lo soy.

—No creo que...

—Déjalo, Dylan. Tiene razón.

Max y su compañero observaron los movimientos de Semus. Escogía una mesa, aparentemente al azar, y se acercaba al trabajador o trabajadora. Se inclinaba sobre su hombro, señalaba la pantalla, decía algo, obtenía una respuesta. Y pasaba al siguiente puesto.

—¿Estas personas son normales?

—No lo sé, Dylan. Desde esta distancia no puedo asegurarlo, pero diría que han tomado algún tipo de droga. Nadie puede alcanzar ese nivel de concentración de manera espontánea.

Semus no tardó en regresar.

—No está aquí. Todos a los que he preguntado me han contado la misma historia: padres víctimas de la crisis, los reclutaron en remoto y lo han dejado todo por la causa. Ninguno conoce a Grove en persona. Nadie lo ha visto.

—¡Maldita sea! —exclamó Max—. Cuanto más creemos acercarnos, más volátil se vuelve. Voy a terminar creyendo que de verdad es un espíritu.

—Hay que bajar al cuarto de servidores. Desde allí puedo intentar encontrar la central. Seguramente, las máquinas mimetizan la estructura del grupo. Es una manera sencilla de recordar quién es quién y dónde está. A veces el cerebro lo hace sin querer. Es un truco subconsciente de la memoria.

—¿Y por qué dices bajar? Creí que nunca habías estado aquí.

Semus abrió los ojos, incrédulo.

—Tranquilo, Max. Mira hacia arriba. Este es el último piso y aquí no están, así que solo queda bajar.

—Tiene razón, jefe —intervino Dylan.

Max miró hacia arriba. Seguía tenso. Mucho más tenso de lo que requería la situación. En realidad, se las había visto en circunstancias mucho peores, pero aquello le atacaba los nervios.

—Bajemos, pues. Toda esta gente me saca de quicio.

—Yo me quedo, Max —dijo Dylan—. Creo que seré de más ayuda aquí arriba.

Capítulo 26

El cuarto de servidores se encontraba, cómo no, en el sótano. Y, de nuevo, el frío era la constante allí abajo. Aunque, en esa ocasión, los aparatos estuvieran tan bien iluminados que la estancia parecía más una clínica que una cueva lóbrega. La Furia no había reparado en gastos.

Semus no dudó. Como si conociera el lugar, como si él mismo hubiera decidido qué cable realizaba qué conexión, se dirigió hacia uno de los pasillos laterales. Allí encontró un ordenador portátil. Encendido, por supuesto.

En el mismo momento en el que pulsó la primera tecla, el monitor se inundó con una imagen compuesta de ceros y unos que se agrupaban cambiando de densidad hasta que formaron una cara. O, más bien, una capucha con un espacio negro donde debería haber estado la cara.

Semus no se impresionó. Tampoco hizo el menor caso al audio. Minimizó el reproductor de imagen y accedió a una nueva pantalla, en la que podía escribir sin interrupciones.

Como Max no sabía qué era lo que el otro estaba escribiendo, sí prestó atención al audio.

—Querido Rashid —decía una voz artificial. Imposible saber si de hombre o de mujer. Quizá se tratase de un programa, como los que usaban algunas voces en off o los propios sistemas de GPS—, has sido un chico muy malo y tendrás el castigo que te mereces.

Max empuñaba una de las armas que les habían rendido los guardias. La otra estaba en poder de Dylan. En ese momento deseó que hubiera decidido bajar con ellos. Aquel cuarto era una ratonera.

Pero a Semus no parecía importarle. Tecleaba con la misma concentración que las personas de las plantas superiores. Max se preguntó si no sería uno de ellos. No tenía sentido, pero allí estaba. Todo le resultaba extrañamente familiar y ahora, al mirarlo, veía lo mismo que en la nave: solo una cabeza inclinada sobre la pantalla y unas manos que se movían a la velocidad del rayo.

Pero tuvo que desviar su atención. Alguien bajaba por la escalera. Afortunadamente, la reforma del edificio no había tenido en cuenta aspectos como la insonorización, y los peldaños hacían un ruido de mil demonios... que quienquiera que fuese trataba de ocultar. Lo que quería decir que no se trataba de Dylan.

