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Eran ya cerca de las diez de la noche cuando Gaudí y yo nos despedimos de mi padre, de Fiona y de Martin Begg en la esquina de Fernando VII con la Rambla. Allí aguardamos a que los tres montaran en la berlina familiar y emprendieran el camino de regreso a la torre de Gracia, y una vez a solas deshicimos parte del camino andado desde las oficinas de Las noticias ilustradas, torcimos a la izquierda por la inmediata calle del Vidrio y, tras una breve pausa ante el escaparate de la Herboristería del Rey, entramos en la plaza Real.

El ambiente que se respiraba en el interior del recinto porticado era mucho menos animado que el que yo había encontrado allí mismo la noche del sábado, cuando aquella pequeña banda militar había desencadenado con sus marchas y sus uniformes un amago de batalla campal entre monárquicos y republicanos. Ahora, el rectángulo central de la plaza estaba a la entera disposición de cinco o seis parejas que paseaban del brazo bajo la íntima luz de los faroles, de algunos hombres que fumaban y bebían sentados en el murete de la fuente y de un solitario lustrabotas que no se decidía a dar por terminada su jornada laboral. La lluvia de las últimas horas oscurecía las fachadas de los edificios y hacía brillar hermosamente el suelo empedrado. No hacía frío, pero el viento seguía soplando con fuerza desde el otro lado de la muralla del Mar.

Gaudí, sin consultarme, escogió uno de los restaurantes que tenían su asiento bajo los pórticos de la plaza y, tras asomarse brevemente a la puerta del local, se acomodó ante una de las mesas exteriores y me instó a hacer lo propio con una inclinación de cabeza.

—Tiene usted muchas cosas que contarme —dijo, no bien nos hubo dejado a solas el camarero que acudió a tomar nuestro pedido—. Aunque entenderé que prefiera dejarlo para mañana.

Sonreí tristemente.

—Usted también tiene unas cuantas cosas que contarme a mí —dije, no sé si para ganar tiempo—. Cosas más agradables.

—¿Se refiere a su amiga?

—Nuestra amiga, entiendo. Han estado ustedes charlando animadamente durante mucho más tiempo del que yo habría esperado.

—¿Tan poca confianza tiene usted en mis habilidades sociales?

—¿Cuando hay temas artísticos de por medio? Ninguna.

Esta vez fue Gaudí el que sonrió.

—No le negaré que he tenido que morderme la lengua un par de veces. La señorita Begg tiene algunas ideas muy particulares sobre su desempeño como pintora.

—Ideas que usted, por supuesto, reprueba completamente.

—Mi concepción del arte es menos romántica que la de nuestra amiga, si es eso lo que quiere decir. Pero no negaré que algunos particulares de su conversación al respecto me han intrigado.

—¿Ya no la considera una mera dibujante de desgracias?

Gaudí fingió pensárselo un par de segundos.

—Digamos que la considero una dibujante de desgracias con algunas ideas interesantes. —Gaudí zanjó el tema dando una palmada que coincidió, casi perfectamente, con la llegada a nuestra mesa del camarero. El hombre venía cargando una bandeja que contenía nuestra doble ración de chocolate con melindros, un vaso de agua mineral gasificada para Gaudí y también, como regalo de la casa, un par de barquillos rellenos de miel—. ¿Empezamos por el señor Andreu?

Cogí uno de los melindros y mordisqueé la punta pensando, inevitablemente, en mi madre y en mi hermana Margarita, a las que mi padre había excluido a última hora de la fiesta de Las noticias ilustradas en previsión de que el artículo de aquella mañana del Diario de Barcelona pudiera causar algún tipo de incómoda perturbación ambiental. A Margarita no le gustaría enterarse del espectáculo que, en efecto, se había perdido aquella tarde; podía imaginarme su cara cuando me oyera contarle mañana la aparición en la fiesta de Víctor Sanmartín, la posterior irrupción de Eduardo Andreu y la reacción desmesurada de papá Camarasa ante las amenazas del viejo marchante arruinado. A mi madre, en cambio, aun la versión expurgada que mi padre le refiriera de su encuentro con Andreu bastaría para confinarla un par de días más entre los acolchados límites de su salón de tarde.

