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EL principio como sueño

Lo extraño de los sueños no es lo que sucede en ellos, sino lo que uno siente en ellos. En los sueños se dan categorías nuevas de emoción. En todos los sueños, incluso en los malos, hay una sensación de resolución inminente que uno apenas experimenta en la vigilia. Por resolución quiero decir respuesta a todas las preguntas. En mi sueño estábamos atravesando una ciudad. La ciudad podría haber sido Londres; en cualquier caso, era una ciudad que me resultaba conocida; una ciudad en la que todo era interesante, en la que todo era sorprendente e íntimo al mismo tiempo. Estaba cruzando esta ciudad en un autobús y al principio iba en el piso de arriba (era uno de esos autobuses de dos pisos sin techo). Al empezar el recorrido era de noche o estaba anocheciendo. Recuerdo el aire frío, el viento helado que barría los asientos de la parte alta de aquel autobús sin techo, y al mismo tiempo la seguridad del calor de mi cuerpo bajo la ropa. El autobús pasó por muchas calles llenas de gente, luces, cines, bocas de metro. Era un trayecto largo y teníamos una cita en la otra punta de la ciudad, una cita a la que en ese momento parecía importante asistir. Pero después de una hora de viaje, se hizo evidente que aunque el autobús iba en la dirección correcta, íbamos a tardar más de lo que habíamos imaginado. Y decidí que nos bajaríamos en la siguiente parada, en un lugar transitado donde pudiéramos encontrar un taxi. Haríamos el resto del camino en taxi. Decidir esto no me hizo lamentar lo que habíamos hecho; también había sido una buena idea coger el autobús. No bien tomé esa decisión, el autobús dejó las grandes avenidas para continuar el trayecto, sin detenerse, por estrechas calles secundarias que pasaban junto a depósitos, puentes y altos muros de ladrillo que tapaban toda posible vista. Eran los suburbios de la ciudad, pero no por ello dejaban de resultarme conocidos, íntimos y agradables de ver. Y tenía la sensación de que estábamos llegando a un estuario o, tal vez, al mar. Ahora teníamos claro que la ruta del autobús no era la que nos convenía; es más, era una ruta en desuso, sí, eso es lo que sentía, aunque en el sueño no lo formulara de esta manera. Y, sin embargo, montado en aquel autobús equivocado, seguía teniendo la misma extraña sensación de que estaba en lo cierto. Y vino a confirmármelo el hecho de que el alto muro desapareció de pronto y vimos el agua bajo nosotros, con barcos en el muelle y, aún más cerca de éstos, un estanque cuya agua tenía una vívida luz verde y sobre el que volaba un pájaro blanco, un inmenso pájaro blanco. No volaba como un cisne; no volaba con las patas recogidas, sino colgando de su cuerpo; no llevaba el cuello recto, estirado, sino doblado, y sus grandes y pesadas alas, que movía con bastante torpeza, eran blancas tintadas con los reflejos verdes del agua. Nunca había tenido una visión parecida de un pájaro. Bastaba para justificar, para explicar todo lo que había sucedido, estaba sucediendo e iba a suceder. El autobús no se paró. Nos acomodamos en nuestros asientos, y el frío aire de la noche soplaba con fuerza contra nuestras caras.

Y entonces el autobús, que no había llegado en ningún momento a ir muy rápido, se convirtió en un tren, un tren de cuya conducción éramos responsables. La mecánica no ofrecía grandes dificultades. Íbamos en el frente del vehículo que avanzaba por unas vías que seguían o continuaban la misma ruta que había tomado el autobús. Sigo hablando en plural porque no estaba solo, pero tampoco estaba con una persona determinada; estaba en la primera persona del plural. Estábamos en la parte delantera del tren, que ahora avanzaba un poco más rápido por una vía única. Aunque estábamos en una zanja muy profunda flanqueada por altos muros de piedra (¿o eran ladrillos?, eran ladrillos negros), aunque estábamos en esa especie de desfiladero, tenía la sensación de estar a una gran altura.

Vi que nos aproximábamos a una curva. Yo no era quien conducía en ese momento, pero iba mirando la configuración de las líneas de ladrillos que se alzaban sobre nuestras cabezas, y por la forma en que convergían me di cuenta de que después de la siguiente curva, el desfiladero se abría y nos inundaría la luz. Ya no era de noche. El hecho de poder leer esto en los muros me produjo una gran satisfacción (aunque tal vez mi placer provenía en parte de la anticipación de esa apertura y de la brillante luz que nos aguardaba después de la curva). El tren iba ahora muy rápido. Allí donde había previsto, al dar la curva, desaparecieron los muros. Estábamos muy arriba, muy altos, por encima del paisaje y de una bahía que divisábamos entera: un paisaje idílico de mar azul, colinas, suaves playas y bosques. Todo ello se extendía bajo nosotros. Pero en el momento de dar la curva nos dimos cuenta de que las vías del ferrocarril descendían en una pendiente fortísima, similar a las de las montañas rusas; y eso no era todo, pues vimos que además conducían, unos centenares de metros más abajo, directamente al mar.

Éste constituyó uno de esos momentos de inminente resolución a los que me he referido. El hecho de que la vías acabaran como acababan, directamente en el mar, explicaba la extraña naturaleza de todo el recorrido y la razón por la cual aquella ruta había sido abandonada. La vista bajo nosotros era de una belleza inefable, lo que daba aún más sentido a todo el viaje, más aún que el pájaro blanco. Aquel pájaro blanco sobrevolando un pequeño círculo de luz. Y ahora un paisaje y una marina bajo nosotros... Ya no había posibilidad de parar el tren. Durante un segundo nos quedamos colgando en la cima del escarpado declive, y luego empezamos el rápido y peligroso descenso. La caída estaba prevista desde el momento mismo de dar la curva, pero no por ello disminuyó el placer que sentía. Y aunque el final al que nos acercábamos era inevitable, no parecía ni trágico ni patético. Mientras nos precipitábamos, les grité al resto: ¡Nadad! El tren desapareció en las profundidades del agua. No me ahogué. Pero algunos de nosotros (pertenecientes a mi primera persona del plural) sí se ahogaron.

