Gulag

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La vida en los campos

No, no de nuestros escasos libros, que parecen un saco de mendigo, sabremos cómo para nosotros la vida era dura, insoportable…

OLGA BERGGOLTS, arrestada en 1938[1]

Según la estadística más exacta hasta la fecha, entre 1929 y 1953 había bajo el dominio del Gulag 476 complejos formados por campos.[2] Pero esta cifra es equívoca. En la práctica, cada uno de estos complejos podía contener decenas o incluso centenares de campos más pequeños. Estas unidades inferiores —lagpunkts— no han sido contabilizadas, y probablemente no pueden serlo, puesto que algunas eran temporales, otras permanentes, y algunas técnicamente pertenecieron a diferentes campos en distintos momentos. Tampoco puede decirse mucho sobre las costumbres y las prácticas de los lagpunkts que se pueda aplicar con seguridad a todos y cada uno de ellos. Incluso durante el dominio de Beria sobre el sistema (que en efecto duró desde 1939 hasta la muerte de Stalin en 1953), las condiciones de vida y de trabajo en el Gulag continuarían variando enormemente, tanto de un año a otro como de un lugar a otro, e incluso dentro de un mismo complejo de campos.

«Cada campo es un mundo en sí mismo, una ciudad aparte, un país distinto», escribía la actriz soviética Tatiana Okunevskaya, y cada campo tiene su propio carácter.[3] Vivir en los masivos campos industriales en el extremo norte era muy diferente a vivir en un campo de granjas agrícolas en el sur de Rusia. Estar en cualquier campo durante el período álgido de la Segunda Guerra Mundial, cuando cada año moría uno de cuatro zeks, era muy distinto a estar en uno a comienzos de la década de 1950, cuando la tasa de mortalidad era casi la misma que en el resto del país. Un jefe relativamente tolerante hacía que la vida en un campo no fuera igual que en otro dirigido por un sádico. Los lagpunkts también eran muy diferentes en tamaño, unos tenían unos cuantos miles y otros apenas unas decenas de prisioneros.

Sin embargo, en vísperas de la guerra, ciertos elementos de la vida y el trabajo eran comunes a la inmensa mayoría de los campos. El ambiente todavía difería de un lagpunkt a otro, pero las enormes fluctuaciones de la política nacional que habían caracterizado los años treinta habían cesado. En cambio, la misma burocracia inerte cuya influencia se dejaría sentir virtualmente en todas las facetas de la vida en la Unión Soviética se apoderó del Gulag.

A este respecto, son sorprendentes las diferencias entre las normas y regulaciones bastante elementales y vagas para los campos dictadas en 1930 y las normas más detalladas dictadas en 1939, después de que Beria se hubiera hecho con el control. Esta diferencia parece reflejar una relación cambiante entre los órganos de control central (la propia dirección del Gulag en Moscú) y los jefes de los campos en las regiones. Durante la primera década experimental del Gulag, las órdenes no trataban de dictar cómo debían ser los campos, y apenas se ocupaban de la conducta de los prisioneros. Plantearon un boceto a grandes rasgos, y dejaron que los jefes locales llenaran los espacios en blanco.

En cambio, las órdenes posteriores eran muy específicas y detalladas, dictando virtualmente cada aspecto de la vida del campo, desde el método de construcción de los barracones hasta el régimen cotidiano de los prisioneros, en concordancia con la nueva meta del Gulag.[4] A partir de 1939 parece que Beria (con el respaldo de Stalin presumiblemente) no deseaba que los campos del Gulag fueran campos de exterminio, como algunos lo habían sido efectivamente en 1937. En lo sucesivo, las preocupaciones centrales de Moscú eran económicas: los prisioneros debían ser asignados a los planes de producción de los campos como piezas de un engranaje.

Con esa meta, Moscú dictó normas para un control estricto de los prisioneros, que se debía conseguir mediante la manipulación de sus condiciones de vida. Como se ha observado, en principio el campo clasificaba a cada zek según la sentencia, la profesión y su trudosposobnost (o «capacidad de trabajo»). El campo debía satisfacer sus necesidades vitales básicas (alimento, vestido, vivienda, espacio vital) según cuán bien o cuán mal cumpliera estas normas. En principio, todos los aspectos de la vida en el campo se habían concebido para mejorar las cifras de producción: incluso los departamentos «educativo-culturales» existían en buena medida porque los jefes del Gulag creían que podrían convencer a los prisioneros de trabajar más intensamente. En principio, los equipos de inspección existían para asegurarse de que todos los aspectos de la vida del campo funcionaran armoniosamente. En teoría, todo zek tenía el derecho de quejarse al jefe del campo, a Moscú, a Stalin, si los campos no funcionaban según las regulaciones.

Y sin embargo, en la práctica, las cosas eran muy diferentes. Las personas no eran máquinas, los campos no eran fábricas pulcras que funcionaran bien, y el sistema nunca operó del modo en que se esperaba. Los guardias eran corruptos, los funcionarios robaban y los prisioneros desarrollaron formas de luchar o subvertir las reglas del campo. En los campos, los prisioneros pudieron formar sus propias jerarquías informales que a veces armonizaban o a veces entraban en conflicto con la jerarquía oficial creada por la jefatura del campo. Pese a las visitas regulares de los inspectores de Moscú, con frecuencia seguidas por amonestaciones y airadas cartas desde la capital, pocos campos estuvieron a la altura del modelo teórico. Pese a la aparente seriedad con que las quejas de los presos eran tratadas (existían comisiones para examinarlas), rara vez generaban un cambio real.[5]

Este desfase entre lo que la dirección del Gulag en Moscú pensaba que los campos debían ser y lo que realmente eran en la práctica (el desfase entre las normas escritas en el papel y los procedimientos puestos en práctica) era lo que daba a la vida en el Gulag su peculiar sabor surrealista. En teoría, la dirección del Gulag en Moscú dictaba los aspectos más nimios de la vida del prisionero, que, en la práctica, estaban también influidos por las relaciones de los prisioneros entre sí y con los que tenían el control.

