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Estaba ya sin zapatos y en mangas de camisa cuando llamaron a mi puerta. Un golpe seco y solitario, tan distinto del repique habitual de nudillos con el que Margarita anunciaba sus ocasionales visitas a mi dormitorio como de los tres tímidos toques sobre la madera que Marina utilizaba para despertarme a las siete en punto todas las mañanas. Temiéndome lo peor, volví a abrocharme la hebilla del cinturón y los dos primeros botones de la camisa y abrí la puerta con el corazón ligeramente encogido.

Quien estaba ante ella era Fiona.

Una Fiona sonriente, vestida aún de punta en blanco y tan fresca, en apariencia, como si no hiciera más de quince horas que la policía la había sacado de la cama tras una noche pasada casi en vela por los teatros de la ciudad.

—Te traigo un vaso de leche —me anunció, alzando la mano derecha y mostrándome, en efecto, un vaso lleno de líquido blancuzco—. ¿Te parece inapropiado?

—Me parece inesperado.

—He salido hace un momento de hablar con tu madre en su salón de tarde, he ido al patio y ya no estabais. Marina me ha dicho que te habías ido a la cama sin tomarte tu vaso de leche. Y no me ha parecido bien.

—¿Desde cuándo me tomo yo un vaso de leche antes de irme a la cama?

—¿No lo haces? —Fiona amplió un poco más su sonrisa—. Me parece que ya no estoy tan al día como antes de tus costumbres nocturnas…

Sonriendo yo también, tomé el vaso de leche que Fiona me tendía, me hice a un lado y la dejé entrar en mi dormitorio.

—Gracias, de todos modos.

—Un placer. —Fiona se detuvo en el centro de la habitación y, girando trescientos sesenta grados sobre sí misma, terminó señalando con el dedo índice el único sillón que había en ella—. ¿Puedo sentarme?

—Por favor.

Fiona se recogió ligeramente las faldas de su sencillo vestido y tomó asiento en el sillón. Descontando los breves segundos que aquella misma mañana había tardado en anunciarme la muerte de Andreu, pensé mientras la observaba, aquella era la primera vez que la inglesa ponía el pie en mi dormitorio. Que lo hiciera ahora con un vaso de leche en la mano, ya tocadas las once de la noche y conmigo a medio desvestir, no dejaba de resultar, pensé también, algo extrañamente adecuado: un final absurdo para el día más absurdo que uno pudiera concebir.

Tras unos instantes de duda, deseché la tentación de acomodarme en el brazo del sillón que Fiona había ocupado y fui a sentarme en el borde de mi cama.

—En realidad no vengo a traerte un vaso de leche —dijo entonces Fiona, inclinando ligeramente su cuerpo hacia mí.

—Lo sospechaba.

—Vengo a ver cómo estás.

Asentí con la cabeza, agradecido.

—He tenido días mejores —admití—. Lo mismo que tú.

—Mi día, comparado con el tuyo, ha sido como unas vacaciones.

—Supongo que sí —concedí—. Pero han sucedido tantas cosas tan extrañas en tan poco tiempo que apenas he tenido ocasión todavía de hacerme una idea de cuál es la situación en la que nos encontramos.

—Tu padre ha matado a un hombre. Todas las pruebas así lo indican, y a la policía no le cabe duda de su culpabilidad. Con lo que ya tienen, les basta para encerrarlo de por vida en la cárcel. Y quién sabe si para ajusticiarlo.

Esa era la situación en la que nos encontrábamos.

—He tenido días mejores —repetí, tratando de forzar una sonrisa que debió de verse, imagino, como la mueca de un payaso despintado y tristón.

—Siento decirlo de esta manera. Pero ignorar la realidad no va a ayudarte en nada esta vez. Ni a ti, ni a tu madre, ni menos aún a tu padre.

Asentí con el rostro serio.

«Esta vez», había dicho Fiona.

—Lo sé. No pretendo ignorar la situación, ni disfrazarla. Solo trato de entenderla. Y ahora mismo —confesé— creo que no entiendo nada.

