Goya

Goya


Segunda parte » 36

Página 59 de 100

36

UN HUÉSPED LLEGÓ a Sanlúcar; don Juan Antonio, marqués de San Adrián. Goya se disgustó. Conocía al marqués desde hacía mucho y le había hecho uno de sus mejores retratos. Lo había pintado al aire libre, apoyado en una columna truncada; tendría unos cuarenta años, pero su rostro de niño bonito, altivo y audaz, no representaba más de veinticinco. Estaba en traje de montar, con la mano que sostenía el látigo, apoyada en la cadera, la otra apretando un libro y el sombrero alto sobre la columna. Goya no había ocultado la arrogancia del mozo mimado, Grande de primera clase, nombrado muy joven presidente del poderoso Consejo de Indias. A veces, Goya lo había encontrado en casa de Cayetana; se decía que había sido su amante. Era uno de los favoritos de la reina; probablemente, la de Alba lo había atraído por un momento, para herir a María Luisa. El marqués era hábil y muy culto, había vivido mucho en Francia y era liberal. Mas cuando con su voz chillona y arrastrada decía sus cínicos gracejos, Goya se molestaba y le costaba trabajo no ser grosero con él.

Amable por naturaleza, el marqués declaró que había llegado para visitar a doña Cayetana, cuya larga ausencia de Madrid lamentaba; pero una segunda razón de su viaje le traía para pedir que don Francisco, estando tan cerca de Sevilla, pintara una reunión del Consejo de Indias. «Necesitamos de usted», canturreó con tono chocante; «si usted se rehusa, tendremos que recurrir a buena gente como su colega Carnicero, y nuestras caras resultarán aun más vacías de lo que son».

El marqués se esforzaba en no molestar, compartía las comidas, pero no asistía a la audiencia mañanera de la de Alba, que lo trataba un poco irónicamente, como a un chiquillo indiscreto; sus relaciones, evidentemente, pertenecían a un lejano pasado. Goya pudo seguir viendo a Cayetana a solas como siempre.

Una noche, en la mesa, se lanzó a hablar de arte con Peral; los demás permanecieron callados. De repente, sorprendió una mirada de Cayetana dirigida al marqués, la mirada oblicua que él imprimió a la maja del cuadro, incitante, cargada de espera y deseo, de apenas dos segundos. Tal vez sólo le pareció; seguramente era así; se impuso el olvido de la mirada, pero concluyó su frase con esfuerzo. Por la noche pensó que todo era necedad; Cayetana se había fundido para él como una sola cosa con su maja desnuda. Luego pensó también que ella había sido amante del marqués y ¿para qué otra cosa habría venido éste sino para reanudar la vieja amistad? Y, sin duda, no sin entendimiento previo. Estaba muy claro, y él volvía a ser un pelele. Imaginó a la pareja en ese momento, mientras él se atormentaba sin poder dormir. Imaginó que Cayetana le mostraría el retrato y que el marqués, con su voz asquerosa, enumeraba todo lo bello que Goya no había visto.

Todo eso era una locura, y él un loco celoso. Pero tenía motivos para temer. Era viejo y gordinflón y duro de oído, y sus espaldas comenzaban a encorvarse; algo muy doloroso para un aragonés; también tenía un humor endemoniado y cargante. Cayetana era «chatoyante»; la anciana marquesa tenía razón. Aunque fuera joven y muy bonito, ella podía cansarse de él y preferir a otros. Si se miraba al espejo, vería que Cayetana obraba lógicamente al posponerlo a un joven esbelto, fuerte, alegre y culto. «Trágala, perro», se dijo.

