Goya

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Segunda parte » 35

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DOS DÍAS DESPUÉS, por la noche, estaba solo con Cayetana. Soplaba el solano; en la borrasca se oían las señales nocturnas de las dos escuadras: la española cerca, la inglesa lejos. Francisco estaba nervioso y agriado. Quería volver a Sanlúcar, quería a Cayetana sólo para él. Estaba harto ya de la vida de Cádiz, de tanta gente con quien se encontraba. ¿Prolongaba su licencia más de la cuenta, arriesgando el favor del rey, para estar con Martínez y sus iguales? Pero Cayetana gozaba de la veneración de todos ellos. Y no lo comprendía. Hubiese debido notar que quería irse.

No acababa de pensarlo cuando ella le dijo: «No hace falta que lo digas, Francho». «¿Qué?», replicó con simulada inocencia. «¿Qué es lo que no hace falta que diga?». Y ella sonriendo: «Si te parece, volvemos mañana mismo a Sanlúcar».

Su mal humor se disipó en seguida en Sanlúcar. Se sintió tan feliz como antes del viaje. Hasta el recuerdo de Cádiz le resultó grato; los hombres lo habían festejado, las mujeres, cortejado. Había cobrado lo que nadie hasta entonces. Su gloria estaba difundida por toda España. Y apenas había comenzado a mostrar quién era; su arte progresaba. Y ahora estaba allí solo con su maravillosa amada, dócil a todos sus caprichos. Era joven, estaba afianzado, tenía todo lo que ambicionaba. «Sentado a las doradas mesas de la vida y del arte», pensó.

Recostada perezosamente, Cayetana preguntó: «¿Sigues resuelto a no retratarme de maja?». «Naturalmente», contestó él en seguida. Pintaba un gracioso cuadro de un paseo con ella, que vestía de maja, con la mantilla negra; él la seguía y ella se volvía hacia él sobre su talle de avispa, coqueta, dócil, el abanico invitante en la derecha, mientras la izquierda señalaba el abanico, desafiante, con el índice dominador tendido. Goya le hablaba galante, vestido con elegancia, casi relamido, con su frac oscuro, finos encajes y botas altas, rejuvenecido hasta ser irreconocible, locamente enamorado.

Ella entendió que no quería pintarla de maja; le había puesto un vestido de gran dama. Pero el cuadro le gustaba. Esa broma era ingenua, exagerada. ¿No se había rejuvenecido él mismo demasiado?

Un día le contó que había visto a su difunta doncella Brígida, quien le dijo que moriría pronto, pero no antes de ser retratada de maja. Goya se sentía indolente. «Tendrás que creerlo, por desgracia», contestó él. «¡No digas necedades!», exclamó Cayetana. «Bien sabes lo que quiso decir». «Me parece», repuso Goya, «que la profecía es hermosa. Basta que no te dejes pintar de maja para llegar a los ciento cincuenta años de edad». «Lo he resuelto», dijo ella, «me haré pintar como deseo. Brígida lo sabe tanto como nosotros». «¿Cómo vestía tu Brígida?», preguntó Francisco. Sorprendida, Cayetana contestó: «Como una doncella». Pero luego estalló: «¡Cómo estaba vestida! Preguntas como un inquisidor». Francisco, harto ya, replicó: «Yo soy pintor. Lo que no puedo ver, no existe para mí. Un espectro que no puedo pintar no es tal espectro».

El doctor Peral, si en Cádiz se había mantenido en segundo plano, ahora desaparecía del todo, cuando suponía que molestaba. Por lo demás se mostró compañero alegre y sagaz y le interesó comprobar a Goya con qué pericia lo admiraba. Goya no se explicaba cómo pudiera estar tan alegre un hombre complicado en la muerte del duque. Tal vez este ser, muy ufano a pesar de su modesta presencia, se creería tan superior a todo el mundo, que su ciencia le permitía lo que no concedía a los simples mortales. Si contribuyó a la muerte del duque y era así, había procedido fríamente, sin pensar que en los rincones acechan los demonios.

Cuando Peral se lo pidió, Goya rechazó irónico la ocasión de retratarlo. Ahora estaba tentado de pintar al hombrecillo fatal, incomprensible a pesar de sus firmes rasgos, para entenderle por lo menos. Un día, de repente, se lo propuso. Peral, asombrado, bromeó: «Yo no puedo pagar las sumas del señor Martínez». Goya contestó sonriendo: «Pondré el retrato: a mi amigo». Los pintores firmaban así los regalos; un cuadro dedicado de mano de Goya era un tesoro para el apasionado coleccionista Peral. Enrojeció a pesar de su dominio de sí. «Es usted muy generoso, don Francisco», le dijo.

