Green

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Capítulo primero

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Capítulo primero

En el que Green aporta interesantísimos datos acerca de la vida en naturaleza, así como claves que serán valiosas para comprender las causas de su desconcierto ante un mundo ordenado por seres humanos

Yo, señores, nací en la selva, en un lugar cuyo nombre no les puedo decir, no porque lo haya olvidado, sino porque no lo supe nunca. Aún no ha llegado hasta nosotros, los chimpancés, la necesidad de instaurar barreras para hacer del terreno así acotado el motivo de una hermandad, de modo que detalles como ése se me han pasado por alto.

A quien sí recuerdo es a mi Madre, claro. Madre era muy hermosa. Y no porque lo diga Yo. Los machos del grupo, incluso los más jóvenes, se la disputaban cuando ella entraba en celo. Madre procuraba atenderlos a todos con una generosidad rayana en la lujuria, lo que no siempre se entendía bien, aun cuando a la larga contribuyera al buen clima de aquella gran familia. A veces, hasta Yo mismo me enfadaba cuando la descubría ofreciendo su espléndido trasero al primer gañán que la requería de amores. Protestaba, e incluso procuraba interponerme entre ambos, pero el que la cabalgaba solía ser mucho más grande que Yo y, con un guantazo, resolvía mis quejas. Entonces, antes de ponerme a llorar, buscaba el amparo de mi Madre en sus grandes y profundos ojos negros. Pero Madre se reía, y en esta risa veía Yo que las cosas eran como tenían que ser. La risa de mi Madre iluminó mi infancia y mis entendederas.

Con nosotros también estaba mi Hermano, bastante mayor que Yo. Tenía su propia pandilla de amigos, con la que se pasaba el día jugando, del río a la floresta, de las termitas a los higos y a las moras, siempre de aquí para allá, dando volteretas y cabriolas, volando de liana en liana, sin parar. No tenía preocupaciones ni quien se las impusiera. Cuando se cansaba de tanto trajín, se acostaba en su lecho de hojas tiernas y dormía a pata suelta. Si no tenía sueño, se preparaba unas bolitas de mascar con la resina de una especie de hevea y así recuperaba las fuerzas: tumbado a la bartola boca arriba, con la vista clavada en la copa de los árboles, a mandíbula batiente, como rumiando un pensamiento insondable que, sin duda, jamás asomó por su cerebro. Seguro. Hermano huía de las complicaciones intelectuales por miedo a no saber resolverlas, pero le iba bien en la vida, quizá porque tenía un corazón enorme. A mí me quería con locura.

Vivíamos a capricho. Disponíamos de todo cuanto necesitábamos: un monte cercano, de silueta parecida a la cabeza de un chimpancé gigantesco, se nos antojaba el padre de todos, generoso y protector; además, había un bosque frondoso, espeso, con árboles de todas las especies; plantas trepadoras que nos ayudaban a buscar el cielo; arbustos y flores de colores vivos; hierba fresca; el agua limpia de un río… Y, muy cerca de allí, la sabana, que visitábamos de cuando en cuando, con sus manglares y sus plantas de granos sabrosísimos. Comíamos a nuestros antojo, por cierto: finitas dulces y amargas; miel; hojas de ficus, mimosas y orquídeas; hormigas, termitas y larvas de avispas, de escarabajos, de cecidomias y de abejas; huevos de pájaros abandonados en sus nidos. En alguna ocasión, los machos adultos salían de caza y regresaban con una pieza de cerdo salvaje. O de gacela joven, que era mi plato preferido. Recuerdo el día en que se presentaron con un pequeño babuino. Por alguna razón que nunca comprendí, caí en una melancolía profunda al contemplar los ojos hinchados de aquel infeliz animal, como si la muerte lo hubiera sorprendido pidiendo clemencia. Pero Madre se rió, y Yo acabé por probar aquella carne que, en efecto, era espumosa y suculenta.

