Grey

Grey


Domingo, 29 de mayo de 2011

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—Otra vez.

Se ríe, echando la cabeza hacia atrás, y parece una mujer mucho más joven, como si tuviera la mitad de su edad.

Ana asiente y mira el paisaje; seguramente se está creando una imagen de Elena. O tal vez está pensando en que dentro de unos momentos conocerá a mis padres. Me encantaría saber en qué piensa. A lo mejor está nerviosa. Como yo. Es la primera vez que llevo a una chica a casa de mis padres.

Cuando Ana empieza a removerse inquieta en el asiento, intuyo que algo le preocupa. ¿Estará intranquila por lo que hemos hecho hoy?

—No lo hagas —digo en voz más baja de lo que pretendía.

Se vuelve a mirarme con una expresión inescrutable en la oscuridad.

—¿Que no haga el qué?

—No les des tantas vueltas a las cosas, Anastasia. —Sea lo que sea en lo que estés pensando. Alargo el brazo, le cojo la mano y le beso los nudillos—. Lo he pasado estupendamente esta tarde. Gracias.

Veo un breve destello de dientes blancos y una sonrisa tímida.

—¿Por qué has usado una brida? —pregunta.

Se interesa por lo ocurrido esta tarde; eso es bueno.

—Es rápido, es fácil y es una sensación y una experiencia distinta para ti. Sé que parece bastante brutal, pero me gusta que las sujeciones sean así. —Tengo la boca seca al intentar darle un poco de humor a nuestra conversación—. De lo más eficaces para evitar que te muevas.

Mira rápidamente hacia Taylor, que está en el asiento delantero.

Cariño, no te preocupes por él. Sabe exactamente lo que pasa aquí y lleva haciendo esto cuatro años.

—Forma parte de mi mundo, Anastasia.

Le aprieto la mano con gesto tranquilizador antes de soltarla. Ana mira de nuevo por la ventanilla; estamos rodeados de agua al atravesar el lago Washington por el puente de la 520, mi parte favorita del trayecto. Encoge las piernas y, acurrucada en el asiento, se abraza las rodillas.

Le pasa algo.

—¿Un dólar por tus pensamientos? —le pregunto cuando me mira.

Suelta un suspiro.

Mierda.

—¿Tan malos son?

—Ojalá supiera lo que piensas tú —replica.

Sonrío, aliviado al oír sus palabras; me alegro de que no sepa qué me pasa por la mente.

—Lo mismo digo, nena —contesto.

Taylor para el coche delante de la puerta principal de mis padres.

—¿Estás preparada para esto? —le pregunto a Ana. Ella asiente y yo le aprieto la mano—. También es la primera vez para mí —susurro. Cuando Taylor baja del vehículo, le lanzo a Ana una sonrisa maliciosa y salaz—. Apuesto a que ahora te gustaría llevar tu ropita interior.

Da un respingo y frunce el ceño, pero yo bajo del coche para saludar a mis padres, que nos esperan en el umbral de la puerta. Ana camina con aire sereno y despreocupado al rodear el coche en dirección a nosotros.

—Anastasia, ya conoces a mi madre, Grace. Este es mi padre, Carrick.

—Señor Grey, es un placer conocerlo.

Sonríe y estrecha la mano que le tiende mi padre.

—El placer es todo mío, Anastasia.

—Por favor, llámeme Ana.

—Ana, cuánto me alegro de volver a verte. —Grace la abraza—. Pasa, querida.

Tomándola del brazo, la conduce al interior de la casa y yo sigo la figura sin bragas de Ana.

—¿Ya ha llegado? —exclama Mia desde dentro.

Ana me mira nerviosa.

—Esa es Mia, mi hermana pequeña.

Ambos nos volvemos en dirección al taconeo que se oye por el pasillo. Y allí está Mia.

—¡Anastasia! He oído hablar tanto de ti…

Mia la envuelve en un fuerte abrazo. Aunque es más alta que Ana, deben de tener más o menos la misma edad.

Mia la coge de la mano y la arrastra al vestíbulo mientras mis padres y yo las seguimos.

—Christian nunca ha traído a una chica a casa —dice mi hermana, entusiasmada.

—Mia, cálmate —la reprende Grace.

