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Hacía ya un buen rato que las campanas de la Torre del Reloj de Gracia habían dado las doce cuando comprendí que aquella noche no iba a dormir. Cansado de dar vueltas entre las sábanas, me levanté de la cama y volví a ponerme las mismas ropas que me había quitado hacía apenas una hora, cogí mi juego de llaves y mi cartera y salí a oscuras del dormitorio.

La doncella principal de la casa, la buena señora Iglesias, había apagado ya todas las lámparas, cerrado todas las ventanas y asegurado las tres puertas exteriores del edificio, como era su costumbre cada noche antes de subir a recogerse en el dormitorio que compartía con Marina y con nuestra cocinera, la señora Masdéu. Yo la había oído hacer su ronda por el pasillo a las once y cuarto, pocos minutos después de que Fiona se marchara de mi habitación dejándome con la cabeza rebosante de preguntas y con el corazón también confundido, y el sonido de sus pasos de anciana prematura, lo recuerdo, me había hecho preguntarme dónde estaríamos todos nosotros al cabo de treinta años. Fiona. Margarita. Mis padres. Gaudí. Yo mismo. ¿Cuántos de nosotros seguiríamos vivos dentro de treinta años, en el inconcebible 1904? ¿Quién de nosotros sería el primero en morir? ¿Nuestros pies también se arrastrarían, torpes y lentos, como los de esa mujer que ahora recorría el pasillo apagando la luz de nuestras lámparas y revisando el estado de nuestras ventanas?

Lo comprobé al hacer ahora yo mi propia ronda por aquel mismo pasillo: no asomaba luz alguna bajo las puertas cerradas de los dormitorios de mi madre y de mi hermana, ni la había tampoco en el interior del dormitorio de mi padre, cuya puerta abierta parecía aguardar en vano la llegada de su inquilino habitual. La escasa luz exterior que se filtraba por las rendijas de las contraventanas dibujaba las siluetas imperfectas de una cama, una cómoda y una mesita de noche con un vaso de agua al pie del candil: una melancólica estampa hogareña que me forzó a imaginar, casi sin quererlo, la celda compartida en la que mi padre intentaría en vano conciliar el sueño ahora mismo, dándole vueltas él también a la absurda sucesión de acontecimientos que lo habían llevado hasta allí. Las causas que había abrazado. Los secretos que había ocultado. Las trampas que él mismo se había tendido al escoger esa vida mentirosa que, de ser ciertas las palabras de Fiona, mi padre había decidido vivir.

Entré a oscuras en el cuarto de baño y oriné a tientas en el retrete. Me acicalé también a tientas en la pila llena de agua todavía templada, me sequé las manos en una toalla áspera como la piel de un campesino y, algo más reconfortado, salí de nuevo al pasillo.

Ya en la planta baja, me acerqué hasta el despacho de mi padre y comprobé que la puerta estaba cerrada con llave. La policía la había sellado después de su registro, supuse: una de esas precauciones inútiles en las que tanto se complacen los guardianes de la ley. En el cuartillo de gobernanza de la señora Iglesias había una segunda copia de esa llave, junto a todas las demás de la casa. La curiosidad estuvo a punto de hacerme bajar a por ella, pero acabé desistiendo. A fin de cuentas, todo cuanto pudiera haber habido de interés en aquel despacho —los papeles personales de mi padre, sus registros y facturas, su correspondencia privada— obraría ya en poder de Abelardo Labella.

Abrí la puerta que daba al patio cubierto, salí al aire fresco y húmedo de la noche y me adentré en el jardín lo suficiente para comprobar que tampoco había luz en la vieja casa de labranza. Por un instante jugué con la idea de llamar a la ventana del dormitorio de Fiona e invitarla a unírseme en la pequeña aventura que me disponía a emprender. En recuerdo de los viejos tiempos, podría haberle dicho. En recuerdo de aquellas excursiones nocturnas por los callejones de Whitechapel y de Shadwell que alguna vez habíamos compartido, cuando Fiona perseguía a sus dragones entre el vapor de la ginebra y el humo maloliente de la adormidera y yo, a su lado, me limitaba a maravillarme de cómo una mujer tan hermosa, tan inteligente, tan poco convencional como ella podía destruir noche tras noche su cuerpo y su cerebro de una manera tan sórdidamente vulgar.