Alucinaciones. ¿No había ridiculizado Cayetana al marqués por María Luisa? ¿No le había mostrado claramente que Goya era su cortejante, su favorito? Pero aquella mirada… No la había soñado, no era la de la maja desnuda, sino la de los ojos duros, de acero, de la mujer de carne y hueso. Se había apagado en seguida, porque cambiaba como la de los gatos; nada en ella era sincero y firme. No era culpa suya si no pudo retratarla, no lo hubiera podido hacer Velázquez tampoco. Nadie podía retratarla, y menos desnuda, porque también su desnudez era mentida. Y su corazón tenía la disposición de su cara; era mala de raíz. Y recordó la idea de un verso de un viejo romance que cantaba Pepa: «Un corazón horrendo en un magnífico pecho».

Al día siguiente se puso a trabajar. Finalmente había visto a la verdadera Cayetana. La pintó volando por los aires; con ella, debajo de ella, como nubes que la llevaban, tres figuras masculinas. Pero ahora no hizo anónimos los rasgos de la mujer; esa cara pura, altiva, oval, sólo podía ser de una mujer sobre la tierra: Cayetana de Alba, y también eran definidas las caras de los tres hombres: el torero Costillares, el marqués de San Adrián y el Príncipe de la Paz. Desde la tierra contemplaba el vuelo un baldado, el viejo bufón Padilla. Era una asunción al cielo, esta que pintaba Goya, pero una asunción infame, y su meta no podía ser el cielo. En la vestimenta amplia, flotante, inflada por el vuelo, la mujer tenía las piernas esparrancadas sobre las cabezas de los hombres. Y se le podían achacar todos los siete pecados capitales. Moviendo apenas los labios, esa cara pudo ordenar que se asesinara al esposo que tal vez molestaba. ¡Finalmente lo había logrado! Ésta por fin era la cara última, la verdadera, la cara pura, altiva, muy falsa, muy inocente, muy viciosa de Cayetana; ésta era la lascivia encarnada, la seducción, la mentira.

Al día siguiente, Cayetana no se dejó ver. La dueña la excusó ante los caballeros. El perrillo blanco estaba enfermo, ella estaba afligida y no podía ver a nadie. Goya continuó trabajando en la «asunción», en la «mentira».

El perrillo sanó en el día, y a la mañana siguiente Cayetana recobró su buen humor. Goya permanecía casi callado; ella no se ofendió y trató varias veces de hacerlo hablar. Poco a poco, ante el desdén de Goya, ella se volvió hacia el marqués, que conversaba con ella amablemente, un poco infantil pero lleno de lisonjas. El joven empleó una cita francesa, ella le contestó en esa lengua y la conversación siguió en francés. Peral, entre maligno y compasivo, trató de llevar la charla al español, pero aquéllos continuaron en un francés rápido que Goya no podía comprender. Finalmente, la de Alba se dirigió también al pintor, pero empleando palabras arcaicas que éste no podía entender. Era claro que quería humillarlo ante el marqués.

Después de la comida, la de Alba declaró que estaba contenta y no quería acostarse todavía. Llamaría a su gente para que bailaran el fandango. Fruela, su doncella, bailaba muy bien y su palafrenero Vicente no era manco.

Se presentaron cinco parejas para bailar el fandango y otras veinte como espectadores: criados, arrendatarios, campesinos; la noticia se había difundido rápidamente. La gente no bailaba ni mal ni bien, pero el fandango atraía de todos modos como un espectáculo. Los espectadores se mantuvieron serios y atentos al principio, luego comenzaron a golpear los pies, a batir palmas a compás y a gritar olé. Bailaba una sola pareja a la vez, pero siempre había reemplazantes.

Cayetana dijo: «¿No quiere bailar, Francisco?». Por un instante Goya estuvo tentado de hacerlo. Luego recordó cómo la de Alba le había hecho bailar el minué ante el duque y Peral, vió la cara del marqués y dudó, vaciló. Pero ella ya se dirigía a éste: «¿Y usted, don Juan?». El marqués contestó en seguida: «Con todo gusto, duquesa. Pero ¿con esta ropa?». «Los pantalones le quedan bien», repuso Cayetana, «alguien le prestará una chaqueta. Prepárese, mientras yo me cambio».