Sí, Mia, joder… No montes una escena, por favor.

Ana me pilla poniendo los ojos en blanco y me fulmina con la mirada.

Grace me saluda dándome un beso en ambas mejillas.

—Hola, cariño.

Está radiante de felicidad, contenta de tener a todos sus hijos en casa. Carrick me tiende la mano.

—Hola, hijo. Cuánto tiempo sin verte…

Nos estrechamos la mano y seguimos a las mujeres al salón.

—Pero si me viste ayer, papá… —murmuro.

—Bromas de padre… —El mío tiene un excelente sentido del humor.

Kavanagh y Elliot están acurrucados en uno de los sofás, pero Kavanagh se levanta para abrazar a Ana cuando entramos.

—Christian —me saluda con un gesto cortés.

—Kate.

Y ahora Elliot le pone sus manazas encima a Ana.

Joder, ¿quién iba a decir que a mi familia le gustaba tanto tocar a la gente? Déjala ya. Le lanzo a Elliot una mirada asesina y él me responde con una sonrisa socarrona, como si quisiera decir: «Solo te estoy enseñando cómo se hace». Paso el brazo por la cintura de Ana y la atraigo hacia mí. Todos nos miran.

Vaya. Esto parece un circo.

—¿Algo de beber? —ofrece mi padre—. ¿Prosecco?

—Por favor —decimos Ana y yo al unísono.

Mia da un saltito en el sitio y aplaude.

—Pero si hasta decís las mismas cosas. Ya voy yo.

Sale volando del salón.

¿Qué narices le pasa hoy a mi familia?

Ana frunce el ceño. Creo que a ella también le parecen un poco raritos.

—La cena está casi lista —dice Grace saliendo del salón detrás de Mia.

—Siéntate —le digo a Ana, y la llevo a uno de los sofás.

Hace lo que le digo y me siento a su lado, con cuidado de no tocarla. Tengo que dar ejemplo a esta familia tan excesivamente efusiva.

¿Y si resulta que siempre han sido así?

Mi padre interrumpe mis pensamientos.

—Estábamos hablando de las vacaciones, Ana. Elliot ha decidido irse con Kate y su familia a Barbados una semana.

Pero ¡tío! Miro a Elliot, boquiabierto. ¿Qué diablos le ha pasado a don Si-te-he-visto-no-me-acuerdo? Kavanagh debe de ser muy buena en la cama. Desde luego, parece un rato engreída.

—¿Te tomarás tú un tiempo de descanso ahora que has terminado los estudios? —le pregunta Carrick a Ana.

—Estoy pensando en irme unos días a Georgia —responde.

—¿A Georgia? —exclamo, incapaz de disimular mi sorpresa.

—Mi madre vive allí —dice con voz vacilante—, y hace tiempo que no la veo.

—¿Cuándo pensabas irte? —le espeto.

—Mañana, a última hora de la tarde.

¡Mañana! Pero ¿qué narices dice? ¿Y me entero ahora?

Mia vuelve con unas copas de Prosecco rosado para Ana y para mí.

—¡Salud!

Papá alza su copa.

—¿Cuánto tiempo? —insisto tratando de mantener un tono neutro.

—Aún no lo sé. Dependerá de cómo vayan mis entrevistas de mañana.

¿Entrevistas? ¿Mañana?

—Ana se merece un descanso —interrumpe Kavanagh, y me mira con una animadversión mal disimulada.

Me dan ganas de soltarle que meta las narices en sus asuntos, pero me muerdo la lengua por Ana.

—¿Tienes entrevistas? —le pregunta mi padre a Ana.

—Sí, mañana, para un puesto de becaria en dos editoriales.

¿Cuándo pensaba decírmelo? ¡Llevo aquí con ella dos minutos y me estoy enterando de detalles de su vida que ya debería saber!

—Te deseo toda la suerte del mundo —le dice Carrick con una sonrisa amable.

—La cena está lista —nos llama Grace desde el otro lado del pasillo.

Dejo que los demás vayan adelantándose, pero agarro a Ana del codo antes de que pueda seguirlos.

—¿Cuándo pensabas decirme que te marchabas?

Estoy a punto de perder los nervios

—No me marcho, voy a ver a mi madre y solamente estaba valorando la posibilidad —me contesta hablándome como si yo fuera un niño pequeño.

