Grey

Grey


Domingo, 29 de mayo de 2011

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Me incorporo y abro las rodillas para obligarla a separar más las piernas. Saco un condón del bolsillo interior de la americana que me quito y tiro al suelo. Sin apartar los ojos de los suyos, abro el envoltorio y me pongo el condón en la polla, ávida e impaciente. Ana sube las manos hasta la cabeza observando atentamente con un brillo de urgencia y deseo en la mirada. Cuando me coloco encima de ella, se retuerce bajo mi cuerpo y arquea las caderas con un movimiento juguetón para recibirme.

—No tenemos mucho tiempo. Esto va a ser rápido, y es para mí, no para ti. ¿Entendido? Como te corras, te doy unos azotes —le advierto fijando la mirada en sus ojos aturdidos y enormes y, con un rápido empujón, me hundo en ella hasta el fondo.

Ana suelta un gemido de placer que me resulta más que familiar. La sujeto con fuerza para que no se mueva y empiezo a follármela, a devorarla. Sin embargo, su avidez la obliga a sacudir la pelvis para acudir al encuentro de cada una de mis embestidas, espoleándome más aún.

Oh, Ana. Sí, nena.

Me devuelve cada uno de los embates siguiendo mi ritmo furioso y frenético, una y otra vez.

Oh, qué maravilla.

Y me entrego al abandono. En ella. En este intenso placer. En su olor. Y no sé si es porque estoy enfadado, o tenso, o…

Sííí… Me corro deprisa y se me nubla la razón al estallar dentro de ella. Me quedo inmóvil, inundándola, tomando posesión de ella por completo. Recordándole que es mía.

Joder…

Eso ha estado…

Salgo de ella y me incorporo.

—No te masturbes. —Tengo la voz ronca, sin aliento—. Quiero que te sientas frustrada. Así es como me siento yo cuando no me cuentas las cosas, cuando me niegas lo que es mío.

Asiente, con las piernas separadas debajo de mí, con el vestido subido alrededor de la cintura, y la veo abierta, húmeda y con ganas, y tiene el aspecto de la diosa absoluta que es. Me levanto, me quito el condón, le hago un nudo en el extremo y luego me visto y recojo la americana del suelo

Respiro hondo. Ahora estoy más tranquilo. Mucho más tranquilo.

Joder, qué bien ha estado eso.

—Más vale que volvamos a la casa.

Se incorpora y me mira con una expresión oscura e inescrutable.

Dios, es preciosa.

—Toma, ponte esto.

Saco del bolsillo interior de la americana sus bragas de encaje y se las doy. Me parece que está intentando contener la risa.

Sí, sí. Juego, set y partido para usted, señorita Steele.

—¡Christian! —llama Mia desde abajo.

Mierda.

—Justo a tiempo. Dios, qué pesadita es cuando quiere.

Pero es mi hermana pequeña. Miro a Ana con expresión alarmada mientras ella se pone las bragas. Ella me observa ceñuda y se yergue para recomponerse el vestido y arreglarse el pelo con los dedos.

—Estamos aquí arriba, Mia —digo—. Bueno, señorita Steele, ya me siento mejor, pero sigo queriendo darle unos azotes.

—No creo que lo merezca, señor Grey, sobre todo después de tolerar su injustificado ataque —dice con voz seca y formal.

—¿Injustificado? Me has besado.

—Ha sido un ataque en defensa propia.

—Defensa ¿de qué?

—De ti y de ese cosquilleo en la palma de tu mano.

Está intentando contener una sonrisa. Se oye el ruido de los tacones de Mia subiendo las escaleras.

—Pero ¿ha sido tolerable?

Ana sonríe con satisfacción.

—Apenas.

—Ah, aquí estáis —exclama Mia con una amplia sonrisa.

Si llega a venir dos minutos antes, habría sido una escena bastante incómoda.

—Le estaba enseñando a Anastasia todo esto.

Le tiendo la mano a Ana y ella la coge. Me dan ganas de besarle los nudillos, pero me conformo con apretársela.