Max le susurró a Semus que se ocultara.

—Ahora no puedo. Tengo que enviar esto a Toei. Solo él puede desencriptarlo.

Una vez más, Max echó de menos a Mei. Ella no habría necesitado a una tercera persona. En cualquier caso, no podía hacer nada allí, así que se descalzó y se dirigió a un lugar en el que pudiera ver cómo el intruso descendía. La escalera era larga y él rápido, así que le daría tiempo.

Pero, quien fuera, no era el mismo tipo de guardia sin lealtad ni valor. Debió de ver la sombra de Max en su camino a la única entrada y saltó. Ahora los dos contendientes estaban en igualdad de condiciones.

Una detonación ensordecedora arrancó múltiples reverberaciones a la habitación. Por lo visto, ambos estaban armados también. Max esperaba que Semus no perdiera la concentración debido a los disparos.

Por su parte, se pegó al mueble metálico más cercano y contuvo el aliento. Necesitaba silencio para oír los movimientos del otro y para ser consciente de los propios.

Tuvo que cambiar de estrategia inmediatamente. El mueble tembló. El intruso se estaba encaramando a las estanterías. Desde arriba podría localizarle mucho más rápido, así que Max lo imitó. Descalzo, las aristas de las barras metálicas se le clavaban en las plantas de los pies. Se maldijo por no haber cuidado ese detalle durante sus últimos entrenamientos. Se estaba acomodando.

De todos modos subió, y una bala le rozó la oreja cuando asomó la cabeza. Su enemigo ya se había acomodado. Por fortuna, al disparar también reveló su posición.

—¿Te falta mucho, Semus?

Max contuvo el aliento. No podía saber si su compañero entendía lo que pretendía, pero al menos tenía que intentarlo.

—Diez segundos. El archivo se está enviando.

El sonido de las botas militares contra el metal informó a Max de que su maniobra había dado resultado. Se deslizó hasta el suelo por el lateral de la estantería y, en absoluto silencio, regresó a la posición de Semus. El hombre no solo comprendió sus intenciones, sino que se había puesto a salvo.

Enseguida, el arma del intruso hizo acto de presencia, recortada en negro contra los fluorescentes del techo. Max apuntó, con calma, y disparó.

Acertó de pleno en el cañón de la pistola. Su portador la soltó. Entonces sí, Max volvió a escalar. El otro, tomado por sorpresa, no reaccionó. Max lo miró antes de descargar sobre sus mejillas la ira que llevaba todo el día acumulando en sus puños. No lo había visto antes. Probablemente tampoco lo viera después.

***

Cuando salieron del sótano, en los tres pisos superiores los esperaba una sorpresa. Dylan se las había apañado para maniatar a un buen número de hackers. Las drogas con las que mantenían la atención en la pantalla les impedían reaccionar a estímulos externos.

—¿Pero con qué los has atado?

—Esto está lleno de cables, jefe.

Max sonrió.

—Puede que no sirva para nada, pero quizá si un puñado de ellos no está trabajando, ralenticen el trabajo de los demás.

—Confiemos en eso y corramos. Hay que volver a Londres. Toei tiene que darnos la ubicación exacta de la verdadera central. Esto no era más que una sede periférica.

—No tardará, Max —aseguró Semus—. Toda la información está en los archivos que le he enviado. Es el mejor.

—Tú sí que eres el mejor. Si no hubiera sido por tu sangre fría ahí dentro, no habríamos conseguido salir.

Semus negó, con humildad.

—No es la primera vez que me utilizan como cebo. En la escuela, y después, durante mis estudios superiores, lo hicieron muchas más veces de las que me gustaría recordar. Y con objetivos menos... yo que sé, peores.

Max se dio cuenta de que en realidad no sabía nada de Semus, ni de Toei. Los había tratado en función de sus prejuicios, sin pararse a pensar cuánto había de verdad en ellos. En ocasiones, las vidas en apariencia tranquilas también escondían su ración de sorpresas.

—Volvamos al coche.

Los tres caminaban a la luz del reloj de pulsera de Semus y también gracias a la aplicación de la linterna en el móvil de Max. Los vehículos estaban donde los dejaron, así que Max tomó el mismo que había usado esa mañana y salió del camino de grava marcha atrás.