LA ZONA: DENTRO DE LA ALAMBRADA

Por definición, el instrumento fundamental que tenían los jefes del campo era el control sobre el espacio en que los prisioneros vivían: la zona o «zona de la prisión». Por ley, una zona debía tener la forma de un cuadrado o un rectángulo. «Para asegurar mejor la vigilancia», no se permitían formas orgánicas o irregulares.[6] Dentro de ese cuadrado o rectángulo, no había casi nada interesante. Los edificios en un lagpunkt tipo eran notablemente parecidos. Las fotografías de los edificios de los campos tomadas por los directores de Vorkutá, y conservadas en los archivos de Moscú, muestran una hilera de primitivas construcciones de madera, sin otra distinción que las leyendas que designaban a una «celda de castigo» y a otra «comedor».[7] Casi siempre había un amplio espacio al aire libre en el centro del campo, cerca de la entrada, donde los prisioneros permanecían firmes dos veces al día para ser contados. Junto a la entrada principal había generalmente unos cuarteles para los guardias y las casas de los mandos, también hechas de madera.

Lo que distinguía la zona de cualquier otro centro de trabajo era, desde luego, la valla que la rodeaba. Jacques Rossi en The Gulag Handbook escribía que la valla

… por lo general está hecha de postes de madera hundidos en el suelo un tercio. Van de 2,5 a 6 metros de alto, dependiendo de las condiciones locales. De siete a quince hileras de alambrada se tienden horizontalmente entre los postes, que están unos 6 metros de distancia entre sí. Dos hileras de alambre se cruzan en diagonal entre cada par de postes.[8]

Si el campo o la colonia estaba ubicada cerca de una ciudad, la alambrada era reemplazada por una tapia o valla de madera o ladrillo, de modo que nadie que se acercara al lugar pudiera ver el interior.

Para atravesar la valla, los presos y los guardias por igual tenían que pasar por la vajta o «puesto de guardia». Durante el día, los guardias de la vajta controlaban a todos los que entraban y salían del campo, comprobando los pases de los trabajadores libres que llegaban al campo, y de los guardias del convoy que escoltaban a los presos en su salida. En el campo en Perm-36, que ha sido restaurado en su forma original, la vajta contiene un pasadizo cerrado por dos portones. El prisionero atravesaba el primero, y se detenía en el pequeño espacio entre este y el segundo para ser registrado o controlado.

Pero no solo la alambrada y los muros definían los límites de la zona. En la mayoría de los campos, guardias militarizados observaban a los prisioneros desde altas atalayas de madera. A veces también había perros guardianes situados alrededor del campo, encadenados a un alambre metálico que había sido tendido en todo el perímetro de la zona. Los perros, llevados por perreros especiales de entre los guardias, estaban entrenados para ladrar a los prisioneros que se acercaban y rastrear el olor y cazar a todo aquel que intentara escapar. La vista, el olor y el sonido servían para confinar a los prisioneros tanto como las alambradas y los muros de ladrillo.

En los reglamentos de 1939, Beria ordenó que todos los jefes de los campos rodearan la valla con una tierra de nadie, una franja de tierra no inferior a cinco metros de anchura.[9] Los guardias regularmente rastrillaban la tierra de nadie en verano y la dejaban cubierta de nieve en invierno a propósito, para que las huellas de los prisioneros que se fugaban pudieran ser visibles.[10]

Pero las vallas y los muros, los perros y las barricadas que rodeaban los lagpunkts no eran del todo impenetrables. El sistema soviético clasificaba a los prisioneros en konvoinyi o beskonvoinyi (con escolta o sin escolta), y permitía que la pequeña minoría de prisioneros sin escolta cruzara la valla sin ser vigilados, para hacer encargos para los guardias, para trabajar durante el día en un área no vigilada del ferrocarril e incluso para vivir en apartamentos privados fuera de la zona. Este último privilegio había sido establecido al inicio de la historia de los campos, en los años caóticos de principios de la década de 1930.[11] Aunque después fue expresamente prohibido en varias ocasiones, siguió existiendo. Una serie de normas escritas en 1939 recordaba a los jefes de campo: «Se prohíbe a todos los prisioneros sin excepción vivir fuera de la zona en pueblos, apartamentos privados o casas pertenecientes al campo».[12] En la práctica, estas normas eran con frecuencia incumplidas.

La oficina de la fiscalía de Moscú escribió una carta al campo situado cerca de la ciudad siberiana de Komsomolsk, acusando a los jefes de permitir que no menos de 1763 presos consiguieran el estatus de «sin escolta». A raíz de ello, el fiscal escribía indignado: «Se pueden encontrar prisioneros en cualquier parte del pueblo, en cualquier institución y en apartamentos privados».[13] También denunciaron a otro campo que dejaba que 150 prisioneros vivieran en apartamentos privados, una violación del régimen, que había causado «incidentes de embriaguez, vandalismo e incluso robos a los lugareños».[14]

Pero dentro de los campos los prisioneros no estaban privados de toda libertad de movimiento. Por el contrario, esta es una de las rarezas del campo de concentración, uno de los aspectos en que se diferenciaba de la cárcel: cuando no estaban trabajando o durmiendo, la mayoría de los prisioneros podían decidir, dentro de sus límites, cómo pasar el tiempo.