—Kate y Elliot están a punto de marcharse. ¿Habéis visto a esos dos? No paran de sobarse. —Mi hermana arruga la nariz con gesto de disgusto—. ¿Qué estabais haciendo aquí arriba?

—Le estaba enseñando a Anastasia mis trofeos de remo. —Con la mano libre señalo las estanterías del fondo de la habitación, las estatuillas de oro y plata falsos de mis días como remero en las regatas de Harvard—. Vamos a despedirnos de Kate y Elliot.

Mia se vuelve para salir y dejo que Ana vaya delante, pero antes de que lleguemos a la escalera le doy un azote en el trasero.

Reprime un grito.

—Lo volveré a hacer, Anastasia, y pronto —le susurro al oído, y, abrazándola, le beso el pelo.

Caminamos por el césped cogidos de la mano, de vuelta a la casa mientras Mia sigue parloteando junto a nosotros. Es una noche preciosa; ha sido un día precioso. Me alegro de que Ana haya conocido a mi familia.

¿Por qué no había hecho esto antes?

Porque nunca había querido hacerlo.

Le aprieto la mano y Ana me dedica una mirada tímida y una sonrisa muy, muy tierna. Llevo sus sandalias en la otra mano, y al llegar a los peldaños de piedra me agacho para abrochárselas.

—Ya está —anuncio cuando acabo.

—Vaya, pues muchas gracias, señor Grey —dice ella.

—El placer es, y ha sido, todo mío.

—Soy muy consciente de eso, señor —contesta, burlona.

—Pero ¡qué monos sois los dos! —exclama Mia cuando entramos en la cocina.

Ana me mira de reojo.

De vuelta en la entrada de la casa, Kate y Elliot están a punto de marcharse. Ana abraza a Kate, pero luego la lleva aparte y mantienen una acalorada conversación privada. ¿De qué narices va todo eso? Elliot coge a Kavanagh del brazo y mis padres se despiden de ellos con la mano cuando se suben al coche de Elliot.

—Nosotros también deberíamos irnos… Tienes las entrevistas mañana.

Tenemos que volver en coche a su nuevo apartamento y son casi las once de la noche.

—¡Pensábamos que nunca encontraría a una chica! —suelta Mia con entusiasmo mientras abraza con fuerza a Ana.

Joder… Pero ¿por qué coño dice eso?

—Cuídate, Ana, querida —dice Grace dedicándole una sonrisa cálida a mi chica.

Acerco a Ana a mi lado.

—No me la espantéis ni me la miméis demasiado.

—Christian, déjate de bromas —me regaña Grace con su gracia habitual.

—Mamá. —Le doy un rápido beso en la mejilla. Gracias por invitar a Ana. Ha sido toda una revelación.

Ana se despide de mi padre y nos dirigimos al Audi, donde Taylor nos está esperando. Le sujeta la puerta de atrás a Ana para que suba al coche.

—Bueno, parece que también le has caído bien a mi familia —señalo cuando me siento al lado de Ana, en la parte de atrás.

Veo en sus ojos el reflejo de la luz del porche de mis padres, pero no sé qué está pensando. Las sombras le envuelven el rostro mientras Taylor se incorpora con suavidad a la carretera.

La sorprendo mirándome bajo el parpadeo de una farola. Está nerviosa. Le pasa algo.

—¿Qué? —pregunto.

No contesta inmediatamente y, cuando lo hace, habla con voz queda.

—Me parece que te has visto obligado a traerme a conocer a tus padres. Si Elliot no se lo hubiera propuesto a Kate, tú jamás me lo habrías pedido a mí.

Maldita sea. No lo entiende. Ha sido una primera vez para mí. Estaba nervioso. A estas alturas ya debería saber que si no hubiera querido que viniese, no estaría aquí. Cuando pasamos de la luz a las sombras bajo las farolas, parece distante y enfadada.

Grey, esto no puede ser.

—Anastasia, me encanta que hayas conocido a mis padres. ¿Por qué eres tan insegura? No deja de asombrarme. Eres una mujer joven, fuerte, independiente, pero tienes muy mala opinión de ti misma. Si no hubiera querido que los conocieras, no estarías aquí. ¿Así es como te has sentido todo el rato que has estado allí?

