Green

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Introducción que, no obstante serlo, puede leerse al final de la historia, y tal vez debería hacerse así

En 1975 culminé con un magnífico expediente mis estudios de antropología en la Universidad Autónoma de Barcelona. Por aquellos días, yo era muy joven y aún no tenía definida mi vocación. Algunos profesores habían observado en mí especiales cualidades tanto para la investigación teórica como para la aplicada, y me invitaron a participar en los trabajos de sus respectivos departamentos. De esta forma, yo disfruté del raro privilegio de poder elegir, entre una gama de disciplinas que se me ofrecían en abanico, como en un escaparate, mi propio futuro como científico. Mis preocupaciones —si alguna tenía entonces que pudiera considerarse como tal— se centraban en el conocimiento de la llamada ‘cultura del Hombre’. En particular, me sentía atraído por los elementos constitutivos de ésta. Supuse que sólo podría llegar a adquirir una idea fundada de la cultura humana si rastreaba su historia y me lanzaba hasta sus orígenes. Como tenía toda una vida por delante, la perspectiva de recorrer desde el principio la peripecia completa del Hombre sobre la Tierra no me dio pereza, de manera que acepté sin más argumentaciones la amable invitación del doctor Joan Casals y me incorporé a su equipo en el Departamento de Primatología de la universidad catalana.

Una serie de felices coincidencias me permitió disfrutar, casi de inmediato, de una interesante beca del Gobierno Español para desplazarme a Guinea Ecuatorial. Poco antes de partir visité el parque zoológico de la ciudad por enésima vez. Arrastrado por una fuerza que ahora reconozco como providencial, no tardé en llegar al sector de los primates, donde me fue fácil reconocer, muy pronto, un ejemplar de chimpancé adulto —de la especie Pan paniscus o pigmeo— porque llevaba en su testuz una llamativa mancha verde. El animal permanecía alejado de sus compañeros, ajeno a los acontecimientos de su derredor, un tanto hosco, diríase que arrobado por un resentimiento profundo que, al mismo tiempo, lo llenaba de abulia y de tristeza. Como por acto reflejo, me asaltó entonces un comentario del profesor Sabater Pi que sólo allí adquirió especial crudeza. Conmovido por los ojos lánguidos de aquel chimpancé, gesticulé con vehemencia para que se acercara a mí. Dudó varios minutos, pero por fin lo hizo, tal vez convencido de la sincera ternura de mi llamada. Alargando mi brazo, le acaricié la cabeza y, en voz muy baja, le susurré unas palabras tan espontáneas como —ahora lo admito— frívolas: juré que algún día lo redimiría de su calvario. Luego le entregué como regalo un llavero de plástico que reproducía —de forma abominable, por cierto— el famoso Manneken Pis de Bruselas, y el chimpancé se retiró con el muñequito entre sus manos, en apariencia satisfecho o, al menos, conforme.

Los trabajos de campo que pude realizar en Guinea Ecuatorial fueron, con franqueza, inutilizables. Mi propósito al llegar a aquel país era, en primer lugar, el de aclimatarme al biotopo natural de una colonia de chimpancés próxima al río Mitemele, de la que tenía noticias por las informaciones que me había suministrado el doctor Sabater. Yo era consciente de las dificultades que entrañaba mi empeño, pero también sabía que sólo la integración perfecta en el grupo de aquellos póngidos podría permitirme alcanzar resultados de interés en mis investigaciones. En este punto debo aclarar que los estudios realizados con individuos en cautividad o en estado semisalvaje habían demostrado sus limitaciones metodológicas1 y, por tanto, no satisfacían mis aspiraciones científicas, mucho más ambiciosas.

Acontecimientos políticos acaecidos en Guinea Ecuatorial precipitaron la suspensión de mis trabajos cuando apenas llevaba cuatro meses en el país y sólo había podido entrar en contacto con algún ejemplar de chimpancé de manera esporádica. El régimen del presidente Francisco Macías amenazaba con derrumbarse de un momento a otro y las autoridades locales no quisieron garantizar mi seguridad personal en caso de posibles disturbios, de manera que, sorteando adversidades como pude, llegué al puerto de Bata, en donde un buque de la Armada Española aguardaba la evacuación de varios compatriotas.

