Grey

Grey


Sábado, 4 de junio de 2011

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Me desplomo en el suelo y apoyo la cabeza en la pared rodeándome las rodillas flexionadas con los brazos. Deja que llore. Llorar le sentará bien. A las mujeres les sienta bien, por lo que yo sé. Déjala un momento a solas y luego ve a ofrecerle consuelo. No ha dicho la palabra de seguridad. Fue ella quien me lo pidió. Quería saber qué se sentía, tan curiosa como de costumbre. Solo ha sido un despertar un poco brusco, eso es todo.

«Eres un maldito hijo de puta».

Cierro los ojos y sonrío sin ganas. Sí, Ana, lo soy, y ahora ya lo sabes. Ahora podemos dar un paso más allá en nuestra relación… en nuestro acuerdo. O lo que quiera que sea esto.

Mis pensamientos no me reconfortan y crece mi desasosiego. Sus ojos dolidos lanzándome una mirada fulminante, indignada, acusadora, cáustica… Ella me ve tal como soy: un monstruo.

Me vienen a la mente las palabras de Flynn: «No te regodees en los pensamientos negativos».

Cierro los ojos otra vez y veo la cara angustiada de Ana.

Soy un idiota.

Era muy pronto.

Muy, muy pronto. Demasiado.

Mierda.

La tranquilizaré.

Sí, déjala llorar y luego ve a tranquilizarla.

Estaba enfadado con ella por haber huido de mí. ¿Por qué lo hizo?

Joder. Es completamente distinta de las mujeres que había conocido hasta ahora. Era evidente que no iba a reaccionar de la misma forma tampoco.

Necesito ir a verla, abrazarla. Lo superaremos. Me pregunto dónde estará.

¡Mierda!

El pánico se apodera de mí. ¿Y si se ha ido? No, ella no haría algo así. No sin decir adiós. Me levanto y salgo a toda prisa de la habitación para bajar corriendo la escalera. No está en el salón… Debe de estar en la cama. Salgo disparado hacia mi dormitorio.

La cama está vacía.

Siento una fuerte punzada de ansiedad en la boca del estómago. ¡No, no puede haberse ido! Arriba… Tiene que estar en su habitación. Subo los escalones de tres en tres y me detengo, sin aliento, en la puerta de su dormitorio. Está ahí, llorando.

Bueno, menos mal…

Apoyo la cabeza en la puerta, sintiendo un inmenso alivio.

No te vayas. Esa idea me aterroriza.

Bueno, solo necesita llorar.

Respiro hondo para serenarme y me voy al baño que hay junto al cuarto de juegos para coger un bote de pomada de árnica, ibuprofeno y un vaso de agua, y regreso a su habitación.

Dentro aún está oscuro, a pesar de que el alba asoma en el horizonte con su pálida luz, y tardo unos segundos en localizar a mi preciosa chica. Está hecha un ovillo en medio de la cama, menuda y vulnerable, llorando en silencio. El sonido de su dolor me desgarra el alma y me destroza por dentro. Ninguna de mis sumisas me había afectado nunca de esa manera, ni siquiera cuando lloraban a mares. No lo entiendo. ¿Por qué me siento tan confuso y perdido? Dejo el árnica, el agua y las pastillas, retiro el edredón, me meto en la cama a su lado y alargo el brazo para tocarla. Se pone rígida de inmediato; todo su cuerpo me grita que no la toque. No se me escapa la ironía que supone eso.

—Tranquila —murmuro en un vano intento por apaciguar sus lágrimas y calmarla. No me responde. Permanece inmóvil, inflexible—. No me rechaces, Ana, por favor.

Se relaja de forma casi imperceptible y deja que la estreche entre mis brazos, y entierro la nariz en la maravillosa fragancia de su pelo. Huele tan dulce como siempre; su aroma es un bálsamo que calma mi nerviosismo. Le doy un beso tierno en el cuello.

—No me odies —murmuro, y presiono los labios sobre su piel saboreándola.

No dice nada, pero poco a poco su llanto se apacigua hasta convertirse en un débil sollozo ahogado. Al final, deja de llorar. Creo que se ha dormido, pero no tengo el coraje de comprobarlo, por si la molesto. Al menos ahora ya está más tranquila.