Podría pensarse que no cuento más que la parte alegre de aquella etapa de mi vida, y no es verdad. Por supuesto, también teníamos nuestros días malos, pero rara era la ocasión en la que una desgracia no traía consigo su buena contrapartida. Por ejemplo, cuando llegaba la época de las grandes lluvias nos veíamos obligados a guarecernos en la zona más espesa y oscura del bosque. Entonces se acababan los juegos. Nos pasábamos las horas bajo las hojas de acanto, o cubiertos con improvisados abanicos de wasintonias, contemplando aburridamente la mansa caída del agua a nuestro derredor. Pero en estos casos Yo, fingiendo tener frío, me entraba entre las piernas de Madre a calentarme en la lumbre de su vientre y, al calor de ella, le agarraba una de sus tetas y aquella fuentecilla comenzaba a destilar gotas de una leche preciosa. De modo que era como regresar a los tiempos en que aún no había nacido, cuando me sabía el sueño de alguien más fuerte que Yo. Y así no había huracán que se me resistiese.

No negaré tampoco que nos acechaban múltiples peligros. A veces husmeaba nuestro territorio un clan de leonas hambrientas. Otras, eran los accidentes o las enfermedades los que nos atacaban, llevándose en su retirada a alguno de nuestros seres más queridos. No olvidaré jamás la muerte del primogénito de mi Tía, la primera con la que, sospechándola como tal, tuve que vérmelas en mi vida. Hurgábamos él y Yo en la boca de un hormiguero cuando una cobra ponzoñosa se le acercó, ladina, y lo mordió en una de sus patas: se fue entre espasmos y vómitos en apenas unos instantes. Supe que aquello no era un juego porque, de repente, el Primo se quedó tieso, agarrotado, y dejó de prestarme atención por más que Yo le hacía cosquillas o daba saltos sobre su estómago. Apareció mi Tía y se lo cargó al hombro, y así lo paseó por el bosque durante un par de días, como para que el infeliz reparara en la belleza de ese mundo por el que él, de improviso, había perdido todo interés; hasta que un enjambre de moscas anidó en sus narices y el hedor se hizo insoportable. Entonces se lo llevó a la cima de la Montaña-Padre y regresó poco después sin él, abatida y llena de rencor. Nunca más volví a jugar con mi pequeño Primo.

Pero, a pesar de contratiempos como ese, inevitables y terribles, nosotros éramos seres privilegiados. En nuestro hábitat reinaba la paz por encima de las fricciones. No sabría explicarles mejor lo que quiero decir con estas palabras. Tal vez esté hablando de felicidad, pero de felicidad real, de la que se siente y se respira; no de esa felicidad con la que ustedes se llenan la boca, hecha de memoria y de deseo, y casi nunca de materia presente. Nosotros, en cambio, no mirábamos hacia delante ni tampoco hacia atrás: sólo sentíamos y consentíamos, y sabíamos responder a los requerimientos de la vida sin inventarnos artificios que quizás eliminaran algunos problemas pero, sin duda, enrevesaban la solución de los más.