—¿Y qué pasa con nuestro contrato?

—Aún no tenemos ningún contrato.

Pero…

La guío por el salón en dirección al pasillo.

—Esta conversación no ha terminado —le advierto al entrar en el comedor.

Mi madre ha tirado la casa por la ventana para agasajar a Ana y a Kavanagh: ha sacado la mejor vajilla y la mejor cristalería. Le retiro a Ana la silla, se sienta, y yo me coloco a su lado. Mia nos sonríe desde el otro lado de la mesa.

—¿Dónde conociste a Ana? —pregunta Mia.

—Me entrevistó para la revista de la Universidad Estatal de Washington.

—Que Kate dirige —añade Ana.

—Quiero ser periodista —le dice Kate a Mia.

Mi padre le ofrece un poco de vino a Ana mientras Mia y Kate hablan de periodismo. Kavanagh está haciendo prácticas en The Seattle Times, algo que sin duda debe de haberle conseguido su padre.

Con el rabillo del ojo, sorprendo a Ana mirándome.

—¿Qué? —pregunto.

—No te enfades conmigo, por favor —dice en voz tan baja que solo la oigo yo.

—No estoy enfadado contigo —miento.

Entorna los ojos; es evidente que no me cree.

—Sí, estoy enfadado contigo —confieso, y ahora siento que estoy exagerando. Cierro los ojos.

Contrólate, Grey.

—¿Tanto como para que te pique la palma de la mano? —susurra.

—¿De qué estáis cuchicheando los dos? —nos interrumpe Kavanagh.

¡Dios! Pero ¿siempre es así? ¿Tan entrometida? ¿Cómo narices puede soportarla Elliot? La fulmino con la mirada y tiene el buen tino de callarse.

—De mi viaje a Georgia —contesta Ana en un tono amable y dulce.

Kate sonríe.

—¿Qué tal en el bar el viernes con José? —pregunta, y me lanza una mirada elocuente.

¿A qué coño ha venido eso? ¡Joder!

Ana se pone tensa a mi lado.

—Muy bien —responde en voz baja.

—Como para que me pique la palma de la mano —le susurro—. Sobre todo ahora.

Así que se fue a un bar con el tipo que estaba intentando meterle la lengua hasta la garganta la última vez que lo vi. Y eso que ya había accedido a ser mía… ¿Yéndose a escondidas a un bar con otro hombre? Y sin mi permiso…

Se merece un castigo.

Ya están sirviendo la cena.

Le prometí que no sería demasiado violento con ella… tal vez debería utilizar un látigo de tiras. O quizá debería darle unos buenos azotes, sin contemplaciones, más fuertes que la vez anterior. Aquí mismo, esta noche.

Sí. Es una posibilidad.

Ana se está examinando los dedos de la mano. Kate, Elliot y Mia charlan sobre cocina francesa y mi padre acaba de regresar a la mesa. ¿Dónde estaba?

—Preguntan por ti, cariño. Del hospital —le dice a Grace.

—Empezad sin mí, por favor —nos pide mi madre, y le pasa una fuente de comida a Ana.

Huele bien.

Ana se humedece los labios y ese simple gesto repercute directamente en mi entrepierna. Debe de estar hambrienta. Me alegro. Algo es algo.

Mi madre se ha superado a sí misma: chorizo, vieiras y pimientos rojos. Qué rico todo. Y me doy cuenta de que yo también tengo hambre. Eso no va a ayudar a mejorar mi humor, pero mi expresión se relaja al ver comer a Ana.

Grace regresa con el semblante preocupado.

—¿Va todo bien? —le pregunta mi padre, y todos la miramos.

—Otro caso de sarampión —suspira Grace.

—Oh, no… —dice Carrick.

—Sí, un niño. El cuarto caso en lo que va de mes. Si la gente vacunara a sus hijos… —Grace menea la cabeza—. Cuánto me alegro de que nuestros hijos nunca pasaran por eso. Gracias a Dios, nunca cogieron nada más grave que la varicela. Pobre Elliot.

Todos miramos a Elliot, que deja de comer a medio masticar, con la boca llena, con cara de bobo. Se siente incómodo siendo el centro de atención.