«El progreso de hoy en todos los campos no es sino el absurdo de ayer».

Luigi Barzini, Corriere della Sera 1910

Hoy quiero escribir sobre un acontecimiento que tuvo lugar en el mes de septiembre de 1910.

El Aeroclub de Milán había ofrecido un premio de 3.000 libras al primer hombre que sobrevolara los Alpes. Geo Chávez, de veinticuatro años, un peruano famoso en el mundo de la aviación, llevaba esperando varios días en Brig, bajo el paso del Simplon, en la frontera suiza, a que mejorara el tiempo. Con él, esperan otros competidores.

La mayoría de los pilotos opinan que ya es demasiado tarde para intentar el vuelo este año; junio o julio habrían sido los meses más adecuados. Durante los últimos cinco días han realizado vuelos de prueba, elevándose por encima de los mil metros para retornar luego a la pequeña pista llamada Siberia, donde se han levantado varios hangares de lona. Todos ellos se han quejado de las traicioneras corrientes de aire que arrastran sus avionetas en cuanto se aproximan a la entrada del macizo montañoso; todos salvo Weymann, el americano, que lleva un pince-nez y que siempre dice lo mismo: que a todo hay que acostumbrarse.

Hacía unas semanas Chávez había batido el récord mundial de altitud. Para cruzar los Alpes no hay que elevarse tanto como él lo hizo en esa ocasión. Y, sin embargo, las montañas parecen constituir una frontera total. Las casas de Brig se encogen ante ellas. Las montañas inducen a creer que no hay nada detrás. Creer que Italia y Domodossola están al otro lado es un acto de fe, sustentado, cierto es, por el tráfico de la carretera del Simplon y por la historia, pues fue muy cerca de aquí donde Aníbal y Napoleón cruzaron los Alpes con sus ejércitos, pero refutado por los cinco sentidos, en cuyo pentágono el hombre está solo.

Cito de un artículo de Luigi Barzini, un conocido periodista italiano de la época, publicado en el Corriere della Sera el 23 de septiembre de 1910: «Hacia las diez horas de esta mañana las noticias que llegaban del Simplon no eran muy alentadoras. En la ladera norte el tiempo estaba apacible. Pero el viento soplaba en el valle, al fondo del cual las casitas del pueblo, cubiertas de nieve, parecían piedras blancas tras un desprendimiento de tierras. En el Monscera y en Italia hacía un tiempo espléndido.

»“Me gustaría mucho poder intentarlo”, me dijo Chávez con tristeza, “nunca voy a tener mejores condiciones meteorológicas en la parte italiana”.

»Estaba telefoneando continuamente a su amigo Christiaens, quien se había apostado en el Kulm para observar los cambios meteorológicos.

»De repente Chávez dice: “Tengo que ir a ver. Un coche”. Cogimos el coche de carreras de un joven americano y nos lanzamos a toda velocidad montaña arriba, ensordecidos por el rugido del motor y agarrándonos a los asientos para no salir despedidos en las curvas.

»El viento del este soplaba con fuerza en los picos más altos, a unos 3.000 metros, y arrastraba las nubes a su paso. Pero un poco más abajo el tiempo era perfecto. En los árboles no se movía ni una hoja. El humo de las hogueras que los excursionistas encendían en los bosques se elevaba lentamente hacia el cielo. No hacía demasiado frío, aunque por encima de los 1.300 metros estaba todo nevado...

»Chávez miró a su alrededor, estudiando el aire. Por el movimiento incesante de sus mandíbulas, se notaba que le rechinaban los dientes. Pero no mostraba ningún otro signo de estar preocupado o ansioso. No se había afeitado; aquella mañana se había levantado con prisas y sencillamente se había olvidado de ese detalle de su aseo en la aurora del día de la victoria.

»Habló poco. Preguntó la hora. “He de ir”, exclamó. Y pasados unos minutos añadió, “si no consigo atravesar, aterrizaré en el Hospicio del Simplon; hasta allí seguro que llego”.

»Christiaens se subió al coche e intercambió unas palabras con el aviador, palabras importantes.

“¿El viento?” preguntó Chávez.

“Sigue soplando”, respondió Christiaens.

“¿Crees que no hay posibilidad de cruzar?”.

“No”.

“¿Qué velocidad lleva el viento?”.

“Quince y está aumentando”.

“En el valle de Krummbach los pinos se movían y la hierba se inclinaba casi a ras de tierra empujados por un viento gélido”.

“¡Pues sí que es fuerte!”, dijo Chávez, “tiene que hacer mucho viento para que un pino se agite...”.

»Subía un coche desde el valle. Era Paulhan, que se había adelantado a explorar. Nos paramos y Paulhan nos dijo que hacia el Monscera la bonanza era total. Los dos aviadores se absorbieron en el estudio de las posibles corrientes.

»El viento venía desde el Fletschhorn, que estaba cubierto de nieve.

»“No es muy probable que cambie”, dijo Paulhan, “y las corrientes formarán remolinos. Si caes en uno de ellos...”. Concluyó la frase con un gesto elocuente.

»“Chávez y Paulhan subieron unos cientos de metros en dirección al Hubschhorn y se quedaron unos minutos observando desde allí. El viento parecía menos fuerte. Al bajar, Chávez estaba lleno de dudas.

»“Espérate a mañana”, dijo Christiaens.

»“Voy a ir ahora”, dijo Chávez de pronto, “bajemos a Brig enseguida”».