Fiona se llevó una mano a la frente y retiró con el dedo meñique un rojo mechón de pelo que acababa de caerle sobre el ojo derecho.

—No hemos tenido ocasión de hablar hasta ahora —dijo, mirándome con repentina intensidad—. Sin tu hermana ni tu amigo de por medio, quiero decir. Solo quería que supieras que voy a ayudarte.

—Te lo agradezco.

—Lo digo de verdad. Voy a ayudarte.

Estúpidamente, no le pregunté a Fiona qué quería decir con aquello. En qué iba a ayudarme, o cómo, o por qué. Me limité a asentir de nuevo y a decir:

—Gaudí opina que la única forma de evitar que mi padre acabe en la cárcel es encontrar al verdadero asesino de Andreu y entregárselo al inspector Labella.

Fiona esbozó una pequeña sonrisa que le salió, también a ella, triste y forzada.

—Parece sencillo, ¿verdad?

—Parece condenadamente difícil —concedí—. Pero yo tampoco veo otra forma de evitar que ese policía cierre el caso antes del martes. El lunes, supongo que ya te lo han dicho, estamos todos citados en la comisaría de las Atarazanas. También tú y tu padre, y las mujeres de nuestro servicio, e incluso el cochero y el hombre que se ocupa del jardín. —Fiona asintió: lo sabía—. Labella quiere tomarnos declaración a todos para cubrir el expediente. Ninguno de nosotros podrá o sabrá decirle nada que lo haga dudar de lo que ya cree saber, y, cumplido el trámite, lo único que tendrá que hacer será mandar a mi padre a la prisión de Amalia, entregar su caso a la misma justicia para la que él trabaja y esperar a que algún juez ratifique su informe. Para cuando llegue por fin el juicio, mi padre llevará ya meses en la cárcel y nadie dudará de su culpabilidad. Y entonces solo habrá dos destinos posibles para él: el garrote vil o la cadena perpetua.

Fiona asintió con la cabeza.

Un nuevo mechón de pelo cayó sobre su ojo derecho y se enredó en sus largas pestañas.

La uña del dedo meñique con el que volvió a recolocarlo detrás de su oreja, observé ahora, estaba pintada de un intenso color negro.

—Me gustaría decirte que te equivocas —aseguró—. Pero con el inspector Labella de por medio, ese es el futuro que le espera a tu padre.

—A no ser que nosotros demos con el auténtico asesino. Nosotros, o ese abogado que mi madre me ha presentado esta tarde, o…

No completé la frase. No supe cómo hacerlo.

Fiona se levantó entonces del sillón y vino a sentarse a mi lado.

—Tal vez no sea necesario descubrir a ese asesino —apuntó, tomando el vaso de leche que yo seguía sosteniendo entre mis manos y humedeciéndose apenas los labios en él—. Tal vez haya una manera más sencilla de ver a tu padre otra vez en libertad.

—Y esa manera es…

—Esperar a que triunfen los amigos de tu padre y el inspector Labella se convierta en historia, junto con el resto de la policía republicana y de todo el sistema de justicia para el que esa policía trabaja.

Aquello fue tan inesperado que no supe cómo reaccionar.

—No lo dices en serio.

—Lo digo muy en serio —aseguró Fiona—. De hecho, si yo fuera tu padre, esta sería la única esperanza a la que me atrevería a agarrarme ahora mismo. Y no me digas que tú no lo habías pensado.

—Te aseguro que no. ¿Das por supuesto…?

—¿Que las cosas que ese tal Víctor Sanmartín dice acerca de tu padre en su artículo de hoy de La gaceta de la tarde son ciertas? ¿Que las cosas que decía en su artículo del martes eran ciertas también? ¿Que algunos de los anónimos que llegaron a esta casa y a las oficinas del diario después del incendio de la Canuda sabían de lo que hablaban? —Sin apartar los ojos de los míos, Fiona dejó el vaso de leche sobre la mesita de noche y cogió mi mano derecha entre las suyas—. Son ciertas, y tú lo sabes.

Negué con la cabeza. No lo sabía.