Kavanagh le lanza a Grace una mirada interrogadora.

—Christian y Mia tuvieron suerte —explica Grace—. Ellos la cogieron muy flojita, algún granito nada más.

Vamos, déjalo ya, mamá…

—Papá, ¿viste el partido de los Mariners? —pregunta Elliot, deseoso de cambiar de tema, igual que yo.

—Es increíble que ganaran a los Yankees —dice Carrick.

—¿Viste tú el partido, campeón? —me pregunta Elliot.

—No, pero leí la columna de deportes.

—Los Mariners van a llegar lejos. Nueve victorias de once partidos, eso me da esperanza. —Mi padre parece entusiasmado.

—Les está yendo mucho mejor que en la temporada de 2010, eso desde luego —añado.

—Gutiérrez, en el centro, estuvo genial. ¡Qué manera de atrapar el balón! Uau… —Elliot lanza los brazos hacia arriba, y Kavanagh lo mira embelesada, con ojos de corderilla enamorada.

—¿Qué tal en vuestra nueva casa, querida? —le pregunta Grace a Ana.

—Solo llevamos allí una noche y todavía tengo que deshacer las maletas y las cajas, pero me encanta que sea tan céntrico… y que esté tan cerca del mercado de Pike Place y de la costa.

—Ah, entonces vivís cerca de Christian —señala Grace.

La asistenta que ayuda a mi madre en casa empieza a recoger la mesa. Sigo sin acordarme de su nombre. Es suiza o austríaca o algo así, y no deja de sonreírme y de lanzarme miraditas.

—¿Has estado en París, Ana? —pregunta Mia.

—No, pero me encantaría ir.

—Nosotros fuimos de luna de miel a París —comenta mi madre.

Carrick y ella intercambian una mirada que, francamente, preferiría no haber visto. Salta a la vista que se lo pasaron muy bien.

—Es una ciudad preciosa, a pesar de los parisinos. Christian, ¡deberías llevar a Ana a París! —exclama Mia.

—Me parece que Anastasia preferiría Londres —respondo a la ridícula sugerencia de mi hermana.

Apoyo la mano en la rodilla de Ana y exploro sus muslos con toda la parsimonia del mundo, subiéndole el vestido a medida que avanzan mis dedos. Quiero tocarla, acariciarla donde deberían estar sus bragas. Se me endurece la polla solo de anticipar el momento, y reprimo un gemido y me remuevo incómodo en mi asiento.

Ella se aparta de mí con una sacudida, como si quisiera cruzar las piernas, y le cierro la mano alrededor del muslo.

¡Ni se te ocurra!

Toma un sorbo de vino sin apartar la mirada de la asistenta de mi madre, que nos está sirviendo el plato principal.

—¿Qué tienen de malo los parisinos? ¿No sucumbieron a tus encantos? —dice Elliot metiéndose con Mia.

—Huy, qué va. Además,

monsieur Floubert, el ogro para el que trabajaba, era un tirano dominante.

Ana se atraganta con el vino.

—Anastasia, ¿te encuentras bien? —pregunto, y le aparto la mano del muslo.

Asiente con las mejillas encendidas, y le doy unas palmaditas en la espalda y le acaricio el cuello. ¿Un tirano dominante? ¿Eso es lo que soy? La idea me hace gracia. Mia me dirige una mirada de aprobación al ver mi demostración pública de afecto.

Mi madre ha cocinado su plato estrella: ternera Wellington, una receta que se trajo de Londres. No tiene nada que envidiarle al pollo frito de ayer. A pesar de que ha estado a punto de atragantarse, Ana da buena cuenta de su cena; es un placer verla comer. Debe de estar hambrienta después de nuestra tarde movidita. Tomo otro sorbo de vino mientras pienso en otras maneras de estimular su apetito.

Mia y Kavanagh están hablando de las diferencias entre Saint Bart’s y Barbados, donde va a alojarse la familia de Kavanagh.

—¿Os acordáis de cuando a Elliot le picó una medusa?

A Mia le brillan los ojos con regocijo al mirar primero a Elliot y luego a mí.

Suelto una carcajada.

—¿Te refieres a cuando gritaba como una niña? Sí.