—Es una larga historia —advertí.

—Tenemos toda la noche por delante.

—Usted lo ha querido —sonreí—. ¿Ha oído hablar de Lizzie Siddal? ¿La modelo de la Hermandad Prerrafaelita?

Gaudí puso cara de instantáneo interés. La improbable relación entre aquel nombre exótico y el inicio de la historia de Eduardo Andreu había cautivado su imaginación.

—La Ofelia de Millais —asintió—. Una mujer de notable belleza.

—Una mujer excepcional. Sabrá entonces también que ella fue la esposa de Dante Gabriel Rossetti, además de la musa que inspiró casi todos sus grandes cuadros. ¿Conoce la historia de su muerte?

Gaudí frunció ligeramente el ceño.

—Algo creo haber leído acerca de un suicidio. ¿Láudano, quizá?

—Oficialmente se trató de un caso de muerte accidental. Siddal era adicta al láudano, tomó una dosis excesiva y murió antes de que nadie tuviera ocasión de socorrerla. Pero siempre se ha rumoreado que dejó tras de sí una nota de suicidio en la que culpaba de su muerte a Rossetti. Las infidelidades del pintor eran conocidas en todo Londres, y también la crueldad ocasional con la que trataba a su esposa. —Hice una pausa para tomar un sorbo de chocolate antes de proseguir con mi relato—. Le gustará saber, creo, que al poco de habernos instalado en Londres, los Camarasa al completo acudimos a una recepción en la Royal Society of Arts en la que estaba presente el poeta Swinburne. Él es, o era por entonces, gran amigo de Rossetti, y la tarde misma de la muerte de Siddal había estado almorzando con el matrimonio en un restaurante del centro de la ciudad. Eso fue a principios de 1862. Cuando se separaron a la salida del restaurante, Rossetti acompañó a su esposa al domicilio familiar, la dejó acostada en su dormitorio y se marchó a impartir una de sus clases de pintura. Cuando regresó a última hora de la tarde, Siddal estaba ya inconsciente y a su lado había una botella de láudano vacía. Varios doctores intentaron reanimarla, pero fue inútil. El coroner declaró que la muerte había sido accidental, pero Swinburne, como casi todo el mundo, daba por supuesto que se había tratado de un suicidio. En aquella recepción en la Royal Society of Arts, parece ser que el poeta bebió más de la cuenta y estuvo charlando largo y tendido sobre los sucesos de aquella tarde con todo aquel que quiso escucharlo. Por entonces yo apenas hablaba una palabra de inglés, y en cualquier caso, a mis dieciséis años, no hubiera soñado siquiera con acercarme a un hombre de esa categoría; pero mi padre me explicó después algunas de las cosas que había dicho. Rossetti, al parecer, era una buena pieza.

—Casi todos los genios lo son.

—Me alegro de no ser un genio, entonces. Y ojalá no lo sea usted tampoco.

Gaudí sonrió.

—Continúe, por favor.

—Al decir del propio Swinburne, Lizzie Siddal era una mujer extraordinaria. Provenía de una familia humilde, apenas tenía estudios y la única llave que le había abierto las puertas del mundo artístico había sido su belleza. Pero además de convertirse en la modelo preferida de los grandes nombres de la Hermandad Prerrafaelita, ella misma era también una pintora de talento, y poseía una mente lo bastante original como para fascinar a todo aquel que se acercaba a ella. Cuando se conocieron hacia 1850, Rossetti quedó deslumbrado al instante por el rostro y por la mente de aquella mujer. Convivieron durante casi una década antes de contraer matrimonio, tuvieron juntos un hijo que nació muerto, Siddal posó para algunos de los cuadros más extraordinarios de Rossetti, y en todo ese tiempo, según Swinburne, el pintor no dejó de maltratar a su musa de todas las maneras imaginables. Cuando murió, Siddal volvía a estar embarazada, y llevaba varios años sumida en un estado de melancolía profunda que había hecho temer a todos sus conocidos un desenlace como el que finalmente se produjo.

