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Veinte minutos más tarde, Fiona nos recibió en su despacho de las oficinas de Las noticias ilustradas con una mezcla evidente de alegría y de curiosidad en la cara. No se levantó de su escritorio cuando entramos: se limitó a tendernos la mano por encima de la espesa capa de papeles que lo cubría —láminas de dibujo, cuadernos abiertos, viejas ediciones del diario que su padre dirigía— y a responder a nuestros besos respectivos con sendas inclinaciones de cabeza. Luego nos invitó a tomar asiento en las sillas que había enfrentadas al escritorio y preguntó a qué se debía nuestra inesperada visita.

—Qué interesante —dijo, tras escuchar las sumarias explicaciones que Gaudí le ofreció sobre los motivos que nos habían llevado hasta su despacho—. Es usted la tercera persona que me habla hoy de anarquistas.

Gaudí y yo nos miramos de reojo.

—Y las dos primeras han sido…

—Víctor Sanmartín y mi padre.

Vaya, pensé.

—¿Has localizado a Víctor Sanmartín?

—En realidad, me ha localizado él a mí —respondió Fiona sonriendo—. Me estaba esperando en la esquina de Fernando VII cuando he llegado aquí antes de las nueve. Quería proponerme un negocio.

—Un negocio.

—Quería que escribiéramos un artículo conjunto sobre Sempronio Camarasa. Mi información interna, sus propias informaciones, mis dibujos y su pluma. Un éxito asegurado.

—¿Qué le has dicho?

Fiona me miró con el ceño teatralmente fruncido.

—¿Tú qué crees?

—¿Y los anarquistas?

Al otro lado del ancho escritorio que nos separaba, Fiona orientó su cuerpo hacia Gaudí.

—Ha dicho que ahora los amigos del señor Camarasa tratarían de cargarle el asesinato de Andreu a los anarquistas. Que a falta de otras opciones de defensa, no dudarían en buscarse a alguien inocente a quien culpar.

Gaudí asintió gravemente.

—Pero ¿por qué precisamente a los anarquistas?

—No lo ha dicho. Imagino que ha leído las noticias que hemos publicado estos últimos días en el diario. Las varias visitas que la policía ha hecho últimamente a los locales del Raval en los que se reúnen esos pobres muertos de hambre. He pensado que hablaba por hablar.

«Pobres muertos de hambre.» Me sorprendió aquella expresión.

—No tienes buen concepto de ellos, entonces —dije con alguna precaución. Todavía recordaba la reacción de Fiona la noche anterior ante mi sugerencia de que sus ideas políticas, al parecer, habían cambiado notablemente desde nuestros días compartidos en Londres—. Pensaba que te resultarían… interesantes.

—¿Los anarquistas? —Fiona amagó una mueca despectiva—. Los pocos anarquistas que he conocido en Barcelona son unos pobres ilusos. Sentimientos nobles, ideas confusas y ningún sentido de la realidad. En este país vuestro, queridos, el anarquismo tiene las mismas posibilidades de triunfar que la auténtica República.

«Y ya veis dónde estamos ahora», añadieron sin necesidad de palabras sus cejas arqueadas.

Aguardando la llegada de un nuevo Borbón.

—¿Y tu padre? —pregunté.

—Eso es lo interesante. Hace media hora, mi padre me ha llamado a su despacho y me ha anunciado que a partir del martes empezaremos a publicar una serie de artículos de fondo sobre las actividades de los anarquistas. Nuestra próxima campaña de concienciación pública, como decía tu padre. Como dice tu padre —se corrigió enseguida Fiona.

Gaudí emitió un curioso gruñido.

—Qué casualidad.

—¿Verdad que sí? —Fiona dejó sobre el escritorio el lapicero que todavía sostenía, el mismo con el que había estado trabajando hasta el momento de nuestra llegada, y miró fijamente a Gaudí—. ¿Qué significa todo esto?

Mi amigo movió la cabeza de izquierda a derecha.

—No lo sé. Pero a mí también me parece interesante.

Se hizo en el despacho un largo silencio pensativo. La conclusión evidente de las palabras de Fiona —Sanmartín tenía razón, los amigos de mi padre pretendían apuntar a los anarquistas como responsables del asesinato de Andreu y Las noticias ilustradas sería su primer instrumento de difusión pública de esta idea— resultaba a la vez incómoda y esperanzadora. O al menos así me lo parecía.

Por mucho que el inspector Labella y sus colegas de la policía judicial odiaran a mi padre y a lo que este representaba, más aún tenían que odiar a esos anarquistas que, ilusos o no, aspiraban a construir una sociedad sin gobierno ni clases sociales ni fuerzas de seguridad, y que —si los artículos publicados en los últimos días por Las noticias ilustradas no mentían— ya llevaban varios años agitando las aguas de fondo de la dormida Barcelona burguesa con sus rumores de alzamiento y de conflicto social.

