Grey

Grey


Lunes, 30 de mayo de 2011

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Su brusca inspiración es música para mi polla.

—Luego follaremos y, si aún sigues despierta, te contaré algunas cosas sobre mis años de formación. ¿De acuerdo?

Ana asiente. Se le ha acelerado la respiración, tiene las pupilas dilatadas, más oscuras, por la necesidad y por el ansia de conocimiento.

—Buena chica. Abre la boca.

Ella duda un momento, desconcertada. Sin embargo, hace lo que le pido antes de darme tiempo a reprenderla.

—Más.

Le meto las dos bolas. Son un poco grandes y pesadas, pero eso le mantendrá la boca ocupada un ratito.

—Necesitan lubricación. Chúpalas.

Ella pestañea, intenta chuparlas y cambia ligeramente de postura al apretar los muslos y removerse.

Oh, sí.

—No te muevas, Anastasia —le advierto, aunque estoy disfrutando del espectáculo.

Ya está bien.

—Para —ordeno, y le saco las bolas de la boca.

Retiro el edredón de la cama y me siento.

—Ven aquí.

Se acerca con sigilo hasta mí, descocada y sensual.

Oh, Ana, mi chica con ese lado oscuro.

—Date la vuelta, inclínate hacia delante y agárrate los tobillos.

Su expresión me revela que no es lo que esperaba oír.

—No titubees —la reprendo, y me meto las bolas en la boca.

Ella gira y se inclina sin esfuerzo mostrándome sus largas piernas y su bonito culo, y le subo poco a poco la camiseta por la espalda en dirección a su cabeza y a su abundante cabello.

Podría contemplar esta magnífica vista durante un buen rato mientras imagino lo que me gustaría hacerle, pero de momento me apetece darle una zurra y follármela. Poso la mano abierta en su trasero y disfruto del tacto cálido mientras la acaricio por encima de las bragas.

Oh, este culo es mío, todo mío. Y va a ponerse más caliente.

Le retiro las bragas hacia un lado y dejo al descubierto los labios de la vulva, que sujeto con una mano. Resisto el impulso de pasarle la lengua de arriba abajo por todo el sexo; además, la tengo ocupada. En vez de eso, trazo la línea que le une el perineo y el clítoris, y de vuelta otra vez, hasta que le introduzco un dedo.

Suelto un gemido de satisfacción profundamente gutural y muevo el dedo en lentos círculos, ensanchándola. Sus gemidos me provocan una erección. Instantánea.

La señorita Steele también está satisfecha. Le gusta lo que le hago.

Trazo círculos con el dedo en su interior una vez más, luego lo retiro y me saco las bolas de la boca. Con delicadeza, le introduzco la primera, luego la segunda, y dejo fuera el cordel, enroscado sobre el clítoris. Le beso el culo desnudo y vuelvo a ponerle bien las bragas.

—Ponte derecha —le ordeno, y la sujeto por las caderas hasta estar seguro de que puede mantener el equilibrio—. ¿Estás bien?

—Sí.

Tiene la voz enronquecida.

—Vuélvete.

Obedece al instante.

—¿Qué tal? —pregunto.

—Raro.

—¿Raro bueno o raro malo?

—Raro bueno.

—Bien.

Tendrá que acostumbrarse a llevar las bolas. Y la mejor manera de conseguirlo es que estire el cuerpo para alcanzar algo.

—Quiero un vaso de agua. Ve a traerme uno, por favor. Y cuando vuelvas, te tumbaré sobre mis rodillas. Piensa en eso, Anastasia.

Ella está perpleja, pero da media vuelta y avanza con cuidado, con paso vacilante, hasta que sale de la habitación. Mientras, saco un condón de la cómoda. Quedan pocos; necesitaré tener más a mano hasta que empiece a hacerle efecto la píldora. Vuelvo a sentarme en la cama y espero con impaciencia.

Cuando Ana regresa, camina con más seguridad, y me trae el agua.

—Gracias —digo.

Doy un sorbo rápido y dejo el vaso sobre la mesilla. Cuando levanto la cabeza, ella me está mirando con un deseo manifiesto.

