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Pasaban algunos minutos de la siete de la tarde cuando completé el último de los varios compromisos sociales que me habían tenido ocupado durante todo el día y pude acercarme por fin a las oficinas de Las noticias ilustradas. Como todos los sábados a aquellas horas, las aceras de la calle de Fernando VII —o la calle de Ferran, como rezaban ahora los carteles instalados por la autoridad republicana— habían perdido su apariencia habitual de prosperidad industriosa y se habían convertido en un hormiguero poblado por señoras y caballeros de la mejor condición, muy compuestos y estirados todos ellos, que paseaban del brazo frente a los escaparates de las tiendas de ropa con más solera de la ciudad y se detenían a intervalos regulares para admirar la oferta de nuevos sombreros ingleses, de guantes y zapatos italianos, de íntimos corsés parisinos, en una suerte de complejo baile en grupo cuya contemplación servía, a su vez, de entretenimiento para esos otros barceloneses cuya bolsa triste les impedía soñar siquiera con pisar el interior de aquellas tiendas.

Las lámparas de los escaparates iluminaban las aceras de la avenida con sus cálidos resplandores de variado color, rojizos algunos, otros verdosos, azulados incluso un par de ellos por obra del vidrio enlustrado, y en la calle los postes de gas comenzaban a encenderse al paso de un farolero casi anciano que empuñaba su pértiga como si de un rejón se tratase, ansiosamente y en diagonal. La noche que ya se avecinaba iba a ser, parecía, limpia y templada. Las nieblas que habían subido desde el mar a primera hora de la tarde habían acabado disolviéndose en la capa habitual de humos y hollines que cubría la ciudad, e incluso aquella se estaba abriendo lo suficiente como para que un pedazo de luna en cuarto creciente y las dos o tres primeras estrellas del ocaso empezaran a asomar por encima de los tejados señoriales de Fernando VII.

En una noche como aquella, y sin salir de aquel mismo rincón de Barcelona, se me ocurrían medio centenar de actividades posibles mucho más placenteras que la que yo estaba a punto de acometer.

—Me parece que la señorita Begg se ha marchado ya —me dijo la secretaria a la que acudí en la primera planta del edificio tras encontrar vacío el despacho de Fiona—. ¿Quiere dejarle algún mensaje?

—¿Podría ver tal vez a Martin Begg?

La mujer redobló la expresión de suspicacia que ya había desfigurado ligeramente su bello rostro al oír el nombre de la ilustradora.

—No creo que eso sea posible, señor.

—Soy Gabriel Camarasa —dije—. El hijo del señor Camarasa. No soy un enemigo.

Mi interlocutora tensó ligeramente la espalda al oír mi apellido, pero aun así no pareció del todo convencida de la veracidad de mi última afirmación.

A diferencia de las secretarias que trabajaban en la planta baja del edificio, ella no era extremadamente joven ni iba vestida como una empleada de cualquiera de las tiendas de moda que teníamos a nuestros pies. Su aspecto era más bien el de una señorita de buena familia, bien criada y mejor educada, cuyo espíritu aventurero la había llevado a llenar las horas muertas de su jornada de la forma más exótica que su condición le podía permitir.

No pude por menos que simpatizar con ella. Trabajar en Las noticias ilustradas durante los últimos días no podía haber sido plato del gusto de una mujer acostumbrada, al fin y al cabo, a la facilidad y a la modestia de una buena vida burguesa.

—Tal vez podría consultarlo con mis superiores —dijo, escrutándome todavía como si buscara el bulto de una piedra en mi bolsillo o una caja de cerillas asomando entre los pliegues de mi traje.

—Le estaría muy agradecido, señorita.

La mujer se levantó de su escritorio y se alejó lentamente por el pasillo de dirección, caminando con una gracia y una serenidad que me hicieron admirarla un poco más todavía. Mientras aguardaba su regreso, pensé en la dama que aquella tarde había compartido conmigo almuerzo en el restaurante del hotel del Rey y ópera bufa en el Teatro Principal: un vago amor de adolescencia —charlas incómodas a través de una verja, cartas intercambiadas al pie de una fuente, una tarde de verbena en los jardines del Tívoli— cuyo recuerdo había ocupado a menudo mi imaginación durante mis seis años de ausencia londinense, y que ahora ya no volvería a consolar mis noches solitarias. Martita, la llamaba entonces todo el mundo. Ojos verdes, quince años, manos blancas de maniquí o de muñeca y, en la nuca, el brillo dorado de un vello fino y suave como la piel de un recién nacido. El recipiente ideal de los sueños de un adolescente con tendencia a la fabulación, y un estrecho molde entre cuyos límites ninguna mujer de carne y hueso podría razonablemente encajar.