Claro que, acaso, nada habría sido de esta manera de no haber llegado a nuestra comunidad Él7, el hombre que tenía una mata de pelo blanco bajo la nariz. Me enseñó a llamarla «mostacho», y decía que era blanca por vieja. Casi ya no lo recuerdo, pues desapareció de nuestras vidas cuando Yo era muy chico. Pero todos los que lo conocieron bien coinciden en afirmar que aquel noble anciano resultó providencial para nuestro grupo. Él nos enseñó cuanto precisamos para sobrevivir sin graves contratiempos en la jungla. No sólo nos ayudó a perfeccionar las herramientas, útiles y tácticas con los que, desde tiempo inmemorial, nuestra especie se las arregla para apresar termitas, absorber los líquidos de las plantas durante la estación seca, o enfrentar la agresión de un guepardo mosqueado. También nos instruyó en los efectos benéficos del aseo personal y del lavado de las frutas, así como en la conveniencia de aliviar el vientre en lugares apartados del tráfico ordinario. Además, nos ilustró en el arte de despistar a nuestros enemigos, y en el de atrincherarnos en nuestro amor por la vida cuando el infortunio se empeña en machacarla. Nos dio una lengua, en fin, más rica que la nuestra, que, como saben, está limitada a la denominación de cosas tangibles y de algunas combinaciones elementales entre ellas. La lengua de Él, en cambio, que se parece tanto a la de ustedes, va más allá; es una especie de cazafantasmas divertidísimo, porque basta con pensar una palabra —como libertad, o tristeza, u orgullo— para capturar realidades que, aunque invisibles, están en nuestro derredor, al alcance si no de nuestras manos, sí de nuestro entendimiento, dispuestas a convertirse en juguetes de la imaginación o en instrumento de la inteligencia. Nos fascinaba oírle, y Él lo sabía. Por eso, al anochecer, cuando el cansancio acumulado a lo largo de la jornada hacía propicia la aventura intelectual, nos congregaba en torno a una hoguera para enseñarnos términos nuevos, vocablos que servían para rescatar los tengües y las cornicabras del mundo monocolor de las plantas; o para imaginar en los gorilas la existencia de unos parientes gigantescos y míticos, amos de un reino que, tal vez, fuera nuestra tierra prometida; o para razonar que tres no es lo mismo que trescientos y que, en caso de duda, es mejor echar a correr y que cuente otro. A veces, Él abría un libro que hablaba de las victorias de seres legendarios, como la del tigre de Kuala Lumpur, o la del cisne danés de desoladora infancia; o nos explicaba el misterioso ciclo de las estaciones, y la causa de que la noche sucediera al día y viceversa. Pero lo que más nos gustaba era que nos recordara con sus palabras hechos, situaciones o anécdotas que nosotros mismos habíamos protagonizado días o meses atrás. Porque, contadas por Él, tal parecía que se trataba de las aventuras de algún héroe fabuloso; y eso, el sentirnos protagonistas de historias que, desde entonces, vagarían por el universo prestas a ser rescatadas por el verbo de alguien como Él, nos llenaba de esperanzas hermosas, como si también nosotros, los chimpancés, pudiéramos soñar con algo parecido a lo que, según dicen, ustedes disfrutan, que se llama eternidad. Por lo general lo celebrábamos con aplausos y risotadas, pero no nos extendíamos demasiado en la jarana porque se nos había inculcado que, a esas horas de la noche, el resto de los animales también tienen derecho a dormir.

Con esto que acabo de decir ya habrán supuesto que lo que Él nos enseñaba planteaba algunas serias contradicciones: al mismo tiempo que nos abría las puertas de mundos desconocidos, nos imponía fronteras invisibles que no era conveniente franquear. Así, aprendimos a encender el fuego pero, también, la norma por la que no debíamos quemar los bosques, ni siquiera con la benemérita pretensión de acabar de una vez por todas con nuestros enemigos. Descubrimos la importancia de la buena información y, al mismo tiempo, nos impusimos la prohibición de mentir. Lo de no hacer ruido después de la medianoche era lo que peor soportábamos todos nosotros, sin excepción. Y, aunque Él fuera muy persuasivo, en este punto debió haber advertido que, en la cadena evolutiva, hay determinados atajos que acaban pagándose muy caros.

Pues es lo cierto que a nosotros no nos resultaba sencillo distinguir entre un reparo sensato y un melindre sobrecargado de afectación. Por ejemplo, tardamos tres días completos en comprender las razones por las que no es de buen gusto orinarse en el almuerzo de un congénere so pretexto de una broma. Y otros tres en aceptar que un buen sistema de colaboración hace inútil el principio de obediencia. Esto último hubo quien se negó a admitirlo. Y, en este rechazo a las buenas reglas de Él, muchos encontraron un atractivo banderín de enganche para la restauración de las viejas jerarquías, las de toda la vida, aquellas que se basaban en la ley del Machomasfuerte, a quien, sin habernos dado cuenta, habíamos relevado de su función de líder.

Pero, mientras unos pocos muñían la rebelión, los más disfrutábamos de nuestro particular paraíso. Como ya dije, Yo era muy pequeño. El recuerdo de esa etapa de mi vida llega hasta mí difuso y confuso, mezclado, sin duda, con el del relato que, de aquellos mismos días, me hiciera mi Madre. De modo que, tal vez, no pueda ser bastante fiel a lo que entonces ocurrió. Pero de esto no me reconozco responsable; lo contaré, pues, sacudiéndome los complejos: Él me adoraba como a un hijo; decía de mí que era casi humano. Que tenía un duende especial. Eso decía, «un duende especial», aunque nunca supe a ciencia cierta lo que con ello me quiso transmitir, de no ser lo que más adelante explicaré, causa de mi historia singular, incluidas todas sus desgracias.