Me gusta que me mire así.

—Ven. Ponte a mi lado. Como la otra vez.

Lo hace, y ahora su respiración es irregular… agitada. Caray, está realmente excitada. Qué diferencia con respecto a la última vez que le di unos azotes.

Ponla un poco más caliente, Grey.

—Pídemelo.

Mi tono es firme.

Una expresión perpleja recorre su cara.

—Pídemelo.

Vamos, Ana.

Ella arruga la frente.

—Pídemelo, Anastasia. No te lo voy a repetir más.

Mi tono es tajante.

Por fin se da cuenta de lo que le estoy pidiendo y se ruboriza.

—Azóteme, por favor… señor —dice en voz baja.

Qué palabras tan maravillosas… Cierro los ojos y dejo que resuenen en mi cabeza. Le cojo la mano y tiro de ella hasta colocarla sobre mis rodillas de modo que su pecho descansa en la cama. Mientras le acaricio el culo con una mano, con la otra le retiro el pelo de la cara y se lo coloco detrás de la oreja. Luego la agarro de la melena a la altura de la nuca para sujetarla bien.

—Quiero verte la cara mientras te doy los azotes.

Le acaricio el culo y hago presión sobre su sexo, consciente de que eso empujará las bolas más hacia el interior.

Ella gime en señal de aprobación.

—Esta vez es para darnos placer, Anastasia, a ti y a mí.

Levanto la mano y le doy un azote en el lugar preciso.

—¡Ay! —musita contrayendo el rostro, y yo le acaricio ese culo tan adorable mientras se acostumbra a la sensación.

Cuando se relaja, vuelvo a azotarla. Ella suelta un gemido y yo ahogo mi reacción. Empiezo en serio: nalga derecha, nalga izquierda, luego la confluencia de muslos y culo. Entre azote y azote, le acaricio y le manoseo el trasero mientras contemplo cómo su piel adquiere un delicado tono rosado bajo la ropa interior de encaje.

Ella gime, asimilando el placer, disfrutando de la experiencia.

Paro. Quiero verle el trasero en todo su rosado esplendor. Sin prisa, provocándola, le bajo las bragas mientras con las puntas de los dedos voy acariciándole los muslos, la parte posterior de las rodillas y las pantorrillas. Ella levanta los pies y deja que las bragas caigan al suelo. Se remueve, pero se queda quieta cuando pongo la palma de la mano abierta sobre su piel enrojecida, encendida. Vuelvo a cogerla del pelo y empiezo otra vez, primero con suavidad, luego repitiendo los mismos movimientos.

Está húmeda; noto su excitación en la palma de la mano.

La cojo del pelo con más fuerza y ella gime, con los ojos cerrados, la boca abierta y relajada.

Joder, qué caliente está.

—Buena chica, Anastasia.

Tengo la voz ronca y mi respiración es irregular.

La azoto un par de veces más hasta que ya no puedo soportarlo.

La deseo.

Ahora.

Enrosco los dedos en el cordel de las bolas y las saco de un tirón.

Ella grita de placer. Le doy la vuelta, hago una pausa para quitarme los calzoncillos y me pongo el maldito condón. Luego me tumbo a su lado. Le cojo las manos, las levanto por encima de su cabeza, y me deslizo lentamente sobre ella y luego dentro de ella mientras maúlla como una gatita.

—Oh, nena.

Es increíble sentirla así.

«Quiero que me hagas el amor». Sus palabras resuenan en mi mente.

Y con suavidad, oh, cuánta suavidad, empiezo a moverme mientras siento cada precioso centímetro de su piel debajo de mí rodeándome. La beso saboreando su boca y su cuerpo al mismo tiempo. Ella enrosca sus piernas en las mías y va al encuentro de cada suave empujón, moviéndose rítmicamente hasta que la espiral de placer aumenta, cada vez más, hasta que se deja ir.

Su orgasmo me lanza más allá del límite.

—¡Ana! —exclamo a la vez que me vacío en su interior dejándome ir yo también.

