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MONTE TÁBER, anunciaba el pequeño cartel de madera que colgaba sobre la puerta del número 36 de la calle del Hospital.

El edificio era bajo y oscuro como todos los de aquella parte del Raval, y carecía de cualquier adorno que aliviara la fealdad de su fachada o la tosca rectitud de todas sus líneas. Más que un bloque de viviendas parecía un taller, o una pequeña fábrica, o quizá incluso el almacén de alguna de las muchas plantas textiles que tenían su asiento al otro lado del hospital. La desnuda puerta de madera de nogal estaba cerrada, y el edificio, a primera vista, se hallaba completamente a oscuras; pero un llamador metálico situado justo debajo del cartel invitaba a probar suerte.

El llamador tenía la forma de la cabeza de una serpiente, y estaba tan frío al tacto que al empuñarlo pareció realmente que acabara de tocar la carne repugnante de un reptil.

La puerta tardó veinte segundos en abrirse. Una mujer de unos sesenta años apareció tras ella, muy seria, muy pintada y tan consumida que las nervaduras de su cuello destacaban por debajo de la piel como tensas cuerdas de guitarra a punto de romperse.

—Sí —afirmó, más que preguntó.

—¿Monte Táber?

La mujer me miró de arriba abajo una, dos, tres veces, y puso cara de no gustarle nada lo que estaba viendo.

—Eso dice el cartel —respondió.

Un pequeño silencio. Las cuerdas del cuello de la mujer vibrando al roce del aire nocturno. El alcohol ya vomitado entumeciendo todavía mi cerebro, espesando la sangre en mis venas.

—¿Podría pasar, tal vez? —pregunté finalmente.

—No lo creo.

—¿La entrada no es libre?

La mujer esbozó algo parecido a una sonrisa.

—Si necesita usted preguntármelo, caballero, es que definitivamente no puede pasar —declaró, dejando entrever la fea colección de dientes ennegrecidos o ausentes que se ocultaba detrás de sus labios rojísimos.

Decidí cambiar de estrategia.

—Un amigo me espera dentro.

—Seguro que sí.

—Es la primera vez que vengo. Pero mi amigo me ha hablado maravillas de este sitio.

—Seguro que sí. —La mujer dio un paso atrás e inició el inconfundible proceso de cerrarme la puerta en las narices—. Si no quiere nada más, caballero…

Fue entonces cuando algo se iluminó en mi interior.

—Mi amigo es el señor G —anuncié, con esa convicción propia de los buenos borrachos.

El rostro de la mujer no cambió de expresión, pero la puerta permaneció abierta.

—¿Cómo dice, caballero?

—Creo que ya me ha entendido. El señor G está ahí dentro, o estará ahí dentro enseguida, y yo tengo que encontrarme con él.

La mujer agitó la cabeza de izquierda a derecha y me miró, me pareció, con sincera tristeza.

—¿El vino no es suficiente para usted?

Antes de poder sucumbir a la tentación de preguntarle qué demonios quería decir con eso, la puerta del Monte Táber se abrió de par en par y me vi atravesando un pasillo largo y estrecho en cuyo extremo final había lo que me pareció, en mitad de aquella penumbra y bajo aquellas circunstancias, un telón de teatro de un intenso color sangre.

—Bienvenido, caballero —me dijo entonces una sonriente jovencita vestida con un atuendo francamente original, al tiempo que apartaba para mí uno de los extremos del telón y me invitaba, con gesto teatral, a ingresar en la sala que había tras él.

Escogí una de las mesas del fondo y tomé asiento ante ella, procurando no romper el silencio perfecto que guardaban los diez o doce hombres que ya se hallaban allí. Estaban todos sentados a solas ante sus mesas respectivas, con una copa o un cigarro en la mano y enfrentados al escenario elevado que presidía lo que ahora, en efecto, parecía confirmarse como una sala de teatro en miniatura.

El escenario estaba vacío, pero el juego de lámparas y espejos que lo iluminaba sugería que algo estaba a punto de ocurrir en él.

—¿Qué tomará el caballero? —me preguntó, en un susurro, una segunda muchacha sonriente y servicial, vestida también de una forma que ni siquiera en las aceras de Haymarket nadie hubiera dejado de considerar llamativa.

—Una copa de oporto, gracias.

