Grey

Grey


Sábado, 4 de junio de 2011

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Me dejo caer lentamente hasta el suelo y entierro la cabeza en mis manos. Ahora el vacío es inconmensurable y lacerante, y me consume por completo.

Grey, ¿qué narices has hecho?

Cuando vuelvo a levantar la vista, los cuadros que adornan mi vestíbulo, los de la Virgen con el Niño, ponen una sonrisa glacial en mis labios.

La idealización de la maternidad. Todas ellas mirando a sus hijos, o mirándome a mí con aire funesto.

Tienen razón al dirigirme esa mirada. Ana se ha ido. Se ha ido de verdad. Lo mejor que me ha pasado en la vida. Después de decirme que nunca me dejaría. Me prometió que nunca me dejaría. Cierro los ojos para no ver esas miradas compasivas y sin vida, y vuelvo a recostar la cabeza en la pared. Es cierto, lo dijo en sueños y, como el idiota que soy, la creí. En el fondo de mi alma siempre he sabido que no era bueno para ella, y que ella era demasiado buena para mí. Así es como tenía que ser.

Entonces ¿por qué estoy hecho una mierda? ¿Por qué duele tanto?

El timbre que anuncia la llegada del ascensor me obliga a abrir los ojos de nuevo, y el corazón me sube hasta la garganta. ¡Ha vuelto! Me quedo paralizado esperando mientras las puertas se abren… y Taylor sale del ascensor y se para un instante.

Mierda. ¿Cuánto rato llevo aquí sentado?

—La señorita Steele está en casa, señor Grey —dice como si fuese habitual hablar conmigo mientras estoy tirado en el suelo.

—¿Cómo estaba? —pregunto con el tono más neutro posible, aunque necesito saberlo.

—Disgustada, señor —responde sin mostrar ningún tipo de emoción.

Asiento y le hago una indicación para que se retire, pero no se mueve.

—¿Quiere que le traiga algo, señor? —pregunta, demasiado amablemente para mi gusto.

—No.

Vete. Déjame solo.

—Señor —dice, y me deja en el suelo del vestíbulo.

Pese a lo mucho que me gustaría quedarme aquí sentado todo el día y recrearme en el dolor, no puedo hacerlo. Espero noticias de Welch, y tengo que llamar al desgraciado del marido de Leila.

También necesito una ducha. Tal vez el agua pueda arrastrar consigo esta agonía.

Al levantarme, toco la mesa de madera que preside el vestíbulo y rozo con los dedos la delicada marquetería del mueble, siguiendo su trazado con aire distraído. Me habría gustado follarme a la señorita Steele encima de esa mesa. Cierro los ojos y la imagino abierta de piernas ahí encima, con la cabeza echada hacia atrás, la barbilla subida, la boca abierta en pleno éxtasis y su melena voluptuosa colgando a un lado. Mierda, se me pone dura con solo pensarlo.

Joder.

El dolor en mis entrañas se hace más intenso y lacerante todavía.

Se ha ido, Grey. Más vale que te acostumbres.

Y, con la ayuda de años de forzada disciplina, obligo a mi cuerpo a cuadrarse.

El agua de la ducha está ardiendo; la temperatura justo por debajo del límite del dolor, tal como a mí me gusta. Me sitúo bajo la cascada intentando olvidar a Ana, con la esperanza de que el calor abrasador me la arranque de la mente y elimine su olor de mi cuerpo.

Si ha decidido marcharse, no hay vuelta atrás.

Nunca más.

Me froto el pelo con sombría determinación.

Bueno, pues ¡hasta nunca! Estaré mucho mejor sin ella.

Y doy un respingo.

No, no estaré mucho mejor sin ella.

Levanto la cara hacia el chorro de agua. No, no estaré mejor en absoluto: la voy a echar de menos. Apoyo la cabeza en los azulejos. Anoche, sin ir más lejos, estaba en la ducha conmigo. Me miro las manos y acaricio con los dedos las juntas de los azulejos en los que ayer Ana apoyaba las manos en la pared.

A la mierda con todo.

