Grey

Grey


Sábado, 4 de junio de 2011

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La brisa veraniega me alborota el pelo, su caricia es como los ágiles dedos de una amante.

Mi amante.

Ana.

Me despierto de golpe, confuso. La habitación está sumida en la oscuridad, y Ana duerme a mi lado con la respiración sosegada y regular. Me incorporo apoyándome en un codo y me paso la mano por el pelo con la extraña sensación de que alguien acaba de hacer eso mismo. Miro a mi alrededor, escudriñando con la mirada los rincones en sombra de la habitación, pero Ana y yo estamos solos.

Qué raro. Habría jurado que había alguien más, que alguien me ha tocado.

Solo ha sido un sueño.

Me sacudo de encima esa inquietante sensación y miró qué hora es. Son más de las cuatro y media de la madrugada. Cuando vuelvo a hundir la cabeza en la almohada, Ana farfulla algo incoherente y se vuelve de cara a mí, aún profundamente dormida. Está serena y hermosa.

Miro al techo; la luz parpadeante del detector de humos vuelve a burlarse de mí. No tenemos firmado ningún contrato y, sin embargo, Ana está aquí. ¿Qué significa eso? ¿Cómo se supone que tengo que reaccionar con ella? ¿Acatará mis reglas? Necesito saber que está segura aquí. Me froto la cara. Todo esto es territorio desconocido para mí, escapa a mi control y me produce una enorme desazón.

En ese momento me acuerdo de Leila.

Mierda.

Mi cerebro es un torbellino de pensamientos: Leila, el trabajo, Ana… y sé que no voy a volver a conciliar el sueño. Me levanto, me pongo unos pantalones de pijama, cierro la puerta del dormitorio y me voy al salón, a sentarme frente al piano.

Me refugio en Chopin; las notas sombrías son un acompañamiento perfecto para mi estado de ánimo, y las toco una y otra vez. Con el rabillo del ojo percibo un leve movimiento que capta mi atención y, al levantar la vista, veo a Ana dirigiéndose hacia mí con paso vacilante.

—Deberías estar durmiendo —murmuro, pero continúo tocando.

—Y tú —replica.

Me mira con gesto firme, pero parece pequeña y vulnerable vestida únicamente con mi albornoz, que le queda enorme.

Disimulo mi sonrisa.

—¿Me está regañando, señorita Steele?

—Sí, señor Grey.

—No puedo dormir.

Tengo demasiadas cosas en la cabeza; preferiría que Ana volviera a la cama y se durmiese de nuevo. Debe de estar cansada después de lo de anoche, pero hace caso omiso de mis palabras, se sienta a mi lado en la banqueta del piano y apoya la cabeza en mi hombro.

Es un gesto tan íntimo y tierno que, por un momento, pierdo el compás en el preludio, pero sigo tocando, sintiendo cómo su presencia a mi lado me apacigua.

—¿Qué era lo que tocabas? —me pregunta cuando termino.

—Chopin. Opus 28. Preludio n.º 4 en mi menor, por si te interesa.

—Siempre me interesa lo que tú haces.

Dulce Ana… La beso en el pelo.

—Siento haberte despertado.

—No has sido tú —dice sin apartar la cabeza—. Toca la otra.

—¿La otra?

—La pieza de Bach que tocaste la primera noche que me quedé aquí.

—Ah, la de Marcello.

No recuerdo cuándo fue la última vez que toqué para alguien. Siento el piano como un instrumento solitario, solo para mis oídos. Hace años que mi familia no me oye tocar. Pero ya que me lo ha pedido, tocaré para mi dulce Ana. Acaricio las teclas con los dedos y la hechizante melodía reverbera por el salón.

—¿Por qué solo tocas música triste? —pregunta.

¿Es triste?

—¿Así que solo tenías seis años cuando empezaste a tocar? —sigue inquiriendo.