Tras un par de minutos de reflexión compartida, me decidí a sacar por fin el tema que llevaba inquietándome desde la noche anterior.

—¿Todo bien con tu padre?

Fiona me miró con aire sorprendido.

—¿Por qué lo preguntas?

—Anoche, sin quererlo, os oí discutir.

El rostro de Fiona se ensombreció al instante.

—¿Qué fue lo que oíste?

—Gritos, tan solo. No entendí nada. Pero nunca antes os había oído discutir. Por eso me preguntaba…

—Y nos oíste sin querer, dices —me interrumpió Fiona—. Ya veo que los Camarasa tenéis un serio problema con el respeto a la intimidad. Margarita abriendo las cartas de vuestro padre, tú espiándonos a mi padre y a mí…

—Yo no os estaba espiando —protesté, sorprendido de nuevo ante la reacción de la inglesa—. No podía dormir, salí al jardín y pensé que tal vez tú estarías todavía levantada. Oí los gritos y me marché.

Fiona asintió con la cabeza, muy seria todavía.

—Yo tampoco estoy acostumbrada a discutir con mi padre. Ya lo ves. —Un intento de sonrisa se le quedó en mera mueca desnortada—. Disculpa.

—Discúlpame tú a mí. No quería incomodarte.

—Fue una discusión privada, nada más. Nada importante. Hoy ya está todo bien.

Se hizo un nuevo silencio entre nosotros. El sonido de las prensas calentando los engranajes en la planta baja del palacete se impuso por un instante al de las voces de los plumillas, de las secretarias y de los jefes de redacción que iban y venían por el pasillo que discurría al otro lado de nuestra puerta cerrada. También por la ventana abierta del despacho se colaban los ruidos familiares de una ciudad en plena ebullición: las voces de los vendedores ambulantes, el piafar de los caballos y sus cascos golpeando el empedrado, las campanas de advertencia de un ómnibus abriéndose paso hacia la plaza de San Jaime.

Esta vez fue Gaudí quien quebró nuestros silencios pensativos.

—Tal vez quiera usted almorzar hoy con nosotros —dijo, mirando a Fiona con todas sus facciones concentradas en una expresión de caballerosidad tan impecable que a punto estuvo de hacerme sonreír—. ¿Conoce Las Siete Puertas?

—Le agradezco la invitación, pero en Las noticias ilustradas no almorzamos. Gabriel se lo puede confirmar.

—Normas de la empresa —bromeé.

—Pero la merienda no se la pienso perdonar. —Fiona le sonrió a mi amigo, ahora sí, con plena naturalidad—. Estoy deseando que me enseñe usted esa famosa maqueta de Santa María del Mar.

Gaudí inclinó ceremoniosamente la cabeza.

—Será un placer —dijo. Y acto seguido, mirándome a mí, añadió—: Me temo, amigo Camarasa, que nos tenemos que ir.

Nos levantamos los tres de nuestras sillas, fuimos hasta la puerta del despacho y allí procedimos al besamanos de despedida. Fiona apretó entonces mi mano en un gesto, entendí, de muda reconciliación tras aquel segundo pequeño desencuentro que se había producido entre nosotros en apenas doce horas, y luego, cuando fueron los labios de Gaudí los que rozaron la piel de su mano desnuda, su rostro adoptó una expresión que me retrotrajo de repente al mes de diciembre de 1870.

—¿Ha pensado en mi propuesta, Antoni? —preguntó.

Las mejillas de Gaudí se incendiaron al instante.

—He pensado en ello, sí —murmuró.

—¿Y bien?

—Todavía…, todavía no he tomado una decisión.

Fiona amplió unos cuantos grados más su sonrisa.

—No hay prisa —dijo—. Hasta la tarde, entonces. Disfrutad de vuestro almuerzo —añadió, dirigiéndose a mí.

Cuando abandonamos el palacete que ocupaban las oficinas de Las noticias ilustradas y nos vimos otra vez al aire libre, las mejillas de Gaudí seguían teñidas de un rojo casi tan intenso como el del pelo que ahora cubría su sombrero de copa.

—Mejor no pregunto, ¿verdad?

Mi amigo no me respondió.

Aproveché las caminatas sin rumbo aparente por las callejuelas del Raval que ocuparon el resto de nuestra mañana para explicarle a Gaudí las teorías que Fiona había formulado —o más bien, las certezas que me había comunicado— la noche anterior sobre las actividades pasadas de mi padre, sobre su presente situación judicial y sobre las esperanzas que nos cabía albergar acerca de su futuro. Le referí también la extraña actitud que mi madre había mostrado desde el instante mismo de la detención de su marido, lo informé de la dudosa contratación del abogado Aladrén y de las visitas que habíamos hecho a otros tres domicilios de alto nivel de la ciudad —uno de ellos, ese del paseo de San Juan que mi padre había visitado un par de horas antes de regresar por fin a casa— y compartí con él, por último, mis propias impresiones sobre lo que todo aquello parecía significar.