Cierro el agua y salgo de la ducha. Mientras me envuelvo una toalla alrededor de la cintura, tomo conciencia de lo que pasará a partir de ahora: cada uno de mis días será más oscuro y más vacío, porque ella ya no estará en mi vida.

No habrá más correos ocurrentes e ingeniosos.

No habrá más lengua viperina.

No habrá más curiosidad.

Sus chispeantes ojos azules ya no me mirarán con ese brillo divertido… ni escandalizados… ni con lujuria. Contemplo al imbécil hosco y malhumorado que me devuelve la mirada desde el espejo del baño.

—¿Qué diablos has hecho, capullo? —le suelto, y él me devuelve las mismas palabras con cáustico desdén. El cabrón pestañea al mirarme, con unos enormes ojos grises anegados de tristeza—. Está mejor sin ti. Nunca serás lo que ella quiere. No puedes darle lo que necesita. Quiere flores y corazones. Se merece a alguien mejor que tú, jodido cabrón miserable.

Asqueado por ese reflejo que me observa con ojos asesinos, le doy la espalda al espejo.

A la mierda el afeitado de hoy.

Me seco junto a la cómoda y saco unos calzoncillos y una camiseta limpia. Al volverme, reparo en una caja pequeña que hay encima de mi almohada. Es como si el suelo se abriera de nuevo bajo mis pies, dejando otra vez al descubierto el abismo que hay debajo, sus fauces abiertas, esperándome, y mi ira se transforma en miedo.

Es un regalo suyo. ¿Qué tipo de regalo será? Suelto la ropa y respiro hondo antes de sentarme en la cama y abrir la caja.

Es un planeador; un kit para montar la maqueta del Blanik L-23. Una nota garabateada cae al suelo desde lo alto de la caja y aterriza sobre la cama.

Esto me recordó un tiempo feliz.

Gracias.

Ana

Es el regalo perfecto de la chica perfecta.

El dolor me desgarra por dentro.

¿Por qué me duele tanto? ¿Por qué?

Un recuerdo del pasado asoma su fea cabeza tratando de hincarme sus dientes. No. No quiero que mi mente vuelva a ese lugar. Me levanto, tiro la caja sobre la cama y me visto a toda prisa. Cuando termino, recupero la caja y la nota y me voy al estudio. Sabré manejar mucho mejor este asunto desde mi cuartel general.

Mi conversación con Welch es breve, y la que mantengo con Russell Reed —el capullo mentiroso y miserable que se casó con Leila— es más breve aún. No sabía que se habían casado durante un fin de semana de borrachera en Las Vegas. No es de extrañar, pues, que su matrimonio se fuera a pique al cabo de solo dieciocho meses. Ella lo dejó hace doce semanas. Entonces ¿dónde te encuentras ahora, Leila Williams? ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?

Me concentro en Leila tratando de recordar alguna pista de nuestro pasado que pueda decirme dónde está. Necesito saberlo. Necesito saber que está a salvo. Y por qué vino a mí. ¿Por qué yo?

Ella quería más y yo no, pero de eso hace mucho tiempo. Cuando se marchó, todo fue muy fácil: pusimos fin al contrato de mutuo acuerdo. En realidad, todo nuestro trato había sido ejemplar, tal como debería ser. Cuando estaba conmigo, disfrutaba siendo traviesa; no era esa misma criatura desesperada que ha descrito Gail.

Recuerdo lo mucho que le gustaban nuestras sesiones en el cuarto de juegos. A Leila le encantaban las perversiones. Aflora un recuerdo: estoy atándole juntos los dedos gordos de ambos pies y se los separo por los talones para que no pueda apretar las nalgas y evitar así el dolor. Sí, le volvía loca toda esa mierda, y a mí también. Era una sumisa increíble, pero nunca me interesó como lo hizo Anastasia Steele.

Nunca me absorbió tanto el pensamiento como Ana.

Miro la maqueta que tengo encima del escritorio y recorro el borde de la caja con el dedo, consciente de que los dedos de Ana la han tocado antes.

