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Ésas eran las coordenadas geográficas de la ciudad. Se consideraba que Trieste era el último punto de la Europa moderna; al sureste se extendían los Balcanes, Oriente Próximo y Asia, en una imperceptible gradación que, según los europeos, iba desde la ignorancia a la crueldad, desde la barbarie a la hambruna. Era la última ciudad —o la primera dependiendo de la dirección en la que uno viajara o huyera— en la que se podían casi dar por supuestas las virtudes del protocolo, el honor y la forma de producción europeas. En este punto se mostraban de acuerdo tanto los austriacos como los italianos afincados en Trieste. Y esta diferencia crucial era visible en la ciudad misma. El extremo noroccidental de la ciudad y el puerto eran comparables con el puerto moderno de Venecia. El extremo oriental estaba poblado por hordas de eslavos y pequeñas colonias de musulmanes, turcos, persas y árabes, cuyos hijos varones, conforme a la creencia generalizada, llevaban todos cuchillos. Incluso los árboles y la vegetación y la tierra parecían diferentes: y de hecho lo eran debido a la polvareda producida por el mal estado de las calles y carreteras, los muchos caballos sueltos, las vallas rotas, los vertederos y las familias de inmigrantes de Galicia y Serbia y Macedonia que, durante el verano de 1914, estaban esperando a poder embarcarse para Estados Unidos o Surámerica y dormían en la calle, como vagabundos, bajo los árboles.

G. llevaba varios meses viviendo intermitentemente en Trieste.

Su cara había envejecido mucho. El proceso de madurar y, posteriormente, el de envejecer, implica un desapego gradual y progresivo de la persona con respecto a la superficie externa de su cuerpo. La gente lo creía más cerca de los cuarenta que de los treinta. Sus ojos seguían siendo tan negros y vivos como antes. (Ojos de ágata, había dicho sobre él una mujer de Varsovia.) Pero tenía muy marcadas las líneas de la cara y las comisuras de la boca. Cuando algo despertaba su interés, sus ojos lo demostraban enseguida, mientras que el resto de su cara lo registraba cual esfuerzo que exigía recurrir a una reserva de energía. Estaba más grueso que cinco años atrás, y se parecía más a su padre. No obstante, era difícil saber si el aumento de este parecido era el resultado de un proceso natural o de una intención deliberada, pues estaba en Trieste haciéndose pasar por un rico comerciante de frutas confitadas de Livorno que quería investigar las posibilidades de montar una planta envasadora para las frutas de la región de Carniola. Estaba allí haciéndose pasar por el hijo legítimo de su padre.

En agosto de 1914 estaba en Londres. Al principio recibió contento la noticia de que se había declarado la guerra. En Gran Bretaña, desde el primer día, decenas de miles de hombres corrieron a alistarse para ir a luchar en Francia. Estaban convencidos de que la guerra habría terminado para Navidad. Su preocupación fundamental era que no acabara —naturalmente, desde su punto de vista, con la victoria de los Aliados— sin que ellos hubieran luchado en ella. En esta situación lo más probable era que cantidad de mujeres se quedaran solas en el país sin novios o maridos o hermanos, y que pasadas unas cuantas semanas hubiera cientos de viudas. Escogería a algunas de esas mujeres. Los hombres se iban a la guerra, como lo había hecho el capitán Patrick Bierce, y él encontraría otras Beatrices.

Describir la naturaleza de sus recuerdos de Beatrice exigiría escribir un libro con un vocabulario propio, especialmente establecido al efecto. (Sería el libro de

sus sueños; no de los míos o los tuyos.) Después de irse de la granja, nunca volvió a hacer el más mínimo intento de ver a Beatrice. Cuando llegó a Inglaterra en julio de 1914, tras una ausencia de cinco años, no se le ocurrió preguntar dónde ni cómo vivía. Pero sus recuerdos de ella eran imborrables. No la comparaba individualmente con las otras mujeres, pero, dado que había sido la primera, en su memoria equivalía a la suma de todas las demás. Conforme aumentaba la suma de las otras en su vida, así también lo hacía en su memoria el valor de Beatrice, o, para ser exactos, el valor de la relación sexual que había tenido con ella.

