Gypsy

Gypsy


Capítulo 21

Página 24 de 37

Capítulo 21

 

No tenía ni idea de lo que había pasado, pero no le gustaba un pelo.

Salió de la ducha de esos vestuarios destartalados y se vistió con prisas porque hacía un frío de muerte. Jugar al rugby un viernes a mediodía, con la lluvia picando tan fuerte, no era un plan muy apetecible, pero a él le gustaban los retos y al final habían ganado a ese equipo tan bueno de Cork, así que se podía decir que todo había salido a pedir de boca.

Se puso el anorak y miró a sus camaradas con cara de disculpa, no se podía quedar al tercer tiempo[2], tenía otras cosas que hacer y no pensaba eternizarse en discutirlo, así que salió con prisas, corrió al coche y se subió mirando la hora. A las tres en punto tenía que recoger a Michael y a Liam en el cole, en Dún Laoghaire, y con el tráfico de los viernes era mejor darse prisa, puso la radio y aceleró hacia el sur pensando, como no, en Úrsula, que seguía sin dar señales de vida.

El veinticuatro de enero, cuando se suponía que ya estaba libre de sus jefes y de todo ese asunto con los Donnelly, la llamó un par de veces para ver cómo estaba y no le contestó, así que casi de noche le mandó un mensaje urgente pidiéndole sus datos del pasaporte para poder cerrar lo de los billetes a París y ahí sí respondió, pero para decirle que le había surgido un imprevisto y que se marchaba a Oxford hasta finales de enero por un tema de la universidad. Lamentablemente no podré

ir a París. Muchas gracias, ya nos veremos.

Bien, no era de los que presionaba o interrogaba a la gente, pasaba olímpicamente de pedir explicaciones a las personas, así que decidió no dar importancia a esa decisión inesperada, y tan alejada de los alegres planes que habían hecho para ir juntos a Francia, y optó por anular también su viaje y quedarse en Dublín con su abuela y los niños, que era la primera vez que se quedaban en casa sin sus dos padres. Eran muy pequeños, Michael tenía siete años y parecía un poco más independiente, pero Liam y Aidan, con cinco y dos años, eran casi unos bebés, y prefería ser útil, echar un cable y ayudar a cuidarlos durante las cuarenta y ocho horas que sus padres tenían que estar en París. Le encantaba la perspectiva de dormir en casa de sus abuelos y estar con los niños, organizarles el finde y, de paso, tranquilizar a Manuela y a su padre, que según se acercaba la fecha de la inauguración, aumentaban sus dudas de viajar dejando a los niños en Irlanda.

Finalmente, los había convencido el hecho de que él se quedara, cosa que le halagó un montón, y con su abuela habían preparado un fin de semana de lo más divertido en casita y tranquilos, porque hacía un tiempo espantoso y porque Michael seguía con el pie vendado por el esguince. Tenían películas, video juegos, juegos de mesa y chucherías varias. Todos esos ganchitos y patatas que su madre no les dejaba ni oler, así que los pequeños, de momento, parecían encantados con el panorama.

–¡Hey! –gritó al verlos en la salida, se acercó y los cogió en brazos, a los dos, para evitar los charcos y el barro, y los llevó corriendo al jeep–, ¿qué tal estáis?

–¿No está mamá? –preguntó Liam mientras lo acomodaba en su sillita y él le revolvió el pelo.

–No está, ahora deben estar aterrizando en París.

–Vale… –Hizo un puchero y se le echó a llorar.

–No llores, Liam, mamá y papá vienen en seguida y nos traerán un videojuego muy chulo –lo consoló Michael– y vamos a comer cosas ricas con la abuela.

–Claro, lo pasaremos muy bien, ya verás.

–¿Pizza?

–Pizza y lo que queráis –les dijo poniendo en marcha el coche y viendo que le entraba una llamada de su padre al móvil, así que pulsó el manos libres y los miró por el espejo retrovisor–. Oíd, es papá.

–Hola, Paddy.

–Hola, estáis en manos libres.

–¡Hola, cachorritos! –exclamaron los dos desde París–. ¿Qué tal el cole?

–¡Vamos en el jeep de Paddy! –dijo Michael muy emocionado.

–Hala, qué suerte ¿y cómo estáis?

Él enfiló de vuelta a Dublín y se dedicó a pensar en sus cosas mientras los niños siguieron hablando con Manuela y su padre un buen rato. No podía olvidar lo violento que había sido pillar a Úrsula entrenando en el Boxing Gym veinticuatro horas antes, cuando se suponía que estaba fuera de la ciudad, y del puro desconcierto no había sido capaz de reaccionar, acercarse y averiguar qué coño estaba pasando.

Jamás le había pasado algo así, menos con una chica, y aún no sabía cómo encajarlo. Vale que no eran novios, ni pareja y llevaban viéndose solo diez días cuando ella desapareció, de acuerdo, pero se suponía que eran amigos, y los amigos no hacían esas cosas.