No me decidí a hacerlo. No después de la conversación que habíamos mantenido hacía apenas una hora en mi dormitorio. Me conformé con seguir contemplando durante algunos instantes más la sombría silueta de la casa de labranza mientras fantaseaba con la idea de un posible encuentro entre Fiona y aquella extraña bailarina del Monte Táber, la mujer de rostro angelical y de cuerpo quebrado cuyos delicados movimientos mi memoria había seguido reproduciendo ocasionalmente desde la noche del sábado, y luego me di media vuelta y me dispuse a enfilar el sendero principal del jardín.

Y fue entonces cuando oí las voces.

Provenían del interior de la casa de labranza, tal vez del mismo dormitorio frente a cuya ventana yo ahora me encontraba, y pertenecían sin duda a Fiona y a Martin Begg. No entendí ni una sola de las palabras que una y otro pronunciaban, pero la violencia de la discusión que sin lugar a dudas mantenían me encogió el alma. Nunca antes había oído discutir a los Begg, y nunca antes tampoco, desde luego, había oído a ninguno de los dos gritar de aquella manera, ni siquiera a Martin Begg, cuyos frecuentes estallidos de ira en el ámbito laboral solían manifestarse de formas mucho más sutiles y efectivas —y también más temibles— que los gritos que ahora surgían del interior de aquella casa a oscuras.

Me acerqué un par de pasos más a ella e intenté descifrar, sin éxito, lo que padre e hija decían. Los gritos de Fiona eran agudos y firmes; los de Martin Begg era roncos, vacilantes y apenas articulados: gritos de borracho que no acierta a convertir en palabras toda la furia que arde dentro de su corazón. Un vulgar acento cockney distorsionaba sus palabras, como si en el calor de la discusión ambos ingleses se hubieran retrotraído de forma natural a sus días de vida callejera en los alrededores de la iglesia de St. Mary-le-Bow. Fuera lo que fuera lo que se estaban diciendo, ninguno de los dos parecía interesado en escuchar los argumentos del otro: sus voces se interrumpían continuamente, se solapaban entre ellas y acababan confundidas en una sola voz cacofónica e incomprensible.

Al cabo de un par de minutos, la discusión terminó tan súbitamente como se había iniciado.

Permanecí todavía un poco más en aquel mismo lugar, frente a la ventana cerrada del dormitorio de Fiona, y luego me alejé de allí preguntándome qué demonios acababa de suceder.

Una fría llovizna intermitente me acompañó durante todo el trayecto hasta el Raval. No había mucha gente en las calles: algunas parejas tomadas del brazo, unos cuantos grupos de jóvenes festivos, algún borracho ocasional. Incluso las decenas de prostitutas que recorrían cada noche las aceras de la Rambla pregonando su antiguo comercio parecían haberse recogido aquel viernes en la intimidad de los vecinos burdeles o al abrigo de las muchas casas privadas de la zona que servían de refugio para sus apresuradas transacciones.

En la calle del Hospital, un mendigo vomitaba de rodillas sobre el mismo pedazo de lienzo medieval que yo había ensuciado con mi propio vómito la noche del sábado anterior.

Monte Táber, seguía anunciando el pequeño cartel de madera que colgaba sobre la puerta del número 36.

El mismo llamador con forma de cabeza de serpiente.

La misma vieja malcarada y retinta —ojos negros, labios rojos, piel grisácea y quebradiza— asomada a la rendija de la misma puerta de sucia madera de nogal.

—Sí.

—Vengo en busca del señor G.

La mujer no pareció reconocerme.

—¿De verdad? —preguntó, mirándome con palpable desdén.

