Grey

Grey


Domingo, 5 de junio de 2011

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Domingo, 5 de junio de 2011

Miro el techo del dormitorio. No consigo conciliar el sueño. Me atormenta la fragancia de Ana, que sigue impregnando mis sábanas. Me llevo su almohada a la cara para aspirar su perfume. Es una tortura, es el cielo, y por un momento me planteo morir asfixiado.

Contrólate.

Repaso mentalmente lo que ha ocurrido esta mañana. ¿Podría haber sido de otra manera? No es algo que suela hacer, me parece una pérdida de tiempo, pero hoy busco algo que me ayude a determinar en qué me he equivocado. Además, da igual lo que haga, en mi fuero interno sé que de todas formas habríamos llegado a este callejón sin salida, ya fuera esta mañana o dentro de una semana, un mes o un año. Mejor que haya sido tan pronto, antes de que le infligiese más dolor a Anastasia.

La imagino acurrucada en su pequeña cama blanca. Soy incapaz de visualizarla en su nuevo apartamento ya que nunca he estado allí, pero sí en aquella habitación de Vancouver donde pasé una noche con ella. Niego con la cabeza; fue la noche que mejor he dormido en años. El radiodespertador marca las dos de la madrugada. Llevo dos horas metido en la cama dándole vueltas a la cabeza. Respiro hondo, inhalo su aroma una vez más y cierro los ojos.

Mami no me ve. Estoy delante de ella. No me ve. Está dormida con los ojos abiertos. O enferma.

Oigo un tintineo. Son las llaves de él. Ha vuelto.

Corro, me escondo y me hago pequeño debajo de la mesa de la cocina. He cogido mis coches.

¡Bum! La puerta se cierra de golpe y me asusto.

Veo a mami a través de mis dedos. Vuelve la cabeza y lo ve. Luego está dormida en el sofá. Él lleva las botas grandes con la hebilla brillante y está de pie junto a mami, gritando. Pega a mami con un cinturón.

—¡Levántate! ¡Levántate! Eres una jodida puta. Eres una jodida puta.

Mami hace un ruido. Es como un quejido.

—Para. No le pegues más a mami. No le pegues más a mami.

Corro hacia él y le pego y le pego y le pego.

Pero él se ríe y me da un bofetón.

¡No! Mami grita.

—Eres una jodida puta.

Mami se hace pequeña. Pequeña como yo. Y luego se calla.

—Eres una jodida puta. Eres una jodida puta. Eres una jodida puta.

Estoy debajo de la mesa. Tengo los dedos metidos en las orejas, y cierro los ojos. El ruido cesa. Él se da la vuelta y veo sus botas cuando irrumpe en la cocina. Lleva el cinturón y va dándose golpecitos en la pierna. Intenta encontrarme. Se agacha y sonríe. Huele mal. A tabaco y a alcohol y a asco.

—Aquí estás, mierdecilla.

Un lamento escalofriante me despierta. Estoy empapado en sudor y tengo el corazón desbocado. Me incorporo de golpe en la cama.

Joder.

Ese quejido espantoso procedía de mí.

Respiro hondo para tranquilizarme intentando deshacerme del recuerdo del hedor a olor corporal, a whisky barato y a cigarrillos Camel rancios.

«Eres un maldito hijo de puta».

Las palabras de Ana resuenan en mi cabeza.

Como las de él.

Joder.

No pude ayudar a la puta adicta al crack.

Lo intenté. Dios sabe que lo intenté.

«Aquí estás, mierdecilla».

Pero he podido ayudar a Ana.

He dejado que se fuera.

Tenía que dejarla marchar.

No necesita toda esta mierda.

Echo un vistazo al despertador; son las tres y media de la madrugada. Me dirijo a la cocina y, después de beber un gran vaso de agua, me acerco al piano.

Vuelvo a despertar sobresaltado y esta vez la luz se filtra en la habitación. Los primeros albores de la mañana inundan la estancia. Estaba soñando con Ana: me besaba, tenía la lengua en mi boca, mis dedos se hundían en su pelo; y yo apretaba contra mí su maravilloso cuerpo, con las manos atadas sobre la cabeza.

¿Dónde está?

Por un dulce instante olvido todo lo ocurrido ayer… hasta que vuelvo a revivirlo.

Se ha ido.

Joder.

La prueba de mi deseo hace presión contra el colchón, pero el recuerdo de sus ojos alegres, enturbiados por el dolor y la humillación cuando se fue, hace que desaparezca el deseo.

Me siento como una mierda. Me tumbo de espaldas y me quedo mirando el techo con los brazos cruzados por detrás de la cabeza. Tengo todo el día por delante y, por primera vez en años, no sé qué hacer. Vuelvo a mirar qué hora es: las 5.58.

Mierda, más vale que salga a correr un rato.