Su actitud con respecto a la guerra no tardó en cambiar. Nunca había establecido una distinción entre las mujeres que se le entregaban y las que no. Todas las mujeres tenían en común el que eran susceptibles de aceptar sus proposiciones. Por esta época, conoció mujeres en Londres cuyo comportamiento era tan diferente de lo que él se había encontrado hasta entonces que empezó a dudar que tuvieran nada en común con las otras mujeres. Estas mujeres no eran propiedad de otros hombres; pertenecían a una idea, eran las hijas de una idea. Antes había conocido mujeres fanáticas, pero su fanatismo siempre entrañaba una fe o una idea, que era como un corazón en el cuerpo de sus vidas; vivían de ella, y ella, por rígida o absoluta que fuera, latía con su sangre. Junto con ellas abrazabas su fanatismo. Pero aquellas mujeres de Londres estaban poseídas por algo exterior a ellas mismas. Estaban poseídas por la idea del odio. No sabían nada de la pasión del odio. Y desconocían enteramente lo que odiaban.

G. había observado la certeza de la viuda desconsolada que está convencida de que sólo puede amar el recuerdo de su esposo. A diferencia de la esposa, la viuda suele despreciar el tiempo que todavía le queda. Una esposa de cierta edad puede sentirse atrapada por el tiempo: tras ella, su vida hasta entonces junto al hombre con el que se casó; por delante de ella, acercándose más y más hasta no tardar en convertirse en un bloque monolítico en el que se verá encajonada, su vida, desde entonces hasta su muerte, con el hombre con el que se casó. Así atrapada, piensa en la infidelidad con la esperanza de demostrarse que la acumulación gradual por parte de su marido de cada hora, cada día, cada año, cada década de su vida no es inexorable.

Por el contrario, una viuda abraza lo inexorable. Reconoce la ausencia de su marido como definitiva. Vuelve al pasado. Supone que el tiempo es repetitivo. En el caso de pensar en el futuro, lo imagina vacío. Su negativa a considerar toda posibilidad de volverse a casar, su insistencia en que ha dejado de ser, sexualmente hablando, una mujer, no son tanto la expresión de una fidelidad eterna y absurda, sino más bien la de su convicción de que nunca más volverá a sucederle nada importante en la vida. Cree que la ausencia de su marido llenará su vida para siempre: un acontecimiento que se puede reproducir eternamente mientras siga viviendo con los recuerdos del pasado. Intenta hacer intemporal su propia vida. Considera que el paso del tiempo es una cuestión sin importancia. Su esposo ha entrado en la eternidad. (Esta formulación es válida aun cuando no tenga creencia religiosa alguna.)

Si un hombre la abraza, está segura de que esto no constituye un acontecimiento. Cree que su aquiescencia no es más significativa que el hecho de sentarse en el regazo de su padre cuando era niña. Está convencida de que en el vacío de su vida, un vacío que acepta como prueba de la profundidad de la pérdida, las caricias del hombre y sus propias respuestas carecen totalmente de significado. Y esto es, de hecho, una prueba de su dolor.

La esposa valora tanto el tiempo que aún le queda que está desesperada por llenarlo con nuevas experiencias.

La viuda desprecia tanto el tiempo que aún le queda que está segura de que ninguna experiencia real puede ocuparlo.

Ambas se engañan.

En Londres, G. conoció viudas cuya certeza era de diferente índole.

La señora Christina Fenton

Perdí a mi marido en Francia hace seis semanas. Prestaba servicio a las órdenes del general sir Hubert Gough, y el general me escribió explicándome las circunstancias de su muerte. Una ametralladora alemana acabó con su vida cuando conducía a sus hombres...

Mi más sentido pésame.

El día que se declaró la guerra estaba ya impaciente por embarcar. En la última carta que me escribió me decía que odiaba ver a los

Boches tan cerca de París. Nada lo habría detenido. Nunca vacilaba.

La vacilación es siempre peligrosa.

Los hombres nos observan para ver lo que admiramos.

¿Y qué es lo que

usted —no las otras— admira?