Amanece; la luz se hace cada vez más intensa e irrumpe como una intrusa en la habitación a medida que avanza la mañana. Y seguimos ahí tumbados e inmóviles. Dejo volar mis pensamientos mientras abrazo a mi chica y observo la textura cambiante de la luz. No recuerdo ninguna ocasión en la que haya permanecido así, tumbado sin más, dejando que el tiempo discurra y divagando con el pensamiento. Es relajante; pienso en lo que podríamos hacer el resto del día. A lo mejor debería llevarla a ver el

Grace.

Sí, podríamos salir a navegar esta tarde.

Eso si todavía te dirige la palabra, Grey.

Se mueve, sacude un poco el pie, y sé que está despierta.

—Te he traído ibuprofeno y una pomada de árnica.

Por fin reacciona y se vuelve despacio en mis brazos para mirarme de frente. Unos ojos llenos de dolor se clavan en los míos con la mirada intensa, inquisitiva. Se toma su tiempo para escudriñar mi rostro, como si me viera por primera vez. Me resulta inquietante porque, como siempre, no tengo ni idea de qué está pensando, de qué es lo que ve. Sin embargo, es evidente que está más calmada, y recibo con alegría la pequeña chispa de alivio que eso supone. Hoy podría ser un buen día, a fin de cuentas.

Me acaricia la mejilla y me recorre la mandíbula con los dedos haciéndome cosquillas en la barba. Cierro los ojos y disfruto de ese contacto. Es una sensación tan nueva para mí todavía… La sensación de que me toquen y de disfrutar del tacto de sus inocentes dedos acariciándome la cara mientras la oscuridad permanece acallada. No me perturban sus caricias… ni que entierre los dedos en mi pelo.

—Lo siento —dice.

Sus palabras, en voz baja, son una sorpresa. ¿Se está disculpando?

—¿El qué?

—Lo que he dicho.

Una oleada de alivio me recorre todo el cuerpo. Me ha perdonado. Además, lo que me ha dicho cuando estaba furiosa es verdad: soy un maldito hijo de puta.

—No me has dicho nada que no supiera ya. —Y por primera vez en muchos años, me sorprendo a mí mismo pidiendo disculpas—. Siento haberte hecho daño.

Encoge un poco los hombros al tiempo que esboza una débil sonrisa. Me he librado de momento. Lo nuestro está a salvo. Todo va bien. Siento alivio.

—Te lo he pedido yo —dice.

Eso es verdad, nena.

Traga saliva, nerviosa.

—No creo que pueda ser todo lo que quieres que sea —susurra con los ojos muy abiertos y una sinceridad apabullante.

De pronto, el mundo se detiene.

Mierda.

No estamos a salvo.

Grey, soluciona esto ahora mismo.

—Ya eres todo lo que quiero que seas.

Frunce el ceño. Tiene los ojos enrojecidos y está muy pálida; nunca la había visto tan pálida. Resulta extrañamente emocionante.

—No lo entiendo —dice—. No soy obediente, y puedes estar seguro de que jamás volveré a dejar que me hagas eso. Y eso es lo que necesitas; me lo has dicho tú.

Y ahí está: su golpe de gracia. He ido demasiado lejos. Ahora lo sabe, y todas las discusiones que mantuve conmigo mismo antes de embarcarme en la búsqueda de la chica que tengo a mi lado regresan a mí con toda su fuerza. No le va este estilo de vida. ¿Cómo puedo corromperla así? Es demasiado joven, demasiado inocente, demasiado… Ana.

Mis sueños son solo eso… sueños. Esto no va a funcionar.

Cierro los ojos; no puedo soportar mirarla. Es cierto; estará mucho mejor sin mí. Ahora que ha visto al monstruo, sabe que no puede enfrentarse a él. Tengo que liberarla, dejar que siga su camino. Nuestra relación no va a ninguna parte.

Céntrate, Grey.

—Tienes razón. Debería dejarte ir. No te convengo.

Abre unos ojos enormes.

—No quiero irme —susurra.

Se le saltan las lágrimas, que relucen en sus largas y oscuras pestañas.

—Yo tampoco quiero que te vayas —contesto, porque es la verdad, y esa sensación, ese sentimiento asfixiante y aterrador, regresa y me abruma. Está llorando otra vez. Le seco con delicadeza una lágrima solitaria con el pulgar y, antes de darme cuenta, las palabras me salen a borbotones—: Desde que te conozco, me siento más vivo.

Le recorro el labio inferior con el dedo. Quiero besarla, con fuerza. Hacer que olvide lo ocurrido, deslumbrarla, excitarla… Sé que puedo. Sin embargo, algo me frena: su expresión dolida y recelosa. ¿Querrá que la bese un monstruo? Tal vez me rechace, y no sé si podría soportarlo. Sus palabras me atormentan, hurgan en un recuerdo oscuro y reprimido del pasado.

