George

George


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Pillada

A la mañana siguiente, su madre encendió la luz de la habitación.

—Hora de ponerse en marcha. No me ha sonado el despertador. Ya has perdido el autobús del colegio. Os llevaré a ti y a tu hermano en coche.

Su madre dejó la puerta de la habitación entreabierta y bajó a la cocina maldiciéndose a sí misma. George arrancó su cuerpo de la cama, se puso lo primero que encontró y bajó la escalera arrastrando los pies.

—¿Dónde está tu mochila? —le preguntó su madre peinándose con una mano y poniéndose los zapatos con la otra.

—Arriba —le contestó George, medio atontada.

—Pues ve a buscarla.

—¿Y el desayuno?

—Desayunaréis en el coche. ¡Y no olvides los zapatos!

George metió sus cosas en la mochila, deslizó los pies en las zapatillas de deporte y bajó las escaleras.

Su madre estaba ya en la puerta, rebuscando las llaves en el bolso.

—¿Dónde está tu hermano?

—No sé —le contestó George—. Seguramente está aún en la cama.

—Pues sube a buscarlo. Dile que si no está aquí en un minuto, se queda sin móvil toda la semana.

—¿Puedo tirar del edredón?

—Claro.

George volvió a subir las escaleras, esa vez con un buen incentivo. La crueldad fraternal consentida por los padres era un regalo poco habitual que no debía desaprovecharse. Aunque su madre había dejado encendida la luz de la habitación de Scott, su hermano estaba profundamente dormido, roncando. George buscó las dos esquinas del grueso edredón verde y tiró de un solo golpe.

—¡Eh! —se quejó Scott.

—¡Mamá me ha dado permiso! —le dijo George—. También ha dicho que te quedas sin móvil toda la semana si no estás abajo en un minuto.

—No se cree que lo tengo todo controlado —dijo Scott, ya en pie. Llevaba puestos sus vaqueros favoritos y una camiseta negra arrugada—. Intento aprovechar al máximo mi descanso para dar lo mejor de mí en el colegio, ¿y qué hace? Quejarse, quejarse y quejarse.

Se pasó varias veces los dedos por el pelo rizado y metió los pies en sus botas, con los cordones desatados. Luego se colgó la mochila al hombro y corrió escaleras abajo. George lo siguió.

—¡Parece que hayas dormido así! —dijo su madre.

—He dormido así —le contestó Scott sonriendo.

—Y no te has lavado los dientes, ¿verdad?

—No.

La sonrisa de Scott se hizo más amplia.

—Eres un guarro —dijo su madre con tono resignado.

—Soy un adolescente —replicó Scott—. ¿Qué esperabas?

Su madre dio a cada uno una barrita de muesli y les indicó con un gesto que se dirigieran al garaje.

—No entiendo por qué no puedo coger el siguiente autobús —dijo Scott mientras se abrochaba el cinturón de seguridad del asiento del copiloto.

Scott cogía el autobús urbano para ir al instituto, no un autobús del colegio, como George.

—Porque el próximo autobús pasa dentro de tres cuartos de hora, así que te perderías la primera clase.

Su madre sacó el coche del garaje marcha atrás y avanzó por el camino.

—Solo es lengua. Y creo que sé hablar perfectamente.

—Eres patético, Scotto.

Mientras conducía, su madre murmuraba que necesitaba un despertador nuevo y que sus hijos ya tenían edad para levantarse por su cuenta. ¿Para qué le había regalado un despertador a Scott en Navidad?

George miraba por una ventanilla del asiento de atrás y contaba postes telefónicos. Cuando era pequeña, su abuelo le dijo que, si contaba cien postes telefónicos seguidos, un hada de luz le concedería un deseo. La verdad es que George ya no creía en el hada, y a veces ni siquiera sabía cuál era su deseo, pero contar postes telefónicos se había convertido en una costumbre que la tranquilizaba.

La clase 205 se alborotó con la llegada de los alumnos, que colgaban las chaquetas y las mochilas en el armario de los abrigos. Junto a la esquina donde sacaban punta a los lápices, un grupo de niñas rodeó a Maddy y a Emma, que mostraban las mechas temporales de color rosa que la hermana mayor de Maddy les había hecho la noche anterior.