El estado de excepción sirvió para clausurar sin misericordia mis investigaciones, pero también actuó de fuerza centrípeta respecto de los muchos primatólogos que se habían repartido por todo el país y que coincidimos por unas horas en aquella ciudad de la costa guineana. De esta forma, tuve la fortuna de conocer y tratar a la mítica Jane van Lawick-Goodall2, así como al no menos célebre Edward O. Wilson, cuyos magistrales aunque breves y apresurados comentarios me han servido de gran ayuda en mi carrera posterior. Pero lo que tuvo una importancia capital y dirimente para mi formación fue el casual encuentro que mantuve con los profesores William S. Burch y Tadashi Kinugasa, de la Universidad de Kioto. Burch y Kinugasa llevaban dos años estudiando el lenguaje de los chimpancés pertenecientes a una colonia sita en las orillas del río Muni, e intentaban demostrar que estos primates se comunican por medio de un sistema fonal de doble articulación similar, aunque más rudimentario, al lenguaje humano. La tesis parecía excéntrica pero atrayente, sobre todo porque se sustentaba en novedosas experiencias medidas y documentadas mediante un sofisticadísimo equipo electrónico e informático para mí desconocido hasta aquel entonces. Por desgracia, no tuve tiempo para entrar en el detalle de estas experiencias, pero sí pude conocer el estado en que quedaban suspensas las investigaciones, a la espera de un momento más propicio. Burch y Kinugasa habían podido aislar con cierta claridad diversos sonidos pertenecientes a una primera articulación y estaban en condiciones de demostrar la existencia de algunas palabras elementales pero con un contenido semántico nítido y diferenciado. Por ejemplo [zru], que significa /hormiga/. Incluso habían detectado composiciones más complejas. En efecto, dado que [goo] es /blanco/, estos chimpancés dicen [zru goo] para nombrar al bellicositermes, género de termitas albinas propio del África ecuatorial3 . Sin embargo, estos dos magníficos investigadores se habían encontrado con varios obstáculos casi insalvables y, por tanto, descorazonadores. Uno de ellos estribaba —según mi personal parecer, que en un principio no aceptaron— en el hecho de que la vinculación de los chimpancés con su medio es radicalmente diversa de la de los hombres con el suyo. Ello quiere decir que estos primates poseen no sólo palabras distintas, sino también ideas diferentes; viven, por consiguiente, en un mundo paralelo al nuestro pero refractario si se mide con los patrones culturales propios de los seres humanos; un mundo, pues, blindado por la frontera invisible de la incomprensión, intransitivo, salvo que alguien posea la clave para atravesarlo y analizarlo desde el otro lado, desde la orilla en la que los póngidos conciben la realidad y la recrean con su peculiar lenguaje. Sin embargo, el problema que más preocupaba a Burch y a Kinugasa era el de la deficiencia de los sonidos emitidos por los chimpancés, debida al primario funcionamiento de su aparato fonador. Esto dificultaba de forma extraordinaria la identificación y posterior clasificación de las voces. Sin embargo, permitía albergar la hipótesis según la cual los póngidos poseen un lenguaje prefónico o, por decirlo de manera más inteligible, de carácter casi exclusivamente cerebral; encarcelado, por tanto, en la impotencia de la aprosodia4.

De regreso a España, comenté con mis colegas éstas y otras apreciaciones sin hallar la receptividad que yo esperaba. Antes al contrario, alguien me tachó de ingenuo y visionario, y me acusó de haber empleado el tiempo de mi estancia en Guinea Ecuatorial en mi propio esparcimiento lúdico. Y el doctor Casals —de quien resalto tanto su honradez personal como su ceguera científica— me dio un ultimátum para reconducir la recién nacida línea investigadora que, por pura rebeldía, acababa de asumir. Los problemas fueron acumulándose con rapidez y mi terquedad los hizo insostenibles.