Levanta la cabeza y me escudriña el rostro. Su gesto es franco y está ávido de información, como de costumbre, y, después de lo de anoche, ¿quién soy yo para negarle nada?

—Aprendí a tocar para complacer a mi nueva madre.

—¿Para encajar en la familia perfecta?

Mis palabras de nuestra noche de confesiones en Savannah resuenan en el tono apagado de su voz.

—Sí, algo así. —No quiero hablar de eso, y me sorprende la cantidad de información personal que ha conseguido retener—. ¿Por qué estás despierta? ¿No necesitas recuperarte de los excesos de ayer?

—Para mí son las ocho de la mañana. Además, tengo que tomarme la píldora.

—Me alegro de que te acuerdes —murmuro—. Solo a ti se te ocurre empezar a tomar una píldora de horario específico en una zona horaria distinta. Quizá deberías esperar media hora hoy y otra media hora mañana, hasta que al final terminaras tomándotela a una hora razonable.

—Buena idea —dice—. Vale, ¿y qué hacemos durante esa media hora?

Bueno, podría follarte encima de este piano.

—Se me ocurren unas cuantas cosas —le digo en tono seductor.

—Aunque también podríamos hablar. —Y sonríe provocándome.

No estoy de humor para hablar.

—Prefiero lo que tengo en mente.

Le paso el brazo por la cintura, me la subo sobre el regazo y le entierro la nariz en el pelo.

—Tú siempre antepondrías el sexo a la conversación.

Se echa a reír.

—Cierto. Sobre todo contigo.

Enrosca las manos alrededor de mi bíceps y, a pesar de ello, la oscuridad permanece agazapada y silenciosa. Le dejo un reguero de besos que va desde la base de la oreja hasta el cuello.

—Quizá encima del piano —murmuro mientras mi cuerpo responde a una imagen de ella abierta de piernas y desnuda ahí encima, con el pelo cayendo en cascada a un lado.

—Quiero que me aclares una cosa —me dice en voz baja al oído.

—Siempre tan ávida de información, señorita Steele. ¿Qué quieres que te aclare?

Tiene la piel suave y cálida al contacto con mis labios mientras le quito el albornoz por el hombro, deslizándolo con la nariz.

—Lo nuestro —dice, y esas simples palabras suenan como una oración.

—Mmm… ¿Qué pasa con lo nuestro? —Hago una pausa. ¿Adónde quiere ir a parar?

—El contrato.

Paro y la miro a esos ojos de mirada astuta. ¿Por qué saca ese tema ahora? Le deslizo los dedos por la mejilla.

—Bueno, me parece que el contrato ha quedado obsoleto, ¿no crees?

—¿Obsoleto? —repite, y los labios se le suavizan con un amago de sonrisa.

—Obsoleto.

Imito su expresión.

—Pero eras tú el interesado en que lo firmara.

La incertidumbre le nubla la mirada.

—Eso era antes. Pero las normas no. Las normas siguen en pie.

Necesito saber que estás a salvo.

—¿Antes? ¿Antes de qué?

—Antes… —Antes de todo esto. Antes de que pusieras mi mundo patas arriba, antes de que durmieses a mi lado. Antes de que apoyaras la cabeza en mi hombro frente al piano. Es todo…—. Antes de que hubiera más —murmuro, y ahuyento esa familiar sensación de inquietud que siento en el estómago.

—Ah —dice. Parece complacida.

—Además, ya hemos estado en el cuarto de juegos dos veces, y no has salido corriendo espantada.

—¿Esperas que lo haga?

—Nada de lo que haces es lo que espero, Anastasia.

Vuelve a marcársele esa V del ceño.

—A ver si lo he entendido: ¿quieres que me atenga a lo que son las normas del contrato en todo momento, pero que ignore el resto de lo estipulado?

—Salvo en el cuarto de juegos. Ahí quiero que te atengas al espíritu general del contrato, y sí, quiero que te atengas a las normas en todo momento. Así me aseguro de que estarás a salvo y podré tenerte siempre que lo desee —añado en tono frívolo.