La «Llegada de los Montesco y los Capuleto» de Prokófiev suena a todo volumen en mis oídos mientras mis pies golpean la acera en medio del silencio que impera en Fourth Avenue a primera hora de la mañana. Me duele todo: los pulmones me arden, tengo la cabeza a punto de estallar y una honda y sorda sensación de vacío me devora las entrañas. Por mucho que corra para dejar atrás este dolor, no lo consigo. Me detengo para cambiar de música y llenar los pulmones de un aire precioso. Me apetece algo… contundente. «Pump It», de los Black Eyed Peas, sí. Reanudo la carrera.

De pronto me encuentro en Vine Street y, aunque sé que es de locos, me hago ilusiones de verla. A medida que me aproximo a su calle, el pulso se me acelera aún más y se agudiza mi ansiedad. No estoy desesperado por verla… solo quiero comprobar que está bien. No, no es cierto. Necesito verla. Cuando llego a su calle, paso inquieto por delante de su edificio de apartamentos.

Todo está tranquilo —un Oldsmobile circula lentamente por la calzada y veo a un par de personas paseando unos perros—, pero no parece que haya señal de actividad en su apartamento. Cruzo la calle, me detengo un instante en la acera de enfrente y luego me quedo al resguardo de la entrada de un edifico de apartamentos para recuperar el aliento.

Las cortinas de una de las habitaciones están cerradas, y las de la otra, descorridas. Tal vez esa es la suya. Quizá sigue dormida… si es que está ahí, claro. Una escena angustiante se desarrolla en mi mente: anoche salió, se emborrachó, conoció a alguien…

No.

Siento la bilis en la boca. La idea de las manos de otro en su cuerpo, de que un gilipollas disfrute de su cálida sonrisa mientras consigue que se divierta, que se ría… que se corra. Tengo que recurrir a todo mi autocontrol para no tirar la puerta abajo de su apartamento y comprobar si está, y si está sola.

Tú te lo has buscado, Grey.

Olvídala. Ana no es para ti.

Me calo la gorra de los Seahaws hasta que me cubre la cara y sigo corriendo por Western Avenue.

Mis celos son crudos y furiosos; llenan el vacío que se abre a mis pies. Odio esto… Remueve algo en lo más profundo de mi mente, pero no quiero saber de qué se trata. Corro más deprisa para huir de ese recuerdo, del dolor, de Anastasia Steele.

El sol se pone sobre Seattle. Me levanto y me estiro. Llevo todo el día sentado delante del escritorio, en mi estudio, y ha sido productivo. Ros también ha trabajado duro. Ha redactado un primer borrador de plan de negocio y un acuerdo de intenciones para la adquisición de SIP y ya me lo ha enviado.

Al menos podré seguir cuidando de Ana.

La idea me resulta dolorosa y atrayente a partes iguales.

He leído y comentado dos peticiones de patente, varios contratos y más especificaciones de diseño y, mientras he estado absorto en todos esos detalles, no he pensado en ella. El pequeño planeador sigue sobre mi mesa, mofándose de mí, recordándome tiempos más felices, como escribió ella. La imagino en la puerta de mi estudio, con una de mis camisetas, toda ella piernas largas y ojos azules, justo antes de que me sedujera.

Otra novedad.

La echo de menos.

Ya está… lo he admitido. Miro el móvil con la vana esperanza de que se haya puesto en contacto conmigo, pero veo que tengo un mensaje de texto de Elliot.

*¿Una cerveza, campeón?*

Contesto:

*No. Ocupado.*

Elliot responde al instante.

*Pues que te den.*

Sí, que me den.

Nada de Ana; ni llamadas perdidas, ni e-mails, absolutamente nada. El vacío que devora mis entrañas se intensifica. No va a llamar. Quería irse. Quería alejarse de mí, y no puedo culparla por ello.

Es lo mejor.

Me dirijo a la cocina para cambiar de aires.

Gail ha vuelto. La cocina está limpia y hay algo cocinándose en el fuego. Huele bien… pero no tengo hambre. Gail entra cuando estoy echando un vistazo a lo que está preparando.

—Buenas noches, señor.

—Gail.

Se detiene un instante, sorprendida. ¿Es por mí? Mierda, sí que debo de tener mala cara.

—¿Pollo a la cazadora? —pregunta, indecisa.

—Perfecto —mascullo.

—¿Para dos? —quiere saber.

Me la quedo mirando, y de pronto parece incómoda.

—Para uno.

—¿Diez minutos? —dice con voz temblorosa.

—Bien. —Mi tono es glacial.

Me doy la vuelta para irme.

—Señor Grey —me llama.

—¿Qué, Gail?

—No es nada, perdone que le moleste.

Se vuelve hacia los fogones para remover el pollo y yo salgo de la cocina. Voy a darme otra ducha.

Dios, incluso el personal se ha dado cuenta de que algo huele a podrido en la puta Dinamarca.

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