No hay diferencia entre nosotras. Admiramos a quienes están dispuestos a morir por su rey y su país. Admiro a mi marido, no hay ninguna razón para no decirlo. Murió como yo habría deseado que muriera el hombre que amaba. Nunca pensé que lo matarían, nunca pensé que me sucedería esto (coge una esquina del chal de seda negro y la vuelva a soltar). Pero tampoco pensé nunca que fuéramos a vivir en una época tan inspiradora como la que estamos viviendo ahora.

¿Sueña con Juana de Arco?

Nuestro lugar no está en el liderazgo. Nuestro deber es dar ejemplo. Usted no es totalmente británico, ¿verdad?

Ejemplo, ¿de qué?

Confío en que no tenga sangre alemana. Pero no, no creo que la tenga, se ve. Si tuviera que adivinarlo, me inclinaría a pensar que por un lado de su familia tiene antepasados persas, pero lejanos, muy lejanos.

Los persas tienen la caballería más rápida del mundo.

Tiene usted sangre persa. Y si no está en el ejército de tierra, supongo que estará en el de aire.

¿Cómo lo ha adivinado?

Sabe volar.

Sí, sé.

Lo sabía. Tiene cara de piloto. ¿Ha visto a los

Boches desde el aire?

Parecen canguros.

¿Por qué dice eso?

Para sorprenderla.

Los odio. Para primavera tomaremos Berlín.

Es el color de sus uniformes lo que hace que parezcan canguros.

¿Le gustaría conocer a las Penélopes de la Patria? No, no puede negarse; es un deber solemne, y cuando lo maten en el aire, haremos una ceremonia fúnebre en su memoria. Mañana por la tarde le mandaré una invitación y entonces podrá ver cuál es el ejemplo que damos.

Pero, ¿quiénes son?

Nos denominamos Penélopes de la Patria porque somos viudas cuyos maridos han hecho el sacrificio supremo, o hermanas, cuyos hermanos han hecho lo mismo. Nadie más puede pertenecer a la asociación. (Alza la vista y lo mira con sus anodinos ojos grises y una expresión anodina en el rostro, como si estuviera hablando de jardinería.) Vamos a fundar otro círculo para madres que han perdido a sus hijos. Decidimos al principio que no admitiríamos madres debido a la diferencia de edad. Nosotras —las Penélopes— somos todas jóvenes, o bastante jóvenes. Por supuesto, no creemos que la pérdida de un hijo signifique menos para una madre, pero pensamos que es un tipo diferente de pérdida. Invitaremos a las madres a unirse a nosotras en muchas ocasiones, pero seremos asociaciones separadas. El hecho de que seamos jóvenes viudas es importante para los actos públicos, porque la gente se da cuenta de la realidad de una forma más contundente. El grupo empezó cuando dos o tres mujeres que habían perdido a sus maridos en Francia se conocieron y empezaron a hablar entre ellas. Esto fue justo antes de que mataran a mi marido. Una de ellas era la mujer del coronel C. A. Jones, posiblemente haya visto su fotografía y la crónica de su heroica acción en

