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A solas junto al parteluz de la ventana, con las palabras de Víctor Sanmartín resonando todavía en mis oídos, dediqué un par de minutos a ver caer la lluvia sobre el patio interior del palacete antes de reintegrarme a la fiesta. Busqué entonces a Gaudí y a Fiona y los localicé en uno de los pequeños apartes de sillones y mesitas del salón, sentados los dos juntos en una otomana y enzarzados, aparentemente, en una conversación de lo más animada. Gaudí era quien tenía el uso de la palabra en ese instante, y lo ejercía con profusión de pequeñas muecas faciales y de amplios gestos de manos mientras Fiona, sonriente, lo escuchaba con esa mirada de atención incondicional que tan bien sabía componer la inglesa en aquellas ocasiones en las que la persona que tenía delante, por la razón que fuese, le interesaba de verdad. Ninguno de los dos parecía haber reparado siquiera en mi ausencia, aunque me costaba creer que a Fiona le hubiera pasado por alto la presencia de Víctor Sanmartín en el salón de actos. En cualquier caso, y a falta de otras distracciones disponibles en aquel ambiente tan ajeno al mío natural, decidí que ya era hora de regresar a su lado y contarles lo que acababa de ocurrirme.

Y entonces fue cuando sucedió.

Apenas acababa de echar a andar en dirección a la otomana que ocupaban mis amigos cuando, en el centro de la sala, una copa se estrelló contra el suelo de cerámica y lo llenó todo de esquirlas de cristal volanderas y de miles de gotas de vino tinto en dispersión. Las cabezas de todos los invitados a la fiesta se volvieron hacia el lugar de origen del estruendo, y una de las señoras directamente afectadas por el pequeño desastre, una mujer de unos sesenta años que llevaba los hombros cubiertos por un chal de piel de zorro blanco salpicado ahora de motas rojizas, emitió un chillido agudo y muy largo que silenció de inmediato la música de la orquesta, el parloteo sostenido de los diversos corrillos y mi propia voz interior, que no dejaba de repetirme algunas de las incómodas verdades que Sanmartín había dejado caer entre sus muchas mentiras.

Dos voces masculinas se alzaron entonces en mitad del silencio, y al instante se puso en marcha una suerte de improvisada coreografía multitudinaria que reorganizó en un abrir y cerrar de ojos la posición de todos los presentes en la sala. Recuerdo que yo avancé todavía un par de pasos en dirección a Fiona y a Gaudí, quienes habían interrumpido su conversación y estiraban ahora la cabeza desde su otomana en busca del origen de las voces. Recuerdo también que vi a Martin Begg emergiendo de entre un grupo de evidentes militares de paisano y cruzando como una flecha el salón en dirección a ese mismo punto. Y recuerdo, por fin, que la coreografía improvisada se acabó resolviendo en una amplia media luna de chaqués y polisones en cuyo centro estaban mi padre y el viejo harapiento que había llamado fugazmente mi atención cinco minutos atrás, enfrentados los dos en una postura tan absurda y ridícula —frente contra frente, casi nariz con nariz— que en cualquier otra situación me hubiera hecho no sé si sonreír o sonrojarme de vergüenza.

Tampoco ahora supe reconocer el rostro rubicundo y avejentado del hombre, pero sí reparé por primera vez en el portafolios de color rojo que sostenía en su mano derecha.

—¡Si no deja de acosar de una vez por todas a mi familia, le juro por Dios que lo mataré! —fue la primera frase que le entendí a mi padre en mitad de toda aquella confusión.

—¿Acaso piensa que le tengo miedo, Camarasa? —replicó el viejo, con un tono de voz apenas más bajo y menos amenazante que el de mi padre—. ¿Piensa que puede hacerme algo que no me haya hecho ya?

—¡No me obligue a demostrarle lo que puedo hacerle todavía!

Martin Begg llegó en este punto al lugar en el que estaban los dos hombres e interpuso entre ellos su corpachón infranqueable.

—Márchese de aquí, Andreu —dijo, plantando una mano blanca y gordezuela en la mugrienta pechera del abrigo del viejo—. No nos obligue a llamar a la policía.

Andreu, pensé entonces.

Eduardo Andreu. El marchante de arte.

Otro viejo fantasma londinense convocado de entre los muertos aquella tarde extrañísima.

—¿La policía? —El hombre forzó una risotada y agitó el portafolios sobre su cabeza—. Seguro que estarían encantados de ver esto. ¿No cree, Camarasa?

Y entonces mi padre cometió el segundo error de la noche. Apartando de un empellón a Martin Begg, volvió a enfrentarse al viejo y, sin mediar palabra, ante el estupor de todos los presentes, le cruzó la cara de un bofetón tan sonoro que su eco pareció reverberar en cada rincón de la sala.

—¡Sempronio! —oí gritar a Fiona, que había logrado abrirse paso hasta el centro de la media luna de curiosos en compañía de Gaudí y cogía ahora del brazo a mi padre, intentando aplacar un ataque de furia como yo nunca antes le había conocido.

—¡No voy a tolerar ni una sola difamación más! ¡Ni una más!

Eduardo Andreu se palpó la mejilla golpeada y miró a mi padre con una sonrisa, me pareció, sinceramente complacida.