La muchacha se alejó de mi mesa haciendo bailar grácilmente las plumas de faisán que decoraban su cintura, y yo me quedé de nuevo a solas con mi creciente estupor.

La sala tendría poco más de cien metros cuadrados. Veinte mesas individuales se apiñaban en ella, dispuestas de tal manera que no se alinearan unas con otras ni se estableciera, pese a su cercanía, contacto visual directo entre sus ocupantes. Una tercera jovencita de sonrisa perpetua y atuendo inverosímil atendía un pequeño mostrador situado en el extremo trasero izquierdo de la sala, junto al telón de acceso a ella. A uno y otro lado del telón había sendas puertas cerradas, y bajo sus dinteles, firmes y hermosas como cariátides atenienses, otras dos muchachas observaban las mesas y a sus ocupantes con una curiosa mezcla de aburrimiento y expectación en la mirada. Las paredes del local estaban pintadas de un cálido color celeste, y una cenefa vegetal las recorría un par de palmos por encima del suelo; por lo demás, de ellas no colgaba un solo cuadro, ni una fotografía, ni tampoco un letrero que repitiera el nombre del local o anunciara las bondades de lo que en él se ofrecía. El sencillo motivo vegetal de la cenefa se repetía sobre la alfombra que cubría el suelo, en el reborde tintado de las mesas y también, con alguna variante, sobre el frontal de la tarima que elevaba el escenario. La insistencia en aquel entramado de hojas y espinas me pareció interesante, pero no me detuve en ella más de cinco segundos. Sobre mi mesa había un cenicero de cristal, un hato de cigarrillos y una cartera de fósforos idéntica a la que Gaudí me había tendido hacía seis días, y el rostro dibujado de aquella misma mujer peinada a la moda francesa se me antojó, esta vez, algo más que el simple reclamo publicitario de un local nocturno cualquiera.

Acababa de encender uno de los cigarrillos cuando, sin previo aviso, la luz de las lámparas que iluminaban el centro del escenario cambió repentinamente de color y de intensidad, virando del rojo al naranja, del naranja al amarillo y del amarillo a un verde pálido cuyo resplandor sepulcral, como de fuego de los pantanos, pareció afantasmar la silueta de todos los presentes y disolver la escena entera en un definitivo ambiente de irrealidad no del todo desagradable.

Fue entonces cuando vi a Gaudí sentado en una de las primeras mesas de la sala. Tenía la espalda encorvada hacia adelante, estaba envuelto en una densa nube de humo también verdosa y fantasmal y sostenía en su mano derecha lo que parecía, en la distancia, un cuaderno de dibujo idéntico a los que Fiona paseaba consigo por sus escenas del crimen.

Fue entonces cuando vi a Gaudí sentado en una de las primeras mesas de la sala. Tenía la espalda encorvada hacia adelante, estaba envuelto en una densa nube de humo también verdosa y fantasmal y sostenía en su mano derecha lo que parecía, en la distancia, un cuaderno de dibujo idéntico a los que Fiona paseaba consigo por sus escenas del crimen.

Y también fue entonces cuando apareció en el escenario la mujer de aspecto más extraordinario que yo hubiera visto en mi vida.

—Su oporto, señor —dijo la muchacha de las plumas en la cintura; pero, por lo que yo sabía, la copa que dejó ante mí podría haber llegado igualmente flotando por sí sola hasta mi mesa o podría habérmela traído el viejo del mal de amores de la calle de la Unión.

Porque el mundo acababa de desaparecer de mi vista.

Lo único real ahora, lo único digno del interés y la atención de mi confundido cerebro, era el doble misterio que acababa de revelarse ante mí.

El misterio de la presencia de mi amigo en un lugar como aquel, tan extraño todavía a mis ojos, y el misterio de la apariencia de aquella mujer que ahora, inmóvil en el centro del escenario, cubierta apenas por un escueto vestido de terciopelo encarnado y un par de medias enrejadas, empezaba a ejecutar una rutina lenta, monótona, sin ritmo ni gracia aparentes, cuyos pasos aún hoy soy capaz de replicar punto por punto en mi memoria.