Cuando la secretaria regresó por fin a su mesa del vestíbulo central, lo hizo en compañía de Martin Begg.

El director de Las noticias ilustradas venía en mangas de camisa y traía el pelo tan revuelto como si acabara de levantarse de una siesta de varias horas. Unas gafitas de costurera bailaban ridículamente en la punta de su nariz de antiguo boxeador aficionado, y en las dos grandes masas de carne blanca que eran sus mejillas brillaba la sombra rojiza de una barba incipiente.

—Tengo solo treinta segundos —anunció, con sus dotes de diplomacia habituales.

—Entonces no perderé el tiempo saludándolo —dije, sacudiéndome el recuerdo de la desaparecida Martita y regresando a los rigores de la inmediata realidad—. Solo quería saber si conoce usted a un tal Víctor Sanmartín.

Martin Begg se tomó un par de segundos antes de repetir el nombre que yo acababa de pronunciar.

—Víctor Sanmartín.

—Un redactor de La gaceta de la tarde que lleva toda la semana lanzando calumnias contra nosotros desde las páginas de los diarios de la mañana. Ha tenido que oír hablar de él.

El padre de Fiona me miró durante unos instantes con el ceño fruncido, la mano derecha en el bolsillo del pantalón y la izquierda apoyada en el borde de la mesa de la secretaria.

—Me parece que no —respondió por fin, en ese tono de voz perfectamente neutro que solo está al alcance de los recién llegados a un idioma extranjero.

—Lo mismo dice mi padre.

¿Por qué será que a él tampoco le creo?

Esta última pregunta no la formulé en voz alta. Con su metro noventa de estatura, su abundante pelo rojo y su barriga prominente de bebedor de cerveza, Martin Begg no era la clase de hombre con la que uno se permitía según qué confianzas.

Incluso los dos grandes cercos de sudor que decoraban las costuras de su camisa por debajo de las axilas transmitían una cierta sensación de poder agresivo y desacomplejado.

—¿Le ha preguntado a Fiona?

—No la he visto desde el jueves. Ayer no vino a cenar, y esta mañana ya se había marchado cuando he pasado por la casa de labranza. Ahora venía a hablar con ella, pero parece que también llego tarde.

—Siento no poder ayudarlo.

—Dentro de diez minutos me entrevistaré con Víctor Sanmartín —dije entonces—. Me hubiera gustado ir sobre aviso a la reunión.

Si esperaba que el efecto de mi anuncio dejara alguna huella en el rostro de Martin Begg, estaba equivocado.

—Suerte, entonces —dijo, y desapareció por el pasillo de dirección.

Únicamente cuando nos quedamos otra vez a solas, la secretaria levantó la cabeza de los papeles que cubrían su mesa y me miró con aquella expresión suya de estricta eficacia.

—Un hombre agradable —dije, sonriéndole.

Su rostro no se inmutó.

—Buenas tardes, señor Camarasa.

Sin nada más que añadir, salí de las oficinas de Las noticias ilustradas tal como había entrado en ellas: ignorándolo todo sobre el misterioso plumilla cuya casa estaba a punto de visitar y sospechando, cada vez más seriamente, que mi condición de primogénito de Sempronio Camarasa tenía, para según qué asuntos, la misma validez que el papel moneda de un país imaginario.

La calle de Aviñón se cruzaba con la de Fernando VII solo unos pocos pasos por encima del palacete que ocupaban las oficinas del diario. La famosa guantería de Esteve Comella tenía sus escaparates en los bajos del edificio que hacía esquina entre ambas calles, y pegado a este se encontraba el bloque cuyo número Víctor Sanmartín había anotado al dorso de su tarjeta de visita.