Él dedicó a mi formación sus mayores esfuerzos. A mí no sólo me enseñó su rica y compleja lengua; también grabó en mi mente, a sangre y fuego, las leyes profundas que la estructuran y, con ellas, una determinada forma de razonar de la que hoy me declaro prebendado y víctima. Todos los días, con el alba, Él venía a buscarme a mi lecho de hojas. Pedía permiso a Madre para recogerme en sus brazos y me llevaba consigo a su hermosa cabaña de cañas y helechos. Allí pasábamos la mañana, entre extraños aparatos similares a éstos con los que ustedes me auscultan, si bien más rudimentarios. Jugábamos. Jugábamos mucho. Jugábamos a conversar, aunque no sé decir de qué. Sólo me ha quedado de estos encuentros el eco de una melodía placentera que, a veces, todavía hoy, resuena en mí cuando me emociono o me sorprendo; sobre todo cuando me sorprendo ante un descubrimiento inesperado. Por fin, al cabo de unas horas, Él me devolvía a Madre más fuerte —Él decía que virtuoso— y feliz. Madre percibía mis avances de día en día, según ella misma me contó. No me detendré aquí a relatarles el catálogo de las habilidades adquiridas por mí en tan temprana edad, pero sí les diré que, muy pronto, corrió entre la facción sediciosa de mi comunidad la especie de que Yo estaba siendo preparado para asumir el mando cuando Él lo estimase oportuno. Él intentó atajar el bulo en el transcurso de una asamblea nocturna convocada a tal efecto. Durante ella, explicó las razones por las que a mí me estaba dando un trato especial, pero sólo consiguió levantar envidias allí donde no las había y azuzar sospechas que Machomasfuerte se encargó de alimentar. De cualquier forma, lo peor estaba por venir.

Una tarde oímos unos ruidos que, poco a poco, fueron propagándose con mayor fuerza y regularidad. Eran ruidos para nosotros desconocidos, brutales, como de una tormenta arrebatadora pero sin aguacero. Procedían de la región donde habitaban los babuinos, muy próxima a la nuestra, y llegaban en descargas sucesivas, interrumpidas por breves lapsos de un silencio mortal, aun más terrorífico que el de las ráfagas secas y sin relámpagos. Todos nos asustamos muchísimo, pues nunca antes nos habíamos enfrentado a un fenómeno como aquél. Algunos se escondieron bajo la fronda, o en el interior de los árboles muertos, o entre los matorrales. Machomasfuerte y sus secuaces optaron por encarar el peligro y se fueron a su encuentro mientras Madre, Hermano y Yo, junto a otros compañeros, corrimos a buscar la protección dé Él. Él también se hallaba muy preocupado, pero no quiso alarmarnos. Nos habló de un conflicto entre hombres, en el que los chimpancés no teníamos nada que ver ni que perder. Luego se retiró a su cabaña y se puso a trajinar con una pequeña radio que Él escuchaba con mucha frecuencia. De ella salían voces extranjeras, así que no pudimos sacar ninguna conclusión. Entonces cayó la noche y callaron los estruendos, pero en el cielo, silueteando las copas de los árboles más lejanos, se levantó un fulgor rojizo, la luz de un fuego intenso aunque en apariencia controlado. Ahora escuchamos una nueva voz, también remota; era la voz de un hombre, pero una voz reverberante, amplificada por un extraño timbre metálico que se alzaba sobre el murmullo de las llamas y de un griterío monocorde. Hermano perdió los estribos y se puso a chillar como un poseso, golpeándose el pecho con sus puños y dando saltos de aquí para allá, sin rumbo ni sentido. Luego ascendió por un cucuyo y, agarrado a una de sus ramas más altas, exhibió ante el fantasmal enemigo su dentadura de adolescente, al tiempo que lo llamaba malandrín (lo que, por otra parte, resultó patético). Fue cuando, precedido de una detonación, vimos salir desde el vientre de la oscuridad un gargajo de luz azul y silbante. Cruzó delante de nuestras narices como una exhalación y acabó estrellado muy cerca de la cabeza de Hermano. Luego nos llegó el eco de un golpe seco y, a continuación, el aullido triste de aquel. Madre y Yo corrimos en su ayuda. Nos lo encontramos sentado en el suelo, con rostro abatido, pasándose los dedos de la mano derecha por un surco de pelo quemado que garrapateaba sobre su testuz. El disparo no le había levantado la tapa de los sesos por un bendito milímetro.