—¿Y si incumplo alguna de las normas? —pregunta.

—Entonces te castigaré.

—Pero ¿no necesitarás mi permiso?

—Sí, claro.

—¿Y si me niego? —insiste.

¿Por qué es tan testaruda?

—Si te niegas, te niegas. Tendré que encontrar una forma de convencerte.

Ya debería saberlo. No me dejó que le diera unos azotes en la casita del embarcadero, pese a que yo deseaba hacerlo, aunque sí se los di más tarde… con su consentimiento.

Se levanta y se dirige a la entrada del salón, y por un momento creo que está a punto de largarse, pero se vuelve con expresión de perplejidad.

—Vamos, que lo del castigo se mantiene.

—Sí, pero solo si incumples las normas.

Para mí está perfectamente claro. ¿Por qué para ella no?

—Tendría que releérmelas —dice poniéndose en plan serio y formal.

¿De verdad quiere hacerlo ahora?

—Voy a por ellas.

Entro en mi estudio, enciendo el ordenador e imprimo las normas mientras me pregunto por qué estamos discutiendo este asunto a las cinco de la madrugada.

Cuando regreso con el papel impreso, Ana está junto al fregadero bebiendo un vaso de agua. Me siento en un taburete y espero sin dejar de observarla. Tiene la espalda rígida y tensa; eso no augura nada bueno. Cuando se vuelve, deslizo la hoja por la superficie de la isla de la cocina, en dirección a ella.

—Aquí tienes.

Examina las normas rápidamente.

—¿Así que lo de la obediencia sigue en pie?

—Oh, sí.

Mueve la cabeza y una sonrisa irónica asoma a la comisura de sus labios mientras eleva la vista al techo.

Oh, qué maravilla.

De pronto recupero mi buen humor.

—¿Me acabas de poner los ojos en blanco, Anastasia?

—Puede, depende de cómo te lo tomes.

Parece recelosa y divertida a la vez.

—Como siempre.

Si me deja…

Traga saliva y abre los ojos con expectación.

—Entonces…

—¿Sí?

—Quieres darme unos azotes.

—Sí. Y lo voy a hacer.

—¿Ah, sí, señor Grey?

Se cruza de brazos y alza la barbilla en actitud desafiante.

—¿Me lo vas a impedir?

—Vas a tener que pillarme primero.

Me mira con una sonrisa coqueta que siento directamente en mi miembro.

Tiene ganas de jugar.

Me levanto del taburete y la observo con atención.

—¿Ah, sí, señorita Steele?

El aire entre nosotros está cargado de electricidad.

¿Hacia qué lado va a echar a correr?

Clava unos ojos rebosantes de excitación en los míos y se mordisquea el labio inferior.

—Además, te estás mordiendo el labio.

¿Lo hace a propósito? Me desplazo despacio hacia la izquierda.

—No te atreverás —me provoca—. A fin de cuentas, tú también pones los ojos en blanco.

Sin apartar la mirada de la mía, ella también se desplaza hacia la izquierda.

—Sí, pero con este jueguecito acabas de subir el nivel de excitación.

—Soy bastante rápida, que lo sepas —dice, burlona.

—Y yo.

¿Cómo consigue que todo sea tan emocionante?

—¿Vas a venir sin rechistar?

—¿Lo hago alguna vez?

—¿Qué quiere decir, señorita Steele? —La sigo alrededor de la isla de la cocina—. Si tengo que ir a por ti, va a ser peor.

—Eso será si me coges, Christian. Y ahora mismo no tengo intención de dejarme coger.

¿Habla en serio?

—Anastasia, puedes caerte y hacerte daño. Y eso sería una infracción directa de la norma siete, ahora la seis.

—Desde que te conocí, señor Grey, estoy en peligro permanente, con normas o sin ellas.

—Así es.