The Sphere. Le fue concedida la Cruz de la Victoria por su notable valentía. Nos dimos cuenta de que teníamos más valor para sobrellevar el primer choque si no estábamos demasiado solas y podíamos hablar con otras mujeres en nuestra misma situación. Los otros miembros de nuestras familias —como pudimos observar más tarde— a menudo empeoraban las cosas con su excesivo sentimentalismo. Cuando una se entera de que alguien muy querido ha muerto en el frente, debe recordar las razones por las que él quiso plantar cara a la muerte, las razones por las que se fue en busca del enemigo, con una conciencia tan clara y tantas esperanzas puestas en lo que hacía. Sabía que estaba luchando por un mundo mejor. (Su discurso se torna ligeramente oratorio.) Sabía que teníamos que defender a la pequeña Bélgica de la inhumana brutalidad de los alemanes. En Bélgica les están cortando los pechos a las mujeres y las manos a los niños pequeños. Sabía que estábamos luchando por la libertad y por el Imperio y por un mundo seguro para los niños y las mujeres, un mundo en el que los mansos no tienen miedo de los fuertes. Si una recuerda todo esto, sabe, con la misma claridad que es de día, cuál es su deber. Hemos de hacer todo lo que esté en nuestras manos para continuar la lucha que él comenzó, continuarla hasta ganar aquello por lo que dio su vida. Estamos haciendo grandes progresos. Ya somos veinte y planeamos fundar grupos similares por todo el país. Por supuesto, ya no nos limitamos a hablar entre nosotras; pensamos que eso es una especie de luto compartido. Ahora hemos pasado a la acción patriótica. Salimos, y aquellas que son capaces de hablar en público lo hacen en diferentes foros. Animamos a los jóvenes a alistarse, urgimos a las mujeres para que trabajen en las fábricas de municiones, charlamos con las enfermeras. Vamos a los campos de entrenamiento del ejército —vamos en parejas, no en grupo— para expresarles nuestra gratitud a los voluntarios. Ésa es una experiencia muy profunda. Los ves allí sentados delante de ti, una fila tras otra; son hombres adultos, pero te escuchan atentos como niños. En cualquier momento partirán hacia Francia, muchos de ellos no volverán, y mientras les estás hablando sabes que, cuando se encuentren agotados y heridos en el campo de batalla, recordarán tus palabras: las sencillas palabras de gratitud y de ánimo de dos jóvenes viudas que han perdido a sus seres más queridos en la guerra.

A los ingleses nos da vergüenza decir lo que sentimos. Pero ¡la procesión va por dentro! Y alguien tiene que decirles a esos chicos que lo que van a hacer es algo bueno y noble. Tendría usted que verlos aplaudir.

¿Sabe lo que tejía Penélope?

Era un tapiz de algún tipo, ¿no?

No exactamente.

Escogimos su nombre porque se había quedado sola y no perdió la fe. (Se mira las manos puestas en el regazo.) Consideramos que una parte de nuestra labor es mantenernos informadas de todo lo que sucede en cada frente de batalla, de modo que podamos contar con todos los argumentos y datos posibles en nuestra tarea bélica; por eso organizamos conferencias. Tiene que venir a hablarnos. ¿Verdad que lo hará?

Veámonos antes por la tarde.

¿A qué hora? Nunca ha venido ningún oficial de las fuerzas aéreas. No sabemos nada de la guerra librada en el aire. Tiene que venir de uniforme. (Hace una pausa.) ¿Que tejía Penélope?

¿Dónde estará a las tres?

En mi casa.

Una mortaja.

No le entiendo. ¿Podremos contar con usted?

Empezó a estar impaciente por irse de Londres, como siempre acababa estándolo por abandonar cualquier ciudad. Sin embargo, lo nuevo en este caso era que su impaciencia incluía ahora una ansiedad, no por leve menos persistente. No se trataba de que quisiera estar en otro sitio; deseaba irse porque en Londres estaba incómodo. Además, un elemento nuevo había venido a añadirse a su malestar. El número de sitios a los que podía ir en Europa estaba estrictamente limitado debido a la guerra.

¿Era su incomodidad el resultado de una premonición de los gigantescos cambios históricos que estaban teniendo lugar, unos cambios que transformarían la vida privada y la muerte en Europa hasta tal punto que podría llegar a no reconocerse a sí mismo? No lo sé. No le interesaban ni la historia ni la política. Por algunas de las cosas que he escrito, se diría que el futuro lo llenaba de presentimientos, pero no parecían concernirle personalmente:

«No bien desaparece uno de vosotros, ya ha ocupado otro su puesto, y el número de puestos va en aumento. Habrá escasez de todo en el mundo antes que de gente como vosotros. ¿Por qué iba a temeros? Sois vosotros los que habláis del futuro y creéis en él. Yo no».