Así comprendimos que, aunque la guerra de los hombres no fuera contra nosotros, debíamos tomar nuestras propias precauciones. Y por eso regresamos con Él, con el firme propósito de no abandonar la cabaña si no era por razones más poderosas que la de un simple discurso acerca de la maldad intrínseca del género humano, dicho sea esto con el respeto debido.

Pasamos la noche con un ojo cerrado y otro abierto: yo, acurrucado entre las patas de Madre, y Hermano con la mano sobre la cabeza, en silencio, la vista extraviada, como embargado por un sentimiento trágico de la vida. Por fin asomó el sol por el horizonte y todos pensamos que, con él, la jungla recuperaría su pulso cotidiano, ni pacífico ni violento sino, llanamente, selvático. Pero no fue así. Machomasfuerte apareció de forma inesperada. Traía de la mano a un individuo de tez blanca como la de Él, alto y mal encarado, que portaba un enorme machete. Detrás venía un nutrido grupo de hombres con uniformes moteados, rubios y pelirrojos, todos provistos de algún instrumento terrible: grandes armas blancas, fusiles o ametralladoras. Caminaban a gran velocidad y destrozaban cuanto encontraban a su paso. Irrumpieron en la cabaña con atropello. Dos de ellos sacaron a Él por la fuerza y lo arrojaron a los pies de quien acompañaba a Machomasfuerte, al parecer el jefe del comando. Otros dos se dedicaron a reventar la radio y los aparatos con los que Yo había aprendido todo lo que hasta entonces sabía. Intenté protestar, pero no me hicieron caso. También Madre apeló a la compasión y adujo toda clase de argumentos a favor del buen corazón de Él.

Ignoro si aquellos hombres entendieron una sola palabra de nuestras súplicas y si, por tanto, contemplaron en algún momento la posibilidad de hacernos caso. Lo único cierto fue que, justo en el instante en el que el jefe de los militares se ponía a hablar con uno de sus subordinados en voz baja y más pausada, Machomasfuerte se arrojó sobre mi Madre y la emprendió a golpes con ella. Yo corrí hacia mi Hermano para pedirle que hiciera frente a aquel grandullón. Sin embargo, Hermano seguía atenazado por un debate interno acerca de la fragilidad de su existencia, de modo que permaneció como ausente, ajeno a cuanto allí sucedía. Quien sí pudo intervenir y propinar un soberano puñetazo en la mandíbula de Machomasfuerte fue Él. Logró aturdirlo; sin embargo, los hombres que lo custodiaban no tardaron en reducirlo de nuevo, asestándole un brutal golpe en la cabeza con la culata de un fusil. Él cayó desvanecido. Madre y yo corrimos a su vera para socorrerlo, ante la mirada estúpida de Machomasfuerte y los suyos. Lo zarandeamos para que recuperara el conocimiento. Le acariciamos su cabellera y sus largos bigotes blancos, lo besamos en la frente, intentamos ponerlo en pie, sin éxito: pesaba demasiado. Por fin, cuando lo creíamos muerto, abrió los ojos y nos miró como sorprendido. Sonrió con dolor. Nosotros también. Sonreímos. Con dolor. Él alargó un brazo hasta mis hombros. Me rodeó el cuello y me atrajo hacia sí. Yo miré a mi Madre, inquiriendo una explicación para aquel gesto del hombre que no alcanzaba a comprender. Madre se limitó a rogarme que me dejara llevar. Así lo hice. Entonces Él farfulló a mis oídos: «Atiende, por favor, mis palabras. No tendré tiempo para repetírtelas. Ahora debo irme con estos hombres y tal vez no regrese nunca. Por fortuna, creo que ya no me necesitas. Porque tienes un duende especial. Deberás descubrirlo por tus propios medios. Hazlo. Descúbrelo. Y el mundo se rendirá a tus pies». Luego cerró los ojos. Los soldados lo cargaron a la grupa de un caballo y se lo llevaron bosque adentro. Lo seguimos un buen trecho, hasta que uno de aquellos hombres disparó a nuestros pies y Madre se dio por vencida y por convencida. Al cabo de unos minutos, los guerreros se habían ido dejando nuestro territorio arrasado por la desolación y la tristeza. Y, a nosotros, huérfanos de Él, el anciano del mostacho blanco, nuestro padre, nuestro guía y, sobre todo, nuestro amigo del alma (¡del alma, sí! ¡Dije «del alma»!).