Niego con la cabeza buscando su mano, y vuelvo a apretársela con actitud tranquilizadora.

Ella mira a Taylor con nerviosismo.

—No te preocupes por Taylor. Contéstame.

—Pues sí. Pensaba eso —dice en voz baja—. Y otra cosa, yo solo he comentado lo de Georgia porque Kate estaba hablando de Barbados. Aún no me he decidido.

—¿Quieres ir a ver a tu madre?

—Sí.

Mi ansiedad vuelve a aflorar a la superficie. ¿Y si está pensando en dejar lo nuestro? Si se va a Georgia, es posible que su madre la convenza para que se busque a alguien más… adecuado, alguien que, como su madre, crea en el amor romántico.

Tengo una idea. Ella ha conocido a mis padres, yo he conocido a Ray. A lo mejor debería presentarme ante su madre, la romántica empedernida. Deslumbrarla con mi encanto.

—¿Puedo ir contigo? —pregunto a sabiendas de que dirá que no.

—Eh… no creo que sea buena idea —responde, sorprendida por mi pregunta.

—¿Por qué no?

—Confiaba en poder alejarme un poco de toda esta… intensidad para poder reflexionar.

Mierda. Efectivamente, quiere dejarme.

—¿Soy demasiado intenso?

Se echa a reír.

—¡Eso es quedarse corto!

Joder, me encanta hacerla reír, aunque sea a mi costa, y siento alivio al ver que conserva el sentido del humor. Tal vez no quiera dejarme, después de todo.

—¿Se está riendo de mí, señorita Steele? —le digo con aire provocador.

—No me atrevería, señor Grey.

—Claro que sí, y de hecho lo haces a menudo.

—Es que eres muy divertido.

—¿Divertido?

—Oh, sí.

Se está burlando de mí. Eso es toda una novedad.

—¿Divertido por peculiar o por gracioso?

—Uf… mucho de una cosa y algo de la otra.

—¿Qué parte de cada una?

—Te dejo que lo adivines tú.

Suelto un suspiro.

—No estoy seguro de poder averiguar nada contigo, Anastasia —digo en tono seco—. ¿Sobre qué tienes que reflexionar en Georgia?

—Sobre lo nuestro.

Mierda.

—Dijiste que lo intentarías —le recuerdo con delicadeza.

—Lo sé.

—¿Tienes dudas?

—Puede.

Es más grave de lo que creía.

—¿Por qué?

Me mira en silencio.

—¿Por qué, Anastasia? —insisto.

Se encoge de hombros, con la boca en un rictus serio, y espero que el gesto de apretarle la mano le resulte reconfortante.

—Háblame, Anastasia. No quiero perderte. Esta última semana…

Ha sido la mejor de mi vida.

—Sigo queriendo más —murmura.

Oh, no, otra vez no. ¿Qué es lo que necesita oír?

—Lo sé. Lo intentaré. —La sujeto de la barbilla—. Por ti, Anastasia, lo intentaré.

Pero si acabo de presentarte a mis padres, por el amor de Dios.

De pronto se desabrocha el cinturón y, antes de darme cuenta, la tengo sentada sobre mi regazo.

Pero ¿qué demonios…?

Me quedo inmóvil mientras me desliza los brazos alrededor del cuello y busca mis labios con los suyos, y me arranca un beso antes de que la oscuridad tenga tiempo de irrumpir en toda su plenitud. Avanzo hacia arriba por su espalda hasta sujetarle la cabeza con las manos y devolverle sus apasionados besos, explorando su boca dulce, muy dulce, tratando de buscar respuestas… Su inesperada muestra de afecto me resulta increíblemente arrebatadora. Y nueva. Y confusa. Creía que quería dejarme y ahora la tengo sobre mi regazo, excitándome otra vez.

Yo nunca… Nunca… No te vayas, Ana.

—Quédate conmigo esta noche. Si te vas, no te veré en toda la semana. Por favor —digo en un hilo de voz.

—Sí —susurra—. Yo también lo intentaré. Firmaré el contrato.

Oh, nena.