Al llegar a los campos procedentes de las claustrofóbicas prisiones soviéticas, los reclusos con frecuencia se sentían sorprendidos y aliviados por este cambio. Un zek dijo al llegar a Ujtpechlag: «Estuvimos de un humor maravilloso una vez al aire libre».[15] Olga Adamova-Sliozberg recordaba que al llegar a Magadán hablaba «de la mañana a la noche sobre las ventajas del campo frente a la vida en la prisión»:

La población del campo (cerca de mil mujeres) nos parecía enorme: ¡tanta gente, tantas conversaciones, tantas amigas potenciales! Después estaba la naturaleza. Dentro del complejo, que estaba vallado con alambradas, podíamos caminar libremente, mirar el cielo y las montañas lejanas, subir a los árboles y palparlos con las manos. Respirábamos un húmedo aire marino, sentíamos la llovizna de agosto en la cara, nos sentábamos en el césped húmedo y dejábamos que la tierra se deslizara entre nuestros dedos. Durante cuatro años habíamos vivido sin hacer todo esto y descubríamos al hacerlo que era esencial para nuestro ser; sin eso dejabas de sentirte una persona normal.[16]

Con el tiempo, la aparente «libertad» de la vida del campo generalmente comenzaba a hacerse gravosa. Un prisionero polaco, Kazimierz Zarod, escribía que mientras estaba en la prisión era todavía posible creer que se había cometido un error, que la puesta en libertad llegaría pronto. Después de todo, «estábamos rodeados por todos los símbolos de la civilización; fuera de los muros de la prisión había una gran ciudad». Sin embargo, en el campo se movía libremente entre «una extraña variedad de hombres … todas las sensaciones de la normalidad estaban en suspenso. Con el paso de los días, me embargaba una suerte de pánico que poco a poco se iba convirtiendo en desesperación. Trataba de expulsar ese sentimiento a las profundidades del inconsciente, pero lentamente comenzaba a caer en la cuenta de que estaba atrapado en un cínico acto de injusticia del cual parecía no haber escapatoria…».[17]

Peor aún, esta libertad de movimiento fácil y rápidamente podía volverse anarquía. Los guardias y los mandos del campo abundaban en el lagpunkt durante el día, pero con frecuencia desaparecían por completo durante la noche. Uno o dos se quedaban en la vajta, pero el resto se retiraba al otro lado de la valla. Solo cuando los prisioneros creían que su vida estaba en peligro, recurrían a veces a los guardias en la vajta. En sus memorias, un prisionero recuerda que después de una reyerta entre presos políticos y comunes (un fenómeno habitual en la época de posguerra, como veremos), los delincuentes perdedores «corrieron a la vajta» suplicando auxilio. Fueron enviados en un transporte a otro lagpunkt al día siguiente, pues la administración del campo prefería evitar el asesinato masivo.[18] Una mujer, sintiendo que estaba en peligro de ser violada y posiblemente asesinada por un preso común, «se entregó» a la vajta y pidió que la pusieran en la celda de castigo del campo por la noche para estar protegida.[19]

Sin embargo, la vajta no era una zona de seguridad fiable. Los guardias que residían en el cuartel no necesariamente reaccionaban ante las peticiones de los presos. Hay constancia, tanto en los documentos oficiales como en las memorias, de que los guardias militarizados hacían caso omiso o no se tomaban en serio los casos de asesinato, tortura y violación ocurridos entre los prisioneros. Al describir una violación en masa que tuvo lugar en uno de los lagpunkts de Kargopollag durante la noche, Gustav Herling cuenta que la víctima, «en medio del llanto, dejó escapar un grito ahogado y ronco que su falda amortiguó. Una voz somnolienta dijo desde la atalaya: “Vamos, vamos muchachos, ¿qué estáis haciendo? ¿No os da vergüenza?”. Los ocho hombres arrastraron a la joven detrás de las letrinas y continuaron…».[20]

En teoría, las normas eran estrictas: los prisioneros debían permanecer dentro de la zona. En la práctica, las normas eran quebrantadas. Y la conducta que no quebrantaba técnicamente las normas, sin importar cuán violenta o perjudicial fuera, no era necesariamente castigada.

REZHIM: LAS NORMAS PARA VIVIR

La zona controlaba los movimientos de los prisioneros en el espacio;[21] pero lo que controlaba su tiempo era el rezhim (el régimen). Dicho de modo más simple era la serie de normas y procedimientos según la cual operaba el campo.

El régimen era de distinta severidad de un lagpunkt a otro, tanto según las diversas prioridades como según el tipo de prisionero confinado en un campo determinado. En diferentes momentos, hubo campos de régimen liviano para inválidos, campos con un régimen ordinario y campos con un régimen de castigo. Pero el sistema básico era el mismo. El régimen determinaba cuándo y cómo debía despertarse el prisionero, cómo debía marchar al trabajo, cuándo y cómo recibiría la comida, y a qué hora y cuánto tiempo debía dormir.

En la mayoría de los campos, el día del prisionero oficialmente comenzaba con el razvod: el procedimiento de organizar a los prisioneros en brigadas que luego marcharían a trabajar. Una sirena u otra señal los despertaba. Una segunda sirena anunciaba que el desayuno había terminado y que el trabajo debía comenzar. Entonces los prisioneros formaban frente a los portones del campo para el recuento matutino, que, según las instrucciones de Moscú, no debía durar más de quince minutos.[22] Por supuesto, como Kazimierz Zarod escribía, con frecuencia duraba mucho más, pese al mal tiempo:

Hacia las tres y media de la mañana era preceptivo que estuviéramos en medio de la plaza, de pie en filas de cinco, a la espera del recuento. Los guardias a menudo cometían errores, y entonces se efectuaba un segundo recuento. Una mañana en que estuviera nevando este proceso era largo, frío e interminable. Si los guardias estaban despiertos y se concentraban, el recuento generalmente se hacía en treinta minutos, pero si se equivocaban, podíamos estar firmes al menos una hora.[23]