—Una historia triste, sí —dijo Gaudí—. Seguimos en 1862.

—Rossetti, en cualquier caso, se sintió justamente responsable de lo sucedido. Su crueldad, o su desidia, o su natural egoísmo de artista habían precipitado la muerte de la mujer que había sido su musa y su compañera durante más de una década. Y como gesto de expiación, hizo algo sobre lo que acaso también haya leído usted: junto a su cadáver, dentro del ataúd, Rossetti enterró un cuaderno que contenía la única copia de sus propios poemas.

Gaudí asintió con la cabeza.

—Creo que ya sé hacia dónde nos lleva todo esto.

—Lo dudo.

—El cuaderno recuperado.

—Mejor todavía.

Mi amigo asintió de nuevo, muy seriamente.

—Continúe —dijo.

—Estamos ahora en 1869. El mismo año de nuestro encuentro familiar con Swinburne, algunos meses después. Rossetti ha superado ya su duelo por Siddal, o quizá el artista se ha impuesto en su interior al mero ser humano. En cualquier caso, se arrepiente de aquel gesto romántico y decide que sus poemas no merecen pudrirse junto al cuerpo de su esposa en una tumba del cementerio de Highgate. Solicita, pues, un permiso judicial para exhumar el ataúd y recuperar el cuaderno.

—Los diarios de Barcelona se hicieron eco del asunto —asintió Gaudí.

—Los de Londres hicieron su agosto con él. La exhumación se produjo de noche y casi a escondidas, para evitar la presencia de periodistas y de curiosos en el cementerio. Varios amigos de Rossetti se encargaron de llevarla a cabo. Abrieron el ataúd, echaron un vistazo a su interior, recuperaron el cuaderno y enterraron de nuevo el féretro en su tumba. El cuaderno regresó a las manos de Rossetti, y en ellas sigue. Ningún misterio por esa parte, salvo el puramente psicológico. ¿Qué clase de hombre querría tener en su poder un objeto que ha estado siete años enterrado junto al cuerpo de su esposa difunta?

«Un verdadero artista», dijeron los ojos de Gaudí.

—El misterio no está en el cuaderno —proclamaron sus labios—. El misterio está en el cadáver de Lizzie Siddal.

—¿Conoce el rumor que comenzó a circular después de la exhumación?

—¿Alguien robó el cuerpo?

Negué con la cabeza.

—Nada tan espectacular, me temo. Pero sí más hermoso. Lo que se dijo entonces, lo que se aseguró en todos los diarios y circuló por todas las esquinas de la ciudad durante los días siguientes, fue que cuando los amigos de Rossetti abrieron el ataúd descubrieron que el cuerpo de Lizzie Siddal se encontraba en perfecto estado de conservación. Como si acabara de morir aquella misma tarde. O como si el láudano la hubiera mantenido sumida en un profundo sueño del que en cualquier momento pudiera ir a despertar. Y sus cabellos, sus famosos cabellos rojos, habían seguido creciendo durante aquellos siete años hasta colonizar por completo el interior del féretro. Cuando abrieron la tapa, pues, lo que los amigos de Rossetti se encontraron no fue un cadáver consumido por los gusanos y por la pura corrupción de la muerte, sino a una hermosa mujer dormida entre un manto de cabello rojo. ¿Qué le parece?

—Me parece que Margarita no es la única romántica de la familia Camarasa.

Sonreí.

—Voy al grano —continué—. Estamos ahora a finales de 1870. Los diarios se han olvidado de Lizzie Siddal y de Dante Gabriel Rossetti, y ni siquiera en los círculos artísticos en los que mi padre se mueve por cuestión de negocios se comenta ya la historia de la exhumación y del cuerpo incorrupto.

—¿Por cuestión de negocios?