Se tiene que vestir adecuadamente. No hay reglas, salvo las que él se marque. Pero éstas las ha repasado reiteradamente para sus adentros, de modo que no le parece que esté haciendo algo por primera vez. Desde ahora nada le parecerá original, excepción hecha de la suerte, sobre la que no tiene control, y la bienvenida cuando aterrice en Milán. Se pone un traje de grueso papel chino que le queda pegado al cuerpo; es el mismo tipo de papel que el que solían emplear los grandes calígrafos chinos. La visión de sus propias piernas al vestirse le anima. Ha sido campeón de atletismo. Antes de una carrera ha sentido muchas veces la misma flojera que tiene ahora en las piernas, pero no es flojera, sino la espera del comienzo. Llevado por un impulso repentino, le pide a uno de los mecánicos del hangar que le preste un lápiz y escribe en ambas piernas: Vive Chávez! Sobre el traje de papel se pone un mono impermeable, especialmente acolchado con algodón, y luego varios jerséis y una cazadora de cuero encima de todo ello.

Tras haber hecho todas las comprobaciones y haber envuelto con trapos los tubos para protegerlos del frío, Chávez se dispone a despegar. Echó un vistazo a las montañas; contra el cielo azul parecían más cercanas que los días pasados. Miró a los espectadores que se alineaban a un lado de la pista: estaba decidido a no volver a aterrizar en Siberia.

Ahí hay un cura, le dijo a uno de los mecánicos, sólo nos falta un sepulturero.

Saludó con la mano a sus amigos. El familiar estruendo ensordecedor del motor lo envuelve y le da seguridad; tras recorrer unos cincuenta metros se eleva.

Los espectadores lo ven despegar y ganar altura sin dificultad. El ruido del motor es el normal. Alzan la vista siguiendo las elegantes alas curvas de la avioneta recortadas contra el cielo, y de una forma u otra todos imaginan que es un pájaro. Pero cuando Chávez se dirige hacia la entrada del macizo montañoso, la pierden de vista. Se pierde totalmente de vista.

¡Se ha estrellado!, grita alguien.

Ha ido hacia la ladera de los pinos.

No puede haber hecho eso, ¡iba más alto!

Es difícil saberlo.

¡Mirad! ¡Mirad! Ahí está.

¿Dónde?

Se está elevando sobre el bosque.

Y vuelven a localizar la avioneta. Pero ya no parece un pájaro en el cielo. Contra los pinos grisáceos y luego contra el gris del farallón de pizarra, parece una mariposa, pero una mariposa que ya no puede volar y se arrastra lentamente por la superficie de una ventana gris.

Chávez está luchando contra el viento que ha empezado a llevarlo demasiado hacia el este, pero también está luchando contra una sensación de irrealidad. Nunca había volado así: cuanta más altura gana, más bajo está; son las montañas las que están ganando altura.

Cuando pareció evidente que no era un vuelo de prueba más, la noticia se envió por teléfono a las ciudades de Europa. En Milán izaron una bandera blanca en la cúpula del Duomo. Era la señal acordada para informar de que un aviador había despegado en Brig para cruzar los Alpes con la intención de llegar hasta Milán. En cuanto hubiera cruzado las montañas se izaría una roja. La multitud empezó a congregarse en la plaza que rodea la catedral. Mientras aguardaban a que subieran la bandera roja, charlaban y miraban frecuentemente al cielo. En su espíritu y formación, esta multitud era muy diferente de las masas que se habían congregado en esta misma piazza en mayo de 1898.

El Hotel Victoria de Brig está lleno de periodistas, aficionados a la aviación y amigos de los competidores. Entre ellos se encuentra el protagonista de este libro, a quien a partir de ahora, en aras de la conveniencia llamaré G.

Tiene veintitrés años y es amigo de Charles Weymann, el piloto americano del pince-nez.

Unos meses antes había volado como pasajero con Weymann en uno de los primeros vuelos nocturnos que se llevaron a cabo. Su tranquilidad y su buen sentido de la orientación impresionaron a Weymann. Inesperadamente, las nubes ocultaron la luna y la repentina oscuridad les obligó a realizar un aterrizaje forzoso en una región de colinas desconocida para ellos. Fue una experiencia, había declarado Weymann a la prensa, que preferiría no volver a tener. Pero habría sido mucho peor de haber estado solo.

Weymann no llegaba a comprender por qué no quería aprender a pilotar su joven amigo, siendo como era un entusiasta de la aviación. Yo estoy dispuesto a enseñarte, le decía, y te aseguro que ése es un privilegio por el que hacen cola en París y Nueva York.

En G. se reconocía al muchacho de quince años. Beatrice lo habría reconocido al instante. Pero tenía la tez más cetrina y la cara más delgada, lo que hacía que su nariz pareciera también más grande que antes. Cuando sonreía, los dientes mellados le seguían dando un aspecto malicioso.

Sería diferente, decía Weymann con su arrastrado acento americano, si no tuvieras dinero. Para volar necesitas dinero. Pero me imagino que no te falta.

Tengo otros muchos intereses.

¿Cuáles son? ¿A qué te dedicas?

G. sonrió irónicamente, pues sabía que Weymann era un hombre incapaz de descubrir la verdad aunque la tuviera delante de sus narices. Viajo, dijo.

El pince-nez aumentaba la candidez de los ojos azules del americano. Exactamente, dijo, por eso mismo podrías volar. Tienes aptitud y determinación, las dos cosas que se necesitan.

Weymann contó hasta dos con los dedos.

Soy demasiado impaciente. No aguantaría más de un mes.

Tienes que ser rápido, dijo Weymann. Era un hombre bajito y atildado; llevaba pajarita.

Estaría pensando en otras cosas.

¿Cuáles?, preguntó Weymann abriendo los ojos de par en par.

En la doncella que nos sirve el desayuno.

Es encantadora, asintió Weymann, y le guiñó un ojo.

Llena mi vida.

Pero si sólo llevamos un día aquí.

Está prometida con un funcionario municipal y se van a casar en Navidad.

Estás de broma, dijo Weymann empezando a sospechar que le estaba provocando.

No, respondió G.