Goya trabajó mucho y solícitamente en el retrato, en aquella plateada luz gris tan suya, que destacaba lo sombrío con su delicadeza, lo sombrío intuido por el pintor detrás del rostro inteligente y sosegado. Goya no dejó que el médico ocultara nada, y hasta hizo visibles ambas manos. «¿Cómo? ¿Hasta las manos me regala usted?», bromeó Peral. Pero Francisco quería pintar justamente las manos que habían eliminado al esposo de Cayetana. Por lo demás, las sesiones transcurrieron agradablemente. Peral conversaba con gusto, era franco, aun dejando algo en reserva, algo imposible de adivinar, y Goya se interesó por él y le tuvo simpatía, a pesar de que alguna mirada o algún gesto le chocaran. Nació así entre ellos una rara amistad hostil; se sentían vinculados mutuamente, querían comprenderse y les divertía decirse agudas verdades.

Goya no hablaba de Cayetana, Peral no la nombraba por lo tanto. Pero a menudo discutieron de cosas del amor. Un día, el médico le preguntó al pintor si conocía la diferencia que hacían los filósofos antiguos entre un hedonista y un erótico. «Soy solamente un pintor ignorante, doctor», dijo buenamente Goya, «usted en cambio un Tertuliano, un Cicerón tres veces sabio. Por favor, explíqueme usted». «Un hedonista», dijo Peral, «es aquel que sólo quiere obtener goces para sí; un erótico el que quiere dar placer cuando siente placer». «Muy interesante», reconoció Goya, un poco molesto, porque no sabía si Peral pensaba en la de Alba. «Cleantes», continuó Peral, «enseña: ¡Ay de aquel que cae en manos de una hedonista, y al desdichado le recomienda como remedio que se refugie en una tarea vulgar pero grande, como la lucha por la libertad y la patria! Suena bien; pero como médico dudo de que sirva».

Naturalmente, Peral hablaba también mucho de arte; admiraba sobre todo la técnica de Goya y su visión de los ojos ajenos. «Le descubrí el secreto», decía. «Usted hace el blanco del ojo más chico que la naturaleza y el iris más grande». Y viendo la sorpresa del artista, explicó: «El diámetro usual del iris es de once milímetros, usted lo lleva a trece. Lo he medido». Goya no sabía si tenía que reírse. Otra vez Peral hablaba del Greco; decía que el rey Felipe no comprendió al Greco. Si le hubiera otorgado su favor, hubieran nacido muchas obras maestras más. «Yo no llamaría a Velázquez, Murillo y Goya los tres máximos maestros de España, como aquel entusiasta escritor; para mí serían el Greco, Velázquez y Goya». Goya contestó francamente que no sentía al Greco, le parecía demasiado aristocrático de manera. «Probablemente», concedió, «don José Quintana tiene razón. Yo soy un campesino español, pinto brutalmente».

Por fin, el cuadro fué terminado. Desde el cuadro miraba con grandes ojos escépticos, un poco punzantes, un Peral sagaz, importante y sospechoso. Francisco firmó con el pincel: «Goya a su amigo Joaquín Peral». El médico estaba mirando y dijo: «Gracias, don Francisco».

De Jerez llegó una carta torpemente escrita; Serafina salía del olvido. «Tal vez iré por un par de días a Jerez», dijo Goya a Cayetana, «y retrataré a Serafina». «¿No es más cómodo que la cites aquí?», contestó la de Alba, calmosa, indiferente; pero en las palabras había un dejo de picardía que lo irritaba. «Fué una idea que se me ocurrió», dijo Goya entonces, «probablemente ni voy ni la cito. Pero», agregó con malignidad, «sería la maja ideal. Si alguna vez vuelvo a pintar una maja, será ella».

Cuando poco después se reunió con Cayetana, la encontró recostada en un diván con un vestido que el verano anterior llevó ella a menudo en las fiestas de disfraz. Era una prenda de fina tela blanca, más de torero que de maja, mitad camisa, mitad calzón; adhiriéndose en pliegues al cuerpo, revelaba más de lo que cubría. Sobre la misma, la Alba tenía puesta una casaquita bolero, de color amarillo vivo, con laminillas metálicas negras y brillantes que representaban mariposas; un ancho ceñidor rosado mantenía unida la prenda. Y así yacía tendida, con las manos cruzadas detrás de la cabeza.

«Si pintaras a Serafina de maja», preguntó Cayetana, «¿la retratarías así y con este vestido?». «Quizás», contestó él sin afirmar ni negar. La mujer que estaba allí, en el diván, era una dama seductora, disfrazada audazmente de maja. Pero en un mesón de la majería nadie la tomaría por tal y Goya pensó que así pintaría a Serafina. «Si pintaras una maja», siguió preguntando la de Alba, «¿la harías de tamaño natural?». Un poco sorprendido, repuso él: «Es la primera vez que te interesas por algo técnico». Impaciente, ella insistió: «Hoy me intereso». Y él explicó sonriendo: «Creo que daría a la tela el tamaño de unas tres cuartas partes del natural».