La señorita Udell señaló discretamente a George y movió un dedo para indicarle que se acercara a su mesa. Seguramente la mesa estaba en aquella clase desde que se había construido el colegio, incluso puede que tuviera más años que la señorita Udell. La capa de barniz original se había desgastado totalmente en algunas partes y estaba muy rayada en las demás. Si se apretaba fuerte con la uña, se podía dejar una marca en la mesa.

—Ayer me sorprendiste —dijo la señorita Udell, que se había puesto las gafas de leer—. No puedo darte el papel de Carlota. Demasiadas niñas que lo quieren.

—Lo sé.

George esperaba que la señorita Udell la mandara a su sitio.

—Pero lo hiciste muy bien —siguió diciendo la señorita Udell—. Tienes pasión e interés. ¿Estás seguro de que no quieres otro papel? Podrías ser Wilbur.

«Wilbur, el cerdo asqueroso.» George negó con la cabeza. Para eso prefería no participar en la obra.

—O cualquier otro papel de niño. ¿Templeton? ¿El señor Zuckerman? ¿El ganso?

—No, gracias.

—¿Quizá un narrador? El papel de los narradores es muy importante. Informan al público.

George negó con la cabeza: no quería actuar en la obra y ver a otra persona en el papel de Carlota.

—Bueno, de acuerdo —dijo la señorita Udell observando muy atenta a George—. Supongo que puedes formar parte del equipo técnico.

La puerta de la clase se abrió y entró corriendo Kelly.

—¿Tengo un papel? ¿Tengo un papel?

La señorita Udell desplazó su atención a la burbuja de entusiasmo que daba saltos frente a ella.

—Kelly, te enterarás de si tienes papel a la vez que los demás. Al final del día.

Kelly hizo un gesto exagerado, se dirigió hacia el armario de los abrigos y se unió al grupo de niñas que se apiñaban alrededor de Maddy y de Emma. La señorita Udell se giró hacia donde había estado George, pero George ya se había marchado a su sitio.

Como había prometido, la señorita Udell no comunicó los nombres de los alumnos que iban a actuar en la obra hasta los últimos minutos de la jornada escolar, momento en que repartió los guiones a los actores y dio varios consejos sobre cómo memorizar el texto.

Kelly sería Carlota. Al enterarse, pegó tal salto que casi se cayó de la silla y dio un grito de alegría. Luego se volvió para sonreír a George, pero George había girado la cara hacia el armario y se había tapado los ojos con la mano. Por si fuera poco no ser Carlota, además tendría que oír a Kelly hablando del tema, y seguramente de nada más, durante las tres semanas siguientes.

La señorita Udell continuó leyendo la lista de papeles. Chris sería Templeton. El niño soltó un fuerte «síííííí» y levantó el puño al aire. Maddy, Emma y otros alumnos serían los animales de la granja, y la mayoría de los demás que se habían presentado al casting serían los narradores. Los papeles de Wilbur y Fern los harían alumnos de la clase del señor Jackson. No pronunció el nombre de George.

George sabía que no había la menor posibilidad de que la señorita Udell dijera su nombre. Aun así, se derrumbó. Lo cierto era que había empezado a creer que si la gente la veía haciendo el papel de Carlota quizá se daría cuenta de que era una niña también fuera del escenario.

Cuando llamaron a su fila, George cogió la bolsa de los libros y se alejó lo antes posible de los niños que se apiñaban junto al armario. Metió en la mochila el libro de ejercicios de mates y el libro de texto de ciencias.

La clase 205 bajó al patio. George no prestaba atención cuando la clase se detenía para reagruparse. Se chocó varias veces con la mochila que tenía delante.

En cuanto la clase llegó al patio del colegio, Kelly se salió de la fila de las niñas y se acercó a George.

—¿Por qué no estás en la obra? —le preguntó—. La señorita Udell dijo que todo el que se presentara al casting tendría un papel. Y estaba segura de que te daría el de Wilbur. Lo hiciste muy bien el fin de semana. Sin ti, los ensayos serán un aburrimiento total.

—Oye, George, ¿por qué no estás en la obra? —gritó otra voz.

George reconoció la voz de Rick y se encogió de vergüenza. Jeff casi nunca hablaba directamente con George, a no ser que tuviera algo importante que decirle, pero a George no le sorprendió verlos a los dos cuando se giró.

—La semana pasada te echaste a llorar por la pobre araña —siguió diciendo Rick—. Y te vimos hacer el casting. Debes de haberlo hecho fatal para que Chris se llevara el papel.

—Seguro que se equivocó y leyó el papel de la idiota de la araña —se burló Jeff—. De todas formas, es una tía friki.