La duquesa volvió en seguida, con el traje con que la pintó Goya, ese traje de fina tela transparente que la desnudaba, y encima el bolero amarillo con las negras mariposas de metal y la ancha faja de seda roja. Y bailó así con el marqués. Ninguno de los dos vestía en forma adecuada, no bailaron tampoco el verdadero fandango; Fruela y Vicente lo hacían mejor. Y no era el caso de pensar en Sevilla o en Cádiz y menos en Serafina. Pero era siempre el espectáculo desnudo y unívoco del fandango y había en él algo hondamente impropio, impúdico que la duquesa de Alba y el presidente del Consejo de Indias ofrecían a los campesinos, las doncellas y los caballerizos de Sanlúcar, un espectáculo de ardor sexual, deseo, pudor y plenitud. Ella hubiera podido llevarse perfectamente a toda esta gente —pensó Goya— a su habitación apartada, tocar el botón y mostrarles la maja desnuda. Lo que más le indignaba era que esa pareja que jugaba así, no eran ni un majo ni una maja. Era un juego atrevido, tonto, frívolo y no debía aceptarse, porque ridiculizaba el verdadero españolismo. Un sordo rencor invadió a Goya contra Cayetana y don Juan, contra todos los Grandes y sus mujeres, estos petimetres y estas marionetas entre quienes le tocaba vivir. Sí, él había bailado, entusiasta en este juego mentido y tonto, cuando hizo los tapices. Mas desde entonces había penetrado más hondo en los hombres y las cosas, había vivido y sentido más. Por eso creyó que Cayetana era algo más que una de aquéllos. Creyó que entre los dos no había juego, sino verdad, pasión, ardor, amor, el fandango verdadero. Mas ella había mentido, constantemente, y él se había dejado manosear como un pelele.

Los lacayos, las doncellas, los campesinos, cocineros, mensajeros y caballerizos gozaron de una gran velada. Sentían que Cayetana se esforzaba en pertenecerles y lo apreciaban, pero veían cómo fracasaba y se quedaron perplejos. Zapateaban, batían palmas, gritaban olé, y aun sin decirlo ni pensarlo, ellos se creyeron mejores que ella; cuando Fruela siguiera a Vicente, eso sería mejor, más natural, más español, más correcto, que si la distinguida dama siguiera a este fatuo o a su pintor.

La dueña no podía soportar el espectáculo. Amaba a su Cayetana, que lo era todo en su vida, pero su cordera se había dejado embrujar por el pintor. Con rabia y dolor veía cómo la primera dama del reino, la descendiente del gran duque se rebajaba delante de la chusma. Peral observaba desde su asiento. No palmoteaba, no gritaba olé. Había asistido a menudo a estos estallidos de Cayetana, tal vez no tan violentos, pero no muy distintos. Observó a Goya, vió las expresiones de su cara y sintió satisfacción y lástima.

Cayetana y San Adrián se enardecieron. La música se volvió más fogosa, las aclamaciones más fuertes; ellos bailaban, se agotaban. «Cánsate», pensaba Goya; «no lograrás ser una maja. No tienes ni la idea del fandango. Apenas si quieres calentarte con este petimetre». Y se retiró antes de que el baile terminara.

Esa noche también durmió mal. A la mañana siguiente, ella esperó que él fuera a buscarla para un paseo antes del almuerzo, como solía. Goya no fué y le hizo comunicar que tenía dolor de cabeza; no apareció tampoco para almorzar. Sacó su tela, estaba terminada. No tenía tampoco ganas de trabajar; el solano lo molestaba; le parecía que su oído volvía a fallarle. Guardó el cuadro. Se sentó a la mesa para esbozar una carta. Pensó: «El abuelo tenía su bufón; ella, su pintor, pero yo abandono el juego». Preparó el borrador de una carta para el mayordomo de la Corte, otra para la Academia, anunciando su regreso a Madrid. Dejó el borrador; no lo pasó en limpio.