Guardo en mi memoria, imborrable, la mañana definitiva y gloriosa en la que recibí la notificación del rectorado por la que se me comunicaba mi cese como profesor no numerario de la universidad. Recuerdo que releí una y otra vez, incrédulo, aquel miserable escrito. También recuerdo que, drogado cual escorpión por un veneno propio, íntimo, mezcla de irritación, odio e impotencia, deambulé durante horas por las calles de la ciudad. Así, fui a dar con mis pasos a los accesos del parque zoológico. De improviso, asaltó mi mente la imagen del chimpancé de la testuz verde, a quien meses atrás —pensé con ironía— había prometido su redención. Supe comprender que no se trataba de una revelación caprichosa. Al contrario, me demandaba coherencia. Estaba obligado, pues, a pedirle disculpas por aquel compromiso que sólo había servido para mantenerlo en una dolorosa e inútil esperanza durante tanto tiempo. De modo que, resoluto, inspiré con fuerza y me dirigí hacia el área de los primates.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando, al descubrirme entre sus visitantes, el chimpancé se lanzó hacia mí con súbita excitación. Yo no supe reaccionar, incómodo ante las miradas de un público advertido por los gritos impacientes del mono de que allí estaba ocurriendo algo insólito. Me limité a sonreír. El simio, confundido, acentuó sus aspavientos. Yo me encogí de hombros. Entonces el animal, sin duda dolido por aquella exhibición farsante de perplejidad con la que yo le respondía, cambió su gesto ansioso por un rictus huraño y, sin más, comenzó a masturbarse. Yo me horroricé, abochornado, porque me supe responsable de aquella reacción del chimpancé, en apariencia absurda. Di, pues, media vuelta, e inicié la huida con discreción, dispuesto a olvidar que había acudido a aquel lugar para pedir disculpas por mi bellaquería. Antes de dar el cuarto paso, sin embargo, un golpe en la nuca me detuvo. ¡Aquel chimpancé me había lanzado el llavero que meses atrás yo le regalara! Relacioné, entonces, el acto de la masturbación con la detestable reproducción del Manneken Pis y, de esta manera, supe lo que el animal quiso recordarme con su acción: mi promesa incumplida, la misma que, quisiéralo yo o no, habría seguido en pie incluso si hubiera sido capaz de esconderme en la caverna más umbría de las antípodas.

Esa misma tarde escribí al profesor Kinugasa —Burch había fallecido meses atrás en su ciudad natal de Salt Lake, Utah, víctima de una extraña y nunca bien aclarada intoxicación—. En mi carta le narraba el extraordinario episodio y avanzaba algunas hipótesis sobre la capacidad metafórica de aquel individuo, indicadora de procesos mentales superiores. Kinugasa me encargó que me hiciera con el animal a cualquier precio y que me personara con él en Kioto tan pronto como me fuera posible, facilitándome para todo ello cuantiosos recursos económicos. No me resultó fácil lidiar con la burocracia española pero, tres meses después, el profesor Kinugasa y yo ya estábamos trabajando con el pequeño mono, a satisfacción, en un laboratorio dotado por la Administración nipona a nuestro capricho. El resultado de nueve largos años de trabajos ininterrumpidos fue publicado por la universidad de Kioto y traducido, en medio de una permanente polémica, a las principales lenguas de todo el mundo. Otros trabajos posteriores han servido para revisar la primitiva edición, enriqueciéndola con nuevos e importantes descubrimientos.

Hasta la fecha, nuestros esfuerzos para divulgar los resultados de la investigación han ido dirigidos a fundamentar científicamente los postulados de los que hemos partido. En nuestro afán por apurar el rigor de nuestras exposiciones, nos hemos conformado con limitar éstas a una descripción de la estructura del lenguaje de los póngidos, autoimponiéndonos para ello una metodología estricta, severa y siempre sometida a controles críticos de extrema dureza. Sin embargo, pese a su indudable importancia, el trabajo no ha sido reconocido por la comunidad científica, que lo tacha de artificioso y vago, reproduciendo, en ocasiones sin ninguna reserva ni sonrojo, argumentos que ya fueron utilizados durante el siglo pasado por los propios detractores de Darwin. No oculto mi satisfacción, empero, por el hecho de haber merecido el anatema de Su Santidad Juan Pablo II quien, en su Encíclica Virginibus puerisque, se refiere de manera velada a nuestro tratado, calificándolo de «producto aberrante, promotor de esa superstición científica que está causando tantos estragos en las mentes, deseosas de luz, de la juventud de nuestros días»5 .

Pero Green —así se llama nuestro chimpancé y él mismo nos lo ha dicho— piensa y habla. He intentado por todos los medios transmitir a los hombres esta verdad, sin hallar hasta el momento el eco que mis propuestas merecen. Muchos me pedirán ahora que repita por enésima vez el método de trabajo seguido para lograr entender el significado de sus expresiones y pensamientos, pero no lo haré más porque considero estéril, a estas alturas de mi peregrinaje por el desierto, volver a atravesar las horcas Caudinas de la investigación codificada. Sólo deseo insistir en el hecho de que la extraordinaria inteligencia de aquel animal, así como su intensa experiencia de relaciones con los humanos, lo han convertido en un ejemplar único capaz de pensar con nuestras claves e ideas y, por tanto, de hablar con un lenguaje trasladable al de los hombres, es decir, inteligible mediante su adecuada transposición.