Tal vez esto no sea un juego. ¿Está intentando decirme algo? Vacila un instante y de pronto me abalanzo hacia ella. Suelta un grito y corre por el perímetro de la isla, hacia la seguridad relativa del lado opuesto de la mesa de comedor. Con los labios entreabiertos, la mirada recelosa y desafiante a la vez, el albornoz se le resbala por el hombro. Está increíble. Increíblemente sexy.

Poco a poco me voy aproximando a ella, que retrocede unos pasos.

—Desde luego, sabes cómo distraer a un hombre, Anastasia.

—Nos proponemos complacer, señor Grey. ¿De qué te distraigo?

—De la vida. Del universo.

De las exsumisas que han desaparecido. Del trabajo. De nuestro acuerdo. De todo.

—Parecías muy preocupado mientras tocabas.

Sigue erre que erre. Paro y me cruzo de brazos para rediseñar mi estrategia.

—Podemos pasarnos así el día entero, nena, pero terminaré pillándote y, cuando lo haga, será peor para ti.

—No, ni hablar —dice con absoluta seguridad.

Arrugo la frente.

—Cualquiera diría que no quieres que te pille.

—No quiero. De eso se trata. Para mí lo del castigo es como para ti el que te toque.

Y de improviso la oscuridad se apodera de mi cuerpo, me recubre la piel y deja una estela helada de desesperación a su paso.

No. No soporto que nadie me toque. Nunca.

—¿Eso es lo que sientes?

Es como si me hubiese tocado y me hubiera dejado unas marcas blancas con las uñas sobre el pecho.

Ana pestañea varias veces calibrando mi reacción, y cuando habla lo hace en voz baja.

—No. No me afecta tanto; es para que te hagas una idea.

Me mira con expresión de angustia.

¡Joder! Eso arroja una luz completamente distinta sobre nuestra relación.

—Ah —murmuro, porque no se me ocurre qué otra cosa decir.

Ella inspira hondo y se dirige hacia mí, y cuando la tengo delante levanta la vista con los ojos llenos de aprensión.

—¿Tanto lo odias? —digo en un susurro.

Vale; está claro que somos incompatibles.

No. Me niego a creerlo.

—Bueno… no —dice, y siento que me invade una oleada de alivio—. No —continúa—. No lo tengo muy claro. No es que me guste, pero tampoco lo odio.

—Pero anoche, en el cuarto de juegos, parecía…

—Lo hago por ti, Christian, porque tú lo necesitas. Yo no. Anoche no me hiciste daño. El contexto era muy distinto, y eso puedo racionalizarlo a nivel íntimo, porque confío en ti. Sin embargo, cuando quieres castigarme, me preocupa que me hagas daño.

Mierda. Díselo.

Es la hora de la verdad, Grey.

—Yo quiero hacerte daño, pero no quiero provocarte un dolor que no seas capaz de soportar.

Nunca llegaría tan lejos.

—¿Por qué?

—Porque lo necesito —murmuro—. No te lo puedo decir.

—¿No puedes o no quieres?

—No quiero.

—Entonces sabes por qué.

—Sí.

—Pero no me lo quieres decir.

—Si te lo digo, saldrás corriendo de aquí y no querrás volver nunca más. No puedo correr ese riesgo, Anastasia.

—Quieres que me quede.

—Más de lo que puedas imaginar. No podría soportar perderte.

Ya no puedo soportar la distancia que hay entre nosotros. La sujeto para que no se escape y la estrecho entre mis brazos buscándola con los labios. Ella responde a mi urgencia y amolda la boca a la mía, corresponde a mis besos con la misma pasión, esperanza y anhelo. La oscuridad que me amenaza se atenúa y encuentro consuelo.

—No me dejes —le susurro en los labios—. Me dijiste en sueños que nunca me dejarías y me rogaste que nunca te dejara yo a ti.

—No quiero irme —dice, pero bucea con los ojos en los míos en busca de respuestas.