Weymann hablaba como un maestro de escuela cargado de paciencia: Estamos haciendo historia. Somos pioneros; estamos abriendo un nuevo capítulo. Supongo que estamos un poco locos. Pero, cómo puedes comparar lo que estamos haciendo —nosotros, aves tempraneras— con un enamoriscamiento de un día de una camarerita suiza con la que ni siquiera has hablado. Cómo puedes anteponerlo sin más. No eres un niño. No vas en serio. Sencillamente no puedo creerte. Agarró a su compañero por el brazo. Dime lo que te preocupa.

Si habrá recibido mi nota antes de la comida.

Weymann se echó a reír. Había decidido que puesto que este joven feo e intenso (a quien apreciaba por la experiencia que habían tenido juntos) no quería ser franco con él, lo mejor era dejar de hablar. Su risa era una manera de zanjar la conversación. ¿Póker esta noche?, le preguntó.

Al día siguiente, Weymann le dijo a otro amigo: Es endemoniadamente reservado. No sé qué se trae entre manos. No consigo averiguar si lo que le interesa es el dinero o la aventura, o ambas cosas, como a nosotros, supongo.

La noticia de que Chávez había despegado con la determinación de no regresar llega al Hotel Victoria durante la comida. Todo el mundo se abalanza a la terraza para ver la avioneta sobrevolando el valle del Ródano antes de virar hacia el sur, en dirección a las montañas. Chillan y agitan los brazos.

Tras una semana de falsos rumores y decepciones, todo el mundo se había hecho a la idea de que aquel año no se cruzarían los Alpes en aeroplano. ¿Por qué no se les ocurrió que este intento podría terminar también en decepción, que Chávez podría encontrar las corrientes demasiado fuertes en la garganta de Saltina y verse forzado a regresar? Tal vez, porque es la última oportunidad. Mañana partirán todos, y por eso se agarran a la última esperanza de que suceda algo. Tal vez también porque han visto a Chávez, lo han observado durante una semana y han leído su rostro. No estoy hablando de su suerte, sino de su carácter.

Chávez ve a la gente reunida abajo, en la terraza, pero no les devuelve el saludo. Es una superstición. No volverá a saludar hasta que haya llegado.

Durante la semana muchos campesinos se han acercado a Brig con la esperanza de ver desaparecer sobre las montañas una de aquellas máquinas voladoras. Y ahora, todo el personal del hotel, los camareros, las doncellas, el cocinero, los pinches, el jardinero y su mujer, parecen tan excitados como los huéspedes. La excitación tiene muchos elementos: curiosidad, incertidumbre sobre el resultado, una sensación de que están compartiendo la hazaña, pues todos ellos han estado cerca del hombre que ahora ven en el cielo; pero quizá el más profundo es la satisfacción de presenciar y, por ende, de participar, en lo que para ellos es una ocasión histórica. Es una satisfacción muy primitiva, que conecta el tiempo de la vida de cada cual con el tiempo de sus antepasados y descendientes. El gran poste de la historia y el modesto palito de la propia vida quedarán marcados en el mismo punto.

Cuando G. salió del comedor, no se dirigió a la terraza, sino que corrió hacia el patio trasero del hotel, en donde se alzaba un gran edificio de madera. El piso bajo estaba abierto a la manera de los graneros, y tenía una pila de piedra con grifo, en la que se lavaba la ropa del hotel. Encima, en el segundo piso, estaban los cuartos de las camareras. Ella estaba en la escalera exterior mirando al cielo. La llamó por su nombre —¡Leonie!— y le tendió la mano para que bajara. Tomándola del brazo, le dijo que se apresurara: verían mejor desde el balcón de su habitación.

Podría ser que ella declinara entonces la invitación. Era el momento más difícil de su estrategia. Ella sabía bien que estaban sucediendo dos cosas al mismo tiempo: un aeroplano volaba por el cielo como un pájaro y el hombre que la había estado persiguiendo con notitas, con bromas, con susurros, con declaraciones de amor y extravagantes cumplidos durante los últimos cinco días la conducía ahora a toda prisa a su habitación; y aún más, sabía que él sabía que todas las tardes tenía libres esas dos horas. Lo siguió porque la excepcionalidad de las dos cosas que estaban sucediendo confirmaba que se trataba de una ocasión extraordinaria. El ruido del motor, los gritos de emoción y el hecho de que todos señalaban hacia el cielo, dándole la espalda, la animaron a dar el esquinazo a su ser normal y ordinario. Se detuvo en el umbral para dejarla pasar y fue como si bajo su protección dejara atrás ese ser. En la escalera no pudo contener la risa.

Al llegar a la habitación se quedó en silencio. Él la atravesó con paso decidido y abrió la puerta del balcón sobre la terraza abarrotada. El aeroplano se escoraba al girar, y desde la habitación ambos pudieron ver la silueta de la cabeza y de los hombros de Chávez, más pequeña que un botón.

Leonie no quería acercarse al balcón por miedo a que alguien la sorprendiera al alzar la vista desde la terraza. Se quedó de pie en el centro de la habitación, retirada de la ventana y desarmada de toda posibilidad de seguir fingiendo que estaban allí para contemplar el aeroplano que volaba hacia las montañas. (Habrá quien opine que podría haber escapado entonces. Y, sin embargo, no era frívola. Él todavía no le había propuesto nada. Ella sabía algo de lo que él iba a proponerle. No era ni frívola ni ingenua. Pero también estaba la otra parte, lo que él le proponía a su ser excepcional, ese ser al que rodeaba una vida diferente de la suya al igual que el aire callado rodeaba el rugido cada vez más distante del motor de la avioneta.)

Un instante después, él ya había cerrado las ventanas y se había vuelto hacia ella. Que lo había conseguido, que era de verdad ella, Leonie, la mujer que lo miraba incierta, parada en medio de la habitación, quedó registrado de una vez para siempre en su mente en forma de sus rasgos más característicos: las manos grandes, la nariz ancha y como aplastada, los mechones de pelo hirsuto, lacio, que se le escapaban de la cofia, el cutis lavado de la campesina, la manchita no más grande que una uña y ligeramente más pálida que el resto a la izquierda de la barbilla, los hombros y el pecho redondeados, los ojos castaños, del color de la madera oscura.