No quería saberlo.

No lo sabía.

—Mi padre es un agente monárquico —comencé a enumerar—. Las noticias ilustradas no es más que una tapadera para justificar su regreso a Barcelona. Desde que abandonó el país en el 68 huyendo del golpe de Estado de Prim, todas sus actividades empresariales han estado destinadas a financiar el proyecto de restauración borbónica que ahora, según todos los rumores, ya está a punto de hacerse realidad. Andreu ha muerto porque tenía pruebas de esta verdad. —Agité de nuevo la cabeza de izquierda a derecha—. ¿En serio te lo crees?

La expresión facial de Fiona, la tristeza de sus ojos, el cálido tacto de sus manos sobre la mía no dejaban lugar a dudas. Por supuesto que se lo creía.

—Por muy ingenuo que seas, Gabriel, no puedes pensar de verdad que tu padre ha cerrado una casa de subastas que tenía beneficios millonarios en Londres y se ha traído a su familia de vuelta a Barcelona para convertirse en el dueño de un diario sensacionalista cuyas ventas, en el mejor de los casos, no darían para pagar ni la mitad del alquiler del edificio en el que están sus oficinas. En esta ciudad de beatos y de analfabetos, ¿tú crees que un diario como Las noticias ilustradas puede ser un negocio digno de la atención de un supuesto empresario como tu padre?

Otra vez aquella palabra: «ingenuo».

Tal vez sí que lo fuera.

—En ese caso, entiendo que tu padre y tú también sois agentes monárquicos —dije—. También estáis trabajando en favor de la caída de la República y de la vuelta de un Borbón al trono de España. Los dos estáis en Barcelona por la misma razón que mi padre.

Fiona me soltó la mano y se abrazó su propio vientre en un gesto mitad de niña, mitad de mujer embarazada, que me enterneció y me repelió a partes iguales.

—No sé por qué está mi padre en Barcelona —respondió, apenas con un hilo de voz—. Yo estoy aquí por él. Mi padre es lo único que tengo.

Nos quedamos en silencio unos instantes.

La mujer que apenas un par de años atrás había frecuentado los cenáculos socialistas de Londres, las asociaciones de obreros, incluso los grupos nihilistas del East End, implicada ahora de algún modo, por puro amor filial, en una conspiración destinada a terminar con la República española.

La idea resultaba tan absurda que incluso pensar en ello parecía una obscenidad. Una traición al recuerdo de la auténtica Fiona.

—Quién te ha visto y quién te ve —murmuré.

—¿Qué quieres decir?

—Trabajando para la coronación de un rey. Hace unos años habrías trabajado para su derrocamiento. O tal vez para su muerte.

Fiona me miró con expresión dolida.

—No sabes nada de mí, Gabriel —dijo—. Ya no. Y tampoco eres quién para juzgarme.

Eso era cierto. Las dos cosas.

Yo ya no sabía nada de Fiona, y nunca había sido quién para juzgarla.

—Lo siento. No quería decir… —Incliné la cabeza—. Lo siento.

—Está bien.

Un nuevo silencio se hizo entre nosotros.

Por hacer algo, por ocupar mis manos de alguna manera, cogí el vaso de leche de la mesita de noche y bebí un trago que me supo a agua sucia con miel.

La fina película de nata que cubría la leche se pegó al cielo de mi paladar como una capa de piel muerta, repugnante.

—La carta que ese caballero te dio ayer para mi padre —dije por fin—. La nota que lo hizo anular sus planes de acompañarnos al Liceo. ¿También estaba relacionada con su trabajo como…?

No encontré las palabras adecuadas para describir la supuesta labor que mi padre había venido a cumplir a Barcelona. ¿Conspirador monárquico? ¿Golpista antirrepublicano? ¿Esbirro de la causa del demonio francés, por usar las palabras de uno de aquellos anónimos que Fiona acababa de citar?

—Eso di yo por supuesto, al menos —asintió Fiona—. No era la primera vez que tu padre recibía notas de este tipo. Cartas entregadas en mano a través de la verja del jardín por caballeros de aspecto perfectamente respetable. Por eso no le di la menor importancia al asunto y me limité a entregarle el sobre a Marina.