Una agradable liberación que me deja… con ganas de más. Con necesidad de más.

Mientras recobro la calma, aparto de mí la extraña oleada de sentimientos que atormenta mi interior. No se parece a la oscuridad, pero es algo temible. Algo que no comprendo.

Ella entrelaza los dedos con los míos, y abro los ojos y me hundo en esa mirada somnolienta, satisfecha.

—Me ha gustado —susurro, y le doy un beso largo.

Ella me obsequia con una sonrisa adormilada. Me levanto, la cubro con el edredón, cojo los pantalones del pijama y entro en el cuarto de baño, donde me quito el condón y lo tiro. Me pongo los pantalones y busco la pomada de árnica.

De nuevo junto a la cama, Ana me dirige una sonrisa de satisfacción.

—Date la vuelta —le ordeno, y por un momento me parece que va a poner los ojos en blanco, pero me obedece y hace lo que le digo—. Tienes el culo de un color espléndido —observo, satisfecho con el resultado.

Me aplico un poco de crema en la palma de la mano y se la extiendo lentamente por las nalgas.

—Déjalo ya, Grey —dice con un bostezo.

—Señorita Steele, es usted única estropeando un momento.

—Teníamos un trato —insiste.

—¿Cómo te sientes?

—Estafada.

Con un hondo suspiro, dejo la pomada sobre la mesilla de noche, me meto en la cama y atraigo a Ana hacia mí para abrazarla. Le beso la oreja.

—La mujer que me trajo al mundo era una puta adicta al crack, Anastasia. Duérmete.

Ella se pone tensa entre mis brazos.

Guardo silencio. No quiero que sienta lástima ni que me tenga compasión.

—¿Era? —musita.

—Murió.

—¿Hace mucho?

—Murió cuando yo tenía cuatro años. No la recuerdo. Carrick me ha dado algunos detalles. Solo recuerdo ciertas cosas. Por favor, duérmete.

Al cabo de un rato se relaja entre mis brazos.

—Buenas noches, Christian. —Tiene la voz somnolienta.

—Buenas noches, Ana.

Vuelvo a besarla aspirando su aroma tranquilizador y luchando contra mis recuerdos.

—¡No cojas las manzanas y las tires, imbécil!

—Vete a la mierda, repelente.

Elliot coge una manzana, da un bocado y la lanza contra mí.

—Renacuajo —me provoca.

¡No! No me llames así.

Me abalanzo sobre él y le pego un puñetazo en la cara.

—Cerdo asqueroso. Es comida. La estás tirando. El abuelo la vende. Eres un cerdo. Cerdo. Cerdo.

—ELLIOT. CHRISTIAN.

Papá me aparta de Elliot, que está encogido en el suelo.

—¿Qué os pasa?

—Está loco.

—¡Elliot!

—Está estropeando las manzanas. —La ira crece en mi pecho, en mi garganta. Creo que voy a explotar—. Las muerde y las tira. Me las tira a mí.

—Elliot, ¿es verdad?

Elliot se ruboriza ante la mirada de papá.

—Creo que es mejor que vengas conmigo. Christian, recoge las manzanas. Puedes ayudar a mamá a hacer una tarta.

Ana está profundamente dormida cuando me despierto con la nariz en ese pelo fragante, arropándola con los brazos. He soñado que jugaba en el huerto de manzanos de mi abuelo con Elliot; eran tiempos felices y tormentosos a la vez.

Son casi las siete. Otra noche durmiendo junto a la señorita Steele. Se me hace raro despertarme a su lado, pero en el buen sentido. Me planteo sacarla de su sueño con un polvo matutino; mi cuerpo está más que a punto, pero se la ve bastante grogui y puede que esté dolorida. Debería dejarla dormir. Salgo de la cama con cuidado para no despertarla, me pongo una camiseta, recojo su ropa del suelo y me dirijo al salón.

—Buenos días, señor Grey.

La señora Jones está ocupada en la cocina.

—Buenos días, Gail.

Me desperezo y contemplo por la ventana los últimos instantes de un luminoso amanecer.

—¿Lleva ahí ropa para lavar? —pregunta.