Mientras esto ocurría, en algunos campos se tomaron medidas para «levantar el ánimo de los prisioneros». Kazimierz Zarod anota el extraño fenómeno de una banda mañanera, compuesta de músicos prisioneros, tanto profesionales como aficionados:

Cada mañana, la «banda» se paraba junto a la puerta tocando música militar y se nos exhortaba a marchar «con fuerza y alegría» a nuestra jornada. Habiendo tocado hasta que el final de la columna hubiera pasado el portón, los músicos dejaban sus instrumentos y se ponían al final de la columna, uniéndose a los trabajadores que caminaban hacia el bosque.[24]

Desde allí los prisioneros eran llevados al trabajo. Los guardias gritaban la orden del día: «Un paso a la derecha o a la izquierda será considerado como un intento de fuga. El convoy disparará sin aviso. ¡Marchad!». Y los prisioneros marchaban aún en filas de cinco, al lugar de trabajo. Si había una gran distancia, iban acompañados de guardias y perros. El procedimiento para el regreso vespertino al campo era muy similar. Después de la cena (que duraba una hora), los prisioneros volvían a formar filas. Y otra vez, los guardias contaban (si los prisioneros tenían suerte) y volvían a contar (si no la tenían). Las instrucciones de Moscú asignaban más tiempo al recuento vespertino, de treinta a cuarenta minutos, posiblemente con el fundamento de que era más probable que la fuga del campo tuviera lugar desde el centro de trabajo.[25] Después sonaba otra sirena. Era hora de ir a dormir.

Estas normas y horarios no estaban escritos en piedra. Por el contrario, el régimen cambiaba con el tiempo, volviéndose generalmente más severo. Jacques Rossi ha escrito que «el principal rasgo del régimen penitenciario soviético es su intensificación sistemática, la introducción gradual de un sadismo arbitrario sin atenuantes en el estatuto de la ley», y, en efecto, hay algo de esto.[26] Durante los años cuarenta, el régimen se volvió más rígido, la jornada de trabajo se prolongó, los días de descanso se volvieron más raros. En 1931, los prisioneros de la Expedición de Vaigach, una parte de la expedición Ujtinskaya, trabajaban seis horas al día en tres turnos. Los trabajadores de la región de Kolimá a comienzos de los años treinta también trabajaban la jornada normal, más corta en invierno y más larga en verano.[27] Sin embargo, al cabo de una década la duración de la jornada laboral se había duplicado. A finales de los años treinta, las mujeres de la fábrica de confección de Elinor Olitskaya trabajaban «doce horas en una sala sin ventilación», y la jornada de Kolimá había sido ampliada hasta doce horas.[28] Después incluso Olitskaya trabajó en una cuadrilla de albañiles: de catorce a dieciséis horas diarias, con descansos de cinco minutos a las diez de la mañana y a las cuatro de la tarde, y un descanso de una hora para comer al mediodía.[29]

No era la única. En 1940, la jornada laboral del Gulag fue ampliada oficialmente a once horas.[30] En marzo de 1942, la dirección del Gulag en Moscú envió una carta furibunda a todos los jefes de campo, recordándoles la norma de que «a los prisioneros debe permitírseles dormir no menos de ocho horas». En la carta se decía que muchos jefes de campo habían desdeñado esta norma, y no habían permitido a los prisioneros más que cuatro o cinco horas de sueño cada noche. En consecuencia, la dirección del Gulag se quejaba, «los prisioneros están perdiendo su capacidad de trabajar, se están convirtiendo en “trabajadores débiles” e inválidos».[31]

Las infracciones continuaron, en especial cuando las exigencias de la producción se intensificaron durante los años de la guerra. En septiembre de 1942, después de la invasión alemana, la dirección del Gulag amplió oficialmente a doce horas la jornada laboral para los prisioneros que construían las instalaciones del aeropuerto, con un descanso de una hora para la comida. El patrón fue el mismo en toda la URSS. Se registraron jornadas de dieciséis horas en Viatlag durante la guerra.[32] Serguéi Bondarevski, un prisionero en una sharashka durante la guerra, uno de los laboratorios especiales para científicos reclusos, también recuerda haber trabajado once horas con descansos.[33]

En cualquier caso, las normas se infringían con frecuencia. Un zek asignado a una cuadrilla que lavaba oro en Kolimá, tenía que cernir 150 carretillas diarias. Los que no habían terminado con la cuota al final de la jornada, simplemente se quedaban hasta terminar, a veces hasta medianoche. Después se irían a casa, cenarían y se levantarían otra vez a las cinco de la mañana para comenzar de nuevo.[34]

Tampoco se concedían muchos descansos durante el día, como un prisionero de la época de la guerra, destinado a trabajar en una fábrica textil, explicó después:

A las seis teníamos que estar en la fábrica. A las diez teníamos un descanso de cinco minutos para fumar un cigarrillo, para lo cual teníamos que correr a un sótano que estaba a unos 180 metros de distancia, el único lugar del local de la fábrica donde esto estaba permitido. El incumplimiento de esta regulación era punible con dos años extra de prisión. A la una había un descanso de media hora para comer. Con la escudilla de barro en la mano, teníamos que ir como un rayo al comedor, ponernos en la larga cola, recibir unas repugnantes habichuelas que a todo el mundo le sentaban mal, y a todo correr volver a la fábrica donde los motores comenzaban a trabajar. Después de eso, sin dejar nuestro lugar, nos sentábamos hasta las siete de la noche.[35]

El número de días libres también estaba estipulado por ley. Los prisioneros del régimen ordinario podían tener uno a la semana, y los asignados a un régimen más severo, dos al mes. Pero estas normas también variaban en la práctica. Ya en 1933, la dirección del Gulag en Moscú envió una orden recordando a los jefes de campo la importancia de los días de descanso del prisionero, muchos de los cuales fueron cancelados en el frenesí por cumplir con el plan.[36] Una década después, casi nada había cambiado.