Ella apareció por la tarde con su perrillo ridículo. Hizo como si nada hubiese pasado, fué amable y casi alegre. Lamentó que él no se sintiera bien. ¿Por qué no había llamado a Peral? «No se trata de algo que pueda remediar Peral», contestó él sombrío. Ella le aconsejó: «Sé razonable. Bien sabes que no puedo ofenderle, sólo porque estás de mal humor». «¡Envíalo al demonio!», insistió el pintor. «¿Por qué quieres meterte en mis cosas?», replicó Cayetana. «Ya sabes que no lo tolero. Nunca te planteé dilemas, nunca te dije: “Haz esto, deja aquello”». Esta amarga audacia lo irritó. Ella lo había exigido todo de él, todo lo que podía exigirse, los sacrificios más graves, y ahora preguntaba inocentemente: «¿Te pedí nunca nada?».

Goya anunció: «Voy a Jerez, quiero pintar a Serafina». Cayetana estaba sentada tranquila, con el perrillo en la falda. «Me viene bien», dijo ella, «que quieras irte ahora. Por un par de días me iré yo también. Visitaré mis posesiones, para vigilar a mis arrendatarios. Me acompañará don Juan que me podrá aconsejar». Goya empujó el labio inferior hacía adelante, sus ojos oscuros se ensombrecieron más. «Yo no me voy por unos días», replicó él, «y por mí no hace falta que te vayas. Quédate aquí tranquila con tu pisaverde. No te molestaré más. De Jerez regreso a Madrid». Ella se levantó, el perrillo se puso a ladrar. Cayetana estuvo por contestar violentamente. Miró la cara maciza de Francho: los ojos ardían negros en esa cara, sin dejar casi un poco de blanco. Ella se dominó. «Sería una necedad, Francisco», dijo, «que no volvieras a Sanlúcar. Lo lamentaría mucho». Y como él callara, ella le rogó: «Sé razonable. Me conoces. No me pidas que cambie. No puedo. Déjame cuatro o cinco días, toma igual plazo. Y luego vuelve y estaré aquí sola, y todo será como antes».

Goya siguió mirándola fijo, lleno de odio, luego dijo: «Sí, te conozco», sacó el dibujo, la «asunción», la «mentira», y la colocó en el caballete. Cayetana se vió volando, ligera, graciosa, con la cara purísima, inocente, y aquélla era su cara. No se jactaba de conocer mucho de pintura, pero comprendió, sí, que hasta ese momento nadie le había dirigido insulto peor; ni María Luisa, nadie. Y no podía decir dónde estaba ese insulto. O tal vez lo sabía. Eran los tres hombres, justamente aquellos tres, y ¿por qué don Manuel? Él sabía perfectamente cuán antipático le era y lo asociaba justamente a su aquelarre. «Por él estoy sufriendo destierro», pensaba furiosa. «Me dejé pintar por él como nunca una Grande lo hizo por un andrajoso pintor. Y me trata así…».

Sobre la mesa del pintor había un raspador. Ella lo tomó, lentamente, y con violento tajo cortó oblicuamente la tela de arriba abajo. Él se lanzó encima de ella, le agarró la mano, asió el cuadro. El perrito corría entre sus piernas ladrando. El caballete y la obra cayeron ridículamente al suelo.

Ambos se quedaron jadeando violentamente. Luego, tranquila, altiva como ella sola podía serlo, dijo la de Alba: «Siento que el cuadro haya sufrido daño. Dirá usted el precio. Se le…». Cayetana no siguió. Había caído sobre Goya como oleaje el temido acceso. Flojo, agotado, entumido, Francisco se hundió hecho un ovillo en la silla; su cara era la máscara del anonadamiento.

Ir a la siguiente página

Report Page