«Eres un maldito hijo de puta».

—Yo también —dice—. Me he enamorado de ti, Christian.

Recuerdo cuando Carrick me enseñó a tirarme de cabeza. Yo me agarraba con los dedos de los pies al borde de la piscina mientras arqueaba el cuerpo para lanzarme al agua… y ahora estoy cayendo una vez más, en el abismo, a cámara lenta.

No puede tener esos sentimientos por mí.

Por mí no. ¡No!

Y siento que me falta el aire, asfixiado por sus palabras, que me oprimen el pecho con su peso implacable. Sigo cayendo y cayendo, y la oscuridad me acoge en sus brazos. No las oigo. No puedo enfrentarme a ellas. No sabe lo que dice, no sabe con quién está tratando… con

qué está tratando.

—No. —Mi voz sale teñida de dolorosa incredulidad—. No puedes quererme, Ana. No… es un error.

Tengo que sacarla de su error. No puede querer a un monstruo. No puede querer a un maldito hijo de puta. Tiene que marcharse, alejarse de mí, y de pronto lo veo todo claro. Es como una revelación: yo no puedo hacerla feliz. No puedo ser lo que ella necesita. No puedo dejar que lo nuestro siga adelante. Tiene que acabar. Nunca debería haber empezado.

—¿Un error? ¿Qué error?

—Mírate. No puedo hacerte feliz.

La angustia es palpable en mi voz mientras sigo hundiéndome más y más en el abismo, envuelto en la mortaja de la desesperación.

Nadie puede quererme.

—Pero tú me haces feliz —replica sin comprender.

Anastasia Steele, mírate. Tengo que ser sincero con ella.

—En este momento, no. No cuando haces lo que yo quiero que hagas.

Parpadea, y sus pestañas revolotean sobre sus ojos grandes y heridos, que me estudian detenidamente mientras busca la verdad.

—Nunca conseguiremos superar esto, ¿verdad?

Niego con la cabeza, porque no se me ocurre qué decir. Todo se reduce a un problema de incompatibilidad, otra vez. Cierra los ojos, nublados de dolor, y al volver a abrirlos su mirada es más clara; está llena de determinación. Ha dejado de llorar. Y la sangre empieza a bombearme con fuerza en la cabeza mientras el corazón se me acelera. Sé lo que va a decir, y tengo miedo de que lo diga.

—Bueno, entonces más vale que me vaya.

Se estremece al incorporarse.

¿Ahora? No puede irse ya.

—No, no te vayas.

Estoy en caída libre, cada vez me hundo más y más. No puede marcharse; es un tremendo error. Un error mío. Pero tampoco puede quedarse si está enamorada de mí. No puede.

—No tiene sentido que me quede —dice, y se levanta con presteza de la cama, envuelta aún en el albornoz.

Se marcha de verdad. No puedo creerlo. Me levanto yo también con movimientos torpes para detenerla, pero su expresión me deja paralizado: una expresión desolada, fría y distante que nada tiene que ver con mi Ana.

—Voy a vestirme. Quisiera un poco de intimidad —dice, y su voz suena vacía y apagada cuando se vuelve y sale de la habitación cerrando la puerta a su espalda.

Me quedo con la mirada fija en la puerta cerrada.

Es la segunda vez en el mismo día que me deja plantado y se marcha.

Me siento y hundo la cabeza en las manos tratando de calmarme, de racionalizar mis sentimientos.

¿Me quiere?

¿Cómo ha podido suceder? ¿Cómo?

Grey, maldito idiota de mierda.

¿Acaso no implicaba un riesgo desde el principio tratándose de alguien como ella? Alguien bueno, inocente y valiente. El riesgo de que no me viera tal como soy hasta que fuese demasiado tarde. De hacerla sufrir de esa manera.

¿Por qué resulta tan doloroso? Siento como si me hubieran perforado el pulmón. La sigo fuera de la habitación. Puede que ella quiera intimidad, pero, si me deja, yo necesito ropa.

Cuando entro en mi dormitorio, Ana está duchándose, así que rápidamente me pongo unos vaqueros y una camiseta de color negro, acorde con mi estado de ánimo. Cojo el teléfono y empiezo a pasearme por el apartamento. Por un momento siento la necesidad de sentarme al piano y arrancarle algún lamento desconsolado. Pero, en vez de eso, me quedo de pie en medio del salón; siento un vacío absoluto en mi interior.

