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El deseo sexual, ya sea provocado o producido circunstancialmente y sean cuales sean sus términos objetivos y su duración, está subjetivamente fijado a dos puntos en el tiempo: nuestro principio y nuestro final. Cuando es analizado, el deseo sexual tiene unos componentes que son violentamente nostálgicos y que nos hacen retroceder hasta la experiencia misma del nacimiento; otros componentes son el resultado de un apetito inextricable por lo desconocido, lo más lejano, la esencia de la vida, que finalmente sólo se puede encontrar en su negación: la muerte. En el momento del orgasmo, puede parecer que estos dos puntos en el tiempo, nuestro principio y nuestro final, se funden en uno. Cuando sucede, todo lo que hay entre ellos, es decir, toda nuestra vida, se convierte en un instante. Así es cómo me explico a mí mismo al protagonista de mi libro.

Estaba acostado al lado de Leonie, con los ojos cerrados y tomándola de la mano. Leonie ya no veía promesas secretas en la cara de aquel hombre. Sabía lo que prometía, y el secreto les concernía a los dos. Con la mano que él no le agarraba, le acarició la cara. Recorrió con las yemas de dos dedos el contorno de una ceja y luego siguió por un lado de la nariz hasta la comisura de la boca, que se contrajo al contacto con sus dedos, y llegó a la barbilla.

Acariciándole así hacía más natural su sensación de intimidad y destruía un poco de su misterio. Situaba esa sensación de intimidad en lo que sentía en las yemas de los dedos. Y de esta forma la abrumaba menos. Quería taparle la nariz con la mano. La levantó y se la llevó a la suya para olerla. Luego, se la puso a él en la frente. Hubiera seguido jugando así, con palabras aisladas que se le pasaban por la cabeza envueltas en una especie de extraña iluminación (como si supiera que había una luz, blanca como la nieve, tras todo lo que veía o imaginaba y que esa luz le daba a todo un halo blanco hasta el momento en que ella lo veía), hasta que él hablara o se moviera. Pero los gritos de un hombre en la escalera vinieron a interrumpirla. Un momento después, una mujer gritó en la terraza, bajo la ventana. A éste siguieron varios gritos.

De haber pertenecido a otra clase social, Leonie habría reaccionado de forma diferente. Su inmediata respuesta habría sido poner en entredicho el derecho del resto de los residentes del hotel a alzar la voz y molestarla. Pero para ella, tal como era su vida, una voz más alta era una señal de alarma; desde pequeña había aprendido que cuando alguien levanta la voz, o desapareces o ya te puedes ir preparando para ser injustamente maltratada. Temía que gritaran porque no la encontraban.

Se desasió de su mano. Él abrió los ojos.

Me están buscando, susurró, vienen a buscarme. No entrará nadie, dijo él, y volvió a cerrar los ojos. Llamaron a la puerta.

¿Quién es?, preguntó él.

Una voz de hombre contestó al otro lado de la puerta: Chávez se ha estrellado.

¿Dónde?

Aterrizando en Domodossola.

¿Estás diciendo que logró cruzar y después se estrelló?

En el último momento, sí, un par de metros antes del campo de aterrizaje, se desestabilizó, se lanzó contra el suelo a unos cien kilómetros por hora.

¿Ha muerto?

No. Se ha roto las dos piernas, pero según lo que nos han dicho por teléfono aparte de eso no está herido de gravedad. Se lo han llevado al hospital.

Está bien. Gracias por avisarme.

¿Vas a bajar?

Te veo luego. Se volvió hacia Leonie. ¿Ves como no te estaban buscando?, dijo. Y se echó a reír.

¿Cómo puedes reírte cuando tal vez tu amigo esté sufriendo?, preguntó.

Me río de nosotros.

¿De mí, porque estaba asustada?

No, de que tú y yo estábamos aquí mientras él sobrevolaba los Alpes.

Puede morirse.

Y un día yo me moriré también, y tú, con tus hermosos ojos castaños y tus dientes tan blancos. No hay tiempo que perder.

¿No te da pena?

No tenía tiempo.

No entiendo lo que dices.

La oportunidad nunca se presenta dos veces.

Te acaban de decir que se ha estrellado.

Entonces intentaré consolar a su prometida.

Pero, ¿quién eres tú? Lo dijo furiosa, pero en un susurro, como si tuviera miedo de que él contestara muy alto, tan alto que todo el hotel lo oyera. Pensaba que podría ser el demonio. Le dio bruscamente la espalda y hundió la cara en la almohada. ¿Por qué yo?, preguntó.

Porque eres como eres, por eso.

¿Por qué yo entre todas las demás? Hay tantas.

Tú igual que muchas otras.

¿Soy yo...? Alzó la cabeza para mirarlo y entonces cambió de idea y dijo algo diferente: Tengo que irme, dijo, me estarán buscando. Deja que me vaya.

Sí, dijo él.

¿De verdad no te preocupa que tu amigo esté herido?

Hablas de él, pero no estás pensando verdaderamente en él.

No entiendo lo que dices.

Cuando preguntas por él estás pensando en ti.

No... cuando lo vi despegar

... pero entonces yo ya había ido a buscarte.

La agarró por el hombro. Todo su cuerpo se volvió hacia él. Se quedó tumbada boca arriba, mirándolo. Veía en la cara del hombre lo que les había sucedido a los dos cuando él había ido a buscarla; su cara era diferente, pero no era la del demonio.

Sabía que no podía llevársela con él cuando se fuera. No valía la pena preguntar. Ni siquiera valía la pena preguntar si se marcharía mañana o pasado. Lo podría saber por el portero. Podría preguntarle si volvería alguna vez por Brig. Pero ya sabía la respuesta. Chávez había cruzado los Alpes. Ningún aviador volvería a intentarlo desde allí. No volvería. Todo lo que había aprendido del mundo hasta entonces se interponía entre su vida y la de él.