—Oye, ¡que podía haber sido una carabela portuguesa! Odio las medusas. Estropean todo el entorno marino.

Elliot se muestra rotundo. Mia y Kate estallan en risas y asienten, de acuerdo con él.

Ana come con ganas, atenta a la conversación. Todos los demás se han calmado y mi familia ya no hace cosas raras. ¿Por qué estoy tan tenso? Esto pasa cada día en todo el país: familias que se reúnen para disfrutar de una buena comida y de la compañía. ¿Acaso estoy tenso por la presencia de Ana? ¿Me preocupa que no les caiga bien o que a ella no le guste mi familia? ¿O es porque se va a la maldita Georgia mañana y yo no sabía nada de eso?

Es todo muy confuso.

Mia es el centro de atención, como de costumbre. Sus historias de la vida y de la cocina francesas son muy divertidas.

—Oh, mamá,

les pâtisseries sont tout simplement fabuleuses. La tarte aux pommes de M. Floubert est incroyable —dice.

Mia, chérie, tu parles français —la interrumpo—.

Nous parlons anglais ici. Eh bien, à l’exception bien sûr d’Elliot. Il parle idiote, couramment.

Mia echa la cabeza hacia atrás mientras suelta una carcajada y es imposible no sumarse a su risa contagiosa.

Sin embargo, hacia el final de la cena noto el peso de la tensión. Quiero estar a solas con mi chica. Tengo un umbral de tolerancia más bien bajo para las conversaciones banales, aunque sean con mi familia, y ya he llegado al límite. Miro a Ana y alargo el brazo para tocarle la barbilla.

—No te muerdas el labio. Me dan ganas de hacértelo.

Es necesario también que establezcamos algunas reglas básicas. Debemos hablar de su precipitado viaje a Georgia y de eso de que salga a tomar copas con hombres que están colados por ella. Vuelvo a apoyar la mano en su rodilla; necesito tocarla. Además, debería dejar que la toque siempre que me venga en gana. Observo su reacción mientras deslizo los dedos por el muslo, hacia arriba, hacia la zona donde no lleva bragas, jugueteando con su piel. Se queda sin respiración y aprieta los muslos de golpe atenazando mis dedos, deteniéndome.

Se acabó.

Tenemos que levantarnos de la mesa.

—¿Quieres que te enseñe la finca? —le pregunto a Ana, y no le doy oportunidad de responderme.

Me mira con ojos serios y brillantes al depositar la mano en la mía.

—Si me disculpa… —le dice a Carrick, y la conduzco hacia la puerta del comedor.

En la cocina, Mia y Grace están recogiendo los platos.

—Voy a enseñarle el patio a Anastasia —informo a mi madre fingiendo alegría.

Una vez fuera, mi humor se ensombrece al tiempo que mi ira aflora a la superficie.

Las bragas. El fotógrafo. Georgia.

Atravesamos el patio y subimos los escalones que llevan al césped. Ana se detiene un momento para admirar la vista.

Sí, sí. Seattle. La luz. La luna. El agua.

Sigo atravesando la extensa parcela de hierba en dirección a la casita del embarcadero de mis padres.

—Para, por favor —me implora Ana.

Me detengo y la fulmino con la mirada.

—Los tacones. Tengo que quitarme los zapatos.

—No te molestes —digo con un gruñido, y rápidamente la tomo en brazos y me la cargo al hombro. Da un grito de sorpresa.

Mierda. Le pego en el culo, con fuerza.

—Baja la voz —suelto, y sigo andando por el césped.

—¿Adónde me llevas? —gimotea mientras su cuerpo rebota sobre mi hombro.

—Al embarcadero.

—¿Por qué?

—Necesito estar a solas contigo.

—¿Para qué?

—Porque te voy a dar unos azotes y luego te voy a follar.

—¿Por qué? —gimotea.

—Ya sabes por qué —le contesto.

—Pensé que eras un hombre impulsivo.

—Anastasia, estoy siendo impulsivo, te lo aseguro.

Abro de golpe la puerta de la casita del embarcadero, entro y enciendo la luz. Cuando los fluorescentes cobran vida con un zumbido, me dirijo arriba, a la buhardilla. Allí enciendo otro interruptor y unas luces halógenas iluminan la estancia.