Y me siento desnudo, con mi alma sucia y descarnada completamente expuesta.

—Enséñamelo —dice.

No sé a qué se refiere.

—¿El qué?

—Enséñame cuánto puede doler.

—¿Qué?

Me echo hacia atrás y la miro incrédulo.

—Castígame. Quiero saber lo malo que puede llegar a ser.

Oh, no. La suelto y me aparto de ella.

Me mira con expresión abierta, sincera, seria. Se me está ofreciendo una vez más, para que la tome y haga con ella lo que quiera. Estoy atónito. ¿Satisfaría esa necesidad por mí? No puedo creerlo.

—¿Lo intentarías?

—Sí. Te dije que lo haría.

Su gesto es de absoluta determinación.

—Ana, me confundes.

—Yo también estoy confundida. Intento entender todo esto. Así sabremos los dos, de una vez por todas, si puedo seguir con esto o no. Si yo puedo, quizá tú…

Se calla y doy otro paso atrás. Quiere tocarme.

No.

Pero si hacemos esto, entonces lo sabré. Ella lo sabrá.

Hemos llegado a este punto mucho antes de lo que yo esperaba.

¿Puedo hacerlo?

Y en ese momento sé que no hay nada que desee más en el mundo… No hay nada más que pueda satisfacer al monstruo que llevo dentro.

Antes de que pueda cambiar de opinión, la agarro del brazo y la llevo arriba, al cuarto de juegos. Me detengo ante la puerta.

—Te voy a enseñar lo malo que puede llegar a ser y así te decides. ¿Estás preparada para esto?

Asiente con la expresión firme y decidida que tan bien he llegado a conocer.

Adelante, entonces.

Abro la puerta, cojo rápidamente un cinturón del colgador antes de que cambie de opinión y la llevo hasta el banco que hay al fondo del cuarto.

—Inclínate sobre el banco —le ordeno en voz baja.

Hace lo que le digo, sin decir una sola palabra.

—Estamos aquí porque tú has accedido, Anastasia. Además, has huido de mí. Te voy a pegar seis veces y tú vas a contarlas.

Sigue sin decir nada.

Le doblo el bajo del albornoz por la espalda para dejar al descubierto su trasero desnudo y espléndido. Le recorro con las palmas de las manos las nalgas y la parte superior de los muslos, y siento un estremecimiento que me recorre todo el cuerpo.

Esto es lo que quiero, lo que quería desde el principio.

—Hago esto para que recuerdes que no debes huir de mí, y, por excitante que sea, no quiero que vuelvas a hacerlo nunca más. Además, me has puesto los ojos en blanco. Sabes lo que pienso de eso.

Inspiro hondo saboreando este momento, tratando de apaciguar los latidos desbocados de mi corazón.

Necesito esto. Esto es lo que me gusta hacer. Y por fin estamos aquí.

Ella puede hacerlo.

Hasta ahora nunca me ha decepcionado.

La sujeto en su sitio con una mano en la parte baja de su espalda y sacudo el cinturón. Respiro hondo de nuevo concentrándome en la tarea que tengo por delante.

No va a huir. Ella me lo ha pedido.

Y entonces descargo la correa y golpeo en las dos nalgas, con fuerza.

Ana lanza un grito, conmocionada.

Pero no ha contado… ni ha dicho la palabra de seguridad.

—¡Cuenta, Anastasia! —le ordeno.

—¡Uno! —grita.

Está bien… no ha dicho la palabra de seguridad.

—¡Dos! —chilla.

Eso es, suéltalo, nena.

La golpeo una vez más.

—¡Tres!

Se estremece. Veo tres marcas en su trasero.

Las convierto en cuatro.

Ella grita el número, con voz alta y clara.

Aquí nadie va a oírte, nena. Grita todo lo que necesites.

Vuelvo a golpearla.

—Cinco —dice entre sollozos, y espero a oír la palabra de seguridad.

Pero no la dice.