—Sí. Esto es de Anastasia.

—¿Quiere que lo lave y lo planche?

—¿Te da tiempo?

—Pondré un programa corto.

—Excelente, gracias. —Le entrego la ropa de Ana—. ¿Qué tal está tu hermana?

—Muy bien, gracias. Los niños se están haciendo mayores, y a esa edad pueden ser un poco difíciles.

—Lo sé.

Ella sonríe y se ofrece a hacerme un café.

—Gracias. Estaré en el estudio.

Mientras me mira, su agradable sonrisa adopta ese aire de complicidad tan misterioso y tan típico de las mujeres. Luego sale de la cocina a toda prisa, imagino que en dirección al cuarto de la colada.

¿Qué le pasa?

De acuerdo, es el primer lunes… la primera vez en los cuatro años que lleva trabajando para mí que una mujer duerme en mi cama. Pero no hay para tanto. Desayuno para dos, señora Jones. Creo que podrá arreglárselas.

Sacudo la cabeza y entro en el estudio para ponerme a trabajar. Me ducharé más tarde; tal vez con Ana.

Compruebo los correos electrónicos y les envío uno a Andrea y a Ros explicándoles que esta tarde sí que iré a la oficina, pero por la mañana no. A continuación echo un vistazo a los últimos diseños de Barney.

Gail llama a la puerta para ofrecerme una segunda taza de café y me hace saber que ya son las ocho y cuarto.

¿Ya?

—Esta mañana no iré a la oficina.

—Taylor me ha preguntado por usted.

—Iré por la tarde.

—Se lo diré. He colgado la ropa de la señorita Steele en su armario.

—Gracias. Qué rapidez. ¿Sigue dormida?

—Creo que sí.

Y esboza otra vez esa sonrisita. Arqueo las cejas y su sonrisa se hace más amplia cuando se vuelve para salir del estudio. Dejo a un lado el trabajo y salgo con el café en la mano, dispuesto a darme una ducha y a afeitarme.

Ana sigue fuera de combate cuando termino de vestirme.

La has dejado exhausta, Grey. Y la idea me resulta agradable, muy agradable. Se la ve serena, como si nada en el mundo le preocupara.

Bien.

Cojo el reloj de la cómoda y, sin pensar, abro el primer cajón y me guardo el último condón en el bolsillo.

Nunca se sabe.

Cruzo tranquilamente el salón en dirección al estudio.

—¿Quiere ya el desayuno, señor?

—Desayunaré con Ana. Gracias.

Sentado al escritorio, cojo el teléfono y llamo a Andrea. Después de intercambiar unas palabras, me pasa con Ros.

—Así ¿para cuándo te esperamos? —Ros habla en tono sarcástico.

—Buenos días, Ros. ¿Cómo estás? —digo con voz dulce.

—Cabreada.

—¿Conmigo?

—Sí, contigo y con tu política de no poner los pies en la oficina.

—Iré más tarde. El motivo de mi llamada es que he decidido liquidar la empresa de Woods.

Ya se lo había dicho, pero Marco y ella están tardando demasiado en tomar las medidas necesarias. Quiero que lo hagan ya. Le recuerdo que así lo habíamos dispuesto si el balance de pérdidas y ganancias de la empresa no mejoraba. Y no ha mejorado.

—Necesita más tiempo.

—No me interesa, Ros. No vamos a cargar con un peso muerto.

—¿Estás seguro?

—No me pongas más excusas tontas.

Ya está bien. He tomado una decisión.

—Christian…

—Que me llame Marco. Es todo o nada.

—Vale, vale. Si eso es lo que quieres… ¿Algo más?

—Sí. Dile a Barney que el prototipo pinta bien, aunque la interfaz no me convence.

—A mí me ha parecido que la interfaz funcionaba bien, cuando he conseguido entenderla. Claro que no soy ninguna experta.

—No, le falta algo.

—Habla con Barney.

—Quiero verlo esta tarde para discutirlo.

—¿Cara a cara?

