George

George


7 El tiempo no pasa cuando te sientes mal

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El tiempo no pasa cuando te sientes mal

George pasaba los días sumida en una neblina de tristeza. Se arrastraba por su rutina diaria. Por las mañanas, se levantaba de la cama y se metía en el baño arrastrándose. Bajaba las escaleras arrastrándose y arrastraba la cuchara hasta su taza de cereales, y de ahí a la boca. Se arrastraba hasta la parada del autobús, se arrastraba durante todo el día y volvía a casa arrastrándose.

Aquella semana Kelly no la llamó ni una vez, y tampoco George la llamó a ella. Ni siquiera comieron juntas. Kelly comía con los demás actores y hablaban de la obra. Cuando Kelly miraba hacia donde estaba George, le lanzaba una sonrisa rara y forzada. Aquella semana, George comió sola.

El jueves se sentó sin fijarse y se dio cuenta de que se había puesto delante de Jeff y Rick. Se pasó toda la hora de la comida observando fijamente su bandeja y oyendo cómo se reían de la señora Fields, de los de párvulos y, por supuesto, de ella.

En casa, su madre no dijo nada de su bolsa, o no mucho más. Siguió a lo suyo con rostro impasible y movimientos rígidos. George evitó coincidir con ella. Cenaba lo más deprisa que podía, solo se sentaba delante de la tele para ver sus programas favoritos y pasaba el mayor tiempo posible en su habitación. Y no dejaba de pensar en sus revistas.

El sábado por la mañana, al oír un fuerte toc toc en la puerta de su habitación, pensó que sería su madre. Pero le sorprendió ver a su hermano con dos mandos de consola en las manos.

—¿Quieres jugar a Mario Kart?

Hacía meses que Scott no le pedía a George que jugara a los videojuegos con él. Antes jugaban casi a diario. George llegaba a casa después de clase y se encontraba a Scott en el sofá, viendo lucha libre y sin hacer los deberes. Jugaban hasta que su madre llegaba a casa y les gritaba que apagaran la tele y que hicieran los deberes. Pero entonces Scott solía volver a casa justo a la hora de cenar, si no después.

—¿Por qué? —le preguntó George, todavía sumida en su nube de tristeza.

—Si mamá me pilla en el sofá jugando a los videojuegos, me obligará a hacer los deberes. Pero si estoy jugando con mi «hermanito» —Scott revolvió un poco más el ya alborotado pelo de George—, lo llamará «lazos fraternales» o algo así y quizá nos deje echar unas cuantas partidas más.

La razón de Scott parecía lo bastante egoísta como para ser verdad, así que George bajó con su hermano al comedor y se sentó a la derecha del sofá. Eligieron los coches y a los conductores. Scott se quedó con Bowser, el malísimo reptil del juego de Nintendo. Le encantaba golpear a los personajes más pequeños y lanzarlos por los aires. George eligió a Toad. Le gustaban los alegres sonidos que hacía el pequeño champiñón. Cuando estaba sola, algunas veces jugaba con la princesa, pero no se atrevió a elegirla delante de Scott.

Cayó del cielo una criatura con una bandera a cuadros en las manos. Tras una breve cuenta atrás, empezó la carrera. Los personajes rivalizaban por la primera posición derribando obstáculos y adelantándose unos a otros. Scott y George se abrieron camino por el laberinto.

Al empezar la última vuelta, iban primero y segundo. Los personajes del juego iban casi media vuelta por detrás. Mientras giraban hacia la larga recta final, George lanzó hacia delante un caparazón rojo. El caparazón pegó un grito y fue a estrellarse contra Scott, a quien lanzó por los aires haciendo remolinos. En la pantalla, Bowser alzó el puño con rabia y volvió despacio a la carretera. Como era un animal pesado, necesitó tiempo para coger velocidad. Toad pasó como una exhalación y se colocó en primera posición. La meta estaba justo delante, y George la cruzó un segundo antes de que Scott lo alcanzara.

Su hermano rugió como un dinosaurio y sacudió el mando en el aire. George se rió.

—¿Sabes? —dijo Scott—, es la primera vez que te oigo reír en casi una semana.

—Ya —respondió George.

—¿Tienes problemas con alguna niña? —le preguntó Scott con los ojos clavados en la pantalla de la tele mientras la nube anunciaba que empezaba la siguiente carrera.

—No —le contestó George.

Sabía que no era verdad. Ser una niña en secreto era un problema importante.

—¿Qué pasa con Kelly?

—Ya te lo dije —le contestó George entre dientes—: no es mi novia.

Se mordió el labio mientras tomaba una curva cerrada.

—No te he visto hablar con ella por teléfono en toda la semana.

—Olvídalo.

—¿Os habéis enfadado?

—¡NO!

George sintió el mando húmedo entre sus manos sudorosas.

Scott se rió y lanzó un coche a un charco de lava.

—¿Qué te parece tan divertido?

—Que parece que sí os habéis enfadado.

—Cállate, Scott.

—Lo que tú digas. No es mi novia.

—¡CÁLLATE!

Al volverse hacia su hermano, George giró a la vez el mando. Toad cayó gritando por un barranco, y la mitad inferior de la pantalla mostró un agujero oscuro y profundo.

—¿Ves lo que me has obligado a hacer?

En la última vuelta, Scott se colocó en el primer puesto. George llegó a la meta en quinta posición, pero aun así consiguió quedar tercera en el ranking general.

Jugaron la tercera ronda en absoluto silencio, corriendo la última vuelta con tanta rivalidad como si estuvieran en las 500 Millas de Indianápolis. Luchaban por el primer y segundo puestos cuando apareció Mario. Parecía invencible y adelantó los dos coches, el de Scott y el de George, que volaron por los aires y aterrizaron en la carretera en punto muerto. Renquearon hasta la meta, protestaron por la música de derrota que sonaba en la pantalla y se juraron aplastar a Mario en la cuarta y última ronda del juego.

Scott chocó contra Mario con su enorme fuerza, y George utilizó sus champiñones para pasar por encima de él a toda velocidad. Cruzaron la meta riéndose. Llegaron en cuarta y sexta posición, encantados de que Mario hubiera quedado el último.

Scott y George jugaron otra partida al Mario Kart, y después otra, hasta que Scott insistió en cambiar a un juego de disparos. Prometió a George que era divertido y que se lo pasaría bien. No fue así, y a los pocos minutos dejó a Scott matando todo lo que se le ponía por delante.

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