Las carreteras secundarias de aquella zona estaban poco transitadas y mal iluminadas, así que todos dieron gracias mentalmente cuando llegaron a la autopista. Ahora ya podían pisar el acelerador a fondo. Cuanto antes llegasen a Gore Road, antes sabrían cuál debía ser su siguiente paso.

Los problemas llegaron cuando dejaron la vía principal y entraron en la ciudad. Y se parecían enormemente a los que tuvieron esa misma mañana: los semáforos se habían vuelto locos. Max decidió jugársela. Ya no era hora punta, apenas había peatones y los pocos vehículos que circulaban lo hacían en la dirección contraria a la suya. Se dio cuenta de la locura que había cometido cuando un camión de reparto apareció por su derecha, de la nada. Tuvo que forzar el motor al máximo para esquivarlo y estuvo a punto de atropellar a una mujer que había salido tarde del trabajo.

Aprovechó una avenida larga y se desvió a un callejón sin semáforos, señales ni el más mínimo atisbo de vida. Allí se detuvo y dio tiempo a sus compañeros de que recobraran el aliento.

—¿Sabemos algo de Toei?

Semus miró su reloj. En la esfera brillaba una única palabra: Seattle.

Capítulo 27

Cuando por fin pudo contactar con él, Nefilim no puso ningún problema a la hora de conseguirle el jet que necesitaba para su viaje transoceánico, que fue largo y cansado. Max no solía tener grandes problemas para relajarse. Una parte de su entrenamiento en el Averno, tantos años atrás, consistió precisamente en eso: educar a su cuerpo para que ofreciera lo mejor de sí. Y eso incluía adiestrarlo para descansar siempre que tuviera oportunidad. Dylan no parecía haber tenido problemas para conseguirlo, pero el propio Max no logró descargar su mente del peso de la responsabilidad. No les quedaba mucho tiempo para solucionar aquel embrollo, y permanecer diez horas encerrados en un avión no les ayudaba en absoluto.

Pero al fin habían aterrizado y, en el aeropuerto, una cara amiga los esperaba con un coche amplio y un plan a medio trazar. Se trataba de Adam. Según decía él mismo, el mejor espía del mundo. Max esperaba, en esta ocasión más que nunca, que de verdad lo fuera.

No cruzaron palabra hasta que estuvieron dentro del vehículo. Un enorme Cadillac clásico. Para nada el tipo de coche que Adam solía conducir. Max supuso que se trataba de parte de la misión, probablemente, una exigencia del papel que estaba interpretando para La Furia.

—Aquí estamos a salvo. Yo mismo compruebo la seguridad del vehículo antes de cada uso. Estos trastos están hechos de verdadero metal y pesan una tonelada. Ya no los construyen así. Consumen tanta gasolina que no son en absoluto rentables. La única ventaja, además de haberse convertido en objetos de coleccionista, es que es muy sencillo detectar una pieza intrusa. Así que poner escuchas o dispositivos de seguimiento en estos trastos es la mejor manera de descubrirse. Estamos limpios —dijo el propio Adam.

—La verdad es que estaba pensando en lo poco que te pega este coche, Adam. La explicación, en cambio, tiene mucho sentido —dijo Dylan.

Max sonrió para sí mismo. Le gustaba comprobar hasta qué punto poseían una mente colmena y una experiencia común que los mantenía conectados.

—Digo lo mismo de vuestro equipo, Dylan.

Adam miraba a Semus por el retrovisor. Sonreía con afabilidad. Podía ser simpatía real o parte de una actuación. Con él nunca se sabía. Aunque Max creía que sí, que Semus parecía caerle bien.

—Te presento a Semus —dijo—. Es nuestro experto informático. Hay otro más, pero se ha quedado en Londres. No me habría perdonado ponerlo en peligro.

—Toei es demasiado joven, sí, pero nos habría venido bien. Y estaba dispuesto a venir. —Semus sonaba irritado. Él mismo había tenido que insistir mucho para que le permitiesen formar parte del pasaje.

—Toei es un crío —dijo Max como toda respuesta.

—Ya estamos cerca de la casa que he alquilado para esto. Se supone que vivo al otro lado de la ciudad. La Furia me conoce como Randy Meecks.