Su sarcasmo me fastidia. Sin embargo, hago caso omiso del tono en que me habla y le digo que quiero que todo el equipo de Barney esté presente para hacer una lluvia de ideas.

—Estará encantado. ¿Te veo esta tarde, pues? —Parece esperanzada.

—Vale —la tranquilizo—. Pásame con Andrea otra vez.

Mientras espero a que coja el teléfono miro el cielo, en el que no hay ni una sola nube. Es del mismo color que los ojos de Ana.

Qué cursi, Grey.

—Andrea…

Me distrae un movimiento. Levanto la cabeza y me alegro de ver a Ana en la puerta, vestida tan solo con mi camiseta. Sus piernas, largas y bien torneadas, están expuestas solo para mis ojos. Tiene unas piernas fantásticas.

—¿Señor Grey? —responde Andrea.

Clavo la mirada en los ojos de Ana. Son del color de un cielo de verano, e igual de cálidos. Oh, Dios, podría deleitarme en su calidez todo el día; todos los días.

No digas bobadas, Grey.

—Cancela toda mi agenda de esta mañana, pero que me llame Bill. Estaré allí a las dos. Tengo que hablar con Marco esta tarde; eso me llevará al menos media hora.

Una tierna sonrisa estira los labios de Ana, y me descubro sonriendo también.

—Sí, señor —dice Andrea.

—Ponme a Barney y a su equipo después de Marco, o quizá mañana, y búscame un hueco para quedar con Claude todos los días de esta semana.

—Sam quiere hablar con usted, esta mañana.

—Dile que espere.

—Es sobre Darfur.

—Ah.

—Al parecer, cree que el convoy de ayuda será una gran ocasión para hacerse publicidad.

Oh, Dios, no. No será capaz, ¿verdad?

—No, no quiero publicidad para Darfur. —Tengo la voz ronca por la exasperación.

—Dice que hay un periodista de Forbes que quiere hablar con usted sobre el asunto.

¿Cómo narices se han enterado?

—Dile a Sam que se encargue él —le espeto. Para eso le pago.

—¿Quiere hablar con él directamente? —pregunta Andrea.

—No.

—Yo me encargo. También necesito que me confirme la asistencia al evento del sábado.

—¿Qué evento?

—La gala de la Cámara de Comercio.

—¿El sábado que viene? —pregunto. Acaba de ocurrírseme una idea.

—Sí, señor.

—Espera.

Me vuelvo hacia Ana, que mueve nerviosa el pie izquierdo sin quitarme de encima sus ojos azul cielo.

—¿Cuándo vuelves de Georgia?

—El viernes —contesta.

—Necesitaré una entrada más, porque iré acompañado —informo a Andrea.

—¿Acompañado? —pregunta Andrea con voz chillona, sin dar crédito.

Suspiro.

—Sí, Andrea, eso es lo que he dicho, acompañado, la señorita Anastasia Steele vendrá conmigo.

—Sí, señor Grey.

Parece que le he alegrado el día.

No me jodas. ¿Qué les pasa a mis empleados?

—Eso es todo. —Cuelgo.

—Buenos días, señorita Steele.

—Señor Grey —responde Ana a modo de saludo.

Rodeo el escritorio hasta situarme delante de ella y le acaricio la mejilla.

—No quería despertarte, se te veía tan serena… ¿Has dormido bien?

—He descansado, gracias. Solo he venido a saludar antes de darme una ducha.

Ana está sonriendo y los ojos le brillan de alegría. Es una gozada verla así. Me inclino para besarla con delicadeza antes de seguir con el trabajo, pero de repente me rodea el cuello con los brazos, enreda los dedos en mi pelo y aprieta todo su cuerpo contra al mío.

Uau.

Sus labios se muestran persistentes, así que respondo besándola también, sorprendido por la intensidad de su pasión. Coloco una mano detrás de su cabeza y la otra en el trasero desnudo, recién azotado, y mi cuerpo se enciende como la yesca seca.

—Vaya, parece que el descanso te ha sentado bien. —Un súbito arrebato de lujuria me transforma la voz—. Te sugiero que vayas a ducharte, ¿o te echo un polvo ahora mismo encima de mi escritorio?