—Firma después de Georgia. Piénsatelo. Piénsatelo mucho, nena.

Quiero que lo haga por propia voluntad; no deseo obligarla. Bueno, al menos una parte de mí no quiere obligarla. La parte racional.

—Lo haré —dice, y se apoya en mi pecho.

Esta mujer me tiene totalmente hechizado.

Qué ironía, Grey.

Y me dan ganas de reír porque me siento aliviado y feliz, pero sigo pegado a ella, inhalando su reconfortante y sugerente aroma.

—Deberías ponerte el cinturón de seguridad —la regaño, pero en realidad no quiero que se mueva.

Permanece atrapada en mis brazos, con su cuerpo relajado encima de mí. La oscuridad que habita mi interior permanece dormida, contenida, y me siento confuso ante la batalla que libran mis emociones. ¿Qué quiero de esta mujer? ¿Qué necesito de ella?

No deberíamos estar abrazados, pero me gusta tenerla en mis brazos. Me gusta acunarla así. Le beso el pelo, me recuesto hacia atrás y disfruto del trayecto hasta Seattle.

Taylor se detiene delante de la entrada del Escala.

—Ya estamos en casa —le digo a Ana en un susurro. No tengo ganas de soltarla, pero la deposito en el asiento.

Taylor le abre la puerta y ella se reúne conmigo en la entrada del edificio.

La veo estremecerse de frío.

—¿Por qué no llevas chaqueta? —le pregunto mientras me quito la americana y le envuelvo los hombros con ella.

—La tengo en mi coche nuevo —contesta bostezando.

—¿Cansada, señorita Steele?

—Sí, señor Grey. Hoy me han convencido de que hiciera cosas que jamás había creído posibles.

—Bueno, si tienes muy mala suerte, a lo mejor consigo convencerte de hacer alguna cosa más.

Con un poco de suerte.

Se apoya en la pared del ascensor mientras subimos al último piso. Con mi americana, tiene un aspecto esbelto, menudo y sexy. Si no llevase las bragas podría follármela aquí mismo… Levanto la mano y le libero el labio de la presión de los dientes.

—Algún día te follaré en este ascensor, Anastasia, pero ahora estás cansada, así que creo que nos conformaremos con la cama.

Me inclino y le mordisqueo con delicadeza el labio inferior. Se queda sin respiración y me responde hincándome los dientes en el labio superior.

Los noto directamente en la entrepierna.

Quiero llevarla a la cama y perderme en los recovecos de su cuerpo. Después de nuestra conversación en el coche, necesito estar seguro de que es mía. Cuando salimos del ascensor, le ofrezco una copa, pero la rechaza.

—Bien. Vámonos a la cama.

Parece sorprendida.

—¿Te vas a conformar con una simple y aburrida relación vainilla?

—Ni es simple ni aburrida… tiene un sabor fascinante.

—¿Desde cuándo?

—Desde el sábado pasado. ¿Por qué? ¿Esperabas algo más exótico?

—Ay, no. Ya he tenido suficiente exotismo por hoy.

—¿Seguro? Aquí tenemos para todos los gustos… por lo menos treinta y un sabores.

La miro con una sonrisa lasciva.

—Ya lo he observado.

Arquea una ceja.

—Venga ya, señorita Steele, mañana le espera un gran día. Cuanto antes se acueste, antes la follaré y antes podrá dormirse.

—Es usted todo un romántico, señor Grey.

—Y usted tiene una lengua viperina, señorita Steele. Voy a tener que someterla de alguna forma. Venga.

Sí. Se me ocurre una manera.

Al cerrar la puerta de mi dormitorio, estoy aún más contento que en el coche. Ella sigue aquí, a mi lado.

—Manos arriba —le ordeno, y ella obedece. Le agarro el dobladillo del vestido y, con un solo y hábil movimiento, se lo quito por la cabeza y dejo al descubierto la hermosa mujer que hay debajo—. ¡Tachán!

Soy un mago. Ana se ríe y me aplaude. Inclino la cabeza con una reverencia, disfrutando del juego, antes de dejar su vestido en la silla.

—¿Cuál es el siguiente truco? —pregunta con los ojos chispeantes.