Mi dulce Anastasia.

Tan diferente a todas las mujeres que he conocido… La única a la que he perseguido y que además no puede darme lo que quiero.

No lo entiendo.

He vuelto a sentirme vivo desde que la conocí. Estas últimas semanas han sido las más emocionantes, las más impredecibles, las más fascinantes de mi vida. Me han sacado de mi mundo monocromático para llevarme a otro más rico y lleno de colores… y, a pesar de todo, ella no puede ser lo que yo necesito.

Hundo la cabeza entre las manos. A ella nunca le gustará lo que hago. Intenté convencerme a mí mismo de que podríamos ir trabajando el camino hacia las prácticas más duras, pero eso no sucederá, nunca. Está mejor sin mí. ¿Para qué iba a querer ella a un monstruo completamente jodido que no soporta que le toquen?

Y sin embargo, tuvo el detalle de comprarme este regalo. ¿Quién ha hecho algo así por mí, aparte de mi familia? Examino otra vez la caja y la abro. Todas las piezas de plástico del planeador están sujetas en una misma plantilla, envueltas en celofán. Me viene a la mente el recuerdo de sus gritos de entusiasmo a bordo del planeador durante nuestra excursión: las manos arriba, apoyadas en la cubierta de plexiglás. No puedo evitar sonreír.

Dios, qué divertido fue eso… el equivalente a tirarle de las trenzas en el recreo. Ana con trenzas… Borro esa imagen inmediatamente. No quiero pensar en eso, en nuestro primer baño juntos. Y lo único que me queda es pensar que ya nunca volveré a verla.

El abismo se abre a mis pies.

No. Otra vez no.

Tengo que construir este planeador. Será una distracción. Abro el celofán y leo las instrucciones. Necesito cola, cola para maquetas. Busco en los cajones del escritorio.

Mierda. En el fondo de uno de los cajones encuentro la caja de cuero rojo que contiene los pendientes de Cartier. No he tenido la oportunidad de dárselos… y ahora nunca la tendré.

Llamo a Andrea y le dejo un mensaje en el móvil pidiéndole que cancele lo de esta noche. No soporto la idea de acudir a la gala, no sin mi acompañante.

Abro la caja roja y miro los pendientes. Son muy bonitos: sencillos y elegantes a la vez, igual que la encantadora señorita Steele… que me ha dejado esta mañana porque la he castigado… porque la he presionado demasiado. Vuelvo a hundir la cabeza entre las manos. Pero ella me lo permitió. No me detuvo. Me lo permitió porque… me quiere. La idea es aterradora y la ahuyento de inmediato. No puede quererme. Es muy simple: nadie puede sentir eso por mí. No si me conoce.

Pasa página, Grey. Céntrate.

¿Dónde está la maldita cola? Vuelvo a meter los pendientes en el cajón y sigo buscando. Nada, no la encuentro.

Llamo a Taylor.

—¿Señor Grey?

—Necesito cola para una maqueta.

Se queda callado un instante.

—¿Para qué clase de maqueta, señor?

—La maqueta de un planeador.

—¿De madera o de plástico?

—De plástico.

—Yo tengo. Ahora se la bajo, señor.

Le doy las gracias, un tanto desconcertado al saber que tiene cola para maquetas. Momentos más tarde, llama a la puerta.

—Pasa.

Entra en mi estudio y deja un bote pequeño de plástico encima de la mesa. No se marcha inmediatamente, y tengo que preguntárselo.

—¿Por qué tienes cola?

—Construyo algún que otro avión de vez en cuando —contesta ruborizándose.

—Ah.

Me pica la curiosidad.

—Volar fue mi primer amor, señor.

No lo entiendo.

—Soy daltónico, señor —explica, escueto.

—¿Y entonces te hiciste marine?

—Sí, señor.

—Gracias por la cola.

—De nada, señor Grey. ¿Ha comido?

Su pregunta me coge por sorpresa.

—No tengo hambre, Taylor. Por favor, ve y disfruta de la tarde con tu hija, ya te veré mañana. No volveré a molestarte.

