Gulag

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II - La vida y el trabajo en los campos » 10 - La vida en los campos

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Como se puede imaginar, la necesidad de distribuir a las personas precisas estas cantidades exactas de alimento (que a veces variaban diariamente) requería una enorme burocracia, y muchos campos tenían dificultades para afrontarla. Tenían que guardar una documentación completa de instrucciones a mano, enumerando qué prisioneros en qué situaciones debían recibir algo. Incluso los lagpunkts más pequeños guardaban una documentación copiosa, enumerando el cumplimiento diario de la cuota de trabajo de cada prisionero, y la cantidad de alimento que le correspondía. En el pequeño lagpunkt de Kedrovi Shor, por ejemplo, una granja colectiva dependiente de Intlag, había en 1943 al menos trece escalas diferentes para la comida. El contable del campo —posiblemente un prisionero— tenía que determinar qué nivel debía aplicarse a cada uno de los 1000 reclusos del campo. En grandes hojas de papel, primero trazaba a mano unas líneas con lápiz y después agregaba los nombres y números con bolígrafo, llenando hoja tras hoja con sus cálculos.[77]

En los campos más grandes, la burocracia era aún peor. El antiguo contable jefe del Gulag, A. S. Narinski, ha descrito que la dirección de un campo, encargada de construir uno de los ramales del ferrocarril septentrional, concibió la idea de distribuir vales de comida entre los presos, para asegurarse de que recibieran la ración correcta cada día. Pero incluso conseguir los vales era problemático en un sistema asediado por la escasez crónica de papel. Incapaces de hallar otra solución, optaron por usar los billetes de autobús, que demoraban tres días en llegar. Este problema «amenazaba constantemente con desorganizar todo el sistema de comidas».[78]

El transporte invernal de alimentos a los lagpunkts lejanos era también un problema, en especial para aquellos campos que no tenían su propia panadería. «El pan recién horneado —escribe Narinski—, cuando se transporta en un camión de carga a lo largo de 400 kilómetros a 50 grados bajo cero llega tan helado que ya no sirve, no digamos para el consumo humano, sino para combustible».[79]

Debido a la falta de alimentos frescos, los prisioneros sufrían casi siempre de deficiencia vitamínica, aun cuando no estuvieran realmente famélicos, un problema que los funcionarios del campo tomaban más o menos con seriedad. A falta de tabletas de vitaminas, muchos prisioneros fueron obligados a beber joya, un brebaje nauseabundo hecho de agujas de pino de dudosa eficacia.[80] A modo de comparación, la asignación para los «oficiales de las fuerzas armadas» estipulaba expresamente vitamina C y frutos secos para compensar la falta de vitaminas en las raciones habituales. Los generales y los almirantes, además, oficialmente podían recibir queso, caviar, conservas de pescado y huevos.[81]

En la cocina del campo: prisioneros haciendo cola para recibir la sopa, dibujo de Iván Sykahnov, Temirtau, 1935-1937.

Incluso el proceso de servir la sopa, con vitaminas o sin ellas, podía ser muy arduo en el frío de un invierno boreal, sobre todo si se servía al mediodía, en el lugar de trabajo. En 1939, un médico de Kolimá presentó una queja formal al jefe del campo denunciando que se hacía comer la ración de comida a los prisioneros a la intemperie, y que se les congelaba mientras todavía estaban comiendo.[82]

La distribución de alimento también podía ser desbaratada por acontecimientos externos: durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, con frecuencia cesó por completo. Los peores años fueron 1942 y 1943, cuando una buena parte de la URSS occidental estaba ocupada por las tropas alemanas, y el resto del país se dedicaba a combatirlas. El hambre cundía en todo el país, y el Gulag no era una prioridad. Vladimir Petrov, un prisionero de Kolimá, recuerda un período de cinco días sin distribución de comida en su campo: «Una verdadera hambruna asoló la mina. Cinco mil hombres no tenían ni un pedazo de pan».