La puerta exterior del edificio estaba abierta de par en par, así que entré sin pensármelo dos veces. En el vestíbulo no había garita de portero ni apenas iluminación: una sola lámpara esparcía su luz insuficiente por la estancia, dejando en la penumbra el rellano al que se abrían las puertas de los pisos inferiores y el inicio del primer tramo de escalera. Los diecisiete escalones que conducían hasta la primera planta estaban iluminados también por un solo aplique situado a mitad del recorrido. Como si los vecinos del edificio no quisieran ver las condiciones en las que este se encontraba, recuerdo que pensé; o como si el propio edificio se avergonzara de su aspecto y hubiera decidido despojarse de toda fuente de luz prescindible. Incluso en aquella penumbra, saltaba a la vista que el edificio era viejo y estaba descuidado de una manera acaso irrecuperable. Bastaba tocar el pasamano de la escalera o rozar la pintura desconchada de sus paredes para notar en los dedos una película de suciedad húmeda y grasienta, y el mismo olor que acompañaba el ascenso por las entrañas del edificio sugería un esqueleto de maderas podridas y de mortero en descomposición. Ya en la primera planta, la llama del aplique que colgaba junto a la puerta número tres me permitió apreciar la paupérrima condición en la que se encontraba la pared exterior del piso en el que se me había citado: humedades, desconchados, capas enteras de pintura saltada o abombada y, sobre todo, una red de profundas grietas que corrían desde el suelo hasta el techo y que hacían pensar en las venas del rostro de un hombre al borde mismo del colapso.

Pese a su excelente situación y a la vistosidad de su fachada, aquel edificio tenía casi tanto de señorial como el que Gaudí y su hermano ocupaban en el barrio de la Ribera. Lo pensé mientras me disponía a llamar a la puerta: si aquel era el domicilio de Víctor Sanmartín, el periodista no era en absoluto el joven de bolsillo alegre y buena familia que yo había imaginado a partir de la descripción de mi hermana y de la céntrica dirección anotada en su tarjeta.

Golpeé por tres veces con los nudillos en la puerta de madera de roble y aguardé una respuesta que no se llegó a producir.

Dos golpes más, y el mismo resultado.

Un tercer intento. Ninguna respuesta.

Maldiciendo a partes iguales la informalidad del tal Sanmartín y mi decisión de acceder a visitarlo, ya estaba a punto de dar media vuelta y enfilar el camino de regreso a la escalera cuando reparé en el sobre que asomaba parcialmente por debajo de la puerta.

«Gabriel Camarasa», decían las grandes letras de imprenta escritas sobre él.

A la luz del aplique, abrí el sobre lacrado y leí la breve nota manuscrita que había en su interior.

Apreciado señor Camarasa:

Un imprevisto de última hora me obliga a abandonar la ciudad. No estaré de vuelta hasta el lunes.

Lamento profundamente haberle hecho perder el tiempo de esta manera. Nos veremos, confío, en la fiesta del martes. Espero tener entonces la ocasión de compensarle esta imperdonable descortesía.

Suyo afectísimo,

VÍCTOR SANMARTÍN

La letra del periodista era pequeña y puntiaguda: letra de alguien acostumbrado a escribir a la carrera. La tinta que había utilizado para escribir su mensaje no era del todo negra, o quizá, en consonancia con la humildad general del escenario, estaba un poco aguada. El papel era corriente, escaso de gramaje y de un color blanco deslucido, pero parecía cuidadosamente recortado de una hoja de mayor tamaño. El estilo de la nota no se parecía, a primera vista, al de las cartas de los lectores cuya autoría Gaudí y yo atribuíamos a Sanmartín, si bien, me dije mientras la releía por tercera vez, incluso el libelista anónimo más descuidado sabría disfrazar su sintaxis para una ocasión como aquella.

La fiesta del martes, decía el único punto misterioso de la nota.

«Nos veremos, confío, en la fiesta del martes.»

Cinco minutos más tarde, cuando hube abandonado el edificio y la calle de Aviñón y me hube reintegrado momentáneamente al ajetreo de Fernando VII, seguía sin tener la menor idea de a qué fiesta se refería el señor Sanmartín. En cualquier caso, decidí no pensar más en ello. Aquella visita frustrada al plumilla de La gaceta de la tarde no dejaba de ser, a fin de cuentas, un colofón perfectamente adecuado para una jornada que había estado llena de graves errores de juicio por mi parte, comenzando por mi iluso intento de recuperar un viejo amor de adolescencia y terminando quizá —aún no estaba seguro de cómo juzgarla— por la breve conversación que había mantenido hacía un rato con Martin Begg. Una referencia incomprensible en la nota de disculpa de un desconocido era el menor de los problemas que habrían de ocupar esa noche mi cerebro en la intimidad familiar del insomnio.