Apenas reparó en los rasgos que le habían hecho decir a Weymann que era encantadora, pues éstos eran los mismos que en muchas otras.

La abrazó. Ella no se movió; con la mejilla apoyada contra el pecho de él, esperaba. Escuchaba sus palabras. Corazón mío. Mi vida. Corderito de ojos castaños. Leonie, Reina de los Alpes. (Pero estas palabras recogidas para una tercera persona pierden su precisión y su extravagante elocuencia.) No parecía pasiva ni en su forma de escuchar ni en su aparente sumisión a los deseos del hombre. Construía, con gran precisión y frenesí, el significado de lo que le había sucedido.

Una semana antes nunca había visto, ni siquiera imaginado un hombre como él. Era rico. Era amigo de los hombres que volaban en los aeroplanos. Él mismo había volado en uno de ellos. Viajaba de país en país. Hablaba un alemán peculiar. Su cara era la de un personaje de novela. No tenía en cuenta estos hechos por lo que pudieran decir en sí mismos. Eran meras pruebas de que era diferente de todas las personas que le habían dirigido la palabra. Y, sin embargo, si esto fuera todo, no le habría dado mayor importancia al hecho de que fuera diferente. No esperaba mucho de la vida. Sabía muy bien que el mundo estaba lleno de gente que era profundamente distinta de los habitantes de Brig o de los campesinos del Valais, y que no tenían nada que ver con ella, ni tampoco nada que decirle. Pero él —y eso era lo que la impresionaba— se había dirigido a ella, Leonie. Durante una semana se había concentrado en buscarla, hacerle regalos, decirle piropos, hablarle y demostrarle que era una mujer singular entre las demás. Como la mayoría de las personas que no acostumbran a engañarse a sí mismas, Leonie distinguía por intuición la sinceridad de la hipocresía. Sabía que él no le estaba mintiendo, aunque ignorara la verdad que intentaba decirle. Como la mayoría de las mujeres, también distinguía entre el hombre que te implora que le otorgues tus favores o que, ocasionalmente, intenta obtenerlos y el hombre que frente a una mujer determinada se ve obligado a presentarse tal cual es. Esto es algo de lo que pensaba cuando se dijo: Ha venido por mí.

Cuando Zeus se disfrazaba de toro, de sátiro, de águila o de cisne para aproximarse a la mujer de la que se había enamorado, no lo hacía sólo por la ventaja que le podría deparar el factor sorpresa: era para encontrarse con ella (en los términos de esos extraños mitos) como un extraño. El extraño que te desea, y que te convence de que eres en verdad tú en toda tu particularidad a quien desea, trae un mensaje de parte de aquello que podrías ser a la persona que eres realmente. La impaciencia por recibir el mensaje será casi tan fuerte como el sentido de la propia vida. El deseo de conocerse supera a la curiosidad. Pero ha de ser un extraño, pues cuanto mejor lo conozcas, como la persona que eres realmente, y mejor te conozca él, menos podrá revelarte de ese ser tuyo desconocido pero posible. Ha de ser un extraño. Y al mismo tiempo ha de tener contigo una intimidad misteriosa, ya que de lo contrario en lugar de revelarte tu ser desconocido, se limitará a representar a todos los que te son desconocidos y para quienes tú también lo eres. Íntimo y extraño. De esta contradicción en términos, de este sueño, nace el gran dios erótico que toda mujer alimenta o extermina.

Cuando Weymann le preguntó «¿a qué te dedicas?», y él contesto «viajo», la respuesta no era ni superficial ni evasiva. El extraño constante debe viajar continuamente.

Ella permaneció inmóvil, con los brazos pegados al cuerpo, durante un rato más. Por la ventana veía el cielo sobre las montañas, con ese azul de septiembre tan familiar como el color de una bandeja. Todavía se oía a lo lejos el motor Blériot.

El aeroplano cayó cincuenta metros, como un lenguado muerto. Chávez quería volver. Lo que se lo impedía era aquello que se había dicho a sí mismo antes, aunque en el momento de decírselo no podía imaginar que su avioneta fuera a caer como un pez muerto.

Nunca más se volverá a contar una sola historia como si fuera la única.

Su instrucción, la educación que recibió en casa, en la escuela y en la iglesia la habían preparado para la situación en la que se encuentra ahora. Ha de rechazar a este hombre desconocido que está a punto de arruinar su vida. Ha de salvar su honra. Tiene que protegerse, tiene que reservarse para su querido Eduard, que lleva cuatro años cortejándola, con quien vivirá en la casita de las colmenas, junto al río, y quien será el padre de sus hijos, que irán a la misma escuela a la que fue ella en Brig. Está en peligro de pecado mortal. Tiene que resistirse a la tentación del diablo. Así ha sido preparada Leonie para la vida. Debe pensar en su madre y en lo que ésta desearía para su hija en este momento. Ella, la hija de su madre, ella, la hija de Dios, ella, la promesa de su querido Eduard, ella, la mujer que dentro de dos meses será la desposada que avanzará del brazo del novio, ella, la madre de sus futuros hijos, ella, la hermana mayor de sus hermanas, ha de conservar su honra en cuanto que hija, cristiana, promesa, esposa, madre, hermana. Pero, ¿y ella como ella misma? ¿Qué debo hacer yo, Leonie, para salvar mi honra? No sabía qué hacer. Para esto no la habían preparado. Tal cual es su vida no puede besar a este hombre. Pero él no forma parte de ella; está fuera. Estaba sola con él. No había nadie más. Siente que nunca volverá a estar entre los brazos de un hombre que está fuera de su vida. Fue como un sueño. Lo que haga con él no forma parte de su vida, aunque otros opinen lo contrario y pueda tener consecuencias para el resto de ella. Lo que haga con él será obra de ese trozo de su ser que no forma parte de su vida. Mi debilidad era más fuerte que yo.