Sí, vacío.

¡Céntrate, Grey! Has tomado la decisión correcta. Deja que se vaya.

Me suena el móvil. Es Welch. ¿Habrá encontrado a Leila?

—Welch.

—Señor Grey, tengo novedades. —Su voz es áspera al otro lado del hilo. Ese hombre debería dejar de fumar: parece Garganta Profunda.

—¿La has encontrado?

La esperanza mejora un poco mi estado de ánimo.

—No, señor.

—Entonces, ¿qué pasa?

¿Para qué narices llamas?

—Leila ha dejado a su marido. Él mismo me lo ha admitido al final. Dice que no quiere saber nada de ella.

Eso sí son novedades.

—Entiendo.

—Tiene una idea de dónde podría estar, pero no va a soltar prenda hasta recibir algo a cambio. Quiere saber quién tiene tanto interés en su mujer. Aunque no es así como la ha llamado él.

Reprimo mi incipiente arrebato de ira.

—¿Cuánto dinero quiere?

—Ha dicho que dos mil.

—¿Que ha dicho qué? —suelto a voz en grito perdiendo los estribos—. Pues nos podía haber dicho la puta verdad. Dame su número de teléfono; necesito llamarlo… Welch, esto es una cagada monumental.

Levanto la vista y veo a Ana de pie con expresión incómoda en la entrada del salón, vestida con unos vaqueros y una sudadera horrenda. Me mira con los ojos muy abiertos y el rostro tenso y serio. Junto a ella está su maleta.

—Encontradla —espeto, y cuelgo el teléfono. Ya me encargaré de Welch más tarde.

Ana se acerca al sofá y saca de su mochila el Mac, el móvil y las llaves del coche. Inspira hondo, se dirige a la cocina y los deja sobre la encimera.

¿Qué narices hace? ¿Me está devolviendo sus cosas?

Se vuelve para mirarme con una clara expresión de determinación en el rostro ceniciento. Es su gesto testarudo, el que conozco tan bien.

—Necesito el dinero que le dieron a Taylor por el Escarabajo.

Habla con voz serena pero apagada.

—Ana, yo no quiero esas cosas, son tuyas. —No puede hacerme esto—. Llévatelas.

—No, Christian. Las acepté a regañadientes, y ya no las quiero.

—Ana, ¡sé razonable!

—No quiero nada que me recuerde a ti. Solo necesito el dinero que le dieron a Taylor por mi coche.

Su voz está desprovista de emoción.

Quiere olvidarme.

—¿Intentas hacerme daño de verdad?

—No. No. Solo intento protegerme.

Pues claro, intenta protegerse del monstruo.

—Ana, quédate esas cosas, por favor.

Tiene los labios muy pálidos.

—Christian, no quiero discutir. Solo necesito el dinero.

El dinero. Al final todo se reduce al puto dinero.

—¿Te vale un cheque? —le suelto con brusquedad.

—Sí. Creo que podré fiarme.

Si quiere dinero, le daré dinero. Entro en mi estudio como un vendaval; a duras penas consigo dominar mi ira. Me siento al escritorio y llamo a Taylor.

—Buenos días, señor Grey.

No respondo al saludo.

—¿Cuánto te dieron por el Escarabajo de Ana?

—Doce mil dólares, señor.

—¿Tanto?

A pesar de mi mal humor, me sorprendo.

—Es un clásico —señala a modo de explicación.

—Gracias. ¿Puedes llevar a la señorita Steele a casa ahora?

—Por supuesto. Bajaré enseguida.

Cuelgo y saco la chequera del cajón del escritorio. Al hacerlo, me viene a la memoria la conversación con Welch sobre el cabronazo del marido de Leila.

¡Siempre es el puto dinero!

Presa de la furia, duplico la cantidad que consiguió Taylor por esa trampa mortal y meto el cheque en un sobre.

Cuando vuelvo, Ana sigue de pie junto a la isla de la cocina con actitud perdida; parece una niña. Le entrego el sobre y mi ira se desvanece en cuanto la miro.

—Taylor consiguió un buen precio. Es un clásico. Se lo puedes preguntar a él. Te llevará a casa.

Señalo con la cabeza hacia donde Taylor la espera, a la entrada del salón.

—No hace falta. Puedo ir sola a casa, gracias.

¡No! Acepta que te lleve él, Ana. ¿Por qué me haces esto?

—¿Me vas a desafiar en todo?