La deslizo hacia abajo por mi cuerpo regodeándome en el glorioso tacto de su piel, y la dejo de pie en el suelo. Tiene el pelo oscuro alborotado, le brillan los ojos en el resplandor de las luces, y sé que no lleva bragas. La deseo. Ahora mismo.

—No me pegues, por favor —susurra.

No entiendo lo que me dice. La miro sin comprender.

—No quiero que me azotes, aquí no, ahora no. Por favor, no lo hagas.

Pero… La miro boquiabierto, paralizado. Para eso hemos venido aquí. Levanta la mano y, por un momento, no sé qué pretende hacer. La oscuridad empieza a florar y me atenaza la garganta amenazando con asfixiarme si Ana me toca. Sin embargo, apoya los dedos en mis mejillas y los desliza hacia abajo, acariciándome hasta llegar al mentón. De pronto la oscuridad se disuelve y cierro los ojos para sentir las delicadas yemas de sus dedos sobre mí. Con la otra mano, me alborota el pelo y entierra los dedos en él.

—Ah… —exclamo con un gemido, y no sé si es de miedo o de deseo.

Me he quedado sin aliento, al borde de un precipicio. Cuando abro los ojos, Ana da un paso hacia delante y pega su cuerpo al mío. Cierra los puños en torno a mi pelo y tira de él con suavidad, acercando los labios a mi boca. Y la observo mientras hace todo eso como si fuese un espectador, al margen, como si estuviese fuera de mi cuerpo. Soy alguien que pasaba por allí. Nuestros labios se rozan y cierro los ojos cuando su lengua se abre paso en mi boca. Y es el sonido de mi jadeo lo que rompe el hechizo al que me ha sometido.

Ana.

La rodeo con los brazos y la beso yo también, liberando dos horas de ansiedad y de tensión en ese beso, tomando posesión de ella con mi lengua, volviendo a conectar con mi chica. Le agarro el pelo con las manos y paladeo el sabor de su boca, su lengua, su cuerpo contra el mío mientras todo mi ser arde en llamas como si lo hubiesen rociado con gasolina.

Joder…

Cuando me aparto, los dos estamos sin aliento y ella me sujeta los brazos con fuerza. Estoy confuso. Quiero darle unos azotes, pero me ha dicho que no. Como hizo antes en la mesa, durante la cena.

—¿Qué me estás haciendo? —pregunto.

—Besarte.

—Me has dicho que no.

—¿Qué?

Está desconcertada, o tal vez ha olvidado lo que ha pasado durante la cena.

—En el comedor, cuando has juntado las piernas.

—Estábamos cenando con tus padres.

—Nadie me ha dicho nunca que no. Y eso… me excita.

Y es algo completamente nuevo para mí, diferente. Deslizo la mano por la parte baja de su espalda y la atraigo con brusquedad tratando de recuperar el control.

—¿Estás furioso y excitado porque te he dicho que no? —Habla con voz ronca.

—Estoy furioso porque no me habías contado lo de Georgia. Estoy furioso porque saliste de copas con ese tío que intentó seducirte cuando estabas borracha y te dejó con un completo desconocido cuando te pusiste enferma. ¿Qué clase de amigo es ese? Y estoy furioso y excitado porque has juntado las piernas cuando he querido tocarte.

Y no llevas bragas.

Le subo el vestido con los dedos, centímetro a centímetro.

—Te deseo, y te deseo ahora. Y si no me vas a dejar que te azote, aunque te lo mereces, te voy a follar en el sofá ahora mismo, rápido, para darme placer a mí, no a ti.

La abrazo y la oigo jadear cuando deslizo la mano por entre el vello púbico y le meto el dedo medio. Suelta un gemido suave y sexy de satisfacción. Está totalmente lista.

—Esto es mío. Todo mío. ¿Entendido?

Introduzco y saco el dedo, sin dejar de sujetarla, y ella entreabre los labios con una mezcla de sorpresa y de deseo.

—Sí, tuyo —murmura.

Sí. Mío. Y no pienso dejar que lo olvides, Ana.

La empujo al sofá, me bajo la bragueta y me tumbo encima de ella.

—Las manos sobre la cabeza —ordeno con un gruñido entre dientes apretados.

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