A principios de diciembre, G. salió de Londres con dirección a Trieste. La idea de ir a territorio enemigo se le ocurrió del modo siguiente. De sus compañeros del internado sólo había mantenido contacto con uno: un tal Anthony Wilmot-Smith, que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Extranjeros. Durante los últimos cinco años se habían visto en varios eventos aéreos, porque Wilmot-Smith era también un entusiasta de la aviación. Dio la casualidad de que G. se quejó una vez en su presencia de que se encontraba atrapado en Inglaterra. Una actitud tan antipatriótica en ese momento tendría que haber sorprendido a Wilmot-Smith, pero no lo hizo, porque siempre, desde los días del internado, había pensado que G. era más de medio extranjero.

Unos días después de esta conversación, Wilmot-Smith telefoneó a G. y le preguntó si hablaba bien italiano. Como si lo fuera, respondió G. Quedaron en verse esa misma tarde. Wilmot-Smith le explicó que trabajaba en el servicio para asuntos mediterráneos del ministerio, y que, por lo tanto, se encontraba en situación de poder hacerle una oferta personal a su viejo amigo. Podía facilitarle un pasaporte italiano con el apellido de su padre. Con este pasaporte podría abandonar el país de inmediato y viajar adonde quisiera. A cambio le pedía que fuera a Trieste y que se encontrara allí con unos compañeros italianos, quienes tal vez le dieran ciertos mensajes para que él los sacara del país. Le aseguró a G. varias veces que el riesgo que correría era mínimo, o, al menos, ciertamente menor al de volar en un Blériot. Para su sorpresa y consternación, G. aceptó sin pedirle más explicaciones.

Posteriormente, Wilmot-Smith le hizo notar que la pequeña tarea que había aceptado realizar sería de gran utilidad para los intereses de Italia y Gran Bretaña. Los italianos de Trieste, empezó a explicarle, estaban cada vez más inquietos bajo el yugo austro-húngaro y tenían que someterse a unas medidas cada vez más represivas; mientras tanto, el Gobierno de Su Majestad intentaba encontrar un acuerdo con el Gobierno italiano, por el cual se reconocieran y se admitieran, como un objetivo bélico por parte de los aliados, los derechos de Italia sobre todas las zonas de influencia italiana de la costa adriática. A partir de estos hechos, Wilmot-Smith esperaba que se cumplieran los objetivos de la táctica británica en Trieste. (Los británicos querían animar a los nacionalistas italianos allí afincados para que se manifestaran y provocaran así salvajes represalias por parte de los austriacos. Estas represalias fortalecerían enormemente el apoyo popular a la guerra en Italia.) G. cortó en seco estas explicaciones y le dijo que sólo necesitaba saber con quién tenía que encontrarse y dónde. No creo en las grandes causas, añadió.

Tras pasar la frontera austriaca, el tren atravesó una serie de escarpados precipicios y túneles hasta que salió en un punto desde donde pudo contemplar ante él toda la bahía de Trieste. No se podía creer que estuviera en territorio enemigo. Era invierno. La ciudad parecía gélida y desolada. El tren apenas tenía calefacción. No se veía un solo barco en el mar. Pero al asomarse a la ventanilla del tren y ver las calles de edificios levantados, a veces ordenadamente y en otras partes a la buena de Dios, en torno al semicírculo del mar, le invadió una sensación de frenesí controlado o de tensión que, ya fuera por sí misma o por asociación, le resultó placentera. Podía compararla con lo que sentía cuando estaba a punto de entrar en una casa en la que sabía que estaba ausente el marido o el propietario masculino. Esta ausencia, que él ha previsto, encaja con su propia presencia como la empuñadura de una espada. Dentro de la casa, los muebles y las propiedades visibles —las cortinas y los armarios, los objetos sobre las mesas, las puertas, las alfombras, las camas de la familia, los libros, las lámparas, los retratos— han ocupado sus puestos (sin que haya que moverlos ni un centímetro), para flanquear, cual multitud bien controlada, el camino que está a punto de recorrer hacia la mujer que lo está esperando.