Pocos días después, ella lo llevó a una habitación poco usada, un magnífico dormitorio algo descuidado, tal vez dedicado a las audiencias mañaneras de alguna dama de la Casa de Haro. En una pared había un cuadro insignificante, apaisado, con una escena de caza. Cayetana, con un dispositivo como el de la Casa de Haro de Cádiz, desplazó el cuadro. Detrás apareció la pared desnuda, un espacio para otro cuadro. Goya pareció indiferente. «¿No entiendes?», preguntó ella. «Quisiera que por fin me pintaras de maja, de verdadera maja». El pintor la miró aturdido. ¿La había comprendido? La dama desnuda de Velázquez, le había declarado él, no era ni una diosa ni una Grande, sino una maja. «Quisiera encomendarle dos retratos, don Francisco», concluyó ella por decir, «uno con disfraz de maja, el otro como maja verdadera».

Si ella lo quería así, lo tendría. La retrató en su costoso y extravagante disfraz, y ahora también desnuda debajo de la tela transparente. Se tendía la Alba en este segundo retrato sobre el lecho del placer, encima de almohadones de color verde pálido, los brazos cruzados detrás de la cabeza, la pierna izquierda encogida, el muslo derecho suavemente apoyado en el otro; y Goya destacó el triángulo del vientre. Le hizo ponerse un poco de colorete y pintó su cara; pero no era su cara, sino una anónima, de múltiple intención, como él solo podía hacerlo: la cara de una maja y de todas las majas.

Cayetana se alegró de la altiva lucha emprendida. Había logrado que la pintara de maja; Serafina, la maja majísima, el prototipo de la maja, lo había invitado en vano.

Goya trabajó en la habitación para la cual estaba destinado el cuadro. La luz de la izquierda era la más justa para la maja vestida. La desnuda en cambio la pintó en la azotea del mirador, donde la baranda cortaba la luz como él necesitaba. La dueña, sumamente agriada, montaba guardia; estarían tranquilos. Sin embargo aquello era una audacia, porque empresas de esta clase no permanecen secretas a la larga. Goya trabajó amargado. Sentía que ella le vedaba a Serafina, quería ser para él más que aquélla y también más maja. Pero esto no lo lograría. Lo invadió un perverso placer. Allí, en esa situación, no era él ya el pelele de la mujer; finalmente, era la de Alba juguete suyo. Lo que surgía en la tela no era una maja. Y si la cuna y la riqueza le daban todo lo que España podía darle, quedaba excluida del pueblo, seguía siendo apenas una pobre Grande. No llegaría nunca a ser maja por mucho que se esforzara. Y aunque se metiera en el último rincón del infierno, nunca lo sería.

Sus pensamientos se alejaron de la mujer en carne y hueso para dedicarse a su obra. No sabía si era arte aquello que hacía. ¡Lo que hubiera dicho Luján, su maestro de Zaragoza, si lo viera! Luján le hacía copiar estatuas de yeso vestidas: había sido censor de la Inquisición. Ciertamente, lo que pintaba estaba a mil millas de distancia del arte sin deseo ni interés que ensalzaban Mengs y don Miguel. Pero, ¡caramba!, no quería competir con el difunto Velázquez; así era de una vez su propia dama desnuda. Y pintó en la desnuda vestida y no vestida a todas las mujeres que conoció en su vida íntimamente. Pintó un cuerpo que incitaba a todos los placeres. Y además dos caras: una llena de espera y codicia casi vacía de deseos, la mirada dura, atractiva, peligrosa; la otra, un poco adormilada, al despertar lentamente del deseo satisfecho, ya sedienta de nueva plenitud. Lo que quería pintar ni era la de Alba, ni la maja. Era la concupiscencia, en resumidas cuentas, la que nunca se sacia, con su sorda felicidad y sus peligros.

Cuando los dos cuadros estuvieron terminados, Cayetana los contempló titubeando entre uno y otro. La mujer vestida tenía otra cara que la desnuda y ambas eran la suya y no lo eran. ¿Por qué Francho no había pintado su verdadero rostro? «Usted ha hecho algo único, don Francisco», dijo ella finalmente, «algo inquietante». Luego, artificiosamente graciosa dijo: «Pero tan voluptuosa no soy en realidad».

Más tarde, con la ayuda de la dueña, colocaron ambos cuadros en la pared, la maja vestida delante de la desnuda. «Mis huéspedes se sobresaltarán ya sólo con ésta», dijo Cayetana. Y jugando infantilmente con el dispositivo, apretó el botón y reapareció la maja desnuda. La anciana, negra de vestimenta y dura de mirada, se mordía los labios. Sonriendo, Cayetana cubrió su desnudez con la otra tela y, sonriendo, con el índice tendido, la hermosa cabeza erguida sobre su pequeño cuerpo, con paso ligero la duquesa de Alba salió de la habitación, haciendo seña a Goya para que la siguiera.

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