De esta manera, he conseguido reunir el material que ahora someto a la consideración del lector. Se trata de la autobiografía de Green, el chimpancé, narrada por él mismo. Insisto en este dato aun cayendo en el pleonasmo. Como es obvio, jamás habría dado publicidad a las páginas que siguen si hubiera logrado de otra manera convencer a mis colegas en la Ciencia sobre la veracidad de mis argumentos. Cerrada, sin embargo, la vía de la persuasión, pretendo abrir con estos folios la de la conmoción.

Juro, pues, por mi honor, con la solemnidad que requiere una declaración de este tipo, que mi tarea aquí se ha limitado a transcribir de forma textual las palabras de Green. Sólo me he permitido un ligero ejercicio de bruñido, sobre todo en lo que se refiere a las oraciones subordinadas, con las que el chimpancé se encontró siempre en serias dificultades. También he tenido que arriesgar el término castellano de algunos conceptos a los que Green se refería por medio de largos circunloquios. Algunos resultan tan evidentes que no me provocan ningún reparo científico; por ejemplo, /caballo/ por [groo zugo], es decir, /gran cebra sin rayas/, o /fusil/ por [gree zúo] o, en volcado literal, /caña asesina/. Otros, en cambio, han requerido largos análisis de los contextos expresados por el chimpancé, como /muerte/, correlato, a mi juicio, de [úug broj nee], o sea, /ya no juego más/. A veces, la versión dada por mí es, lo reconozco, bastante libre e, incluso, arbitraria, como al escribir /medieval/ si Green decía [buuj zoó grií], esto es, sic, /cuando no distinguíamos las cosas de los gritos con los que nos sorprendíamos ante ellas/6. Advierto, también, que traduje algunos conceptos abstractos, relativos a estados de ánimo, emociones y sentimientos intransferiblemente propios de los simios, por términos que, según mi criterio, se asemejan a los de los humanos. No niego, por último, que me he inspirado en ciertas estructuras novelescas para ordenar la secuencia de las historias que Green fue desgranando con tan espontáneo como caótico desparpajo. En todo caso, he intentado ser escrupuloso en el respeto a la verdad, sin renunciar por ello a la pasión que la causa merece.

Resumo: a lo largo de varios años, Green ha ido narrando, él mismo, sus experiencias vitales; yo fui recogiéndolas con fidelidad de magnetófono, sin aportar nada que pudiera alterar el contenido o la interpretación de sus vivencias. Y puedo asegurar que Green no sólo ha transmitido con clarividencia y rigor hechos y situaciones, sino que, en su exposición, ha mantenido el tono socarrón y un tanto escéptico que ustedes sabrán muy pronto apreciar. Green ha sobrevivido a la coexistencia con los humanos como un auténtico pícaro. Y, propietario de una ética sui generis que él forjó para sí mismo, supo acomodarse a las inclemencias que le tocaron en suerte sin hacer daño a nadie; al menos, no por voluntad entrenada con tal fin. Green es un ser marginal y, quizás, insignificante, pero está dotado de un sentido intuitivo de las cosas que le ha permitido convertirse en un espectador privilegiado de eso que Balzac llamó la comedia humana. Decididamente, es torpe en la comprensión de algunas particularidades que caracterizan al hombre en su actual estado de civilización, pero esa ingenuidad de Green, a veces pasmosa, no hace sino transformarle en un ser dulce y maravilloso del que podemos y debemos extraer innumerables consecuencias. Por cierto, he aquí una de las razones por las que tanto erudito a la violeta se ha empeñado en desvirtuar el resultado de nuestras investigaciones.

Sólo me resta añadir que la información suministrada por Green ha sido contrastada con las versiones aportadas por algunos de los protagonistas de la historia, quienes, por el momento, nos han rogado que los mantengamos en el anonimato, aduciendo razones que se entenderán con facilidad una vez leído el texto que sigue. Por tanto, hemos de aclarar, aunque para ello tengamos que recurrir al tópico, que los nombres de los personajes que aparecen en el relato son ficticios, aunque no los hechos ni las circunstancias de los mismos. No obstante, la totalidad de la documentación que utilicé se encuentra depositada por la Fundación William S. Burch para el Fomento de una Etología Humanista en la notaría del Dr. Klaus W. Hoffmann, en La Haya, con instrucciones severas de publicación íntegra y sin censura el día 2 de enero del año 2040, fecha que todos los implicados, en este asunto prudentes, nos hemos puesto como término para morirnos.

Miguel Gil Ruisánchez

Doctor en Primatología

Profesor Asociado de la Universidad Libre de Amberes

Amberes, marzo de 1999

P. S.: Green falleció en la noche del 31 de diciembre de 1999, víctima de una trombosis embólica. Sirva este libro de homenaje y reconocimiento a su inmensa humanidad. (Nota del editor).

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