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7.

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Caro —se dirigía a Raffaele—, no empecemos a acusarnos los unos a los otros. Él está con nosotros, no contra nosotros; ya nos ha ayudado en varias ocasiones. Proyectó hacer un viaje y, viendo que le resultaba imposible, envió a un primo —¿diremos un primo?— en su lugar. No nos precipitemos en sacar conclusiones; por mi parte, estoy convencido... —se volvió hacia G., apoyando las manos sobre la mesa— estoy convencido de que podemos y debemos contar con usted. Es usted un soñador como nosotros y como nosotros desea convertir el sueño en realidad. La única cuestión, que terminará aclarándose sola, es saber si compartimos el mismo sueño. Su voz se apagó poco a poco, y resopló suavemente, como si fingiera quedarse dormido. Tras el

pince-nez los párpados casi le cubrían los ojos.

Se equivoca, dijo G., no soy un soñador.

Todos los hombres sueñan.

Algunos menos que otros.

El sueño de que nuestro país vuelva a ser grande y poderoso es un sueño que comparten cuarenta millones de personas, dijo Raffaele. Levantaba un solo dedo en el aire. Era un gesto de los irredentistas que significaba una sola Italia unida.

Como si no lo hubiera oído, G. se dirigió al Doctor Donato: Doce mujeres jóvenes están sentadas en el suelo a sus pies, escuchándole contar historias después de que Trieste haya vuelto a Italia. Elige una y cuando va a agarrarle el pecho, ella exclama amorosamente: ¡Papá! ¡Papá! Ése es su sueño.

¿Tiene usted hijas, Doctor Donato?

Desgraciadamente, no. ¿Por qué me lo pregunta?

Me confundió su nombre, eso es todo.

Raffaele se aferró a la mesa. Creía que había llegado el momento de hablar claramente; Donato debía advertir a G. que si encontraban algún motivo más para sospechar de él, su vida correría peligro. Raffaele desconfiaba de la sutileza porque la asociaba con las intrigas y subterfugios que habían endemoniado la vida política italiana durante medio siglo. La intriga para él eran el pasillo y el vestíbulo; y a estos oponía el campo de batalla y un imperio ultramarino en el que Italia se redescubriera y volviera a poner la impronta de la virtud romana en el mundo. Abogaba por la vuelta de la austera pureza patriótica de Garibaldi. Consideraba que Donato era un Cavour anacrónico, obsoleto y mañoso. Respetaba su astucia, pero creía que esta vez, a diferencia de la primera, la influencia de Cavour debería ser secundaria a la del general. Una vez, estando en la Ginnastica Triestina, había cogido un sable de la pared y lo había blandido, cortando el aire sobre la cabeza y los hombros de su camarada veterano. A Donato también le gustaba pensar que tenía mucho en común con Cavour. Y así, cuando el sable silbó sobre su cabeza, se tranquilizó recordando la paciencia que tuvo que tener Cavour a veces con las niñerías de Garibaldi.

Quiero advertirle, dijo Raffaele, que no nos satisfacen sus explicaciones. Se había comprometido a ir a ver a Madre y no lo ha hecho. ¿Qué lo retuvo aquí?

Un asunto amoroso.

¿Por qué no nos informó?

Usted conoce a la dama en cuestión, dijo G.

Raffaele se recostó en la silla para sugerir que eran muchas las posibilidades. ¿Puedo saber quién es? Hizo que la pregunta sonara tan fortuita como el hecho de tener un guante en la mano.

¡Puede preguntarles a todas!, dijo G., riéndose.

A Raffaele le molestó que el Doctor Donato también se riera.

¿Podría usted ayudarnos de otra manera?, preguntó el Doctor Donato. Como italiano de Italia, venido aquí para realizar importantes negocios, tal vez conozca algunos austriacos influyentes. Y puede que entre ellos haya uno o dos que gocen de la confianza del gobernador o del obispo. La semana pasada arrestaron a un joven —cuyo nombre de pila es Marco— cuando intentaba cruzar la frontera. ¿Estaría dispuesto a emplear las influencias que pueda tener entre sus conocidos austriacos para que traten a ese joven con la mayor clemencia posible? Sobre todo querríamos que lo pusieran en libertad.

¿En un momento así, cuando las dos naciones están prácticamente en guerra?

Un momento, un momento. Es un caso excepcional. El joven en cuestión está muy enfermo de tuberculosis; su padre, que vive en Venecia, se está muriendo; se libró del servicio militar por motivos médicos; no tiene antecedentes políticos ni de ningún otro tipo. Intentó cruzar la frontera para ver a su padre en el lecho de muerte, y lo arrestaron.

Parece poco probable que se pueda hacer nada.

Por eso es un caso excepcional. Tengo aquí todas las pruebas —el abogado movió discretamente su cartera—. Una campaña pidiendo clemencia por motivos humanitarios es bastante realista. A la sociedad educada, y especialmente a la austriaca, lo que más le gusta es tener una buena causa pasajera. Sobre todo a las mujeres. Se podría montar una pequeña campaña, nada público, por supuesto, una campaña puramente social, lo que significa soltar las palabras adecuadas en el oído adecuado en el momento adecuado en torno a la mesa adecuada.

No creo en las credenciales que nos presentó, interrumpió Raffaele, y debe tener claro que en los tiempos que corren no podemos permitirnos el lujo de cometer errores. O nos demuestra —y rápido— que es de fiar, o..., lentamente se dio con el puño en la palma de la otra mano. Tenemos ojos, añadió.