—Mi padre montó una casa de subastas al poco de llegar a Londres. Hasta el año pasado, ese fue su negocio principal: la compraventa de obras de arte y de antigüedades. Se especializó en las piezas de origen sudamericano y continental, dos ámbitos que las casas de subastas inglesas pasaban entonces por alto, y en pocos meses se hizo un nombre y una buena cartera de clientes fijos. En Londres hay mucha gente con gustos caros y con carteras inagotables.

—Una empresa arriesgada, en cualquier caso.

—A mi padre, ya lo ve, no le fue del todo mal.

—No me refiero al aspecto económico —dijo Gaudí—. Por lo que tengo entendido, las transacciones que se llevan a cabo a través de esas casas de subastas no siempre son del todo… transparentes.

—Contrabando, quiere decir.

—No estoy acusando a su padre de nada.

—Si lo hiciera, seguramente estaría en lo cierto. Esa es una de las razones por las que nunca he querido saber gran cosa de los negocios de mi padre. Con que solo una centésima parte de los objetos que se movían a diario en los almacenes de la casa de subastas tuvieran el origen turbio que a menudo cabía suponerles, eso ya bastaría para justificar que mi padre se pudriera de por vida en la cárcel en compañía de unos cuantos de sus mejores clientes.

Gaudí detuvo el viaje de un melindro hasta su boca.

—Eduardo Andreu era uno de esos clientes —aventuró—. O era, más bien, uno de los marchantes que le suministraban a su padre los objetos que su casa sacaba a subasta.

—Ni una cosa ni la otra. Andreu y mi padre se habían conocido en Barcelona antes del 68, pero nunca habían hecho negocios juntos. Mi padre se dedicaba entonces a asuntos financieros y no tenía el menor interés en las obras de arte que Andreu intentaba colocarles a los burgueses de la ciudad. El primer negocio que los dos hicieron juntos fue también el último, y su protagonista fue, por así decirlo, Lizzie Siddal.

«Lizzie Siddal», murmuraron en silencio los labios de Gaudí.

—Eduardo Andreu, entonces, apareció un buen día por Londres y le ofreció a su padre algún objeto relacionado con esa mujer. ¿Un cuadro?

—Una fotografía.

—Una fotografía de Lizzie Siddal —dijo Gaudí; y al instante sus ojos se iluminaron con un destello de reconocimiento—. Una fotografía del cadáver incorrupto de Lizzie Siddal.

—Exacto.

—Los amigos de Rossetti llevaron consigo una cámara al cementerio y registraron el prodigio ocurrido en el interior de aquel ataúd. Y ahora un marchante barcelonés tenía en su poder esa fotografía y quería ponerla a la venta a través de la casa de subastas de Sempronio Camarasa.

Asentí con una sonrisa.

—Esto último fue, por supuesto, lo que primero nos hizo sospechar de la veracidad de la fotografía. Si la imagen era auténtica, ¿cómo había llegado a manos de alguien como Andreu?

—Una pregunta muy razonable.

—En cualquier caso, no se deje engañar por la impresión que le haya causado hoy en la fiesta. Eduardo Andreu era entonces un marchante muy respetado en Barcelona, y sus credenciales, cuando mi padre las investigó en su momento, eran impecables. Nadie lo había acusado nunca de estafa ni de engaño, sus cuentas estaban al día, y su cartera de clientes incluía a algunos de los mayores potentados de la ciudad. Pero nunca había trabajado con el mercado inglés. Y eso, por supuesto, hacía sospechosa su historia.