—¡Tienes valor! —exclamó Dylan—. ¿Has escogido el mismo nombre que su líder?

—Esas cosas tienen su efecto. Así nadie se olvida de mi nombre y siempre estoy en la cabeza de todos ellos. Aunque, la verdad, esperaba haber logrado algo más de lo que tengo. He conseguido infiltrarme en sus bases. No como hacker, por supuesto. Me habrían descubierto a los dos minutos de entrar. Pero hago recados, llevo mensajes y me he hecho una idea bastante clara de cómo está estructurada la organización.

—No está mal, para haber tenido un solo día —lo felicitó Max.

—Unas pocas horas, en realidad. Pero no voy a presumir —dijo Adam.

—¿Cuándo habéis estado en contacto? —preguntó Semus desde el asiento de atrás. Se sentía como si llevara semanas viajando en asientos traseros de vehículos que lo llevaban a lugares desconocidos.

—Lo llamé después de hablar con Dylan. Nuestro sistema de comunicaciones no nos permite establecer un contacto prolongado, pero también funcionamos con claves cortas. Así que no necesité exponerme mucho tiempo.

Adam detuvo el coche frente a un jardín delimitado por un pequeño seto que cualquiera podría saltar. El césped estaba bien cuidado, aunque presentaba algunas calvas aquí y allá. Seguro porque los niños del barrio se colaban allí de vez en cuando. Aquel era el tipo de vecindario, cada vez más escaso, en el que los chavales todavía podían permitirse jugar en la calle. Max esperaba que su presencia allí no alterase esa costumbre. Empezaba a estar harto de cambiar la fisonomía de los lugares por los que pasaba, y siempre a peor.

—Entrad. La casa también está limpia —dijo Adam—. Semus, yo desconectaría el reloj. He colocado un inhibidor potente y, si no lo apagas, es posible que quede inutilizado.

Semus se apresuró a seguir esa indicación. Estaba seguro de que necesitarían esa tecnología en breve.

El interior de la casa era un poco desabrido. No podían pedirle más a una casa de alquiler. Disponía de los muebles justos, pero de ningún adorno. Nada que lo convirtiera en un hogar. Tampoco hacía falta más. Su misión debía terminar antes del amanecer o sus esfuerzos no habrían servido de nada.

—Un entorno de lo más agradable, Adam —se burló Dylan—. ¿No había un tono verde que recordase más a un cadáver?

Adam no contestó. Los guio a través de un largo pasillo hasta una habitación sin ventanas.

—Esto es una caja de Faraday. O lo será en cuanto cerremos las puertas. Ningún dispositivo electrónico funciona aquí dentro. No pueden localizarnos y tampoco podemos recibir ninguna señal procedente del exterior. La verdad —dijo Adam—, es una medida un tanto extrema, pero creo que las precauciones no sobran con esta gente, ¿no?

Los otros tres asintieron.

—Pues dejad que cierre la puerta.

Los cuatro se quedaron un momento allí de pie, iluminados por unas luces led más potentes de lo que parecían a simple vista. Luego, Adam abrió un armario y les mostró sus disfraces.

—Nada de prótesis de látex esta vez —protestó Semus.

—Nada de eso —aseguró Adam—. No queremos llamar la atención y tampoco queremos que nos reconozcan. Por lo que he oído, el tráfico de Londres sufrió un par de percances durante el día de ayer. Queremos evitar que eso mismo suceda aquí. Conocen vuestras caras y, desde luego, saben quién soy yo. Necesitáis un buen maquillaje, pelucas y lentes de contacto. Eso debería bastar para que lleguéis hasta las coordenadas que os daré.

—¿Tienes una ubicación?

Max sonaba genuinamente sorprendido.

—Las tengo. Y diría que pertenecen a la sede central. He repartido correo y comida por toda la ciudad. También me han llegado rumores sobre otros centros. Pero el único lugar donde los movimientos entrantes y salientes se registran con verdadera precisión es el que os revelaré en un momento. Tiene que ser por algo.

—Eso parece.

—Jefe —dijo, y sonrió, Adam—, voy a terminar ofendiéndome si te sorprendes tanto cada vez que hago bien mi trabajo.