Según los reglamentos, los prisioneros tenían derecho a un día de descanso cada diez días de trabajo.

Pero en la práctica resultaba que incluso un día libre al mes amenazaba con disminuir la producción del campo, y se había vuelto habitual anunciar ceremoniosamente el premio de un día de descanso cuando el campo había superado el plan de producción para un trimestre determinado … Naturalmente no teníamos la oportunidad de examinar las cifras o el plan de producción, de modo que esta convención era una ficción que de hecho nos ponía enteramente a merced de las autoridades del campo.[37]

Incluso en sus raros días libres, a veces los prisioneros se veían obligados a hacer trabajos de mantenimiento en el campo, limpiando los barracones y las letrinas, despejando la nieve en el invierno.[38] Todo lo cual hacía que una orden, dictada por Kogan, el jefe de Dmitlag, resultara harto patética. Preocupado por los numerosos informes sobre los caballos del campo que se desplomaban de cansancio, Kogan anotaba: «El creciente número de casos de enfermedad y agotamiento de los caballos tiene varias causas, incluidas el exceso de carga, la difícil condición de los caminos y la ausencia de un tiempo de descanso pleno y completo para que los caballos recuperen sus fuerzas».

Continuaba entonces dando nuevas instrucciones:

1. La jornada de los caballos del campo no debe superar diez horas, sin contar dos horas obligatorias para su descanso y alimentación.

2. Como promedio los caballos no deben recorrer más de 32 kilómetros diarios.

3. Se debe permitir a los caballos un día de descanso regular, cada ocho días, y el descanso de ese día debe ser completo.[39]

Lamentablemente, no hacía mención de la necesidad de los prisioneros de un día de descanso regular cada ocho días.

BARAKI: EL ESPACIO VITAL

La mayoría de los prisioneros en la mayoría de los campos vivían en barracones. Sin embargo, era raro el campo cuyos barracones hubiesen sido construidos antes de la llegada de los prisioneros. Aquellos prisioneros que tenían la mala suerte de ser enviados a edificar un nuevo campo vivían en tiendas o a la intemperie. Janusz Sieminski, un prisionero polaco en Kolimá después de la guerra, formó parte de un equipo que construyó un nuevo lagpunkt «de la nada» durante el crudo invierno. Por la noche, los prisioneros dormían en la tierra. Muchos murieron, en especial aquellos que perdieron la pelea por dormir cerca de la hoguera.[40]

Cuando los prisioneros construían los barracones, se trataba indefectiblemente de edificios extremadamente simples, hechos de madera. Moscú dictaba su diseño y, por consiguiente, las descripciones de ellos son bastante repetitivas: un prisionero tras otro describen edificios de madera, largos y rectangulares, las paredes sin enlucir, las grietas rellenas con barro, el interior pleno de hileras y más hileras de literas de factura igualmente deficiente. A veces había una tosca mesa, otras veces no. A veces había bancos para sentarse, a veces no.[41] En Kolimá, y en otras regiones donde la madera era escasa, los prisioneros construían barracones de piedra, con igual rapidez y bajo costo.

Con frecuencia, los barracones no eran exactamente lo que se llamaría edificaciones, sino más bien zemlianki o refugios subterráneos. A. P. Evstonichev vivió en uno en Carelia, a comienzos de la década de 1940:

Una zemlianka era un espacio despejado de nieve y sin la capa superficial de tierra. Las paredes y el techo se hacían de troncos toscos y redondos. Toda la estructura estaba cubierta por otra capa de tierra y nieve. La entrada al refugio estaba cubierta por una lona a modo de puerta, en una esquina había un barril de agua. En el centro había una estufa de metal, junto con una tubería de metal que atravesaba el techo y un barril de queroseno.[42]

En los lagpunkts temporales construidos junto a los lugares donde se construirían carreteras y vías férreas, las zemlianki eran ubicuas. A veces los presos vivían en tiendas también. Unas memorias de los inicios de Vorkutlag describen la construcción durante los primeros tres días de «quince tiendas con literas de tres niveles» para 100 prisioneros cada una, así como de una zona con cuatro atalayas y una alambrada.[43]

Pero los verdaderos barracones rara vez cumplían los ínfimos estándares que Moscú había establecido para ellos. Estaban casi siempre atestados, incluso después de que el caos de los años treinta disminuyera. En un informe de una inspección de veintitrés campos, escrito en 1948, se mencionaba con indignación que en la mayoría de ellos: «Los prisioneros no tienen más que un metro o metro y medio de espacio por persona», y que incluso ese espacio estaba en condiciones insalubres: «Los prisioneros no tienen su propio lugar para dormir ni sus propias sábanas ni mantas».[44]

En el barracón: reclusos escuchando a un músico prisionero, dibujo de Benjamin Mkrtchayan, 1953.