—Ay, mi querida señorita Steele. Métase en la cama, que enseguida lo va a ver.

—¿Crees que por una vez debería hacerme la dura? —bromea con aire provocador ladeando la cabeza de manera que el pelo le cae por el hombro.

Un juego nuevo. Esto se pone interesante.

—Bueno… la puerta está cerrada; no sé cómo vas a evitarme. Me parece que el trato ya está hecho.

—Pero soy buena negociadora —dice en voz baja pero firme.

—Y yo.

Muy bien. ¿Qué pasa aquí? ¿No tiene ganas? ¿Está demasiado cansada? ¿Qué?

—¿No quieres follar? —pregunto, confuso.

—No —musita.

—Ah.

Vaya, menuda decepción.

Traga saliva y a continuación, en un hilo de voz, añade:

—Quiero que me hagas el amor.

La miro fijamente, perplejo y divertido.

¿Qué quiere decir con eso?

¿Hacer el amor? Lo hacemos. Lo hemos hecho. Es tan solo otro término para follar.

Me estudia con gesto grave. Mierda. ¿A esto se refiere cuando dice que quiere más? ¿Se trata de todo ese rollo de las flores y los corazones? Pero es una cuestión de semántica, ¿verdad? Es únicamente una cuestión semántica.

—Ana, yo… —¿Qué quiere de mí?—. Pensé que ya lo habíamos hecho.

—Quiero tocarte.

Mierda. No. Doy un paso atrás mientras la oscuridad me atenaza el tórax.

—Por favor —dice en un susurro.

No. ¡No! ¿No se lo he dejado lo bastante claro?

No soporto que me toquen. No lo soporto.

Eso, jamás.

—Ah, no, señorita Steele, ya le he hecho demasiadas concesiones esta noche. La respuesta es no.

—¿No? —exclama.

—No.

Y por un momento, me entran ganas de mandarla de vuelta a su casa, o arriba… donde sea pero lejos de mí. Fuera de aquí.

No me toques.

Me mira con aire receloso y de pronto recuerdo que mañana se irá y que no la veré durante unos días. Suelto un suspiro. No me queda energía para enfrentarme a eso.

—Mira, estás cansada, y yo también. Vámonos a la cama y ya está.

—¿Así que el que te toquen es uno de tus límites infranqueables?

—Sí. Ya lo sabes.

Soy incapaz de suprimir la exasperación de mi voz.

—Dime por qué, por favor.

No quiero hablar de eso. No quiero tener esa conversación. Nunca.

—Ay, Anastasia, por favor. Déjalo ya.

Se le nubla el rostro.

—Es importante para mí —dice con un deje de súplica vacilante en la voz.

—A la mierda —murmuro para mí. Saco una camiseta de uno de los cajones de la cómoda y se la tiro—. Póntela y métete en la cama.

¿Por qué narices dejo que duerma conmigo? Pero es una pregunta retórica: en lo más profundo de mí, sé cuál es la respuesta. Es porque duermo mejor con ella.

Ana es mi atrapasueños.

Mantiene mis pesadillas a raya.

Me da la espalda, se quita el sujetador y se pone la camiseta.

¿Qué le he dicho en el cuarto de juegos esta tarde? Que no debería ocultarme su cuerpo.

—Necesito ir al baño —dice.

—¿Ahora me pides permiso?

—Eh… no.

—Anastasia, ya sabes dónde está el baño. En este extraño momento de nuestro acuerdo no necesitas permiso para usarlo.

Me desabrocho la camisa y me la quito, y ella sale disparada del dormitorio mientras lucho por mantener la calma.

¿Qué mosca le ha picado?

Una cena en casa de mis padres y ya espera violines y serenatas a la luz de la luna y paseos bajo la maldita lluvia, joder. Yo no soy así. Ya se lo he dicho. A mí no me van las relaciones románticas. Suelto un suspiro mientras me quito los pantalones.

Pero ella quiere más, necesita toda esa mierda del romanticismo.

Joder.

Dentro del vestidor, arrojo los pantalones al cesto de la ropa sucia y me pongo los del pijama antes de regresar al dormitorio.