—¿Leíste su contenido?

—Por supuesto que no. Yo no leo la correspondencia ajena.

—Margarita sí lo leyó. Citaban a mi padre a medianoche en la iglesia de Santa María. ¿Te dice algo?

Fiona pensó en ello un instante.

—¿Santa María del Mar?

—Tal vez —dije—. O tal vez no. En cualquier caso, ¿por qué lo citarían a esas horas y en ese lugar? Y si acudió realmente a la cita, ¿por qué no se lo ha dicho al inspector Labella? La hora es la misma del asesinato. Su coartada sería perfecta.

Fiona negó con la cabeza.

—Si la cita estaba relacionada con sus asuntos políticos, tu padre no puede mencionársela a Labella. El inspector Labella forma parte del mismo sistema que tu padre se propone derrocar. Este país vuestro funciona así. —Fiona forzó una mueca de evidente desprecio—. Cuando cae el régimen que lo gobierna, todas sus instituciones caen con él. Nueva justicia, nuevo ejército, nueva policía. Si tu padre le dice a Labella que anoche, a la hora en la que alguien estaba asesinando a Andreu en su cuartucho de la calle de la Princesa, él estaba en una iglesia conspirando contra la República y a favor de la llegada de un nuevo rey, su destino se aceleraría de forma inmediata.

—Quieres decir…

—Mañana iría a la cárcel, pasado iría a juicio y al cabo de una semana estaría subiendo al cadalso.

Me estremeció la naturalidad con la que Fiona pronunció estas palabras.

—Pero Labella ya conoce los rumores que circulan sobre mi padre —objeté, sin la menor convicción—. Él también lee los diarios. Y sin duda dispone de mucha más información que la que pueda manejar un plumilla como Sanmartín. Si creyera que lo que se dice de él es cierto, poco importaría lo que mi padre le pudiera o no confesar.

Fiona negó de nuevo con la cabeza.

—Te sorprenderías de las cosas que los periodistas saben y que desconoce la policía. Y tu padre, en cualquier caso, es lo bastante inteligente como para no darle a Labella lo que un hombre como él se moriría por tener: la ocasión de demostrar, a su costa, su lealtad a la República.

Por fin comencé a entenderlo.

—Mi padre, entonces, prefiere que lo acusen del asesinato de un viejo mendigo a que lo acusen de traición a la patria —resumí—. Si lo acusan de asesinato, el juicio podría alargarse hasta que sus amigos llegaran al poder y lo liberaran como pago a los servicios prestados. Si lo acusan de traición a la patria, podrían ajusticiarlo antes de que la República termine de derrumbarse. ¿Es eso?

Fiona me cogió de nuevo la mano.

—Así es como yo lo veo —asintió—. Y si esto es lo que tus padres tienen en la cabeza ahora mismo, no me parece una mala estrategia.

Acaricié con las yemas de los dedos la piel del dorso de la mano izquierda de Fiona. Una piel blanca, cálida, suave.

—Tú no crees que mi padre matara a Andreu, entonces.

—Claro que no.

—Pero Víctor Sanmartín sí lo cree. Y tú, por lo visto, piensas que Sanmartín sabe de qué habla.

—Sanmartín sabe de qué habla cuando lo hace de las relaciones peligrosas que tu padre mantiene desde que llegó a Barcelona —replicó Fiona—. Y para eso, créeme, no hace falta ser el periodista mejor informado de la ciudad.

—¿Qué quieres decir?

Fiona me soltó la mano y se pasó la suya por el pelo, por la frente y por las mejillas, nerviosamente, en uno de esos gestos que solían denotar en ella cansancio o impaciencia. Varios rastros encarnados dieron color por un instante a la piel de su rostro, y enseguida se disolvieron en su blancura habitual.