Los prisioneros del régimen ordinario debían recibir camas llamadas vagonki, nombre alusivo a las camas que se encontraban en los vagones de trenes de pasajeros. Eran literas de dos niveles, con sitio para dos reclusos en cada nivel, cuatro reclusos en total. En muchos campos, los prisioneros dormían en los todavía más simples sploshnye navy, que consistían en largas tarimas de madera para dormir, ni siquiera separadas en literas. Los prisioneros asignados a ellas se acostaban uno al lado del otro en una larga hilera. Como estas camas comunales eran consideradas antihigiénicas, los inspectores del campo solían censurarlas en sus informes. En 1948, la dirección central del Gulag expidió una directriz exigiendo que fueran reemplazadas por vagonki.[45] Sin embargo, Anna Andreieva, prisionera en Mordovia a finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, durmió en una sploshnye navy, y recuerda que muchos prisioneros dormían todavía en el suelo debajo de ellas.[46]

La ropa de cama se distribuía de forma aleatoria, y variaba mucho de un campo a otro, pese a las normas más estrictas (y bastante modestas) dictadas en Moscú. Los reglamentos señalaban que todos los prisioneros debían recibir una nueva toalla cada año, una almohada cada cuatro años, sábanas cada dos años, y una manta cada cinco años.[47] En la práctica, «un mal llamado colchón de paja iba con cada cama de prisionero», escribía Elinor Lipper:

No había paja en él y rara vez heno, porque no había suficiente heno para el ganado; en cambio contenía serrín o las ropas sobrantes del prisionero, si es que las tenía. Además, tenía una manta de lana y una funda de almohada que podía rellenar con lo que tuviera a mano, pues no había almohadas.[48]

Lo peor era el «hedor horrible e insoportable» que invadía los barracones, gracias a la enorme cantidad de ropa sucia y mohosa que se secaba en el borde de las literas o las mesas, donde fuera posible colgar algo. En los campos de destino especial, donde las puertas de los barracones se cerraban por la noche y las ventanas estaban tapiadas, la pestilencia «casi impedía respirar».[49]

La carencia de letrinas no ayudaba a mejorar la calidad del aire. En los campos donde los prisioneros eran encerrados en los barracones por la noche, los zeks tenían que hacer uso de una parasha o «cubo», exactamente como en la prisión. Un prisionero contaba que por la mañana «era imposible mover la parasha, de modo que era arrastrada por el suelo resbaladizo. El contenido invariablemente se derramaba».[50]

Pero la mugre y el hacinamiento no eran meros problemas estéticos, o cuestiones de una incomodidad relativamente menor. Las literas repletas y la falta de espacio también podían ser letales, en especial en los campos donde los prisioneros trabajaban las veinticuatro horas. De uno de esos campos, donde los prisioneros trabajaban en tres turnos, día y noche, un testigo escribía: «La gente dormía en los barracones en cualquier momento del día. Luchar por poder dormir era luchar por la vida. Cuando discutían por eso la gente se insultaba, se peleaba e incluso se mataba. La radio en los barracones estaba a todo volumen todo el tiempo, y resultaba odiosa».[51]

Dado que la cuestión del lugar de dormir era tan decisiva, las condiciones del sueño constituían un arma de extrema importancia para el control de los prisioneros, y la administración las utilizó de forma consciente. En el archivo central de Moscú, los archivistas del Gulag preservaron cuidadosamente fotografías de los distintos tipos de barracones, destinados a las diferentes categorías de prisioneros. Los barracones de los otlichniki (los «excelentes» o «trabajadores de choque») tienen camas individuales con colchones y mantas, suelo de madera y cuadros en las paredes. Los prisioneros, si no exactamente sonriendo al fotógrafo, al menos aparecen leyendo periódicos y parecen estar relativamente bien alimentados. Por otra parte, las barracones rezhimnye (las barracones de castigo para los trabajadores deficientes o rebeldes) tenían unas tarimas de madera puestas sobre unas estacas en lugar de camas. En estas fotografías, tomadas con fines propagandísticos, los prisioneros rezhimnye no tienen colchones, y aparecen compartiendo las mantas.[52]

En algunos campos el protocolo para organizar el sueño se tornó muy complejo. El espacio era tan escaso que poseerlo y disponer de privacidad eran considerados grandes privilegios concedidos solo a aquellos que estaban en las filas de la aristocracia del campo. A los prisioneros de rango más alto (los jefes de brigada, los supervisores de la cuota de trabajo y otros) se les permitía con frecuencia dormir en barracones más pequeños con menos personas. Solzhenitsin, a quien inicialmente se le asignó el trabajo de «director de obras» al llegar al campo en Moscú, se le dio un lugar en un barracón donde

en lugar de las literas múltiples había catres normales y una mesa de noche para dos personas, no para toda la brigada. Durante el día la puerta estaba cerrada y uno podía dejar sus cosas allí. Por último, había una especie de hornillo eléctrico, y no era necesario ir y apretujarse alrededor de la cocina común en el patio.[53]

Todo esto era considerado un gran lujo. En efecto, los trabajos más deseables (el de carpintero, el de reparador de herramientas) también conllevaban el derecho muy codiciado de dormir en el taller. En casi todos los campos, a los médicos (incluso los médicos prisioneros) se les permitía dormir aparte, un privilegio que reflejaba su estatus especial. Isaac Vogelfanger, un cirujano, se sentía privilegiado porque se le permitía dormir en una litera en un «pequeño cuarto adyacente al área de recepción» de la enfermería de su campo: «La luna parecía sonreírme cuando me iba a dormir».[54]

De manera informal existía otra jerarquía en el interior de los barracones. En la mayoría de ellos, las decisiones cruciales sobre quién dormía dónde fueron tomadas por los grupos más fuertes y cohesionados de los campos. Hasta finales de los años cuarenta, en que los grandes grupos nacionales (ucranianos, bálticos, chechenos, polacos) se consolidaron, los prisioneros mejor organizados eran habitualmente los delincuentes comunes. Por lo general dormían en las literas superiores, donde había más aire y más espacio, golpeando a aquellos que se opusieran a ello. Los que dormían en los literas inferiores tenían menos poder. Los que dormían en el suelo (los prisioneros de rango más bajo en el campo) sufrían más, según recuerda un prisionero:

Este nivel era llamado «el sector del koljoz», donde los ladrones obligaban a ir a los koljozniki (esto es, varios intelectuales y sacerdotes ancianos, e incluso algunos de los suyos que habían quebrantado el código moral de los ladrones). Sobre ellos no solo caían cosas de las literas de arriba y de abajo: los ladrones también vertían enjuagues, agua, sopa del día anterior. Y el sector del koljoz tenía que tolerar todo esto, si se quejaban podían recibir incluso más suciedad … las personas enfermaban, se asfixiaban, perdían el sentido, enloquecían, morían de tifus, se suicidaban.[55]

BANYA: LA CASA DE BAÑOS

En los años cuarenta, los jefes del Gulag habían reconocido el peligro mortal del tifus exantemático y, oficialmente, dirigieron una batalla constante contra los parásitos. Los baños eran supuestamente obligatorios cada diez días. Se suponía que toda la ropa debía ser hervida en las unidades de desinfección, tanto al entrar al campo como después a intervalos regulares, para destruir todos los parásitos.[56] Como hemos visto, los barberos del campo rasuraban todo el cuerpo a los hombres y las mujeres que ingresaban presos en los campos, y con posterioridad les rapaban con regularidad la cabeza. El jabón, aunque en cantidades exiguas, estaba incluido en la lista de productos que debían distribuirse a los prisioneros: en 1944, por ejemplo, este llegaba a 200 gramos al mes para cada prisionero. Se suponía que estas barritas servirían para la higiene personal así como para el lavado de la ropa de cama y los vestidos.[57]

Sin embargo, no todos estaban convencidos de la eficacia de los métodos de despioje del campo. Varlam Shalámov escribió: «No solo era totalmente inútil el despioje, ni un piojo muere en esta cámara de desinfección. Es una formalidad y el aparato se ha creado con el fin de atormentar aún más a los prisioneros».[58]

Desde el punto de vista del sistema, Shalámov se equivocaba. El aparato no fue creado con el propósito de atormentar a los reos (como he dicho, la dirección central del Gulag en Moscú impartió directrices muy estrictas y ordenó a los jefes de campo que combatieran a los parásitos, e innumerables informes de inspección censuraron su fallo en hacerlo). En 1940, en una investigación sobre las condiciones en un conjunto de campos septentrionales se señalaba con indignación: «Los piojos en los barracones, junto con las chinches, tienen un impacto negativo en la posibilidad de descansar de los reclusos» en un lagpunkt, mientras que el campo penal de trabajo de Novosibirsk tenía «un cien por cien de infección de piojos entre los prisioneros y … como resultado de las deficientes condiciones sanitarias, hay un índice elevado de enfermedades de la piel y dolencias estomacales … así pues, es evidente que las condiciones insalubres del campo son sumamente costosas».

Mientras tanto, se habían producido dos brotes de tifus en otro lagpunkt, los prisioneros estaban «negros de mugre», se decía en el informe con gran inquietud.[59] Las quejas por los piojos y las airadas órdenes para que se los eliminara figuraban año tras año en los informes de inspección remitidos a los fiscales del Gulag.[60] Después de la epidemia de tifus en Temlag en 1937, el director del lagpunkt y el subdirector del departamento médico del campo fueron despedidos, acusados de «negligencia e inactividad criminales», y fueron procesados.[61] Se usó tanto el premio como el castigo: en 1933, a los prisioneros de un barracón en Dmitlag se los premió con vacaciones por haber limpiado de chinches todas sus camas.[62]

Sin embargo, Shalámov no se equivocaba del todo en su cínica descripción del sistema higiénico. Pues aunque habían recibido instrucciones para preocuparse de los baños, con frecuencia los jefes del campo local se limitaban a observar los rituales de despioje y baño, sin que pareciera importarles el resultado. Tampoco había suficiente carbón para mantener el aparato de desinfección a la temperatura requerida; ni se habían distribuido los cupos de jabón durante meses; o el jabón había sido robado.

A menudo, los guardias se aburrían con el proceso de bañar a los prisioneros y les permitían solo unos minutos en los baños, por pura formalidad.[63] En un lagpunkt de Siblag en 1941, un inspector indignado descubrió que «los prisioneros no se habían bañado en dos meses» debido al total desinterés de los guardias.[64] Y en los peores campos, el desprecio por la humanidad de los prisioneros hacía del baño una tortura, que muchos han descrito, pero nadie tan bien como, una vez más, Shalámov, quien dedica un relato a los horrores de los baños de Kolimá. Pese al cansancio, los prisioneros esperaban su turno durante horas: «Las sesiones de baño son arregladas antes o después del trabajo. Después de muchas horas en el frío (y no es más fácil en el verano) cuando todos los pensamientos y esperanzas se centran en el deseo de llegar a tu litera y comer para dormir tan pronto como sea posible, la demora en los baños es casi insoportable».

Primero, los zeks hacían cola, afuera en el frío; después eran conducidos a los vestuarios repletos, construidos para quince personas y donde había hasta cien. Mientras tanto sabían que se limpiaban y registraban sus barracones. Sus escasas pertenencias, incluidos los platos y los peales, eran aventadas en la nieve:

Es una característica del hombre, sea un ladrón o sea un premio Nobel, adquirir rápidamente fruslerías … lo mismo vale para el recluso. Después de todo, es un trabajador y necesita agujas y material para parches, y un tazón de más quizá. Todo esto es sacado y vuelto a juntar después de cada día de baño, a menos que sea enterrado en alguna parte muy hondo en la nieve.