Si de repente no le apetecía ir a París, no lo quería volver a ver, estaba agobiada o había vuelto con el novio, bastaba con decirlo, eran adultos, y, aunque la había invitado a pasar un fin de semana en el extranjero, en realidad eran prácticamente unos desconocidos, y no se iba a morir porque quisiera pasar del viaje. Eso no tenía importancia, lo que sí la tenía era la mentira, que mintiera para librarse de él no era nada normal, incluso era un pelín inquietante, así que para él Úrsula Suárez ya había quedado finiquitada y olvidada en el baúl de los malos rollos para siempre, porque nadie, en su sano juicio, actuaba así.

Llegó al barrio, aparcó en seguida y en cuanto entró en casa de su abuela y dejó a los niños en el salón, Aidan, que estaba en las rodillas de su abuelo, estiró los bracitos y se le agarró al cuello de un salto, así que decidió olvidarse de lo que había pasado en el gimnasio con Úrsula, que era una chorrada, y concentrarse en lo que era prioridad ese fin de semana: los pequeñajos.

Dos horas después seguía con Aidan agarrado al cuello, como siempre hacía con su padre cuando estaba en casa, y con Michael y Liam entusiasmados con un videojuego. No solían dejarles jugar mucho rato seguido, así que se lo estaban pasando en grande sin preguntar ni una sola vez por sus padres, lo que hizo que su abuela se relajara un poco y se metiera en la cocina a trajinar con sus cosas mientras el abuelo leía el periódico junto a la ventana. Con algo de suerte podrían mantener esa paz hasta el domingo, aunque aún era pronto para cantar victoria.

–Hola –a las seis de la tarde le entró una llamada de número desconocido y contestó rogando a Dios porque no fuera un asunto laboral o Úrsula, a la que no tenía ya nada que decir–. ¿Quién es?

–Steve McMurray, Paddy.

–¡Entrenador! ¿Qué tal estás?

–Pues bastante perjudicado, me he caído y me han escayolado, fractura de tibia y peroné.

–Lo siento.

–Sí, mira, te llamo porque te quería pedir un favor.

–Lo que quieras. –Se levantó y se fue al pasillo con Aidan en brazos.

–¿Podrías hacerte cargo de los entrenamientos?, ya sé que es precipitado y que tienes tu trabajo, pero son solo las tardes, de tres y media a seis y media y, bueno, chaval, me salvarías la vida. Yo puedo ir a los partidos del fin de semana, pero a los entrenamientos me temo que no, apenas puedo moverme.

–¿Yo? –de repente el día mejoró por completo y sonrió de oreja a oreja.

–Pues claro, eres un jugador cojonudo, se te dan bien los críos y, lo más importante, ya tienes tu carnet de entrenador, ¿no?

–Sí, bien, muchas gracias, lo haré encantado.

–Joder, me quitas un peso de encima Paddy. El lunes llega un poco antes al campo, te presento al auxiliar y hablamos de cómo llevamos la temporada.

–Perfecto, estaré allí a las tres y no te preocupes, he estado siguiendo los entrenamientos de Michael y me pondré al día en seguida.

–Estupendo, hasta el lunes, buen fin de semana.

–Hasta el lunes. Genial. –Colgó y le puso la mano a Aidan para que chocara los cinco, regresó al salón y contó las noticias con una gran sonrisa.

–Me alegro, no hay nadie mejor que tú para ese trabajo –le dijo el abuelo.

–Eso es maravilloso, Paddy –aplaudió la abuela–, hay que celebrarlo, niños.

–¿Con Coca Cola? –preguntó Liam muy emocionado y todos los ojos convergieron sobre él.

–No, eso sí que no, si queréis pedimos una pizza, pero nada de refrescos o vuestra madre nos mata.

–Jooo…

–De jo, nada –respondió la abuela y él sintió vibrar otra vez el teléfono en el bolsillo del vaquero, comprobó quién era y contestó con una sonrisa.

–Hola, preciosa.

–Estoy en Dublín ¿me invitas a cenar? No hay quién consiga mesa un viernes por la noche en el restaurante de tu padre.

–No puedo salir, este fin de semana lo tengo a tope.

–¿En serio?

–En serio, Andrea.

–¿Con quién?, ¿con la morenita extranjera con la que sales últimamente?

–¿Qué?

–Te vieron con ella un día en La Marquise y otro en tu coche… tengo mis fuentes.

–Nada de eso. Estoy de niñero y hasta el domingo no tengo más plan que cuidar de mis hermanos.

–Joder, cómo me pones, Paddy. Imaginarte en plan padre me ha humedecido las bragas.

–Oh, Señor. –Soltó una carcajada y salió otra vez al pasillo–. Pues mantenlas así hasta el domingo y voy a verte a Killiney.

–Eso está hecho.

 

[2] Tercer tiempo ( third half en inglés y troisième mi-temps en francés) es una tradición del rugby por la cual una vez finalizado el encuentro (de dos tiempos o partes), los contrincantes se encuentran para comer algo y compartir unas cervezas. (N. de la A.)

Ir a la siguiente página

Report Page