Deslizó las manos por la espalda de ella hasta llegar bajo las nalgas. Luego la levantó despacio, deliberadamente. Los pies de ella se elevaron sobre el suelo. La bajó de nuevo, pero no lo suficiente para que volviera a sentir todo el peso de su cuerpo.

Ella tenía la sensación de que la tocara donde la tocara, sus manos la hacían elevarse, se llevaban parte de su peso. Las manos de aquel hombre se interponían entre ella y la fuerza de la gravedad. Alzó la vista y lo miró a los ojos, que estaban totalmente concentrados en ella. Sonreía y los huecos de su dentadura eran tan negros como sus ojos. Aunque todavía era consciente del sol que entraba por la ventana, podía creer también que tras ella había una cortina negra, negra como los ojos del hombre y los huecos de su dentadura, y que esta cortina negra estaba cayendo lentamente a su alrededor hasta cubrirlos como una tienda de campaña redonda y negra. Sintió que la tocaba en las partes más pesadas de su cuerpo, aquellas que caían, que colgaban, y cada vez que las tocaba, las elevaba, se llevaba parte de su peso. Fue entonces cuando lo abrazó.

Las manos del hombre, que habían contrarrestado la fuerza de la gravedad en aquellas partes de su cuerpo de cuyo volumen, por ligero que fuera, ella era consciente, tuvieron además otro efecto. Sintió en cada una de ellas una fuerza de atracción que las arrastraba —aunque todavía no fuera de una manera continua, sino a golpes intermitentes— hacía él y el volumen, mucho más grande, de su cuerpo. (La sensación era comparable a la obvia que se había apoderado de sus pechos, pero más profunda y más difusa.)

Empezó a repetir el nombre de él.

Todo intento de describir exhaustivamente lo que sentía ella está abocado a caer en el absurdo. Era una experiencia central en su vida: todo lo que ella había sido rodeaba su experiencia presente como la tierra rodea un lago. Todo lo que había sido se convirtió en arena y se amontonó a las orillas de esta experiencia para desaparecer bajo sus aguas y pasar a ser el misterioso y oculto lecho del lago. Para expresar su experiencia tendríamos que reconstruir a nuestro alrededor su lenguaje, un lenguaje que le es exclusivo. Y eso es imposible. Ni siquiera armados con todo el lenguaje de la literatura tenemos acceso a su experiencia. Sólo hay una manera posible de entrar en esa experiencia, y sólo brevemente: hacerle el amor. ¿Por qué intento entonces describir su experiencia exhaustivamente, nítidamente, cuando estoy reconociendo la imposibilidad de hacerlo? Porque la quiero. Te quiero, Leonie. Eres hermosa. Eres dulce. Puedes sentir el dolor y el placer. Eres pequeñita y cabes en la palma de mi mano. Eres grande como el cielo bajo el que camino. Fue él quien dijo esto.

La dejó sentada en la cama y se aproximó a la puerta. Ella le tendió los brazos.

No, dijo él, no como campesinos borrachos.

La súbita brusquedad de sus palabras no la sorprendió. Sencillamente esperó a ver qué hacía.

Le dijo que se desnudara. Ella dudó, no porque no lo deseara, sino porque no sabía cómo hacerlo con él mirándola. Él empezó a quitarse la ropa. Ella se desabrochó los puños, pero no siguió. Él se quedó de pie en el otro extremo de la habitación, desnudo. Había barrido y limpiado esta habitación muchas veces. Recordando el pasado, recordando que había lavado las cortinas que él acababa de correr, bajó la cabeza.

Alza la vista, Leonie. Él te ve. Míralo verte. Te están viendo como eres. Cuando naciste, antes de que abrieras tu boquita redonda y arrugada y gritaras, no fuiste vista como tú misma, sino que primero te vieron como la alternativa de un niño. Dirigieron la vista a tu sexo —una línea trazada en tu húmeda barriguita rosada— antes de mirar tus ojos entreabiertos. Eras una niña y te llamaron Leonie. Mira, su mirada te envuelve. Te reconoce de la misma manera que han reflejado tu cuerpo todos los espejos en los que te hayas detenido a mirarte. El espejo refleja; él te reconoce. Está desnudo viéndote. Cuando te inclinas para quitarte la gastada enagua con un agujero en el sobaco, ve caer tus dos pechos no totalmente en silencio.

Tu imagen recubre toda la superficie de su cuerpo como una segunda piel. Todas tus formas envuelven su pene.

Nunca te has visto así.

Mirándote, te reconoce. Es un reconocimiento que no se puede ignorar. Prende fuego. Y a la luz de la llama va reconociendo más y más hasta que el resplandor es tanto que le resulta íntimo lo que nunca ha visto.

Nunca te ha visto desnuda y ahora lo estás.

Hay quien opina que mi escritura está sobrecargada de metáforas y símiles, que nada es nunca lo que es, sino otra cosa. Es verdad, pero, ¿por qué es así? Me sorprende la particularidad de todo lo que percibo o imagino. Las cualidades que una cosa tiene en común con otras —hojas, tronco, ramas, en el caso de un árbol; miembros, ojos, cabellos, en el de una persona— me parecen superficiales. Me maravilla profundamente lo que cada acontecimiento tiene de único. Ahí reside mi dificultad como escritor: tal vez, la magnificente imposibilidad de serlo. ¿Cómo voy a transmitir esa unicidad? La forma más obvia es dejar que el desarrollo del acontecimiento la establezca. Convencer al lector, por ejemplo, de la unicidad de la experiencia de Leonie contándole lo que sucedió cuando Eduard descubrió que le había sido infiel. De esta forma, son las causas y efectos los que explican la unicidad del evento. Pero no tengo sentido del tiempo, del paso del tiempo. Las relaciones que percibo entre las cosas —entre las que se suelen contar relaciones causales e históricas— tienden a formar en mi mente un complicado modelo sincrónico. Veo campos en donde otros ven capítulos. Y por eso me veo obligado a utilizar otro método para intentar situar y definir los acontecimientos. Un método que busca las coordenadas de una forma extensiva en el espacio más que de una forma consecutiva en el tiempo. Escribo con el espíritu del geómetra. Una de las maneras de establecer coordenadas de una forma extensiva es comparar un aspecto con otro, y para ello me sirvo de la metáfora. No quiero terminar siendo prisionero del nominalismo por creer que las cosas son lo que su nombre indica. En la cama, no eran prisioneros de sus nombres.