El día que conoció a Nusa, G. caminó despacio desde los jardines del museo hacia la Piazza della Borsa. En una esquina se detuvo para ver si lo seguían. Con las calles tan vacías debe de ser difícil seguir a alguien y pasar desapercibido, pensó. Llegó a la esquina de la calle donde vivían un banquero austriaco llamado Wolfgang von Hartmann y su esposa húngara. Von Hartmann era uno de los hombres con los que estaba negociando la planta envasadora de frutas. Retrocedió sobre sus pasos y caminó calle abajo, hasta la altura de la casa. Detrás de las ventanas y de las pesadas cortinas de brocado, los objetos estaban ya en sus puestos, flanqueando el recorrido de su llegada, cuyo día y hora todavía estaba por fijar. Para imaginarse a Marika, la esposa de Von Hartmann, sólo tenía que recordar su extraordinaria boca y su nariz.

Dos hombres esperaban impacientes a G. en un café situado junto a la Piazza Ponterosso.

Siempre nos hace esperar, gruñó Raffaele, el más joven de los dos.

Vigilémosle cuando llegue, dijo el otro, un hombre de unos cincuenta años que era conocido como Doctor Donato.

Cuando G. entró en el café, los dos hombres estaban escondidos tras la puerta medio cerrada del salón posterior.

¡Ha llegado!, susurró el Doctor Donato.

Deberíamos pedirle explicaciones sin más, dijo Raffaele.

Eres demasiado impaciente, mi ardiente y joven amigo, dijo el Doctor Donato. La puerta tenía cuarterones de cristal y el hombre mayor agarraba un extremo de la cortina para espiar por ellos. A menudo, continuó, he tenido la oportunidad de comprobar en mi trabajo cuánto se puede aprender sobre un hombre observándolo de cerca sin que él se dé cuenta. Hay un lenguaje moral de los gestos. Nuestro informador bebe el café de una forma distinta al resto de la gente, una forma claramente distinta. No es por superstición, hay buenas razones para ello. Por ejemplo, puede ocurrírsele que su café está envenenado, porque su mente está hecha a la intriga. Esta idea se pone en evidencia en su forma de coger la taza.

La nariz de aquella mujer rompía todas las convenciones. Era tan asimétrica e irregular que casi parecía deforme. Si le hicieran un molde y la sacaran del contexto de su cara, parecería un trozo de una delicada raíz. Sus protuberancias y rehundidos, aunque mínimos, se parecían a las irregularidades que se encuentran en aquellas partes de una planta que crecen hacia abajo, en la tierra, buscando el agua, más que hacia arriba, buscando la luz. Todo el centro de su rostro sugería una orientación inversa. Los bordes externos de los labios formaban ya parte del interior de la boca. Las aletas de la nariz eran ya su garganta. Cuando estaba sentada, ya estaba corriendo.

¡Mira! Ha elegido una mesa junto a la ventana. Ahora está mirando la calle. Corre la cortina. Pero finge que lo hace porque le molesta el sol en los ojos. Qué astuto. No cabe duda de que es tan astuto como un zorro al acecho. ¡Mira! Hace señas a la camarera. Un pequeño movimiento de la cabeza, furtivo; y ella se acerca porque es curiosa y no puede resistirlo. Tú, por ejemplo, tú nunca llamarías a una camarera con un gesto así. El Doctor Donato dejó caer la cortina y agarró al joven por el brazo. Todo lo que tú haces, explicó, tiene cierta grandeza y confianza. Y por qué, podemos preguntarnos. Porque quieres que se vea.

Raffaele miró con suspicacia a su compañero de cara afilada y apuntada barba blanca.

Porque no tienes nada que ocultar, lo tranquilizó el Doctor Donato.

El Doctor Donato era abogado de profesión. Su inteligencia era evidente en sus ojos y en su voz, que era un poco subida de tono, pero muy clara. Le gustaba dar explicaciones sobre todas las cosas. Se enorgullecía de ser ateo y republicano. Lo que más le satisfacía en este mundo era poder explicar las pasiones de los otros. El exceso lo fascinaba, porque explicarlo, ya fuera en términos positivos o negativos, era demostrar todo el alcance de la Razón. Había pertenecido durante veinte años al Comité Secreto del Partido Irredentista Italiano en Trieste. Muchos le atribuían la famosa conspiración de la bandera tricolor en la Piazza Grande.