Quien no perdió el tiempo fue Machomasfuerte. Tan pronto se vio liberado del resquemor que nos produjo a todos el secuestro alevoso de Él, se fue hacia mi Madre y, enseñándole los dientes, la conminó a coger los bártulos —es un decir— y a abandonar la comunidad. Madre buscó en la mirada de nuestros viejos compañeros un argumento para rechazar el ucase, pero todos la posaron en el suelo: unos, los que gozaron de su sexo paciente y hermoso tantas veces, avergonzados del miedo que los atenazaba; otros, incapaces de escudarse en reproches que habrían sido falsos e injustos; ¡hasta mi Tía negó su apoyo, íntimamente convencida de que su hijo había dejado de jugar a la vida por mi culpa! De modo que Madre no tuvo más remedio que cogernos a Hermano y a mí de la mano y marchar con nosotros hacia el interior de la selva, lejos de aquellos pagos. Todavía pudimos oír a nuestras espaldas la amenaza brutal de Machomasfuerte, que nos condenaba a perpetuidad a no volver a pisar aquel territorio, bajo pena de muerte. A lo que yo, con mi orgullo malherido, respondí para mis adentros prometiéndome días de sacrificio para formarme y forjarme; y así, con la sola fuerza de mi inteligencia, poder vengar aquella espantosa e inicua sentencia.

Durante una larga temporada, Madre, Hermano y Yo vivimos el exilio en un bello y aislado rincón de la jungla, un vergel próximo a un estanque de aguas límpidas. Es verdad que carecíamos del calor y de la seguridad que nos proporcionaba nuestra comuna, pero no nos faltaban alimentos de fácil obtención ni nos resultaba complicado huir de los ancestrales enemigos, para cuya precoz detección habíamos empavesado nuestra marca con toda clase de alarmas. Pese a que nuestra situación era anormal, y lo sabíamos, procuramos restaurar el mundo que nos faltaba con un plus de imaginación y de amor propio. Madre tomó el testigo de Él en las noches cálidas del estío y, así, nos repetía a Hermano y a mí las historias mágicas que recordaba haber escuchado de aquel buen anciano, o se inventaba otras nuevas, que adornaba con su particular sentido de la fantasía. Por el día supo darnos libertad para los juegos y, sin embargo, no descuidó nuestra educación, basada en la querencia hacia todas las cosas que nos rodeaban y en una profunda estima por nuestro propio cuerpo. Así pudimos recuperar la felicidad. Madre volvió, pues, a sus risas; Hermano relajó su mala conciencia y se dio, de nuevo, a las volteretas y a las cabriolas; y Yo, que era demasiado pequeño para manifestar mi alegría de otra forma, no hacía más que amarlos a ellos dos con todo el calor de mi corazón. Creo que ustedes llaman a esto «armonía»: una bonita palabra para algo que suena, en efecto, a lo que en realidad viví.

Pronto, sin embargo, aquel mundo idílico se vino abajo. Sin saber por qué, una mañana Hermano se dejó llevar otra vez por el abatimiento. Se despertó agitado, irascible, rechazó mi compañía y la de Madre, y se alejó unos cuantos metros de nosotros para ocupar un asiento de flores que él mismo había construido para sí en la cima de un pequeño montículo. Allí permaneció largas horas, cariacontecido. Supuse que había vuelto a recordar el accidente del balazo y aquel ataque de súbita y cobarde atonía, y entendí que debía dejarlo tranquilo. Así lo hice. Hermano esperó a que cayera la noche. Entonces regresó hasta nosotros y se puso a dar vueltas en nuestro derredor. Ahora se encontraba nervioso, excitado. Yo miré a Madre en busca de una explicación y Madre, una vez más, se rió de mí. De esta manera supe que lo que le estaba ocurriendo a Hermano era natural y hasta saludable; y, aunque lo acepté sin convencimiento, también lo hice sin reservas.