—¿Por qué voy a cambiar mi manera de ser?

Me mira con gesto inexpresivo.

Esa es básicamente la razón de por qué nuestro acuerdo estaba condenado al fracaso desde el principio. No está hecha para esto y, en el fondo de mi alma, siempre lo he sabido. Cierro los ojos.

Soy un auténtico idiota.

Pruebo otro enfoque más suave, en tono de súplica.

—Por favor, Ana, deja que Taylor te lleve a casa.

—Iré a buscar el coche, señorita Steele —anuncia Taylor con callada autoridad, y se marcha.

Puede que a él le haga caso. Ana mira alrededor, pero él ya se ha ido al sótano a sacar el coche.

Ana se vuelve para mirarme, con los ojos aún más abiertos. Y contengo la respiración. No puedo creer que vaya a marcharse. Es la última vez que la veré, y parece muy, muy triste. Me duele en el alma ser el responsable de esa tristeza. Doy un paso vacilante al frente, quiero abrazarla una vez más y suplicarle que se quede.

Ella retrocede; es evidente que ya no quiere saber nada de mí. La he apartado de mi vida.

Estoy paralizado.

—No quiero que te vayas.

—No puedo quedarme. Sé lo que quiero, y tú no puedes dármelo, y yo tampoco puedo darte lo que tú quieres.

Oh, por favor, Ana… Déjame abrazarte una vez más. Oler tu aroma dulce, tan dulce… Sentirte en mis brazos. Doy otro paso hacia delante, pero ella levanta las manos para detenerme.

—No, por favor. —Se aparta con el pánico reflejado en el rostro—. No puedo seguir con esto.

Recoge la maleta y la mochila y se dirige al vestíbulo. Yo la sigo, manso e impotente detrás de ella, con la mirada fija en su cuerpo menudo.

Una vez en el vestíbulo, llamo al ascensor. No puedo apartar los ojos de ella… de su delicada cara de duendecilla, de esos labios, de la forma en que sus largas pestañas aletean y proyectan una sombra sobre sus palidísimas mejillas. No acierto a encontrar palabras mientras intento memorizar cada detalle. No se me ocurre ninguna frase ingeniosa, ninguna broma ocurrente, ninguna orden arrogante. No tengo nada… tan solo un inmenso vacío en el interior del pecho.

Se abren las puertas del ascensor y Ana entra en él. Me mira… y por un momento se le cae la máscara y ahí está: mi dolor reflejado en su hermoso rostro.

No… Ana. No te vayas.

—Adiós, Christian.

—Adiós, Ana.

Las puertas se cierran y ella ha desaparecido.

Me dejo caer lentamente hasta el suelo y entierro la cabeza en mis manos. Ahora el vacío es inconmensurable y lacerante, y me consume por completo.

Grey, ¿qué narices has hecho?

Cuando vuelvo a levantar la vista, los cuadros que adornan mi vestíbulo, los de la Virgen con el Niño, ponen una sonrisa glacial en mis labios. La idealización de la maternidad. Todas ellas mirando a sus hijos, o mirándome a mí con aire funesto.

Tienen razón al dirigirme esa mirada. Ana se ha ido. Se ha ido de verdad. Lo mejor que me ha pasado en la vida. Después de decirme que nunca me dejaría. Me prometió que nunca me dejaría. Cierro los ojos para no ver esas miradas compasivas y sin vida, y vuelvo a recostar la cabeza en la pared. Es cierto, lo dijo en sueños y, como el idiota que soy, la creí. En el fondo de mi alma siempre he sabido que no era bueno para ella, y que ella era demasiado buena para mí. Así es como tenía que ser.

Entonces ¿por qué estoy hecho una mierda? ¿Por qué duele tanto?

El timbre que anuncia la llegada del ascensor me obliga a abrir los ojos de nuevo, y el corazón me sube hasta la garganta. ¡Ha vuelto! Me quedo paralizado esperando mientras las puertas se abren… y Taylor sale del ascensor y se para un instante.

Mierda. ¿Cuánto rato llevo aquí sentado?

—La señorita Steele está en casa, señor Grey —dice como si fuese habitual hablar conmigo mientras estoy tirado en el suelo.

—¿Cómo estaba? —pregunto con el tono más neutro posible, aunque necesito saberlo.

—Disgustada, señor —responde sin mostrar ningún tipo de emoción.

Asiento y le hago una indicación para que se retire, pero no se mueve.