Saqué un billete de mi cartera y lo agité delante de sus ojillos repintados.

—No perdamos más el tiempo, por favor.

La mujer cogió el billete de un zarpazo y se lo metió en un escote que no describiré. La puerta se cerró durante un par de segundos, y luego volvió a abrirse con un gruñido de óxido que sonó extrañamente invitador. La vieja había desaparecido, y en su lugar había ahora una muchacha joven y sonriente que me indicaba con su mano izquierda el camino que seguir.

El mismo pasillo estrecho y oscuro. Los mismos cortinones rojos, aterciopelados. La misma sonrisa dulce en los labios de otra muchacha vestida sin el más mínimo recato.

En la sala, sobre el escenario, ya estaba en marcha el espectáculo que tanto me había impresionado durante mi visita anterior. La mujer del rostro asombroso y el cuerpo, cómo decirlo…, conmovedor se hallaba entregada a su extraño ritual de gestos, miradas y mínimas piruetas, bañada por una luz que viraba continuamente de un color a otro —del verde al azul, del azul al amarillo, del amarillo al rojo o al naranja y otra vez al verde y al azul— y acompañada en esta ocasión por la música de un piano invisible cuyas notas, suaves y dispersas, puntuaban apenas los casi imperceptibles movimientos de sus miembros deformados. Su carne ya se había despojado de la última prenda de ropa que la había cubierto en el instante de mi partida el sábado anterior, y ahora su imposible desnudez relucía como la de una estatua en ruinas recobrada del fondo del mar: bella, quebrada, inocente, carente de toda sensualidad y preñada a la vez del deseo acumulado por generaciones enteras de hombres reducidos en su presencia a la impotente condición de espectadores. Huesos curvos, carne blanca, ojos incendiados: una criatura humilde y antigua como el monte que daba nombre a su local. Una criatura llegada desde el fondo de los tiempos, desde la penumbra polvorienta de la Barcelona romana, desde los días mitológicos del olivo y la espada. Por primera vez pensé que acaso la elección de aquel nombre no fuera gratuito ni inocente. El monte Táber, la mínima colina sobre la que los romanos habían levantado la ciudad que al cabo de dos mil años aún nos contenía, y en cuyas entrañas, bajo nuestros pies, entre los cimientos de nuestras calles y de nuestras casas, seguían perviviendo los despojos piadosamente olvidados de una civilización a la que ya nada nos unía, pero que los movimientos rituales de la bailarina parecían de algún modo convocar: pozos, necrópolis, catacumbas, altares y templos consagrados a dioses muertos y temibles. Doce hombres solitarios observaban a la mujer desde sus mesas respectivas, todos con un cigarrillo o una copa en la mano y con las espaldas tensas como cuerdas de guitarra, y nada había en ellos que no hubiera podido existir también dos mil años atrás.

Uno de esos hombres era Gaudí.

Tomé asiento en el lugar que me indicó una segunda muchacha semidesnuda y le pedí al azar la bebida más cara de todas las que me ofreció. Ella sonrió y me preguntó, apenas en un susurro, si esta vez no me marcharía sin conocer la hospitalidad del Monte Táber. No recuerdo qué le respondí. La cenefa vegetal que recorría las paredes de la sala tenía aquella noche, me pareció, un aspecto ligeramente amenazador, como de imagen recobrada de un mal sueño al que nunca querríamos volver o de una vida anterior que no hemos sido capaces todavía de olvidar. Liberé un cigarrillo del hato que había sobre la mesa y di un par de generosas caladas que me abrieron los pulmones y me caldearon el corazón. Apuré el contenido de la copa que la muchacha acababa de servirme, pedí otra y la vacié también, y solo entonces me sentí con fuerzas para aflojar el nudo de mi corbata y ponerme en pie.