El 20 de septiembre de 1903, exactamente cuando el reloj de la Piazza Grande daba las doce del mediodía, una gran bandera italiana se desplegó sola y ondeó en el mástil de la torre del ayuntamiento. La policía entró corriendo en el edificio y se lanzó escaleras arriba para quitarla. La puerta de la torre estaba cerrada con llave y trancada. Los italianos se apresuraron a la plaza desde todos los rincones de la ciudad para contemplar la bandera ondeando contra el cielo azul. Muchos pensaron: cuando la ciudad sea por fin italiana ondeará todos los días esta bandera. Habían escogido el 20 de septiembre porque era el aniversario del día que Roma fue proclamada capital de Italia. La bandera se veía incluso desde los barcos anclados en la bahía.

Cuando se le preguntaba si había participado en el caso, el Doctor Donato se encogía de hombros y decía, como si hablara en clave y quisiera realzar el hecho: Nosotros, los italianos, somos el pueblo más musical de Europa, y nuestro segundo don más sobresaliente es la ingeniosidad.

El Doctor Donato volvió a levantar la cortina. Ha visto algo, dijo.

¿Qué ha visto?

A alguien.

¿Los ve?, preguntó Raffaele.

No, pero algo lo ha tranquilizado. Parece contento. Todavía no podemos saber quién era o qué signo exactamente se han intercambiado, pues no estamos seguros de sus motivaciones. ¿Quién era exactamente? Cuando hayamos establecido que...

Raffaele interrumpió a su compañero sin intentar ocultar la impaciencia que ya no era capaz de contener. Vamos a confrontar con él los hechos, dijo. Salió primero y cruzó el café hasta llegar a la mesa pegada a la ventana. Raffaele era un grandullón con aspecto de haber sido querido y halagado desde la infancia. (Un aspecto que muy bien puede significar lo contrario.) Al cruzar el café, todo el mundo se fijó en él. La clientela era enteramente italiana, y Raffaele era muy conocido por el fervor patriótico de sus artículos en

Il Piccolo y la sutileza con que eludía la censura austriaca. Atravesó el café como si le siguiera todo un escuadrón de compatriotas y no sólo un hombre delgado de barba blanca.

Cuando los tres hombres estuvieron sentados, con las cabezas juntas sobre el centro de la mesa, Raffaele le preguntó a G. si había traído alguna noticia de Roma. Hablaba en voz baja, para que no le oyeran, pero apretaba la mandíbula y fruncía el ceño con aspecto amenazador.

No, no he ido.

¿Y el regalo de Madre?

Tendría que haber llegado ya.

¡Se lo ha encargado a otro!

Sí.

¿A quién?

Exagerando el tono de conspiración, G. susurró: Si trabaja para Madre, cuantos menos nombres sepa mejor. Ésta debería ser una de las primeras normas de un partido clandestino.

¡Hace dos semanas nos dijo que iba!, gritó Raffaele, echando hacia atrás la silla y haciendo que todos los de las mesas contiguas se los quedaran mirando.

Cambié de opinión.

¡Los hombres que cambian de opinión son unos traidores!

Cuando Raffaele se emocionaba tenía que hacer ruido. Lo primero que abandonaba era el secreto. Pensaba que los números eran más importantes. Su deber, tal como él lo veía, era dar ejemplo y atraer para la causa a miles de italianos de Trieste. El ejemplo de un hombre que no se deja intimidar.

Espere a recibir noticias de Madre, contestó G. de nuevo en un susurro, entonces sabrá si ha recibido nuestro regalo sano y salvo.

¡Es usted un traidor y un cobarde! Y además, cruel. En este momento, cuando todo el futuro de nuestra familia está en juego, no tiene nada mejor que hacer que zascandilear de un lado al otro hablando de cómo envasar frutas... —Raffaele bajó la voz al llegar a este punto a fin de subrayar el hecho de que él, a diferencia de G., estaba dispuesto a utilizar palabras que realmente tenían que ser susurradas— ... ¡CON EL ENEMIGO! ¿O habla de otras cosas también con ellos? ¡De nuestra Madre, por ejemplo!

El Doctor Donato intervino.

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