En la carretera que atraviesa el paso de Kulm, Chávez ve figuras que lo saludan. Entre ellas se encuentran Christiaens y Luigi Barzini. Dentro de unas horas el Corriere della Sera se hará eco de este momento.

«Permanecemos clavados en el sitio embargados por una profunda emoción. No podemos movernos. Nos falta el aliento, nos brilla el alma en los ojos y el corazón parece salírsenos del pecho. Estamos hechizados por la belleza de lo que tenemos ante nosotros. Mil años de vida no podrían borrar este recuerdo.

»Unos segundos después montamos en el coche. Christiaens nos acompaña. También se suben dos policías suizos, y allá vamos. Nos miramos; tenemos los ojos enrojecidos. A los dos policías suizos también se les bañan los ojos de lágrimas cuando susurran en alemán: Mein Gott, mein Gott. El aeroplano está a punto de entrar en el valle de Krummbach, hendido hace tan sólo dos horas por el vendaval y la tormenta. Sobrevuela los campos que rodean el hospicio.

»“¡Está aterrizando!”, gritamos. “¡Ahí está! ¡Está aterrizando!”.

»No cabe duda de que el piloto duda un momento. Puede que esté pensando en aterrizar; entonces decide que el viento no es tan terrible como temía y continúa...»

Todos los pilotos de entonces se orientaban por lo que veían en la tierra. Y la tierra les daba seguridad, pues esperaban poder aterrizar y recibir ayuda. Un destructor de la Marina francesa había escoltado a Blériot un año antes en su travesía del Canal de la Mancha. Brevemente, no serían más de diez minutos, perdió contacto con el barco y sólo veía el mar; posteriormente diría que la soledad le había aterrorizado durante aquellos largos minutos. La decisión de Chávez ahora lo convierte en el primer hombre que deja deliberadamente atrás la vista y el alcance de otros hombres para volar en solitario.

El frío lo rodea como las cuatro paredes de una celda; pero el frío también entra en la celda. Una de ellas lo oprime continuamente, con toda crueldad. La parte derecha de su cuerpo y su cara están congelados. Es la pared por la que sopla el viento; el viento que subestimó antes (hace veinte minutos). Ya no le parece que ha cometido un error de cálculo, sino una transgresión. Es el pecado original que explica su vida, ahora idéntica a este vuelo. La pared opuesta a la del viento es de roca y nieve.

A su izquierda divisa el monte Leone. La nieve, blanca bajo el sol, realza la presencia de la montaña al tiempo que la transforma en una especie de ausencia.

Ese blanco no soportaría una sola mancha.

Intenta atravesar la pared de viento. Cada vez que gira a la derecha, el viento le trae aumentado el rugido del motor Gnome, pero el aeroplano se mantiene casi suspendido en el aire. Ha perdido altura y tendrá que recuperarla si quiere cruzar el Monscera. Pero le asusta subir más. Por encima de él, el viento es aún más fuerte y sopla de todas las direcciones al mismo tiempo. Si malo es que el aeroplano empiece a caer, peor aún es cuando se eleva impelido por el viento. Entonces empiezan a temblarle las piernas y los pies enfundados en las botas, sobre el motor: la tela que cubre la superficie externa de las alas se hincha de forma irregular, como si el viento ya la hubiera agujereado por abajo.

En las estribaciones del monte Leone —mucho más cerca de él—, las montañas más bajas se alzan como las gradas erosionadas y derruidas de un anfiteatro semicircular, en cuyo centro él está solo.

Recuerda los últimos consejos de Paulhan: ¡Mantén la altura! ¡mantén la altura! Esas palabras suenan ahora absurdas.

La primera dificultad será salir por el lado opuesto del anfiteatro después de haber sobrevolado la arena. El viento lo empuja sin remisión dentro del semicírculo, hacia las gradas ciegas. Si consigue atravesar por donde la cresta se quiebra (al oeste del Glatthorn), todavía tendrá que enfrentarse a peores dificultades. Se ha alejado demasiado hacia el este y cree que para cruzar el Monscera tendrá que subir unos trescientos o cuatrocientos metros. El viento lo está arrinconando al impedirle elevarse y al arrastrarlo continuamente hacia el este, y el rincón en donde lo hará pedazos será en la garganta del Gondo.

Puede que haya considerado la posibilidad de volar contra el viento y dar la vuelta a la arena a fin de ganar altura. Pero, a mi parecer, la idea de girar en redondo, aunque fuera momentáneamente, le horrorizaba. Si empezaba a dar vueltas alrededor de este anfiteatro de gradas ciegas y crestas, nunca lograría salir de él y en él moriría cuando se parara el motor. Prefería pelear en un rincón.

Ya no distingue entre las rocas y el silencio. El frío ha insensibilizado toda la superficie de su cuerpo. El aire y el ruido del motor a sus pies es todo lo que su conciencia puede oponer a las rocas que lo rodean. Sigue volando hacia el Glatthorn, como una flecha hacia el blanco.