Los platos y los cubiertos faltaban siempre. Una prisionera creía que había sobrevivido porque «cambió pan por un tazón de medio litro»: «Si tienes tu propia escudilla, consigues las primeras porciones y toda la grasa está encima. Los demás tienen que esperar a que acabes con tu tazón. Uno come, después lo pasa a otro, quien lo da a otro…».[83]

Otros prisioneros se fabricaban sus propias escudillas y cubiertos de madera. El pequeño museo situado en la sede de la Sociedad Memoria de Moscú expone algunos de estos objetos caseros extrañamente conmovedores.[84] Como siempre, la dirección era consciente de esta escasez, y ocasionalmente trataban de hacer algo al respecto: en cierto momento las autoridades felicitaron a un campo por hacer un uso ingenioso de las latas sobrantes con ese fin.[85]

Por todas esas razones, los reglamentos sobre las raciones de alimento emitidos en Moscú —ya calculadas al nivel mínimo requerido para sobrevivir— no son una guía fiable de lo que comían los prisioneros. Tampoco necesitamos basarnos en las memorias para saber que los reclusos de un campo soviético pasaban mucha hambre. El propio Gulag realizaba inspecciones periódicas de los campos, y conservaba documentos de lo que los prisioneros estaban comiendo realmente, en oposición a lo que se suponía que deberían comer. Una vez más el desfase surreal entre las listas de las raciones de alimentos preparadas en Moscú y los informes de los inspectores es asombroso.

La investigación en el campo de Volgostrói en 1942, por ejemplo, revelaba que en un lagpunkt había ochenta casos de pelagra, una enfermedad producida por la desnutrición: «La gente se está muriendo de inanición», se indicaba en el informe. En Siblag, un gran campo al oeste de Siberia, un fiscal suplente soviético descubrió que en el primer trimestre de 1941, las normas de alimentación habían sido «violadas de modo sistemático: la carne, el pescado y las grasas muy rara vez son distribuidos … nunca se reparte azúcar».[86]

Parece que algunos prisioneros habían sido privados de comida porque el campo no había recibido el envío correcto. Era un problema permanente: en Kedrovi Shor, los contables del lagpunkt guardaban una relación de todos los productos alimenticios que podían sustituir a aquellos que los prisioneros deberían haber recibido. Figuraban galletas y setas en vez de pan, bayas silvestres en vez de azúcar.[87] No es extraño que, por consiguiente, la dieta de los prisioneros tuviera un contenido muy diferente del que mencionaba el documento de Moscú. Una inspección en Birlag en 1940 determinaba que «la comida de los zeks que trabajan consiste en agua, más 130 gramos de cereales, y el segundo plato es pan negro (unos 100 gramos). Para el desayuno y la cena calientan la misma sopa». En una conversación con el cocinero del campo, se le dijo al inspector que las «normas teóricas nunca se cumplían», que no había envíos de pescado, carne, verduras ni grasas. El campo, concluía el informe, «no tiene dinero para comprar víveres ni ropa … y sin dinero ninguna organización de suministro desea cooperar». Se informó de más de 500 casos de escorbuto.[88]

Sin embargo, con igual frecuencia la comida que llegaba a los campos era robada de inmediato. El robo tenía lugar en todos los niveles prácticamente. Aquellos que trabajaban en la cocina o en las instalaciones de almacenamiento de alimentos solían robar comida mientras la preparaban. Por esa razón los prisioneros buscaban los trabajos que dieran acceso a la comida (cocinar, lavar platos, trabajos en la despensa) para poder robar. Guinzburg fue una vez «salvada» por el trabajo de lavar platos en el comedor de los hombres. No solo pudo comer «verdadero caldo de carne y excelentes frituras en aceite de girasol», sino también descubrió que otros prisioneros la miraban con admiración. Al hablar con ella, la voz de un hombre temblaba «con una mezcla de envidia y adoración humilde por quienquiera que hubiera ocupado una posición tan elevada en la vida: “donde está la comida”».[89]

Posteriormente, durante su reclusión en el campo, Guinzburg también trabajó cuidando los pollos que servirían para la comida de los jefes del campo. Ella y su colega aprovecharon la situación al máximo: «Cubríamos la sémola del campo con aceite de hígado de bacalao que tomábamos “prestado” de los pollos. Hervíamos gelatina de harina de avena. También comíamos tres huevos diarios entre las dos: uno en la sopa, otro que cada una se comía crudo como una delicia gastronómica especial. (No cogíamos más porque no nos atrevíamos a rebajar el índice de productividad de huevos, según el cual nuestro trabajo era evaluado)».[90]