—Que consistía…

—Básicamente, en que uno de los amigos de Rossetti que habían estado presentes aquella noche en el cementerio de Highgate, un poetastro muy menor cuyo nombre ya ni siquiera recuerdo, había tomado una serie de fotografías que cubrían todo el proceso de exhumación del cadáver de Siddal. Una de esas fotografías, la que Andreu tenía en su poder, había ido a parar a manos de un hermano del poetastro, que a su vez se la había vendido a un político español exiliado en Londres tras el golpe de Prim. Este político, cuyo nombre nunca se llegó a conocer, sería a la vez un ferviente admirador de Rossetti y un coleccionista lo bastante excéntrico como para pagar una importante suma de dinero por la fotografía de su esposa difunta. Una suma tan importante, en realidad, que al cabo de pocos meses se había visto obligado a reconsiderar su decisión. Londres es una ciudad cara, ya sabe, y más para un político español en el exilio con el bolsillo lleno de meras pesetas. Él era quien había contactado con Andreu, uno de sus marchantes de cabecera en España, para que este organizara la venta de la imagen, y Andreu había entendido que la casa de subastas de mi padre era la plataforma más adecuada para sacar al mercado un objeto así de inusual.

—Y entonces su padre descubrió que la fotografía era falsa.

—En realidad fui yo quien lo hizo.

—¿Tan pobre era la falsificación?

Tomé aire y me esforcé en pasar por alto el nuevo insulto involuntario de Gaudí.

—Si lo que quiere decir es que un buen conocedor de las técnicas fotográficas podía detectar a simple vista que algo fallaba en la imagen, la respuesta es sí —dije—. El problema, en todo caso, no estaba en el objeto de la fotografía, sino en su composición. La mujer que estaba dentro de aquel ataúd podía pasar realmente por Lizzie Siddal; por el cadáver incorrupto de Lizzie Siddal, tumbado rígidamente en su ataúd y medio enterrado bajo una gran mata de pelo cuyo color, de acuerdo con el tono de grises de la imagen, bien podría ser rojizo. Pero la iluminación de la escena no se correspondía con la que cabía esperar de la situación en la que, de acuerdo con todos los relatos, había sido tomada la fotografía. Los amigos de Rossetti habían desenterrado el ataúd, lo habían abierto al pie mismo de la tumba y lo habían vuelto a enterrar de inmediato, en presencia siempre de un delegado judicial. Aquella imagen, sin embargo, había sido tomada claramente bajo las condiciones controladas de un estudio fotográfico.

—Tal vez no tomaron la fotografía al aire libre —propuso Gaudí—. Tal vez la tomaron en el interior de una cripta.

—Lizzie Siddal no estaba enterrada en una cripta. La suya era una tumba al raso. Y, en cualquier caso, esa supuesta cripta tampoco habría resuelto el problema que ofrecía la imagen.

—Que sin duda era… —comenzó a decir Gaudí.

Y en ese instante sucedió algo extraño.

Un hombre de unos cincuenta años, bajito, rechoncho, bien vestido, se acercó a nuestra mesa y, sin mediar palabra, dejó junto a la taza de Gaudí un fajo de billetes doblados.

Mi amigo miró primero los billetes, luego miró al hombre y luego me miró a mí. Y sin mediar palabra tampoco, se llevó la mano al interior de su levita y extrajo de ella un pequeño objeto que apenas pude entrever en el fugaz instante en que Gaudí se lo tendió al hombre y este lo recogió con avidez animal.

Un frasco de cristal de apenas dos centímetros de altura, tal vez menos, lleno de un líquido de color verdoso.

El hombre cerró su puño sobre el frasco y desapareció de nuestro soportal con el mismo aire furtivo que lo había traído hasta nosotros. Gaudí se guardó entonces el fajo de billetes en el bolsillo interior de la levita, carraspeó brevemente y dijo:

—Alguien debería cambiar de una vez las farolas de esta plaza. Hay tan poca luz aquí que uno ni siquiera sabe con quién está hablando. —Y acto seguido añadió—: Estaba usted a punto de explicarme cuál era el problema que ofrecía la supuesta imagen del cadáver de Lizzie Siddal.

Decidí, por tanto, que nada había sucedido.

Ningún caballero de apariencia respetable acababa de entregarle a mi amigo una bonita suma de dinero a cambio de un frasco lleno de un líquido verdoso.