Y llega el último.

—Seis —susurra con voz forzada y ronca.

Suelto el cinturón saboreando mi descarga dulce y eufórica. Estoy pletórico de alegría, sin aliento y satisfecho al fin. Oh, esta hermosa criatura, mi chica preciosa… Quiero besarle cada centímetro del cuerpo. Estamos aquí. Donde yo quiero estar. La busco y la estrecho entre mis brazos.

—Suéltame… no… —Intenta zafarse de mi abrazo y se aparta de mí forcejeando y empujándome hasta que al final se revuelve contra mí como una fiera salvaje—. ¡No me toques! —masculla entre dientes.

Tiene la cara sucia y surcada de lágrimas, la nariz congestionada, y lleva el pelo oscuro enredado en una maraña, pero nunca la había visto tan arrebatadora… ni tampoco tan furiosa.

Su ira me aplasta con la fuerza de una ola.

Está enfadada. Muy, muy enfadada.

Vale. No había contemplado la posibilidad del enfado.

Dale un momento. Espera a que sienta el efecto de las endorfinas.

Se limpia las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así?

Se seca la nariz con la manga del albornoz.

Mi euforia se desvanece por completo. Estoy perplejo; me siento del todo impotente y paralizado por su ira. Me parece lógico que llore, y lo entiendo, pero esa rabia… En algún rincón de mi alma, ese sentimiento encuentra eco dentro de mí, pero no quiero pensar en ello.

No vayas por ahí, Grey.

¿Por qué no me ha pedido que parara? No ha dicho la palabra de seguridad. Merecía ser castigada. Huyó de mí. Puso los ojos en blanco.

Eso es lo que pasa cuando me desafías, nena.

Frunce el ceño. Me mira con los ojos azules enormes y brillantes, llenos de dolor, de rabia y de una súbita y escalofriante visión de lo ocurrido, como si acabara de tener una revelación.

Mierda. ¿Qué he hecho?

Es algo que me supera.

Me balanceo al borde de un peligroso precipicio, a punto de perder el equilibrio, buscando desesperadamente las palabras que resuelvan esta situación, pero tengo la mente en blanco.

—Eres un maldito hijo de puta —suelta.

Me quedo sin aliento, y siento como si fuera ella la que me hubiese golpeado con un cinturón… ¡Mierda!

Se ha dado cuenta de quién soy en realidad.

Ha visto al monstruo.

—Ana —murmuro en tono de súplica.

Quiero que pare. Quiero abrazarla y hacer que desaparezca el dolor. Quiero que llore en mis brazos.

—¡No hay «Ana» que valga! ¡Tienes que solucionar tus mierdas, Grey! —suelta, y sale del cuarto de juegos cerrando la puerta despacio al salir.

Estupefacto, me quedo mirando la puerta cerrada con el eco de sus palabras resonándome en los oídos.

«Eres un maldito hijo de puta».

Nunca me habían dejado plantado así. Pero ¿qué narices…? Me paso la mano por el pelo mecánicamente tratando de entender su reacción y la mía. Acabo de dejar que se vaya. No estoy enfadado… Estoy… ¿qué? Me agacho a recoger el cinturón, me encamino hacia la pared y lo cuelgo en su sitio. Ha sido sin duda uno de los momentos más satisfactorios de mi vida. Hace un momento me sentía más ligero, una vez desaparecido el peso de la incertidumbre que había entre ambos.

Ya está. Ya hemos llegado al punto que yo deseaba.

Ahora que sabe lo que implica, podemos seguir adelante.

Ya se lo advertí: a las personas que son como yo nos gusta infligir dolor.

Pero solo a mujeres a quienes les gusta.

Siento que mi inquietud va en aumento.

Vuelvo a evocar su reacción, la imagen de ese gesto atormentado y dolorido. Resulta turbadora. Estoy acostumbrado a hacer llorar a las mujeres… eso es lo que hago.

Pero ¿a Ana?

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