Una vez en los baños, muchas veces había tan poca agua que era imposible asearse. Se daba a los prisioneros «un tazón de madera con agua no muy caliente … no había más agua ni uno podía comprarla». Tampoco los baños tenían calefacción: «La sensación de frío aumentaba con las mil corrientes que atravesaban la puerta y las rendijas. Los baños no estaban calientes, tenían rendijas en las paredes». Dentro, había también «una constante barahúnda acompañada de humo, aglomeración y griterío; incluso hay un dicho popular: “gritar como en los baños”».[65]

Después, cuando todo había terminado, comenzaba otra vez el mismo proceso humillante para recoger la ropa, escribe Shalámov, siempre obsesivo con la cuestión de la ropa interior: «Después de haberse lavado, los hombres se reunían ante la ventanilla mucho antes de que comenzara la distribución efectiva de la ropa interior. Una y otra vez hablaban pormenorizadamente de la ropa interior que habían recibido la última vez, la ropa interior recibida hace cinco años en Bamlag…».[66]

Inevitablemente, el derecho a bañarse con relativa comodidad también llegó a estar estrechamente relacionado con el sistema de privilegios. En Temlag, por ejemplo, los empleados en determinados trabajos tenían derecho a bañarse más veces.[67] El mismo trabajo de encargado de los baños, que implicaba tanto el acceso al agua limpia como el derecho a permitir o negar a otros dicho acceso, era uno de los más codiciados en el campo. Al final, pese a las órdenes más drásticas, severas y estrictas de Moscú, la comodidad de los prisioneros dependía por completo de los caprichos y las circunstancias locales.

Por tanto era otro aspecto de la vida cotidiana trastrocado, convertido de un placer simple en lo que Shalámov llama «un hecho negativo, una carga en la vida del condenado … un testimonio de esa inversión de valores que es la principal cualidad que el campo inculca en los reclusos…».[68]

STOLOVAYA: EL COMEDOR

La vasta literatura sobre el Gulag contiene descripciones variadas de los campos y refleja la experiencia de una amplia gama de personalidades. Pero un aspecto de la vida del campo se mantiene inalterado de un campo a otro, de un año a otro, y de unas memorias a otras: la descripción de la balanda, la sopa que se servía a los prisioneros una o dos veces al día.

De modo unánime, los antiguos prisioneros coinciden en que el sabor del medio litro de sopa de los prisioneros era repugnante: su textura era acuosa y su contenido, sospechoso. Galina Levinson escribía que estaba hecha de «col podrida y patatas, a veces con un trozo de manteca de cerdo, a veces con cabezas de arenque».[69] Barbara Armonas recordaba la sopa hecha de «vísceras de pescado o de animales y unas cuantas patatas».[70]

Otro prisionero recuerda una sopa hecha de carne de perro, que uno de sus compañeros no pudo comer: «Un hombre de los países occidentales no siempre puede superar una barrera psicológica, aunque se esté muriendo de hambre», concluía.[71] Incluso Lazar Kogan, el jefe de Dmitlag, se quejó una vez de que «algunos cocineros actúan como si no estuvieran preparando comida soviética, sino más bien sobras para cerdos».[72]

El hambre era una motivación poderosa: la sopa podía haber sido incomible en circunstancias normales, pero en los campos, donde la mayoría de las personas estaba siempre hambrienta, los prisioneros la comían con gusto. Tampoco su hambre era accidental: se mantenía hambrientos a los prisioneros, debido a que la regulación de la alimentación era, después de la reglamentación del tiempo y el espacio para vivir, el instrumento de control más importante de la dirección del campo.

Por esa razón, la distribución de alimento a los prisioneros en los campos se convirtió en una compleja ciencia. Las cantidades exactas para cada categoría de prisioneros y trabajadores del campo eran establecidas en Moscú, y cambiaban con frecuencia. La dirección del Gulag constantemente ponía al día sus cifras, calculando y volviendo a calcular la cantidad mínima de comida necesaria para que los prisioneros continuaran trabajando. Las nuevas órdenes que enumeraban las cantidades incluidas en la ración eran enviadas a los jefes de campo con gran frecuencia. Finalmente se convirtieron en documentos largos y complejos escritos en un pesado lenguaje burocrático.

Por ejemplo, era típica de la dirección del Gulag la orden dictada el 30 de octubre de 1944. Las órdenes estipulaban una ración básica o «garantizada» para la mayoría de los prisioneros: 550 gramos de pan al día, 8 gramos de azúcar y otros productos teóricamente destinados a ser utilizados en la balanda, la sopa del mediodía, y en la kasha o «gachas», servida en el desayuno y la cena: 75 gramos de alforfón o fideos, 15 gramos de carne o de productos cárnicos, 55 gramos de pescado o derivados de pescado, 10 gramos de manteca, 500 gramos de patatas o verduras, 15 gramos de sal y 2 gramos de «sucedáneo de té».

A esta lista de productos, se agregaron algunas notas. Los jefes de campo recibieron instrucciones de reducir la ración de pan a los prisioneros que solo cumplieran el 75% de la cuota de trabajo a 50 gramos, y a los que cumplieran solo con el 50% de ella a 100 gramos. Aquellos que superaban el plan, por otra parte, recibían un extra de 50 gramos de alforfón, 25 gramos de carne y 25 gramos de pescado, entre otras cosas.[73]

En comparación, los guardias del campo en 1942 —durante la gran hambruna de la URSS— debían recibir 700 gramos de pan, casi un kilo de verduras frescas y 75 gramos de carne, con complementos especiales para aquellos que vivían a mayor altitud.[74] Los prisioneros que trabajaban en las sharashki durante la guerra estaban incluso mejor alimentados, en teoría, con 800 gramos de pan y 50 gramos de carne en contraste con los 15 concedidos a los prisioneros normales. Además, recibían 15 cigarrillos al día y cerillas.[75] Las mujeres embarazadas, los presos menores de edad, los prisioneros de guerra, los trabajadores libres y los niños residentes en las guarderías del campo recibían una ración ligeramente mejor.[76]

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