Max no contestó. Sacó del armario la ropa que estaba etiquetada con su nombre y comenzó a vestirse, como los demás. Cuando terminaron, parecían un grupo de trabajadores cualquiera. A Max le habían correspondido unos pantalones vaqueros y un jersey de cuello vuelto de color granate. Calzaba unos botines baratos pero muy cómodos. Un atuendo que él jamás habría elegido, por tanto, absolutamente adecuado. Semus vestía un chándal con rayas blancas a los lados de brazos y piernas. Parecía un hombre recién retirado que saliera a pasear para no perder la forma. Dylan tenía todo el aspecto de un vendedor de coches usados.

—Dejad que os caracterice. Solo necesito cambiar vuestro tono de piel. Luego poneos las lentillas y las pelucas vosotros mismos. Es un cambio sutil pero suficiente. Recordad que la misión de esta pantomima es que no os reconozcan las cámaras de seguridad públicas. Si atendemos a lo sucedido en Ámsterdam y Londres, estarán hackeadas. Que hayáis venido tres y no cuatro también ayuda. Posiblemente os busquen a todos. O, como mucho, parejas. Eso sería lo más lógico.

Capítulo 28

La idea era caminar hasta el punto concreto que Adam les había proporcionado. Por supuesto, no estaba cerca, así que perderían una porción vital de su valioso tiempo en llegar hasta allí. El propio Adam les informó de que se trataba de una zona residencial. Lo habrían buscado en Google Maps, lo que les hubiera ahorrado una inspección de la zona a su llegada, pero la prudencia les aconsejó no hacerlo. Si aquella era la sede central de La Furia, lo más probable era que tuvieran configurado algún modo de saber si alguien husmeaba virtualmente por allí.

Así que, con información de oídas, cansados por el viaje y sin demasiadas esperanzas de conseguir su objetivo, los tres se lanzaron a las calles de Seattle. La ciudad estaba tranquila a esa hora. Algunas parejas regresaban a casa después de una cena tardía, pero, por lo demás, el tráfico era tranquilo y las aceras estaban desiertas.

—Tomaremos el autobús —anunció Max.

—Es un riesgo —contestó Semus—. Están equipados con cámaras.

Max frunció el ceño antes de responder.

—Lo sé. Pero es más arriesgado perder el tiempo. No me quito el atentado de Estocolmo de la cabeza. Esta gente no conoce el alcance de lo que está a punto de provocar; ¿recordáis a las mil personas de Edenbridge?, ¿los de la fábrica? No razonaban. Parecían autómatas. Han perdido la perspectiva y cumplirán su amenaza. De hecho, creo que no saben lo que Randall tiene preparado en realidad.

—Tiene sentido, claro. Cuanto antes lleguemos, mejor.

—Hay una parada aquí cerca.

Tuvieron suerte. Una de las líneas que se dirigía a la misma zona residencial a la que ellos iban paraba justo allí. Max apartó de su cabeza la idea de que la suerte en los pequeños detalles se convertía en mala suerte para los grandes acontecimientos.

Pagaron los billetes con dólares que Adam les había proporcionado y se sentaron juntos.

Tres paradas más tarde subió una mujer cargada con bolsas llenas de comida preparada. Max dedujo que trabajaría en un restaurante de comida rápida y llevaba la cena a casa. Una vida dura pero honesta. Personas como ella se convertirían en víctimas si ellos no lo evitaban. Semus debió de tener la misma idea, y cometió la estupidez de decirlo en voz alta.

—La pobre —comentó— no tiene ni idea de que hay bombas por todas partes. Incluso podríamos estar sentados sobre una.

Max lo fulminó con los ojos y trató de lanzar una mirada tranquilizadora a la nueva pasajera. Pero las lentillas oscuras que camuflaban sus ojos verdes le habían provocado una irritación y tenía los globos oculares enrojecidos. El maquillaje oscuro tampoco ayudaba. La mujer se cambió de asiento y sacó su teléfono móvil.

—Ahora mismo esa mujer está informando a su grupo de WhatsApp de que hay tres tipos raros hablando de bombas en el autobús. Y esperemos que solo sea eso.

Max no quería asustar más a la mujer, pero no podía dejar de mirarla cada pocos segundos. Hasta que ella se levantó de su asiento y los apuntó con el teléfono.