Para resumir un cuento largo, diré que me pasé la siguiente media hora espiando a Gaudí desde la cobarde intimidad de mi rincón, observando el correr infatigable de su mano sobre el cuaderno de dibujo, atendiendo a los continuos movimientos de su cuello y de su espalda, llevando la cuenta del número de veces que alguno de aquellos hombres solitarios o una de las camareras se acercaba hasta su mesa y, sin mediar palabra, intercambiaba con él un doble apretón de manos antes de regresar de inmediato a su lugar en la sala. (En cierta ocasión, dos de los hombres se levantaron a un tiempo de sus mesas respectivas, cruzaron la sala en dirección opuesta al escenario y desaparecieron junto a una de las cariátides en el interior de la puerta que esta había estado protegiendo. Diez minutos más tarde, regresaron ambos a sus mesas sin una palabra ni un gesto que yo pudiera descifrar. La muchacha tardó algunos minutos más en apostarse de nuevo bajo su dintel.) Tampoco entraré en detalles sobre la naturaleza de la rutina que la mujer no dejó de ejecutar sobre el escenario mientras todo esto sucedía; básteme decir por ahora que su efecto resultaba tan fascinante, tan extraordinario, tan bello y enfermizo y tan profundamente perturbador como la propia apariencia física de la extraña bailarina.

Finalmente, pasada esa media hora, la vergüenza de la situación en la que me hallaba —espiando entre las sombras a un amigo y admirando en la distancia las formas y los movimientos de una mujer desconocida que se iba acercando cada vez más, según avanzaba su baile, a un estado de casi intolerable desnudez— se impuso en mi conciencia al puro deslumbramiento de todo cuanto allí estaba sucediendo. Aplasté entonces los restos de mi último cigarrillo contra el fondo del cenicero de cristal, llamé con un gesto a la muchacha de las plumas en la cintura, pagué la copa intacta de oporto y la cuota de ingreso al local y, a falta de otras certezas, salí del Monte Táber sabiendo que algo importante acababa de suceder.

Era ya cerca de la una de la madrugada cuando llegué a nuestra torre familiar de Gracia. El frío de la noche y la distancia recorrida me habían aclarado la cabeza lo suficiente como para que, al cerrar a mi espalda la puerta de la verja, el leve resplandor que provenía del otro lado de la casa llamara mi atención y me obligara, por una mezcla de sentido del deber y de pura curiosidad, a postergar un rato más todavía mi anhelada caída en el catre. Rodeé así el edificio principal de la torre y vencí el cambio de nivel del jardín hasta alcanzar los terrenos que rodeaban la antigua casa de labranza.

Fiona estaba recostada en uno de los dos balancines que su padre había instalado para ella bajo el porche improvisado de la casa. La luz que me había atraído hasta aquel lugar provenía de la pequeña lámpara de aceite que Fiona tenía junto a sus pies, y quizá también, más simbólicamente, de la punta del cigarrillo que se consumía entre los dedos desnudos de su mano izquierda. Un olor familiar a hierbas extrañas impregnaba ya el aire a varios metros de distancia del porche, y la misma postura de Fiona, más caída que tendida sobre el balancín, me confirmó que la hija de Martin Begg estaba entregada a una actividad menos inocente que la de fumarse un último cigarrillo antes de irse a dormir. Carraspeé un par de veces según me acercaba a la casa de labranza por el sendero del jardín, pero ni sus ojos cerrados se abrieron ni su cuerpo reveló inquietud alguna ante la presencia de un extraño en la noche. Fiona estaba de visita en otro mundo, un mundo extraño y privado, el mundo de sus propias visiones, y lo que ahora viera en él, fuera lo que fuera, acabaría convertido mañana en manchas de color inexplicables sobre una gran tela blanca.

Tomé asiento en el segundo balancín y me quedé mirando el cielo cubierto de nubes. Pensé, imagino, en Gaudí y en la bailarina, y en aquellos hombres que estrechaban la mano de mi amigo, y en las hermosas muchachas que atendían a ese mundo también extraño y privado que era el Monte Táber. Observé a Fiona y admiré la pureza de sus rasgos en reposo, el color de su pelo, la blancura inmaculada de su piel. «Un rostro muy armónico», había dicho Gaudí al ver su fotografía, y tenía razón. Recordé el día que la conocí, cinco años atrás, y el día en que me enamoré de ella, y el día en que ese amor desapareció para siempre. Cerré los ojos, y cuando los abrí de nuevo la llama de la lámpara de aceite ya se había consumido y Fiona me miraba desde su balancín con una dulce sonrisa en los labios.