—Prefiero lo del escritorio —susurra junto a la comisura de mi boca a la vez que frota el sexo contra mi erección.

Menuda sorpresa…

Tiene los ojos oscuros y ávidos a causa del deseo.

—Esto le gusta de verdad, ¿no, señorita Steele? Se está volviendo insaciable.

—Lo que me gusta eres tú.

—Desde luego, solo yo.

Sus palabras son como un canto de sirena para mi libido. Pierdo todo el dominio de mí mismo, aparto de un manotazo lo que hay sobre el escritorio: los documentos, el teléfono y los bolígrafos caen al suelo, algunos con estruendo y otros lentamente, pero no me importa. Levanto a Ana y la tumbo sobre la mesa de modo que el pelo le cuelga por el borde y cae sobre el asiento de la silla.

—Tú lo has querido, nena —mascullo mientras me saco el condón del bolsillo y me bajo la cremallera de los pantalones. Me lo pongo a toda prisa, sin dejar de mirar a la insaciable señorita Steele—. Espero que estés lista —le advierto mientras le sujeto las muñecas para que mantenga los brazos pegados al cuerpo.

Con un movimiento rápido, me introduzco en ella.

—Dios, Ana. Sí que estás lista.

Le concedo una milésima de segundo para que se acostumbre a mi presencia. Luego empiezo a empujar. Adelante y atrás. Una y otra vez. Más y más fuerte. Ella echa la cabeza hacia atrás, con la boca abierta en una súplica sin palabras, y sus pechos suben y bajan de forma rítmica, al compás de cada embestida. Enrosca las piernas alrededor de mi cuerpo mientras yo permanezco de pie, penetrándola.

¿Es esto lo que quieres, nena?

Responde a cada embate apretándose contra mí y gimiendo mientras la hago mía. La transporto, elevándola más y más, hasta que noto que se tensa a mi alrededor.

—Vamos, nena, dámelo todo —mascullo con los dientes apretados, y ella lo hace de forma espectacular, gritando y arrastrando hacia su interior mi propio orgasmo.

Joder. Mi clímax es tan espectacular como el suyo, y me desplomo sobre ella mientras su cuerpo sigue replicando con los espasmos posteriores al orgasmo.

Caray. No me lo esperaba.

—¿Qué diablos me estás haciendo? —Estoy sin aliento y le beso el cuello con suavidad—. Me tienes completamente hechizado, Ana. Ejerces alguna magia poderosa.

Además, ¡has tomado la iniciativa!

Le suelto las muñecas y me incorporo, pero ella tensa las piernas a mi alrededor y enrosca los dedos en mi pelo.

—Soy yo la hechizada —susurra.

Tenemos la mirada fija en los ojos del otro, y ella me observa intensamente, como si pudiera ver en mi interior. Como si pudiera ver la oscuridad que hay en mi alma.

¡Mierda! Suéltame. Esto es demasiado.

Le rodeo la cara con ambas manos para apresurarme a besarla, pero entonces me asalta la indeseable imagen de ella en esa postura con otra persona. No. No hará esto con nadie más. Nunca.

—Tú… eres… mía. —Las palabras se abren paso con brusquedad entre nosotros—. ¿Entendido?

—Sí, tuya —dice en un tono sentido, lleno de convicción, y mis celos irracionales se desvanecen.

—¿Seguro que tienes que irte a Georgia? —pregunto mientras le acaricio el pelo que le enmarca el rostro.

Ella asiente.

Vaya.

Me retiro, y ella hace una mueca.

—¿Te duele?

—Un poco —confiesa con una sonrisa tímida.

—Me gusta que te duela. Te recordará que he estado ahí, solo yo.

Le doy un beso violento, posesivo.

Porque no quiero que se vaya a Georgia.

Y porque nadie había tomado la iniciativa conmigo desde… desde Elena.

E incluso entonces todo estaba calculado, formaba parte de una representación.

Me pongo de pie y alargo el brazo para dejarla sentada.

—Siempre preparado —musita ella cuando me quito el condón.

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