¿Acaso podría encontrar mejor causa?, preguntó el Doctor Donato como si Raffaele no hubiera hablado. Se trata de un hombre enfermo de tuberculosis, acusado —justamente en el sentido legal, pero con demasiada dureza en términos sentimentales— de haber intentado llegar, movido por el amor filial, al lecho de muerte de su padre. Es suficiente para inundar de lágrimas los ojos de cualquier policía. Y lo que es más importante: puede que a Su Excelencia el gobernador le complazca la idea de conceder un perdón. Su Excelencia podría acoger con sumo agrado la oportunidad que se le brindaría de hacer una concesión, insignificante pero muy dramática, a los sentimientos italianos. Varios hombres más fueron arrestados la misma noche. Algunos de ellos iban a ver a Madre. Los jueces pueden imponerles una condena ejemplar. Pero mostrar clemencia en el caso de Marco sería una táctica inteligente desde el punto de vista austriaco.

¡Táctica!, exclamó Raffaele.

¿Por qué tiene tanto interés en salvarlo?, preguntó G.

Donato se llevó las manos al pecho en un gesto que anunciaba «y ahora voy a abrirle mi corazón», y dijo: Soy abogado. Hago todo lo que puedo por mis clientes. Usted, usted no está obligado a hacer nada. Pero si Marco recibiera una sentencia leve o fuera declarado inocente, le estaríamos muy agradecidos. Eso es todo. Le daré el pequeño expediente que he preparado sobre el caso.

Los tres hombres salieron juntos del café. El Doctor Donato agarró a G. por el brazo. Nuestro amigo Raffaele bebió demasiado Tokai anoche. Cuente conmigo. Le estaré extremadamente agradecido si me puede ayudar con el caso de Marco. Bajó la voz. Puede que lo niegue, pero usted también es un soñador.

Se separaron al llegar a la primera esquina.

¿Por qué te reíste de su broma?, preguntó Raffaele. ¿Y por qué confías en él para el caso de Marco?

Caro, deberías confiar más en mí. No tiene ni idea de quién es Marco. Es verdad que no es muy probable que pueda hacer nada por él, pero hemos de intentarlo todo. Si está trabajando para los austriacos y ellos no saben quién es Marco, lo que es bastante posible, tal vez lo suelten con el fin de que nuestro amigo de Livorno pueda ofrecernos un regalito, el cual, calculan ellos, aumentará nuestra confianza en él y, por consiguiente su utilidad para ellos. No somos un par de tontos, ¿no? Si conseguimos la liberación de Marco, será para mí una prueba de que trabaja para ellos. Y así habremos logrado dos cosas: la libertad de Marco, que es lo más urgente, y una clara advertencia con respecto al amigo de Livorno. Por otro lado, si los austriacos saben quién es Marco —y en ese caso no tiene ninguna esperanza—, entonces el hecho de que está intrigando para conseguir su liberación convencerá a los austriacos de que, en realidad, está trabajando para nosotros, y si llegaran a sospecharlo, no creo que volvamos a verlo mucho por Trieste. Hay una posibilidad, una pequeña posibilidad, de que nos haga un último servicio sin darse cuenta siquiera de que nos lo hace. No tenemos nada que perder. Se llevó la mano a la frente, haciendo una visera para protegerse del sol.

G. estaba tendido en la cama. Visillos de encaje blanco cubrían las ventanas. Las hojas de las plantas tejidas en el encaje eran ligeramente más blancas y menos transparentes que el resto. A través de los visillos se veían las casas al otro lado de la calle, sus curvados órdenes clásicos y su ornamentación de estuco realzada por el brillante sol de la tarde. La piedra tenía el color sepia de las cajas de puros. Una mujer, que posiblemente acababa de lavarse el cabello, pues lo llevaba envuelto en una toalla azul, apareció en una ventana de la casa de enfrente, solamente vestida con una holgada bata. Observó a la gente que pasaba por la calle; era la hora de la

caminada, cuando los jóvenes de las familias que se consideran respetables recorren en grupos las calles que señala la tradición a tal efecto, siguiendo y mirando a los grupos de chicas de familias similares que pasean por el mismo recorrido.

Al final de la calle había un ancho canal que conducía hasta el mar por el muelle principal, junto a la Piazza Grande, donde antes solían amarrar los grandes transatlánticos. Antes de la guerra, raro era el día que no había algún barco, al menos tan grande como el ayuntamiento, cerrando el cuarto lateral de la plaza. El canal era una empresa que nunca había llegado a terminarse. La entrada era amplia y hermosa. Pero a doscientos metros del muelle se paraba. Empezó como un canal y terminó como un malecón. La mujer que se acababa de lavar el cabello exhaló un bostezo de más de medio minuto. Probablemente era la esposa de uno de los tenderos de abajo. No era consciente de que estaba siendo observada. Para ella, el cuarto de G., oculto tras los visillos, estaba tan oscuro como la noche. Hizo como que volvía a su cuarto, dudó, se asomó una vez más a la ventana y volvió a bostezar. Sonó la sirena de un barco, un sonido parecido al aullido de una foca, pero más prolongado. Las hojas tejidas en las cortinas eran hojas de acanto.

Se rumoreaba que Marika, la mujer de Wolfgang von Hartmann, había tenido no hacía mucho un amante italiano que se vio obligado a abandonar la ciudad. Era director de orquesta y había programado un concierto en el cual las primeras sílabas del título de cada una de las obras, tal como estaban impresas en el programa, formaban una consigna antiaustriaca; esto provocó un gran escándalo. La mayor parte del público era italiano, y no tardó en darse cuenta del mensaje, estallando en una cerrada ovación y gritando al final ¡VERDI! ¡VERDI!, lo que significaba, en el código de los irredentistas, Vittorio Emmanuele Re d’Italia. El resultado fue que el director perdió su puesto en el conservatorio y tuvo que irse de la ciudad.

Tendido en la cama, G. sonrió al imaginarse defendiendo el caso de Marco ante Von Hartmann en presencia de su esposa.

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