—La ruta que has hecho hace un rato con tu madre, sin ir más lejos —dijo—. Esas mansiones que habéis visitado. La casa del paseo de San Juan de la que, según parece, han visto salir esta mañana a tu padre. Cualquiera que esté un poco al tanto de la vida de esta ciudad sabe quién vive en esos lugares. Y a qué se dedica.

—Entiendo.

—Y luego está ese abogado, Ramón Aladrén. El día que caiga la República, él será el primer invitado de honor en la mesa del nuevo Borbón coronado. —Fiona repitió la misma mueca de desprecio que ya había forzado al referirse al tradicional cainismo de la vida española—. ¿No te acuerdas de él?

—¿Debería?

—Lo conocimos en Londres. Almorzó no menos de tres veces en vuestra casa de Mayfair. No has podido olvidarte de él.

Por eso al saludarnos la sonrisa del abogado me había resultado vagamente familiar, comprendí. Pero no, no me acordaba.

—Mi memoria no es tan buena como la tuya —dije—. ¿Él también acaba de volver de Londres, entonces?

Fiona negó con la cabeza.

—Que yo sepa, Aladrén nunca ha vivido en Londres. Pero él fue el abogado que asesoró a tu padre cuando sucedió todo el asunto de la fotografía falsa de Lizzie Siddal. Él le aconsejó que no llevara a Andreu a los tribunales. Lo hizo, sin duda, para evitar que una investigación oficial pusiera al descubierto la verdadera naturaleza de la casa de subastas. Tienes que acordarte de él —repitió.

Por aquel entonces yo tenía la cabeza ocupada en otras cosas, podría haber replicado. Y en otras personas.

—A ver si lo entiendo —dije en cambio—. Para tratar de sacar a mi padre de la cárcel, mi madre ha contratado los servicios del abogado que en su día estuvo implicado en el origen del mismo asunto que ahora, al cabo de cuatro años, en otra ciudad diferente, ha terminado con Eduardo Andreu muerto y con mi padre entre rejas. Un abogado que es también, como mi padre, un conocido partidario de la restauración borbónica.

—No creo que tu madre haya contratado los servicios de Aladrén —replicó Fiona—. Más bien creo que los ha aceptado. Si algo bueno hay en todo esto es que tu padre no va a estar solo dentro de esa celda. Mucha gente va a estar trabajando para su liberación. De una manera o de otra.

De una manera o de otra.

Me levanté de la cama y di unos pasos sin rumbo por el centro de la habitación, tratando de asimilar todo aquello.

—A Margarita le has dicho que todo lo que ponía en el artículo de Víctor Sanmartín era basura.

—Margarita no se merece que seamos ni yo ni ese periodista quienes le cuenten la verdad sobre su propia familia. Ese es un deber que os corresponde a tu madre y a ti.

—Pero en su teoría sobre la muerte de Andreu, entonces, ¿piensas que sí está equivocado? —insistí—. ¿El viejo no murió por conocer los asuntos de mi padre? ¿Su muerte no está relacionada directamente con los asuntos de mi padre?

Fiona se mordisqueó ligeramente el labio inferior antes de responderme.

—Lo que pienso, Gabriel, es que tu padre no pudo matar a Andreu. Como tu amigo le ha dicho al inspector, Sempronio Camarasa tendría que ser el peor asesino de la historia para cometer esos dos errores que Labella le supone. Dejarse olvidada primero su pitillera de plata en la escena del crimen, y luego esconder en su propio escritorio el portafolios robado.

Asentí.

—Pero sí pudieron matarlo por saber demasiado —dije.

—Es posible.

—Pero, entonces, ¿por qué tratar de inculpar a mi padre?

Fiona volvió a abrazarse el vientre.

—No lo sé —dijo—. Lo único que sé es lo mismo que tú. Esta mañana el portafolios de Andreu estaba en el escritorio de tu padre, y él no pudo dejarlo allí anoche. O bien lo robó antes del asesinato, o…

Fiona no completó la frase. No fue necesario que lo hiciera.

—O alguien con acceso a la casa lo dejó ahí después de la muerte del viejo.

—Cualquiera de las dos opciones me parece igual de incómoda y de increíble. Pero no se me ocurre una tercera. ¿Y a ti?