Aquel episodio se repitió durante varios días más. Hasta que, una tarde, Hermano no volvió de su atalaya de orquídeas. Se limitó a ponerse en pie. El sol se ocultaba a su espalda, de modo que no pude apreciar el gesto de su rostro cuando la silueta, que ahora me pareció crecida, alzó su brazo derecho y, batiendo la mano tal como nos había enseñado Él, nos dijo adiós. Desapareció tras las palmeras del estanque. Nunca más supimos de su suerte. Recuerdo que Madre me abrazó con fuerza. Y, aunque no dejó de carcajearse, Yo creo que lo hizo para no escucharse a sí misma. Lo real fue que también lloró; lloró sin lágrimas, pero lloró. Hermano había acudido a la llamada de su naturaleza, me explicó entre gemidos, en busca de hembras a las que fecundar, porque era necesario que nuestra estirpe se perpetuara para que la vida que anidaba en nosotros y que tanto amábamos pudiera seguir alimentándose; alimentando también aquellas magníficas tierras que, ahora, nos acogían con tanta generosidad.

De modo que Madre y Yo nos quedamos solos. Podrá pensarse que la tristeza y el abatimiento nos tenían atenazados, pero no fue así. Tal vez resulte que, en nuestra especie, predomine un natural inconsciente y, por tanto, irresponsable, pero lo cierto fue que, sin tardar, supimos aclimatarnos a la nueva situación. Y otra vez regresamos a nuestros juegos, y a nuestras charlas, y a las noches serenas metidos el uno por el otro, como para enseñarle al destino que la adoración que nos profesábamos hacía vano todo esfuerzo por minarnos el deseo de ser felices.

Una exhibición de orgullo demasiado inconsistente: la alevosa realidad se encargó de demostrárnoslo muy pronto. Fue una mañana que recuerdo gris. Yo jugaba cerca de un panal de miel cuando llamó mi atención el chillido lejano y triste de un animal que no logré identificar. Seguí la guía de aquel desgarrador grito con tanta prudencia como resolución, pues sabía que podía tratarse de una trampa pero, también, de un caso de urgente necesidad. El chillido fue haciéndose cada vez más débil, a pesar de que yo me acercaba a la fuente del dolor, o tal vez por eso. Entonces descubrí, casi oculto bajo unas flores de acacia, un pequeño colobo que lloraba con desconsuelo y miedo: una de sus patas había sido apresada por un cepo y el animal apenas podía moverse. Corrí hacia él e intenté liberarlo, pero todas mis fuerzas resultaron insuficientes para separar aquellas voraces mandíbulas de hierro. El pobre colobo estaba asustado y tampoco me ayudó en la tarea. Sin duda creyó que yo venía con intenciones aviesas, de modo que, histérico, se puso a dar manotazos al aire al tiempo que me amenazaba con ridículos aspavientos. Le dije algo amable para serenarlo pero, como habrán supuesto, no me entendió. Entonces aparecieron cinco o seis colobos adultos que, irritados, se sumaron al malentendido. Uno de los machos se aproximó a mí con la boca abierta para mostrarme sus dientecillos en gesto iracundo. Tras él vinieron otros dos. Ahora, los tres se alzaron sobre las patas y blandieron los puños por encima de sus cabezas. Comprendí que, de un momento a otro, se abalanzarían sobre mí para descuartizarme. En mi ingenuidad quise hacerles ver su error con una sonrisa bobalicona, que ellos imputaron de inmediato a mi cinismo. Así que el más grande dio un salto y se colocó a un palmo de mis narices. Y ya se disponía a arrearme un puñetazo cuando apareció Madre a mis espaldas. Me cogió por los hombros y, elevándome del suelo, me alejó tres metros de la escena. Luego se lanzó sobre el primer colobo y la emprendió a mordiscos con él. Lo habría despachado en pocos segundos de no haber sido porque, en seguida, cayó sobre ella toda una legión de micos, que emergió como por ensalmo de las profundidades de la fronda. Protesté, grité, aullé, pero no pude hacer nada más por salvar a Madre del brutal linchamiento al que la estaban sometiendo aquellas despreciables bestezuelas. Entonces se oyó un disparo. Los colobos detuvieron la carnicería para levantar sus cabezas y escuchar mejor. El silencio, por unos segundos, se hizo pesado, tenso. Hasta que una nueva descarga los dispersó: salieron corriendo del lugar en caótica desbandada. Yo, actuando como si el peligro no me atañese, me fui hasta Madre, quien sangraba copiosamente por las numerosas heridas abiertas en todo su cuerpo; respiraba con extrema dificultad. Le pedí que no se fuera, que no dejara de jugar. Pero Madre, una vez más, sonrió. Y, sin apenas aliento, me dijo que ya nada podría hacerse por su vida; que, como dicen ustedes, los humanos, había llegado su hora y que la lógica de los linajes debía dar paso a otros chimpancés más jóvenes, como Yo. Y aprovechó para recordarme las últimas palabras que escuchamos de Él, aquellas que hablaban del geniecillo que habitaba en mi interior y que llegaría a marcarme el camino de mi dicha. «Búscalo —me dijo en su agonía—; recuerda que, si lo encuentras, el mundo se rendirá a tus pies». Luego calló, pero permaneció con los ojos abiertos. Yo me abracé a su cuerpo aún palpitante y comencé a llorar. «¡Madre, no me dejes!», le rogué, pero creo que ella ya no me escuchaba. De repente oí el crujir de la hojarasca. Alcé la vista y me topé con un hombre enorme que, riéndose, parecía apuntarme con el cañón de su rifle. No hice nada por escabullirme de sus brazos cuando se agachó para recogerme. Me acarició la espalda con ternura. Susurró a mis oídos algo de tono dulce que yo no entendí, pues hablaba una lengua extranjera. Luego empujó mi cabeza contra su pecho para que yo no pudiera ver lo que segundos después él haría. Escuché dos nuevos disparos. Supe que uno había sido para el pequeño colobo, olvidado de todos en el cepo. El otro se encargó de que Madre se durmiera para siempre con una sorprendente mueca de felicidad, la misma con la que tantas veces me enseñara que algunas cosas suceden porque tienen que suceder.