Esto no va a funcionar, Grey.

Pero quiero que funcione.

Deberías dejar que se vaya.

No. Puedo hacer que funcione. Tiene que haber algún modo.

El radiodespertador señala las 11.46. Hora de irse a la cama. Compruebo el móvil para ver si ha llegado algún correo urgente. No hay nada. Llamo a la puerta del cuarto de baño con brusquedad.

—Pasa —farfulla Ana.

Se está lavando los dientes, sacando espuma por la boca literalmente… con mi cepillo. Escupe en el lavamanos, a mi lado, y los dos nos miramos en el reflejo del espejo. Tiene un brillo travieso y risueño en los ojos. Enjuaga el cepillo y, sin decir nada, me lo da. Me lo meto en la boca y ella pone cara de estar satisfecha consigo misma.

Y así, sin más, toda la tensión de nuestro intercambio anterior desaparece como por arte de magia.

—Si quieres, puedes usar mi cepillo de dientes —bromeo.

—Gracias, señor.

Sonríe y, por un momento, parece a punto de hacerme una reverencia, pero me deja a solas para que me lave los dientes.

Cuando vuelvo al dormitorio está tumbada en la cama bajo las sábanas. Debería estar estirada debajo de mí.

—Que sepas que no es así como tenía previsto que fuera esta noche.

Mi tono es de mal humor.

—Imagina que yo te dijera que no puedes tocarme —dice, tan peleona como siempre.

No piensa olvidarse del asunto. Me siento en la cama.

—Anastasia, ya te lo he dicho. De cincuenta mil formas. Tuve un comienzo duro en la vida; no hace falta que te llene la cabeza con toda esa mierda. ¿Para qué?

¡Nadie debería tener esa mierda en la cabeza!

—Porque quiero conocerte mejor.

—Ya me conoces bastante bien.

—¿Cómo puedes decir eso?

Se incorpora y se coloca de rodillas delante de mí, con el gesto serio y ansioso.

Ana. Ana. Ana. Déjalo de una puta vez.

—Estás poniendo los ojos en blanco —dice—. La última vez que yo hice eso, terminé tumbada sobre tus rodillas.

—Oh, no me importaría volver a hacerlo.

Ahora mismo.

Se le ilumina el rostro.

—Si me lo cuentas, te dejo que lo hagas.

—¿Qué?

—Lo que has oído.

—¿Me estás haciendo una oferta?

Mi voz deja traslucir mi incredulidad.

Asiente con la cabeza.

—Estoy negociando.

Arrugo la frente.

—Esto no va así, Anastasia.

—Vale. Cuéntamelo y luego te pongo los ojos en blanco.

Me río. Ahora se ha puesto en plan cómico, y está preciosa con mi camiseta. Se le ilumina la cara con gesto anhelante.

—Siempre tan ávida de información —comento con asombro. Y se me ocurre una idea: podría darle unos azotes. Tengo ganas de hacerlo desde la cena, pero podría añadirle un toque más divertido. Me levanto de la cama—. No te vayas —le advierto antes de salir del dormitorio.

Entro en el estudio, cojo la llave del cuarto de juegos y voy arriba. Saco de la cómoda los juguetes que busco y me planteo llevarme también el lubricante, pero, pensándolo mejor, y a juzgar por la experiencia reciente, no creo que Ana vaya a necesitarlo.

Cuando vuelvo, está sentada en la cama con una expresión de intensa curiosidad.

—¿A qué hora es tu primera entrevista de mañana? —pregunto.

—A las dos.

Excelente. No tiene que madrugar.

—Bien. Sal de la cama. Ponte aquí de pie.

Señalo un punto delante de mí. Ana baja de la cama sin vacilar, tan dispuesta como siempre. Está expectante.

—¿Confías en mí?

Asiente con la cabeza y extiendo la palma de la mano, enseñándole dos bolas chinas plateadas. Frunce el ceño y aparta los ojos de las bolas para mirarme a mí.

—Son nuevas. Te las voy a meter y luego te voy a dar unos azotes, no como castigo, sino para darte placer y dármelo yo.

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