La cariátide que custodiaba la puerta de la derecha del telón me recibió con una leve inclinación de cabeza y un fruncimiento de labios que quería ser, entendí, a la vez la sombra de una sonrisa y la insinuación de los placeres inmediatos que aguardaban al otro lado del umbral. Incliné yo también la cabeza y fui tras ella sin pronunciar una palabra. Ya en la media penumbra de la diminuta habitación, a la luz vacilante de las velas perfumadas, comprobé que se trataba de una muchacha morena, pequeña, bien formada, de complexión vagamente rural y facciones agradables. No habría cumplido aún los veinte años, ni acaso tampoco los dieciocho. Su voz, las dos o tres veces que la oí, era aguda y cantarina pero razonablemente cultivada: la voz de una muchacha del campo que trata de despojarse de su pasado al llegar a la ciudad. Sus manos poseían en grado sumo esa sabiduría natural de que suelen gozar las mujeres para los asuntos del amor. Dedos que se abren paso con seguridad entre la compleja trama de un traje de tres piezas. Uñas que calman y erizan y consuelan la carne masculina. Prestidigitaciones ancestrales ejecutadas mecánicamente sobre un público boquiabierto y feliz. Todavía hoy recuerdo el color de miel turbia de sus ojos, el brillo húmedo de sus dientes, el olor a vegetación mojada de su piel. El corte antiguo de su pelo, evocador de largas veladas familiares pasadas al abrigo del hogar de una masía de la vieja Cataluña, y su forma, cuando todo hubo terminado, de recomponer sus mínimos ropajes de deidad tutelar e invitarme, con un segundo fruncimiento de labios, a interrumpir mis torpes intentos de agradecerle lo sucedido y abandonar la habitación.

En mi mesa me esperaban una tercera copa llena hasta los bordes y un hato de cigarrillos nuevamente intacto. En el escenario, la bailarina deforme proseguía con su interminable baile ritual. La camarera de las plumas de faisán en la cintura atendía ahora a un hombre gordo y calvo que ocupaba una mesa situada a pocos pasos de la de Gaudí.

Encendí un cigarrillo y me bebí el contenido de la copa a sorbos muy pequeños, paladeando los efectos progresivos del alcohol sobre mi excitado organismo. Contemplé durante algunos minutos las hipnóticas evoluciones de la bailarina en su pecera de luces de colores, cotejando sus movimientos con los que seguían grabados en mi memoria desde el sábado anterior y comparándolos también con el recuerdo de los movimientos que la pequeña cariátide rural acababa de ejecutar sobre mi persona. Volví la cabeza hacia las puertas que flanqueaban el telón de entrada a la sala y vi que la muchacha miraba al frente, hacia el escenario, con expresión inescrutable. Entonces me levanté de nuevo.

—No conozco sus tarifas, señor G —dije en un susurro, inclinándome pesadamente sobre la mesa de Gaudí.

Mi amigo alzó la vista de un cuaderno de dibujo lleno de figuras femeninas y me miró con ojos inexpresivos. Si sintió alguna sorpresa al verme aparecer de aquella manera, su rostro no lo dejó traslucir en absoluto.

Él también estaba persiguiendo a sus dragones, supuse, como todos los hombres que ya habían pasado por su mesa y habían estrechado su mano a lo largo de la velada. O tal vez aquella falta de expresión formara parte, simplemente, de la misma máscara profesional que vestían todos los oficiantes de aquel extraño templo pagano que había resultado ser el Monte Táber.

—La primera entrega es gratuita —murmuró, tomando uno de los pequeños frascos de colores que se alineaban en el borde de su mesa y tendiéndomelo con naturalidad.

—No quisiera…

—Bajo su entera responsabilidad —me interrumpió mi amigo—. Si lo que ve no lo complace, abandone de inmediato el local.

Regresé a mi mesa con el frasco en la mano y con el estómago más inquieto de lo que me hubiera gustado admitir.

Bajo mi entera responsabilidad.

Cuando retiré el tapón de corcho que cerraba el frasco, lo recuerdo, la mujer del escenario había comenzado a jugar torpemente con el vello dorado que emborronaba su monte de Venus y parecía sonreírme solo a mí.

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