Eso era lo que venía buscando el viejo marchante, comprendí entonces. Nada más que eso. Una escena pública en presencia de las mismas personas a las que mi padre había querido ganarse con aquella fiesta, tan definitivamente arruinada ya como el propio anciano.

—La única defensa del culpable —dijo—. Atacar a un viejo indefenso. Todos ustedes son testigos —añadió, volviéndose a derecha y a izquierda y sosteniendo la mirada de quienes alguna vez, en lo que ya parecía otra vida, pudieron ser sus propios clientes—. Este hombre, Sempronio Camarasa, primero me ha amenazado de muerte y luego me ha atacado físicamente. ¿Este es el hombre con el que ustedes piensan hacer negocios? ¡Un ladrón violento y cobarde!

Por fin logré llegar yo también hasta mi padre antes de que pudiera abalanzarse de nuevo sobre Andreu.

—Déjalo, papá —murmuré, tomándolo del mismo brazo que Fiona seguía sujetando con firmeza—. Solo estás empeorando la situación. Que se marche de una vez.

—¿Y dejar que esto quede así? —Mi padre me miró con el rostro enrojecido, entendí, no ya por la violencia de aquella situación, sino por la rabia y la frustración acumuladas a lo largo de toda la última semana—. ¿Que un viejo borracho como este irrumpa en mi fiesta, me insulte públicamente, me tilde de estafador delante de estas personas y luego se marche como si tal cosa?

—Estas personas necesitan saber con quién están tratando —dijo Andreu—. Y si no creen en mi palabra, sí creerán en las pruebas que pienso poner muy pronto a su disposición.

Martin Begg plantó de nuevo su manaza sobre el pecho del viejo.

—La única prueba con la que usted cuenta es su propia apariencia, Andreu —afirmó—. Su apariencia y su historia. Todos sabemos quién es usted.

Eduardo Andreu miró al director de Las noticias ilustradas con los ojos encendidos.

—Todos saben quién era yo antes de que ese hombre se cruzara en mi camino, sí —replicó—. Y todos saben en qué me he convertido por su culpa. Y ahora, por fin, todos van a saber quién es él.

Mi padre intentó liberarse de nuevo de Fiona y de mí con una sacudida que provocó un instantáneo murmullo de expectación entre todos los presentes.

—Debería haber acabado con usted cuando tuve ocasión de hacerlo. Este es el pago que recibo a cambio de mi compasión.

—¿Su compasión? —El viejo alzó ambos brazos y ofreció su cuerpo entero a nuestra consideración—. ¿A esto lo llama usted compasión?

—¿Preferiría estar en la cárcel? ¿Preferiría que lo hubiera denunciado ante los tribunales por intento de estafa, como tendría que haber hecho?

El viejo agitó de izquierda a derecha la cabeza, sonrió sardónicamente y me miró con la boca entreabierta, babeante. Solo entonces pareció identificarme.

—Vaya, ¿a quién tenemos aquí? Si es el pequeño Camarasa.

—Márchese, señor Andreu —dije, manteniéndole la mirada—. No empeore aún más las cosas.

—Que no empeore aún más las cosas para tu padre, quieres decir. —El marchante repitió su gesto de abrir los brazos y exponer de forma teatral su triste figura—. ¿Has visto el resultado de tu obra? Seguro que tú también duermes a pierna suelta por las noches, ¿verdad?

Antes de que yo pudiera caer en la tentación de responderle, Fiona soltó el brazo de mi padre y se puso al mando de la situación.

—Antoni, vaya a llamar a los agentes de seguridad —le ordenó a Gaudí, que no se había movido de su lado y observaba la escena con visible interés—. Papá, llévate a Sempronio —añadió en inglés—. Y usted, Andreu, haga el favor de marcharse. Si quería reventar esta fiesta, ya lo ha conseguido. No creo que pueda aspirar a nada más aquí.

El viejo miró a Fiona con aire divertido.

—¿Usted cree, señorita?

—Estoy tan convencida de ello como usted mismo.

—Le haré caso, entonces. —Y luego, agitando de nuevo el portafolios rojo, repitió una vez más—: Esta es su perdición, Camarasa. Aquí dentro están su ruina y mi venganza. Esta vez no le valdrán de nada ni su dinero ni todos sus contactos. Todo el mundo va a saber por fin qué clase de persona es usted.

Esas fueron sus últimas palabras. Gaudí regresó en ese instante al salón en compañía de uno de los dos guardias que rondaban por el palacete desde los ataques con piedras de la semana anterior, y Eduardo Andreu, al verlo, giró en silencio sobre sí mismo, dedicó una última mirada a la que había sido su audiencia —bocas abiertas, pupilas dilatadas, lenguas de ambos sexos impacientes por comentar y difundir lo sucedido— y enfiló el camino de la puerta envuelto en ese extraño aire de harapienta dignidad que lo había acompañado durante toda la escena.

Fiona fue la primera que se atrevió a romper el silencio que siguió a la salida del viejo marchante.

—Estaban ustedes tocando una polca de Strauss, me parece —dijo, dirigiéndose a la orquesta—. Pero diría que su compás no era del todo el adecuado. ¿Lo intentamos de nuevo?

Y justo en ese instante, la mujer del chal de piel de zorro blanco rompió a llorar con todo el sentimiento de una niña que acaba de perder su juguete más querido y anunció, para deleite mejor o peor disimulado de todos los presentes, que aquella era la fiesta menos satisfactoria a la que había asistido jamás.

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