No respondí. No era necesario.

Me acerqué a la mesita de noche, bebí otro trago de leche tibia y me senté nuevamente al lado de Fiona.

—¿De esto era de lo que querías hablar con mi madre?

Fiona asintió.

—Pero antes le he pedido que me contara qué le ha dicho tu padre durante esos cinco minutos que el inspector Labella les ha permitido estar a solas antes de salir hacia la comisaría.

—¿Lo ha hecho?

—Me ha dicho que no era asunto mío. Así que le he preguntado por esas visitas que habéis hecho los dos juntos antes de venir a cenar.

—Tampoco era asunto tuyo.

—Tampoco.

—Y entonces le has contado todas tus sospechas.

—No todas. Casi todas.

—¿Y?

Fiona arrugó graciosamente la nariz.

—Ya te puedes imaginar.

No hice más preguntas. Nos quedamos sentados los dos un rato más en el borde de la cama, Fiona con la mirada perdida en las puntas negras de sus botines, yo con la mía clavada en el reflejo de las uñas negras de Fiona sobre la puerta de espejo del armario, los dos pensativos y en silencio.

Solo cuando yo no pude reprimir un primer bostezo, Fiona se levantó de la cama y anunció que se iba a dormir.

—El día ha sido largo —dijo—. Y mañana también lo será.

—¿Una agenda apretada? —pregunté, acompañándola hasta la puerta y abriéndola para ella.

—Por la mañana trataré de averiguar algunas cosas sobre ese Víctor Sanmartín. Y también veré si alguno de mis contactos en la policía judicial puede contarme qué había exactamente dentro del portafolios de Andreu. Esa será, de momento, mi manera de ayudar a tu padre. Y por la tarde —añadió, esbozando por fin una bonita sonrisa— he quedado para merendar con tu amigo.

—¿Con Gaudí?

—Esta tarde, aprovechando un despiste de Margarita, lo he llevado a mi taller y le he enseñado algunos de mis cuadros. Y él a cambio me ha invitado a visitarlo mañana en su buhardilla para ver esa maqueta de Santa María del Mar en la que está trabajando.

—¿En serio?

—Me lo ha propuesto como si me estuviera concediendo un gran honor —asintió—. Y también me ha asegurado varias veces que su hermano estaría presente durante todo el tiempo que durara nuestra reunión.

—Fiona sonrió de nuevo—. Me ha dejado más tranquila.

—No creo que Gaudí haya invitado a muchas mujeres a conocer su maqueta. Ni tampoco a muchos hombres, de hecho. Yo diría que tú y yo hemos sido sus primeros invitados.

—Entonces es realmente un honor. No te molesta, ¿verdad?

—¿Que vayas a casa de Gaudí?

—También iremos a merendar. A solas, espero.

Ahora fui yo quien sonrió.

—Dudo que su hermano se os una también en esa parte —dije—. Por lo poco que he podido conocerlo, diría que Francesc Gaudí no es un hombre aficionado a merendar en compañía.

Las cejas de Fiona se arquearon simpáticamente.

—No te molesta, entonces.

—Claro que no. ¿Debería molestarme?

—Claro que no.

Fiona atravesó el umbral de la puerta de mi habitación y, deteniéndose en mitad del pasillo, estiró los brazos hacia mí.

El abrazo que nos dimos fue largo e intenso. El abrazo de dos amigos que quisieran ser, o que han sido, o que no se atreven a ser algo más.

—Siento lo que te he dicho antes —dije, aspirando el dulce olor a esencias florales y a hierbas extrañas que desprendían su pelo y su piel—. Lo de quién te ha visto y quién te ve. Lo siento de verdad.

Fiona frotó cariñosamente la cabeza contra mi cuello.

—Yo también siento todo lo que ha sucedido —dijo en un susurro.

Y acto seguido deshizo suavemente nuestro abrazo, depositó un solitario beso en mi mejilla y desapareció por el pasillo envuelta en un rumor de sedas y de maderas crujientes.

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