¿Te veré mañana?

Sí, te buscaré.

Se dio cuenta de que mentía. El que lo que había ocurrido fuera totalmente inesperado no significaba que fuera probable que volviera a repetirse. Una mujer más sofisticada y con más privilegios habría encontrado difícil aceptar que el encuentro era irrepetible, y por eso probablemente habría necesitado la mentira y no habría sabido reconocerla como tal. Para Leonie no era difícil de aceptar. Sus posibilidades de opción siempre habían sido limitadas; creía que sus condiciones de vida eran inalterables; por eso la idea de lo extraordinario era central en ella. Era supersticiosa.

Le dio un escalofrío. Él la tapó con la sábana. Al hacerlo, vio su cuerpo tenso, casi recto, si no fuera por una cadera ligeramente levantada. Hay mujeres —con frecuencia suelen ser anchas de cadera y regordetas— cuyos cuerpos resultan impensablemente hermosos en posición yacente. Se diría que su formación natural, al igual que la de un paisaje, es horizontal. Y del mismo modo que un paisaje es ilimitado, pues el horizonte no cesa de alejarse conforme avanza el ojo del viajero, así también, para el tacto, estos cuerpos carecen de límites y se extienden hasta el infinito, independientemente de su tamaño real. Bajó la mano y la acarició. El gran triángulo de vello oscuro sobre la piel pálida anunciaba inequívocamente el misterio que ocultaba.

Le hubiera gustado decirle antes de lavarse, mientras todavía eran extraordinarios, acostados en la cama, que si le pedía que se fuera con él, se iría. Habría sido una manera de decirle lo que sentía: todo lo que había supuesto sobre ella había resultado ser cierto; la conocía mejor que cualquier otra persona. Así que ahora tenía que saber —porque no creía que volviera a verlo— que lo amaba, lo amaba como a un hijo. Pero si hablaba de irse con él, él mentiría y malinterpretaría sus palabras. Tenía que encontrar otra manera de decírselo. Temía que si no se lo decía, Eduard se mataría o la mataría. Creía que diciéndoselo los protegería a los tres en el futuro.

Y así sucedió que la joven novia campesina que una hora y media antes se había avergonzado de desnudarse en su presencia, de repente retiró la sábana, se arrodilló en la cama y, levantando la cabeza —de forma que veía los reflejos azulados de las cuentas de cristal de la lámpara que colgaba del medio del techo—, lo tomó por las sienes y le apretó la cara contra su vientre mientras repetía su nombre y las lágrimas le resbalan por las mejillas.

Más tarde, aquella noche, G. vio a Weymann. Éste, que normalmente era imperturbable, estaba claramente nervioso. Durante la tarde, después de enterarse de la noticia del accidente de Chávez, Weymann había despegado en su propia avioneta con la intención de volar hacia el Simplon; el premio por llegar hasta Milán estaba todavía por ganar. Pero al comprobar la fuerza del viento se dio la vuelta para volver a aterrizar en el campo de los hangares de lona.

¿A qué hora despegaste?

A las 3.43, unas dos horas después de Geo.

¿Era mucho más fuerte el viento?

En tierra no se apreciaba. Pero cuando me elevé unos mil metros, justo después del puente de Napoleón, empezó a soplar con toda su fuerza. Siempre es ahí, en el mismo sitio. Se te viene encima de pronto y te golpea de costado, como el remolino de un tren expreso. No puede haber sido menos fuerte cuando él cruzó. Pero yo no creo en correr riesgos innecesarios, y él sí.

Sin embargo, lo consiguió. Visto así, el riesgo parece menor, ¿no? Demostró que el riesgo no era tanto.

Lo está demostrando en el hospital.

¡Pero cruzó!

No piensas lo mismo cuando tienes que enfrentarte a ese viento. Sientes cómo va tensando cada uno de los soportes y de las junturas de las alas.

Supongamos que cruzara y aterrizara sano y salvo, pero que tuvo problemas con el motor ya en tierra, ¿te hubieras vuelto entonces? Supongamos que lo hubiera demostrado sin que surgiera ningún contratiempo, ¿te hubieras vuelto?

Sí. Me limito a estudiar mi máquina y las condiciones atmosféricas, nada más. En el aire tienes que ser prudente, amigo mío. Tienes que estar seguro de lo que puedes o no puedes hacer. Y si dudas, no lo hagas. Geo quería ser un héroe. Y en el aire eso es fatal.

Ha demostrado que es posible algo que la gente creía imposible. ¿No es eso una gran hazaña?

Respeto su valor, pero es un ejemplo peligroso.

Por eso ofrecen un premio. Si no hubiera peligro...

No. No. No me refiero a los peligros naturales de volar. Me refiero al peligro de fomentar la temeridad y el correr riesgos innecesarios. En el fondo, volar es como todo, el secreto del éxito está en guardar un sano respeto por aquello a lo que te enfrentas. Si quieres conseguir algo no te pones a hacer sandeces. No soy un cobarde, pero tampoco soy idiota.

Estás diciendo que él es idiota.

Es un héroe. Pero te apuesto lo que quieras a que en este momento se está maldiciendo por idiota. Dicen que no está del todo claro que pueda a volver a andar bien.

Te sientes mal por haberte vuelto.

Ven conmigo. Mañana voy a Domodossola a verlo. Me han prestado un Fiat. ¿O todavía estás esperando una respuesta de la camarerita? ¿Cómo se llamaba?

Se llama Leonie.

¿Como aquella montaña? Leone.

Se escribe de otra manera.

¡No me fiaría de ninguna de las dos!, bromeó Weymann.

Iré contigo a Domodossola.

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