Está junto a una pared que se asemeja al cuero de una mula gigante estirado en un armazón con la forma de la letra A y abultado desde atrás, entre los palotes de la A, por el mismo viento que sopla contra él y su avioneta. Chávez ve la sombra de las alas de la avioneta reflejada en el cuero de mula de esta pared, ora alejándose de un bandazo, ora abalanzándose hacia él, según entra y sale de los repliegues de la roca. Al mirar hacia abajo ve rocas que se elevan hacia él. Hacia arriba, picos aún más altos. El ruido del motor retumba contra las rocas circundantes y sube y baja como su sombra, y su sombra parece chocar estrepitosamente con el ruido del motor y con las piedras desprendidas.

Aquí no se podían haber planteado decisiones conscientes.

Aquí no puedo calcular al escribir.

Chávez tiene la sensación de que está a punto de entrar en las fauces de un animal que tuviera de roca pura el gaznate, las entrañas y el ano; un animal de digestión geológica. Un animal que pudiera matar antes de estar vivo y comer cuando está muerto.

No se trata de tener valor o de no tenerlo: en tales circunstancias los hombres se dividen entre los que quieren seguir vivos y los que no. Su forma de gritar tal vez revele el grupo al que pertenecen. Unos se elevan con sus gritos; otros mueren gritando. Chávez se elevó, indiferente ante el riesgo de perder velocidad, indiferente a todo, salvo a la necesidad de escapar de las fauces del animal. Ganar altura.

Estaba en Gondo.

En comunicación telefónica constante con Brig, todo el mundo espera en Domodossola. Las fábricas han parado. Los obreros observan el cielo. Los viejos renuncian a la siesta. Los jóvenes se encaminan al campo donde aterrizará Chávez para repostar y seguir hacia Milán. En todos los balcones y en todas las ventanas que dan sobre el valle de Ossola —verde y apacible, pero de escarpadas laderas cubiertas de bosques primero y coronadas de roca después— se ve gente escrutando el cielo sobre los Alpes. No hay viento.

¡Qué tragedia! Ya deberíamos estarlo viendo.

Tal vez se ha vuelto.

Pero si ha cruzado el Simplon.

¿Cómo lo sabes?

Nos lo ha dicho Roberto.

¿Y Roberto?

El Signor Lucchini, el secretario del alcalde, entró en el Garibaldi hace veinte minutos y dijo que había pasado sobre el hospicio.

Alabado sea el señor.

Ya desde esta mañana sabía que iba a ser una tragedia. Anoche soñé con él.

Eso es porque estás enamorada de él.

¡Si pudiera verlo aunque fuera una vez!

Y todos gritaremos su nombre: ¡Geo! ¡Geo!

Miles de personas divisan el avión desde Domodossola, diminuto contra los bosques de abetos. Vuela más bajo de lo que esperaban. A gritos, los espectadores se mandan callar unos a otros para poder oír el ruido del motor. Está demasiado lejos. Poco a poco, los movimientos del aeroplano se van haciendo más claros. Está bajando hacia Domodossola.

Duray, un piloto de carreras amigo de Chávez, desenrolla sobre la hierba del campo de aterrizaje dos largos de percal blanco, a fin de hacer una cruz visible desde el aire; un montón de chicos se pelean por ayudarlo a clavar la tela en el suelo.

El aeroplano vuela y pierde altura de una forma tan regular, tan serena, que todos los que lo observan sienten un júbilo personal.

Es el primer hombre que ha sobrevolado los Alpes; ha hecho lo que antes se creía imposible. Estamos presenciando un acontecimiento importante, pero ¡mira!, es más sencillo de lo que habíamos creído; vuela más derecho que un pájaro y con menos esfuerzo, y así ha volado sobre los Alpes. Tal vez las grandes cosas son más fáciles de conseguir de lo que nos han hecho creer. Esta secuencia de sentimientos (formulados de muchas maneras diferentes) concluye en un regocijo repentino. ¿Por qué no vamos todos a conseguir lo que deseamos?

El alcalde, que es conducido en automóvil hasta el campo de aterrizaje y que se ha vestido de ceremonia para recibir al gran aviador, anuncia a sus compañeros que la ciudad dedicará una calle a Chávez en conmemoración de su victoria sobre las montañas.

A las 14.18 había salido de la estación de Domodossola el expreso de Milán. Un joven avista el monoplano Blériot por la ventanilla de su compartimento y pulsa la alarma. El tren se detiene súbitamente. El joven se baja a la vía y corre a lo largo del tren gritando al resto de los pasajeros que miren y señalando hacia el aeroplano, ahora apenas más alto que el árbol, y en el que Chávez es perfectamente visible. Cuando llega a la locomotora, el joven se para y saluda agitando los brazos en el aire, con la esperanza de que Chávez lo vea y le devuelva el saludo; entonces será el primero en haber saludado al héroe. Pero Chávez no le devuelve el saludo. Un hecho éste que habrá de ser motivo de especulación durante muchos años para el joven y sus amigos, entusiastas de la aviación todos ellos.

Leonie echa atrás la cabeza como una cantante en plena actuación. Pone los ojos en blanco, de modo que él no le ve el iris. Tiene la boca abierta y la garganta inflamada. Hace un ruido que es una palabra pronunciada muy despacio, pero él no logra descifrarla.

Unas gritan, otras se quedan inmóviles, algunas golpean con los puños; otras hay que sacan la lengua, y aún otras que fruncen el ceño y aprietan la boca en un gesto resuelto; y las hay también que agitan las manos, e incluso otras que las abren hasta que parecen estrellas de mar: no hay dos iguales hasta el momento en que abandonan toda forma particular de comportamiento, hasta que llegan con él a ese momento en que todo es simultáneo y todas ellas están allí juntas.

Siente cada orgasmo como si fuera simultáneo con todos los demás. Todo lo que ha sucedido o sucederá entre ellos, todos los acontecimientos, actos, causas y consecuencias que han separado y separarán en el tiempo una mujer de otra, rodean este momento intemporal como una circunferencia rodea el círculo que define. Todas están allí juntas. Todas, a pesar de sus diferencias, están allí juntas. Él se une a ellas.

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