—¡Terroristas! —gritó. Y, de inmediato, el autobús frenó en seco. Los pocos pasajeros con quienes lo compartían los miraron como si fuesen armados con ametralladoras. Max se levantó también, para poner orden, pero ya era tarde. Aquello se había convertido en un caos. Así de simple resultaba sembrar el terror.

—¡No se me acerque! —gritó la mujer. Tenía un tono de voz agudo y desagradable, pero al menos no se guardaba la información—. ¡He llamado a la policía y los están esperando en la próxima parada! ¡Terroristas!

—Hay que bajar de aquí —dijo Max—. Y rápido.

Mientras hablaba sacó el arma. Una Glock 19 de fácil ocultación. No era la mejor manera de convencer a nadie de que no eran terroristas, pero sí la más rápida de salir de allí. Y aquel se había convertido en su objetivo principal.

—Por favor —se dirigió al conductor—. Abra la puerta y nadie saldrá herido.

Max casi rezó para que el hombre no fuera uno de aquellos hombres que, de vez en cuando, encabezaban los titulares de los periódicos. Los típicos héroes que tomaban decisiones incorrectas en medio de un atraco, cuando lo más sensato siempre era hacer caso a los que llevaban las armas y mantener un perfil bajo.

Hubo un momento de tensión.

La mujer del teléfono no dejaba de insultarles.

Un hombre, sentado en los asientos posteriores, animaba al conductor para que no abriera y siguiera hacia delante, donde los esperaba la policía.

Dylan tomó la iniciativa. Se acercó al caballero que pedía a gritos un poco de acción y le agarró de las barbas. Inmediatamente, el autobús se sumió en el más absoluto silencio.

—Creo que sería buena idea que nos dejara ir —pidió Max otra vez—. No queremos hacer daño a nadie.

En su fuero interno le habría encantado poder decirles que, en realidad, estaba allí para salvarlos.

Al hombre de la barba larga se le saltaban las lágrimas de dolor y suplicaba para que lo soltaran. Parecía mentira lo mucho que podía cambiar el discurso de una persona con un pequeño detalle.

Hacía un momento, aquel señor agitaba un periódico sensacionalista y gritaba consignas de buen ciudadano. Ahora lloraba y balbuceaba como un niño bajo la luz mortecina del autobús. En momentos como aquel, Max recordaba que sus creencias más arraigadas tenían un sentido: la mayoría de los seres humanos no merecían ser salvados. Y ese hombre era un claro ejemplo de ello.

Pero lo que importaba era que el conductor abriese la puerta, y la abrió. La mujer que había dado la voz de alarma los vio marchar con los ojos abiertos como platos y una mueca de horror y disgusto en la boca. El mecanismo hidráulico que los dejó salir aisló al resto de los pasajeros en el interior. Los tres corrieron a ocultarse entre las sombras, pero Max tuvo tiempo de ver que, dentro del vehículo, los pasajeros increpaban al conductor. Todos menos el hombre de la barba, que se había pegado a la ventanilla y escrutaba el exterior. Sin duda, temía que aquellos vándalos volvieran a por ellos.

—A partir de ahora, Semus —dijo Max—, nada de bombas, nada de peligro, nada de nada.

Semus no contestó. La regañina era innecesaria, puesto que el hombre ya sentía la vergüenza suficiente.

—Tenemos un largo camino por delante, jefe. Creo que ahorrar fuerzas no estaría de más —dijo Dylan. Solo pretendía recuperar la normalidad para el grupo.

Capítulo 29

Max inspeccionó los alrededores de la casa en cuanto llegaron. Solo, para no llamar la atención. Por las explicaciones de Adam, no le sorprendió hallar que la única vigilancia presente correspondía al habitual circuito cerrado de televisión. Podría estar hackeado, pero lo más probable era que no. A los ocupantes de esa vivienda en particular les interesaba que los vecinos y la empresa de seguridad privada que hubieran contratado no sospechasen nada acerca de la actividad que se desarrollaba en su interior.

Regresó al punto de encuentro y contó lo que había visto; es decir, nada.

—Así que nos acercamos y llamamos a la puerta, ¿y ya está? —preguntó Dylan, echando otro vistazo al chalet.