Jeff soltó una carcajada, y Rick se rió con él.

—No les hagas caso.

Kelly tiró de la manga de su mejor amigo, pero George se quedó donde estaba. Se le erizó el vello de los brazos y sintió un escalofrío en la nuca.

—O quizá lo leyó todo al revés —dijo Rick.

Jeff intentó decir «oinc» al revés y soltó un gruñido espantoso:

—¡Cnio! ¡Cnio!

Rick se unió a él, y ambos cruzaron gruñendo el patio hacia la puerta, donde los padres esperaban sentados en sus coches a lo largo de la calle.

George contuvo la respiración hasta que Rick y Jeff cruzaron la puerta. No sabían su secreto, porque en caso contrario no lo habrían soltado con tanta ligereza, pero sus suposiciones se habían acercado tanto a la verdad que las mejillas de George ardían de vergüenza. Relajó las manos, que había estado apretando en un puño, pero siguió con la mandíbula tensa.

—Son gilipollas —dijo Kelly—. No eres una niña.

—¿Y qué pasa si lo soy?

A George le sobresaltaron sus propias palabras.

Kelly retrocedió sorprendida.

—¿Qué? Es ridículo. Eres un niño. Bueno… —Señaló vagamente por debajo de la cintura de George—. Tienes «eso», ¿no?

—Sí, pero…

George se quedó sin palabras y miró al suelo. Dio una patada a una piedra, que fue a parar a una mata de hierba. No se sentía un niño.

Se quedaron los dos en un incómodo silencio. Kelly pensaba con el entrecejo fruncido. Al rato dijo:

—Mira, una vez pensé que quizá era un niño. Hace años, cuando quería ser bombera, pero pensaba que todos los bomberos eran hombres. ¿Te pasa lo mismo?

—Creo que no, Kelly.

Las filas de coches junto a los autobuses prácticamente habían desaparecido, y los conductores de estos solo esperaban la indicación de que podían ponerse en marcha. Habían empezado a arrancar los motores. Los fuertes rugidos y el humo de los tubos de escape invadieron el aire.

De repente a George se le pasó por la cabeza una idea aterradora y cogió a Kelly del brazo, justo por encima del codo.

—No se lo digas a nadie.

—No se lo diré a nadie.

Sintió que George le apretaba el brazo cada vez más fuerte.

—Ni siquiera a tu padre.

—Ni siquiera a mi padre.

Corrieron a sus respectivos autobuses. Las suelas de sus zapatillas de deporte golpearon el asfalto mientras lanzaban al aire «¡Un, dos, tres!» y «¡Caña!».

El autobús del colegio dejó a George en la esquina y se alejó acelerando el motor para coger velocidad. George recorrió la media manzana hasta su casa y enfiló el camino. Sacó la llave y apoyó la mochila en una rodilla mientras giraba la llave hacia la derecha, pero, como la puerta no estaba cerrada con llave, se abrió fácilmente. Su madre estaba sentada en el sofá.

—¡Ya estás en casa! —dijo George.

—¿Qué es esto? —le preguntó su madre.

Su rostro no expresaba nada. En un dedo tenía colgada la bolsa vaquera de George, que se balanceaba ligeramente. La cremallera estaba abierta.

A George se le disparó el corazón, y por un momento pensó que iba a explotar. Respiró hondo.

—No me encontraba bien y he vuelto a casa a hacer un poco de limpieza —dijo su madre—. Tu armario estaba hecho un desastre… y he encontrado esto. ¿Las has robado?

—¡No! —A George le ardía la cara—. Las… colecciono.

—No me mientas. ¿De dónde las has sacado?

Su madre sacó el ejemplar de Seventeen del mes de octubre, con las dos gemelas de la portada sonrientes, ajenas al fuerte agarrón de su madre.

—Las encontré en varios sitios.

Su madre la observó con el entrecejo fruncido. Se levantó soltando un fuerte suspiro.

—George, no quiero verte poniéndote mi ropa. O mis zapatos. Tenía gracia cuando tenías tres años. Pero ya no tienes tres años. En realidad, no quiero que entres en mi habitación para nada.

—Pero si no… —empezó a decir George.

Su madre, sin embargo, no le hizo caso. Se metió en su habitación con la bolsa vaquera en la mano. George se quedó junto a la puerta de la calle, con la boca ligeramente abierta.

No se podía creer que había perdido a sus amigas.

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