El robo también tenía lugar en una escala mucho mayor, sobre todo en los pueblos de los campos en la región boreal, donde la escasez de alimentos entre los trabajadores libres, los guardias del campo, y los prisioneros hacía que fuera conveniente para todos robar. Un informe del despacho del fiscal para 1947, por ejemplo, relaciona muchos casos de robo, entre ellos uno en Viatlag, donde doce personas, incluido el jefe de almacén del campo, se apoderaron de productos alimenticios y verduras por un valor de 170 000 rublos. Otro informe de ese año estimaba que en treinta y cuatro campos investigados solo en el segundo trimestre de 1946, se había robado un total de 70 000 kilogramos de pan, junto con 132 000 kilogramos de patatas y 17 000 kilogramos de carne. El inspector que escribía el informe concluía: «El complicado sistema de alimentar a los prisioneros crea las condiciones que favorecen el robo de pan y otros productos». También responsabilizaba al «sistema de alimentar a los trabajadores libres con cartillas de racionamiento», así como a los equipos de inspección interna del campo, cuyos miembros eran asimismo corruptos.[91]

Al final, no todos morían de hambre. Pues aunque la mayoría de los productos alimenticios desaparecían antes de convertirse en sopa, un alimento básico era habitualmente accesible: el pan. En los campos donde había más hambre, durante los años de hambruna, el pan adquirió casi un estatuto sagrado, y se dispuso un ordenamiento especial para su consumo. Por ejemplo, mientras los ladrones del campo robaban casi todo con impunidad, el robo de pan era considerado especialmente abyecto y casi imperdonable. Vladimir Petrov descubrió en su largo viaje en tren a Kolimá que «robar era lícito y podía hacerse con prácticamente cualquier objeto al alcance de la capacidad y la suerte del ladrón, pero había una excepción: el pan. El pan era sagrado e inviolable, sin tener en cuenta las distinciones entre los que iban en el vagón». En efecto, Petrov había sido elegido como el starosta del vagón, y en esa calidad fue encargado de castigar a un ladronzuelo que había robado pan. Cumplió debidamente.[92] Thomas Sgovio también escribió sobre la ley no escrita de los delincuentes del campo en Kolimá: «Robad todo, excepto la santa ración de pan». Asimismo había «visto a más de un prisionero ser apaleado hasta la muerte por violar la sagrada tradición».[93]

Como muchos prisioneros que vivieron los años de hambruna de la guerra, Dmitri Panin, el amigo íntimo de Solzhenitsin, también escribió con elocuencia sobre los rituales individuales con que algunos prisioneros comían el pan. Si los prisioneros recibían pan solo una vez al día, por la mañana, se veían ante la angustiosa decisión de comérselo todo o dejar una parte para la tarde. Guardar el pan conllevaba el riesgo de pérdida o robo de la preciosa barra de cuarto. Por otra parte, uno podía tener ganas de comer un pedazo de pan durante el día. La cautela de Panin hacia la segunda opción debe quedar como un testimonio único de la ciencia de engañar el hambre:

Cuando recibes tu ración tienes un deseo inmenso de prolongar el placer de comerla, cortando todo el pan en trocitos iguales, amasando las migajas en bolitas. Con palillos y cuerdas improvisas una balanza y pesas cada pieza. Así tratas de prolongar la ocupación de comer unas tres horas o más. ¡Pero esto equivale al suicidio!

Por nada del mundo tardes más de media hora en comer tu ración. Cada bocado de pan debe ser bien masticado, para hacer que el estómago lo digiera lo más fácilmente posible de modo que dé a tu organismo la máxima cantidad de energía … Si siempre divides tu ración y dejas una parte para la noche, estás acabado. Cómela toda de una vez; por otra parte, si te la tragas demasiado rápido, como la persona con hambre hace muchas veces en circunstancias normales, acortarás tus días…[94]

Sin embargo, los zeks no eran los únicos habitantes de la Unión Soviética que se obsesionaron con el pan y los muchos modos de comerlo. Susanna Pechora, una prisionera de Minlag en los años cincuenta, escuchó de pasada una conversación sobre el pan del campo entre dos campesinas rusas, también prisioneras, mujeres que habían conocido lo que había sido la vida sin el pan del campo:

Una de ellas sostenía un pedazo de pan y lo frotaba. «Oh, mi jlebushka [“mi pancito”, un diminutivo como se podría decir a un niño]», decía con agradecimiento, «cada día te recibimos gracias a ellos». La otra dijo: «Podríamos secarlo, y enviarlo a los niños, después de todo tienen hambre. Pero no creo que nos permitan enviarlo…».[95]

Pechora me dijo que después de eso, lo pensaba dos veces antes de quejarse por la falta de comida en los campos.

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