Así fue como, expulsado de un paraíso que supuse vanamente eterno, inicié mi auténtica peripecia vital, metido de lleno en el mundo de los hombres. Aquel cazador me dio, por breves días, cobijo, alimento y cariño. Quizá me habría ido muy bien bajo su custodia, pero ocurrió que, al pretender introducirme en el país que llaman Marruecos, un funcionario de aquella aduana se opuso a mi entrada aduciendo, mediante gestos fáciles de imaginar, razones de índole sanitaria (¡con lo limpio que siempre fui!). El cazador intentó toda clase de triquiñuelas para bajar la resistencia del riguroso aduanero, incluso la del soborno, mas no consiguió que a aquel se le borrara la estúpida sonrisa con la que, de antemano, festejara mi incautación. Al final, mi amo debió de concluir que Yo no merecía el riesgo de acabar en la cárcel por desacato y decidió dejarme en depósito, fórmula que todos menos Yo dieron por buena y que dejaba mi suerte al capricho del marroquí.

El cazador se alejó del lugar con indiferencia, sin decirme siquiera adiós. Resultó evidente que me dejaba por bien perdido. Yo le mostré mi indignación como mejor supe: gritando. Nunca como hasta entonces me había sentido víctima de tanto desprecio, degradado a la categoría ínfima del decomiso. Pero mi protesta fue vana. Tan sólo logré que el hombre blanco girase sobre sí para encogerse de hombros. Luego desapareció tras una mampara.

Y Yo me comí mi orgullo y mi coraje.

Y, de esta manera tan brutal, a solas ante la mirada insidiosa del funcionario magrebí, supe cuán ardua habría de resultar la tarea de toparme con el duende de mi felicidad. Y comprendí qué únicamente Él, el del mostacho blanco, podría ayudarme en el esfuerzo. ¿De qué otra manera, si no, sería capaz de orientarme en aquella procelosa jungla de rapiñeros que ahora se me ofrecía como único hábitat posible? De modo que consagré el resto de mis días a su búsqueda desesperada. Cuando lo conseguí, ya fue demasiado tarde. El viaje helicoidal que me llevó desde la selva salvaje hasta la más sofisticada y prometedora de las existencias fue, como verán, un camino de decepción, confuso y tortuoso. De ese viaje pretendo hablarles ahora, porque mejor será que juzguen ustedes, que son los que saben.

Comenzaré, pues, por el principio, tal como Él me dio a entender.

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