La noche ya era negra como boca de lobo cuando salí a la Rambla por la esquina de Fernando VII. En menos de media hora, el cielo se había cubierto de una capa de nubes tan bajas que parecían enredarse en los aleros superiores de los edificios e incluso en las copas de los árboles del paseo central. Halos de niebla emborronaban los haces de luz amarillenta de las farolas y los de las berlinas que circulaban entre la plaza de Cataluña y la muralla del Mar. El fuerte olor a salitre y a hollines de la niebla se mezclaba con el de las comidas que servían las fondas, los cafés y los hoteles de aquel tramo central de la Rambla, y también con el de los excrementos de caballo que alfombraban los dos carriles laterales. Eran más de las ocho y media, pero el paseo seguía tan concurrido como a primera hora de la tarde.

En vista de que ya no estaba a tiempo de llegar a Gracia antes del inicio de la cena familiar del sábado, escogí una fonda de aspecto medianamente respetable situada en la embocadura de la calle del Conde del Asalto y di cuenta en ella de un plato de garbanzos con arroz y media botella de vino. Nunca me ha gustado cenar solo, pero aquella sencilla comida y aquel caldo peleón ejercieron sobre mi espíritu un efecto inmediato: cuando salí de la fonda, los sucesos de la tarde parecían algo tan lejano como un recuerdo de la primera infancia. Atraído por la música de una banda militar, crucé de nuevo la Rambla y entré en la plaza Real. Varios cientos de personas se apiñaban en ella, algunas sentadas en las terrazas de los pórticos, otras muchas de pie bajo las bellas arcadas, la mayoría agrupadas en torno a la banda que ocupaba el espacio central de la plaza. La marcha que tocaban aquellos viejos militares le hablaba a mi sangre de una vida que yo nunca había contemplado, con la que no había soñado siquiera, pero que ahora parecía súbitamente apetecible: la vida heroica de los uniformes, la gloriosa vida de los cuarteles y de las batallas.

—Esta música inflama el corazón —me temo que le dije a alguno de los caballeros que observaban a mi lado el espectáculo de la banda militar.

—Esta música revuelve las tripas —replicó él, y escupió contra el suelo una flema del color de los pendientes de Martita.

A partir de este instante, los detalles de la noche se confunden en mi memoria. Recuerdo que estuve un rato más en la plaza, y que hablé con varias personas, y que alguien acabó silenciando la música de los viejos soldados al grito de «¡muerte a las tropas borbónicas!». Aquí siguieron un pequeño tumulto y unas cuantas carreras que vaciaron a medias la plaza, y también un par de discursos en favor de la República pronunciados a voz en grito por dos muchachos subidos en lo alto de sendos faroles. Mi corazón volvió a inflamarse, esta vez al ritmo de unas palabras que sonaban, pese al entusiasmo juvenil de los oradores, a elegía por un régimen que agonizaba desde el golpe de Pavía, y cuyo breve tiempo ya no habría de volver. Y luego me marché yo también de la plaza, crucé la Rambla camino del Raval y me metí en una tasca de la calle de la Unión, y allí me bebí un par de copas de anís, un dedal de ginebra y un vaso lleno de un líquido de color verdoso cuyo nombre no llegué a entender, pero que un viejo sentado a mi lado me aseguró que era mano de santo para curar el mal de amores.

—Yo no tengo mal de amores —creo que le dije, procurando centrar la mirada en su cara mal definida.

—No se engañe, caballero —replicó él—. Todos tenemos mal de amores.

Y luego, cuando quise darme cuenta, las campanas de la iglesia de Belén estaban dando las once de la noche y yo estaba de rodillas junto a un gran charco de barro y orines, rodeado de un hatajo de mendigos curiosos y vaciando el contenido entero de mi estómago contra la pared de la gran mole gótica del hospital de la Santa Cruz. Y mi cerebro ya había concebido su última mala idea de la jornada.

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