Todo había sido producto de mi imaginación, excitada por los sucesos de la tarde y por el recuerdo de la siniestra historia de Lizzie Siddal y confundida acaso también por la media penumbra de los soportales de la plaza Real.

Volví, pues, a Eduardo Andreu y a las sombras que acechaban a mi padre.

—La uniformidad de la luz que iluminaba el ataúd —continué—. Y el ángulo en que esa luz incidía sobre el rostro del supuesto cadáver. El fotógrafo que dispuso los elementos de aquella escena alzó no menos de dos palmos la cabecera del ataúd, de tal manera que la cámara pudiera captar el interior sin necesidad de inclinarse en exceso sobre él. Pero no previó, en primer lugar, los cambios que esa disposición necesariamente causaría en el ángulo de refracción de la luz sobre su figura central. Y tampoco reparó en que el fogonazo de magnesio de una lámpara que hubiera iluminado una escena supuestamente nocturna y al aire libre como aquella habría arrojado sobre el ataúd una luz mucho menos uniforme que la que se apreciaba en la imagen.

—Había otros focos de luz que iluminaban la escena.

—Focos de luz mucho más poderosos de lo que cabría razonablemente esperar en un escenario como el de esa exhumación —asentí—. Focos de luz como los que se encuentran en cualquier estudio fotográfico más o menos profesional.

—Entiendo.

—La imagen, en definitiva, estaba demasiado compuesta y demasiado bien iluminada como para ser auténtica. El fotógrafo había intentado producir una falsificación tan perfecta que, al final, había acabado haciendo algo demasiado bueno para ser real. La imagen era excelente, y por eso mismo saltaba a la vista que era falsa.

Gaudí asintió con una pequeña sonrisa.

—Excelente, amigo Camarasa —dijo para mi sorpresa: aquella era la primera vez que le oía pronunciar algo parecido a un halago hacia mi persona—. Pero imagino que su padre trataría, en cualquier caso, de autentificar la fotografía por los medios habituales. Su procedencia, la historia de sus cambios de manos…

—Por supuesto. Y todo confirmó mi propia hipótesis: bastaron un par de días para confirmar que en el cementerio de Highgate no había habido aquella noche ninguna cámara fotográfica, que el poetastro amigo de Rossetti no había tocado en su vida una cámara ni tenía ningún hermano, que el político español ni siquiera parecía existir, y que, en definitiva, las únicas manos que parecían haber tenido contacto con aquella fotografía antes de llegar al despacho de mi padre habían sido las de Eduardo Andreu.

—Y entonces su padre denunció a Andreu por intento de estafa y arruinó su reputación.

—Ese es el resumen de lo que sucedió, sí. El negocio de mi padre se basaba en la reputación, y creo que en este asunto vio una posibilidad de quedar como un hombre íntegro e insobornable. En lugar de seguirle el juego a Andreu y vender la fotografía sin hacerse responsable de su autenticidad, como tal vez habría hecho en otras circunstancias, y en lugar también de devolverle la fotografía al marchante y negarse a tener nuevos tratos con él, hizo público lo sucedido de la peor manera posible.

—A través de la prensa.

—Mi padre acababa de conocer a Martin Begg, que entonces trabajaba en un diario de Londres llamado The Illustrated Police News. Begg había llegado hasta nuestra casa de subastas siguiendo la pista de otro asunto, y mi padre aprovechó la ocasión para, sirviéndose de él, conseguir una buena publicidad gratuita tanto para su negocio como para su propia persona.

—Y el que pagó la cuenta, por así decirlo, fue Eduardo Andreu.

—El diario de Begg ya había seguido el año anterior todo el asunto de la exhumación del cadáver de Lizzie Siddal, y ahora se lanzaron de lleno sobre la historia del intento de estafa con su falsa fotografía.

Fotografía, por cierto, que nuestra amiga Fiona reprodujo fielmente en una de sus ilustraciones. Si no me equivoco, fue su primera portada. Su carrera, en parte, despegó gracias a Lizzie Siddal.

—Una pelirroja sirviéndose de otra pelirroja.