—¿Quiere que le traiga algo, señor? —pregunta, demasiado amablemente para mi gusto.

—No.

Vete. Déjame solo.

—Señor —dice, y me deja en el suelo del vestíbulo.

Pese a lo mucho que me gustaría quedarme aquí sentado todo el día y recrearme en el dolor, no puedo hacerlo. Espero noticias de Welch, y tengo que llamar al desgraciado del marido de Leila.

También necesito una ducha. Tal vez el agua pueda arrastrar consigo esta agonía.

Al levantarme, toco la mesa de madera que preside el vestíbulo y rozo con los dedos la delicada marquetería del mueble, siguiendo su trazado con aire distraído. Me habría gustado follarme a la señorita Steele encima de esa mesa. Cierro los ojos y la imagino abierta de piernas ahí encima, con la cabeza echada hacia atrás, la barbilla subida, la boca abierta en pleno éxtasis y su melena voluptuosa colgando a un lado. Mierda, se me pone dura con solo pensarlo.

Joder.

El dolor en mis entrañas se hace más intenso y lacerante todavía.

Se ha ido, Grey. Más vale que te acostumbres.

Y, con la ayuda de años de forzada disciplina, obligo a mi cuerpo a cuadrarse.

El agua de la ducha está ardiendo; la temperatura justo por debajo del límite del dolor, tal como a mí me gusta. Me sitúo bajo la cascada intentando olvidar a Ana, con la esperanza de que el calor abrasador me la arranque de la mente y elimine su olor de mi cuerpo.

Si ha decidido marcharse, no hay vuelta atrás.

Nunca más.

Me froto el pelo con sombría determinación.

Bueno, pues ¡hasta nunca! Estaré mucho mejor sin ella.

Y doy un respingo.

No, no estaré mucho mejor sin ella.

Levanto la cara hacia el chorro de agua. No, no estaré mejor en absoluto: la voy a echar de menos. Apoyo la cabeza en los azulejos. Anoche, sin ir más lejos, estaba en la ducha conmigo. Me miro las manos y acaricio con los dedos las juntas de los azulejos en los que ayer Ana apoyaba las manos en la pared.

A la mierda con todo.

Cierro el agua y salgo de la ducha. Mientras me envuelvo una toalla alrededor de la cintura, tomo conciencia de lo que pasará a partir de ahora: cada uno de mis días será más oscuro y más vacío, porque ella ya no estará en mi vida.

No habrá más correos ocurrentes e ingeniosos.

No habrá más lengua viperina.

No habrá más curiosidad.

Sus chispeantes ojos azules ya no me mirarán con ese brillo divertido… ni escandalizados… ni con lujuria. Contemplo al imbécil hosco y malhumorado que me devuelve la mirada desde el espejo del baño.

—¿Qué diablos has hecho, capullo? —le suelto, y él me devuelve las mismas palabras con cáustico desdén. El cabrón pestañea al mirarme, con unos enormes ojos grises anegados de tristeza—. Está mejor sin ti. Nunca serás lo que ella quiere. No puedes darle lo que necesita. Quiere flores y corazones. Se merece a alguien mejor que tú, jodido cabrón miserable.

Asqueado por ese reflejo que me observa con ojos asesinos, le doy la espalda al espejo.

A la mierda el afeitado de hoy.

Me seco junto a la cómoda y saco unos calzoncillos y una camiseta limpia. Al volverme, reparo en una caja pequeña que hay encima de mi almohada. Es como si el suelo se abriera de nuevo bajo mis pies, dejando otra vez al descubierto el abismo que hay debajo, sus fauces abiertas, esperándome, y mi ira se transforma en miedo.

Es un regalo suyo. ¿Qué tipo de regalo será? Suelto la ropa y respiro hondo antes de sentarme en la cama y abrir la caja.

Es un planeador; un kit para montar la maqueta del Blanik L-23. Una nota garabateada cae al suelo desde lo alto de la caja y aterriza sobre la cama.

Esto me recordó un tiempo feliz.

Gracias.

Ana

Es el regalo perfecto de la chica perfecta.

El dolor me desgarra por dentro.

¿Por qué me duele tanto? ¿Por qué?

Un recuerdo del pasado asoma su fea cabeza tratando de hincarme sus dientes. No. No quiero que mi mente vuelva a ese lugar. Me levanto, tiro la caja sobre la cama y me visto a toda prisa. Cuando termino, recupero la caja y la nota y me voy al estudio. Sabré manejar mucho mejor este asunto desde mi cuartel general.

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