—Hola —dijo.

—Hola —dije yo.

Nos observamos unos instantes en silencio, como reconociendo el terreno antes de seguir adelante.

—No te esperaba aquí a estas horas —afirmó ella por fin.

Miré de nuevo el cielo y vi que un par de estrellas solitarias brillaban en un pequeño claro entre nubes.

—He visto luz y he venido a saludar.

—Muy considerado por tu parte. —Fiona se pasó la mano izquierda por el pelo y ordenó, con un par de rápidas operaciones, su desparramada melena—. ¿Llegas ahora?

—¿Te escandaliza?

—Me alegra. ¿Un día interesante?

Lo pensé durante un par de segundos.

—Un día extraño —dije.

—Cuéntame.

Así lo hice. Le conté a Fiona mi desayuno con un par de amigos a los que no había vuelto a ver desde el 68, mi obligada visita matinal a un lejano miembro de la familia Camarasa, mi almuerzo con Martita, la ópera bufa en el Teatro Principal, la charla con su padre y mi posterior visita frustrada a Víctor Sanmartín, mi cena solitaria, mi exceso de alcohol, la visita al Monte Táber y lo que en su interior había sucedido. No le hablé de las cariátides apenas vestidas que custodiaban aquellas dos puertas cerradas ni de las formas de la carne desnuda de la mujer que bailaba sobre el escenario, pero sí le referí la extraña actividad que gravitaba en torno a la mesa de Gaudí. Ella, como siempre, me escuchó en silencio y se abstuvo de ofrecerme consejo u opinión algunos. Cuando terminé mi relato, tendió una mano hacia mi balancín y dejó que se la tomara durante un par de segundos. Luego la retiró con suavidad y me dijo:

—¿Piensas ver el martes al tal Sanmartín?

Me encogí de hombros en la oscuridad.

—Ni siquiera sé a qué fiesta se refiere.

—La fiesta de Las noticias ilustradas. El martes a las siete de la tarde. En el salón de actos de las oficinas.

Papel moneda de un país imaginario, pensé.

—Primera noticia.

—Tu padre pensaría decírtelo mañana.

—Víctor Sanmartín, en cambio, lo sabía ya hoy.

El pequeño silencio de Fiona me confirmó que a ella también le parecía extraño.

—Un joven bien informado.

—Y obsesionado con tus ilustraciones. No pierde la ocasión de utilizarlas en sus cartas para hacer comentarios sobre tu moralidad.

—Las cartas de los lectores que tu amigo cree que ha escrito él —me corrigió Fiona—. Tal vez deberías explicarle a ese Gaudí que las cartas que los lectores envían a los diarios no siempre tienen un estilo adecuado para la publicación, y que en la redacción suele haber alguien que las adecenta un poco antes de imprimirlas. Puede que ese Sanmartín se dedique a ello.

—¿En tres diarios diferentes? ¿Mientras sigue en plantilla de un cuarto?

El balancín de Fiona crujió bajo el peso de su cuerpo al cambiar de posición.

—Olvídalo —dijo, tumbándose ahora de costado con la cara enfrentada hacia mí.

La postura de una esposa que le cuenta a su marido los pequeños problemas del día en el lecho conyugal.

—¿Tú crees que todos tenemos mal de amores? —me sorprendí preguntando, no sé si para ahuyentar el efecto de esa imagen o para fortalecerlo.

—¿Perdón?

—Me lo ha dicho un viejo en una tasca del Raval. —Justo antes de vomitar mi borrachera junto a un charco de orines, me abstuve de añadir. Revisé mi memoria en busca de confirmación definitiva—. O eso creo.

Fiona no se molestó en responder.

Un breve resplandor iluminó el cielo por encima de nuestras cabezas, perfilando un instante su cuerpo y el mío antes de dejarnos desaparecer otra vez. Un relámpago sin trueno, o un fuego de artificio, o la bengala de socorro de un barco a punto de naufragar.

El olor del cigarrillo de Fiona seguía impregnando el aire que respirábamos, evocando la presencia a nuestro alrededor de todo un mundo extraño e invisible.

—¿Has visto cosas interesantes? —pregunté, poniéndome yo también de costado para enfrentar mi cara a la suya.

Tampoco a esto me respondió.

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