Se trataba de un edificio amplio, de dos plantas, con garaje cubierto, piscina en el jardín y hasta un invernadero. No se filtraba luz por ninguna ventana. En otras palabras, no había ningún indicio de que allí dentro se estuviera gestando el fin del mundo.

—Si Adam dice que es aquí, es aquí, Dylan. No será la primera vez que acierta contra todo pronóstico.

—Ya sé que mi última intervención no ha sido muy acertada, pero detecto un gran consumo eléctrico. Mayor que el de las viviendas circundantes. Eso sí, ahí dentro no vamos a encontrar nada parecido a lo que vimos en Edenbridge. Con estos datos, yo calculo unas veinte personas conectadas, como mucho.

—En realidad da igual —dijo Max—. Lo que diga tu reloj importa más bien poco a estas alturas. Tenemos un par de horas para hacer esto. Si Grove no está aquí, habremos perdido.

Con el peso de esas palabras sobre los hombros, se dirigieron a la entrada y llamaron al timbre de la puerta exterior, la del jardín, repitiendo una secuencia concreta que Adam les hizo memorizar. Esperaban que alguien comprobase su identidad mediante una cámara, pero no fue así. La Furia consideraba que una contraseña de patio de colegio sería suficiente para proteger su sede central. Aquello no tenía buena pinta.

Subieron las escaleras que daban al porche, apenas cuatro peldaños limpios como para una visita del presidente. La secuencia de golpes con los nudillos sobre la madera era diferente y también la conocían.

Max abría la comitiva. Dylan iba detrás de él y Semus al final de la fila, por si había algún percance.

—Venimos a buscar a Randall —dijo Max sin más preámbulos.

—¿Es que no sabes cómo va esto? ¿Quién te ha dado las contraseñas?

Un tipo con aspecto de profesional había abierto la puerta y otro lo seguía de cerca. Max no les dio tiempo de reaccionar. Empujó al primero con la fuerza suficiente como para derribar al segundo empleando la inercia de la caída. Dio una voltereta para evitar que lo retuvieran en el suelo y los encaró de nuevo. La sorpresa no pilló a Dylan fuera de juego. Al contrario, extrajo su arma y apuntó al más cercano, que trataba de alcanzar la suya.

—Saca eso que llevas en el bolsillo de la chaqueta, amigo. Muy despacio. Y date la vuelta. Os quiero a los dos boca abajo y con las manos sobre la nuca. Que no me parezca que vais a hacer nada raro.

Los matones obedecieron. Max tenía la sensación de estar reviviendo el mismo momento una y otra vez. Localizaban un lugar, entraban sin encontrar apenas resistencia y Grove se les escapaba entre los dedos. Aquello no podía pasar otra vez. No ahora que todo dependía de lo que pasara en dos horas. Solo dos horas.

Aunque la luz del interior no se filtraba a través de las ventanas, lo cierto era que la iluminación no carecía de potencia. Lo que ocurría era que unas gruesas contraventanas herméticas mantenían la casa sellada. Nadie sabía lo que pasaba dentro y los pobres diablos que trabajaban en el salón no tenían la menor idea de lo que sucedía en el exterior.

Pero existía una diferencia entre aquellos y los drogados de Inglaterra. Aquellas dieciocho o veinte personas eran dueños de sus conciencias y dejaron de teclear cuando vieron que Max entraba en la habitación empuñando un arma. Por otra parte, allí tampoco había bolsas de patatas fritas ni envoltorios de chocolatinas cubriendo el suelo. La ventilación también era mucho mejor que la de la fábrica al sur de Londres.

La mayor parte de los informáticos se limitó a levantar las manos del teclado y colocarlas a la altura de la cabeza, pero uno de ellos, de más edad, el pelo cano y expresión inteligente se levantó y les habló como si fueran invitados en lugar de haber irrumpido a mano armada.

—¿En qué puedo ayudarles?

—Buscamos a Randall Grove —dijo Max.

Mientras los dos hablaban, Dylan se dedicó a arrancar los cables que conectaban pantallas con teclados y ratones. Semus le indicó que no tocara nada más. Max solo tenía ojos para el anciano.

—Yo soy Randall Grove —contestó.

—No tengo tiempo para pamplinas y no me queda paciencia.

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