—Dijo un tercer pelirrojo —sonreí—. En resumen: mi padre arruinó la reputación de Eduardo Andreu y a la vez aprovechó la coyuntura para afirmar su posición como un hombre de negocios de honestidad intachable. Andreu volvió a Barcelona y se encontró con que la noticia de su intento de fraude había llegado hasta aquí. En apenas unos meses su propio negocio quebró, y la última noticia que tuvimos de él fue que había vendido sus últimos cuadros y trataba de iniciar una nueva carrera como corredor de apuestas en el circuito de peleas del puerto.

Gaudí arrugó la nariz.

—Eso es tocar fondo con estilo, sí —dijo—. Entiendo, por lo sucedido esta tarde, que Andreu culpó a su padre de lo ocurrido.

—Él aseguraba que la fotografía había llegado a él por canales perfectamente limpios y legales, y que no tenía nada que ver con ninguna falsificación. Y yo no dudo que fuera cierto. Más bien creo que él fue la víctima del intento de fraude de un tercero.

—¿Y no se le ha ocurrido a usted pensar que tal vez ese tercero fue su propio padre? —preguntó entonces mi amigo a bocajarro.

—¿Disculpe?

—No sería una mala estrategia, ¿no le parece? Su padre manda tomar la falsa fotografía, la hace llegar a manos de Andreu y conduce los pasos del marchante hacia su propia casa de subastas. Y luego denuncia públicamente la falsedad de la imagen y consigue toda esa publicidad gratuita que usted ha mencionado.

—En ese escenario, entiendo que el misterioso fotógrafo sería yo.

—Sería una solución elegante al misterio, ¿no le parece?

—¿Habla en serio?

—Claro que no. No creo que usted se dedique a falsificar fotografías de cadáveres famosos, y estoy convencido de que nunca arruinaría a sabiendas la vida de un hombre.

—¿Y mi padre?

—A su padre no lo conozco como creo que empiezo a conocerlo a usted.

Negué con la cabeza.

—Mi padre no haría algo así.

—Tal vez no él directamente. Tal vez alguien de su entorno sin él saberlo, quiero decir.

La palabra «entorno» sonó extrañamente ominosa en labios de mi amigo.

—Ahora es cuando empezamos a hablar de Víctor Sanmartín y de sus teorías sobre mi padre, imagino.

—Si lo prefiere, podemos aplazarlo para mañana —apuntó Gaudí—. Pero no he podido dejar de observar sus reacciones en la fiesta mientras hablaba con el periodista, y diría que sus palabras lo han afectado profundamente.

Rebañé con la punta de un melindro los últimos restos de chocolate que quedaban en mi taza.

—Pensaba que Fiona había absorbido por completo su atención —dije, masticando con deliberada parsimonia—. Se los veía muy cómodos en aquella otomana.

—Tengo facilidad para atender a dos cosas a la vez, ya lo sabe.

—Acabo de ser testigo de ello hace un par de minutos, sí.

Gaudí sonrió.

—Si cree que hablar de ello lo ayudará a limpiar su mente, aquí me tiene a su disposición —se ofreció, refiriéndose de forma evidente a mi charla con Sanmartín—. Si no, podemos dar por terminada la velada y mañana será otro día.

La disyuntiva, entendí, no era tal: mi amigo estaba deseoso de escuchar mi segundo relato de la noche, y yo estaba deseoso de referírselo, también. Así que llamamos al camarero, pagamos nuestra consumición y abandonamos la plaza Real con el fantasma de Víctor Sanmartín flotando entre nosotros como lo que acaso realmente era: una amenaza de consecuencias imprevisibles para las vidas de todos los que nos movíamos en torno a Las noticias ilustradas.

Cuando llegamos a la replaceta de Moncada, junto al ábside ahora perfectamente oscurecido de Santa María del Mar, Gaudí me ofreció su particular resumen de la situación que yo entonces terminaba de exponerle.

—Tiempos difíciles para los Camarasa —dijo.

Y tenía razón.

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