Se detiene un momento y siento que aumenta mi irritación. Vete.

—Estoy bien.

Mierda. Hablo con la voz entrecortada.

—Señor. —Asiente con la cabeza—. Volveré mañana por la noche.

Hago un rápido gesto para despedirme de él y desaparece.

¿Cuándo fue la última vez que Taylor me ofreció algo para comer? Seguro que parezco mucho más jodido de lo que creía. Enfurruñado, cojo el bote de cola.

Tengo el planeador en la palma de mi mano. Lo miro maravillado y satisfecho por haber logrado montarlo, mientras me vienen a la memoria destellos de aquel vuelo. Era imposible despertar a Anastasia —sonrío al recordarlo— y una vez despierta, estaba insoportable, arrebatadora y hermosa, y divertida también.

Fue tan agradable… Se la veía entusiasmada como una niña durante el vuelo, gritando de pura exaltación, y al final, nuestro beso.

Ha sido mi primer intento de llegar a tener «más». Es extraordinario que en un espacio de tiempo tan corto haya acumulado tantos recuerdos felices.

El dolor vuelve a aflorar a la superficie, zahiriéndome, atormentándome, recordándome todo lo que he perdido.

Concéntrate en el planeador, Grey.

Ahora solo me falta colocar las pegatinas en su sitio; son complicadas de poner, las muy cabronas.

He pegado la última y ahora tendrá que secarse. Mi planeador tiene su propia matrícula de la Administración Federal de Aviación: Noviembre. Nueve. Cinco. Dos. Echo. Charlie.

Echo Charlie.

Levanto la vista y veo que empieza a oscurecer. Es tarde. Lo primero que pienso es que puedo enseñárselo a Ana.

Pero ella no está.

Aprieto los dientes con fuerza y estiro los hombros, rígidos. Me levanto despacio y me doy cuenta de que no he comido ni bebido nada en todo el día; me duele la cabeza.

Estoy hecho una mierda.

Compruebo el móvil con la esperanza de que haya llamado, pero solo hay un mensaje de texto de Andrea.

*Gala cancelada.

Espero q todo bien. A*

Mientras leo el mensaje de Andrea, me suena el móvil. El pulso se me acelera inmediatamente, pero luego se apacigua cuando veo que es Elena quien llama.

—Hola.

No me molesto en disimular mi decepción.

—Christian, ¿qué manera de saludar es esa? ¿Qué bicho te ha picado? —me reprende, pero noto que su tono es de buen humor.

Miro por la ventana. Está anocheciendo en Seattle. Me pregunto un instante qué estará haciendo Ana. No quiero contarle a Elena lo que ha pasado. No quiero pronunciar las palabras en voz alta y convertirlas en realidad.

—¿Christian? ¿Qué te pasa? Dímelo.

Su voz adopta un tono brusco y molesto.

—Me ha dejado —mascullo, huraño.

—Ah. —Elena parece sorprendida—. ¿Quieres que vaya a verte?

—No.

Respira hondo.

—Esta clase de vida no es para todo el mundo.

—Ya lo sé.

—Vaya, Christian, pareces hecho polvo. ¿Quieres salir a cenar?

—No.

—Voy para allá.

—No, Elena. No soy buena compañía. Estoy cansado y quiero estar solo. Te llamaré esta semana.

—Christian… es lo mejor.

—Lo sé. Adiós.

Cuelgo el teléfono. No quiero hablar con Elena. Fue ella la que me animó a ir a Savannah. Tal vez sabía que este día llegaría. Arrugo la frente mirando el teléfono, lo lanzo sobre el escritorio y voy en busca de algo para comer y beber.

Examino el contenido de mi nevera.

Pero no me apetece nada de lo que hay.

Encuentro una bolsa de galletitas saladas en el armario de la despensa, la abro y como una detrás de otra mientras me dirijo a la ventana. Fuera ya es de noche; las luces titilan y parpadean por entre la lluvia pertinaz. El mundo sigue adelante.

Sigue adelante, Grey.

Sigue adelante.

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