Gaudí me escuchó con plena atención, formulando únicamente las preguntas necesarias para iluminar algún punto oscuro de mi relato o para solicitarme más detalles al respecto, y también, en un par de ocasiones, para pedirme que tratara de reproducir las palabras exactas que Fiona, mi madre o Aladrén habían utilizado en nuestras conversaciones.

—¿Y bien? —pregunté finalmente, cuando hube terminado con mi exposición.

Mi amigo no se lo pensó dos veces.

—Todas las ideas de la señorita Fiona me parecen acertadas —aseveró, posando brevemente una mano sobre mi codo y deteniendo así nuestro paso junto al muro de uno de los muchos talleres textiles que ocupaban la parte norte del barrio del Raval—. Su padre es un agente borbónico que durante los últimos seis años se ha dedicado a financiar el proyecto de restauración monárquica a través de su casa de subastas londinense, y que ahora ha regresado a Barcelona con la encomienda de una nueva tarea cuya naturaleza, de momento, usted y yo ignoramos, pero que su madre sin duda conoce, y que muy posiblemente conozcan también la señorita Fiona y su padre, el señor Begg. Su madre ha recibido órdenes de no revelar la identidad o el cometido de su esposo ante la policía y de poner el asunto en manos de otros agentes borbónicos encubiertos, como ese abogado Aladrén que ya trabajó con ustedes en el asunto del intento de fraude de Andreu. Lo que ambos esperan es, a buen seguro, que la caída de la República sea inmediata y que la llegada del nuevo rey le permita salir de prisión y defender en condiciones su honor y su inocencia. —Gaudí completó su enumeración de certezas compartidas con Fiona y me miró con los ojos brillantes de aparente excitación—. Pero hay algo que la teoría de la señorita Fiona no contempla.

—¿El qué?

—La razón del asesinato de Andreu. La razón de incriminar a su padre. ¿Por qué asesinar a un viejo marchante arruinado y culpar de la muerte a su padre? ¿Con qué fin? —Un carro de carga entró en ese instante en el callejón en que nos encontrábamos y obligó a Gaudí a hacer una pequeña pausa en su discurso—. Demos por hecho que todo esto es cierto. Demos por seguro que Fiona, por su posición, por sus propios contactos, sabe de lo que habla cuando se refiere a su padre, y que lo que anoche compartió con usted no fueron las especulaciones de una mujer preocupada, sino las informaciones que ella sentía que usted se merecía conocer. En ese escenario, en cualquier caso, su padre no dejaría de ser una pieza más en un ajedrez sin duda multitudinario. Un peón al servicio de la gran partida de la restauración. —Mi amigo guardó un pequeño silencio retórico antes de continuar—. ¿Por qué ese interés, entonces, en mandarlo a prisión a fuerza de pruebas falsas, o incluso en conducirlo al cadalso? ¿Por qué precisamente a él?

Ni yo supe darle una respuesta ni Gaudí la esperaba tampoco.

Tras unos segundos de silencio que rellenaron las voces y los gritos de un grupo de obreros que salían de otra fábrica vecina, lo que hice fue formular a mi vez una nueva pregunta:

—Y esos anarquistas que ahora parecen asomar la cabeza por la escena del crimen, ¿qué papel desempeñan en esta teoría?

Esta vez fue Gaudí el que no supo responderme. Así que acabé respondiéndome a mí mismo:

—Tal vez, a falta de un rey al que dar jaque, esos pobres ilusos de los que hablaba Fiona se conformen con liquidar a un humilde peón.

Mi amigo me miró de nuevo con ojos brillantes y humedecidos, pero tampoco esta vez dijo nada.

Tras compartir con Gaudí un agradable almuerzo y una breve sobremesa en nuestro rincón de siempre de Las Siete Puertas, acompañé a mi amigo hasta la replaceta de Moncada y me despedí de él en el portal de su edificio. Bajé entonces de nuevo hasta la plaza del Palacio y detuve al primer cabriolé que se cruzó en mi camino. El cansancio y el sueño acumulados durante las últimas cuarenta y ocho horas habían empezado a cobrarse por fin su peaje sobre mi cuerpo y mi estado de ánimo, y la idea de regresar caminando como de costumbre hasta la villa de Gracia me parecía ahora intolerable. Así pues, le comuniqué al cochero la dirección de destino, me acomodé en la cabina descubierta del cabriolé y cerré los ojos con la intención de no volver a abrirlos hasta nuestra llegada a la torre familiar.

Pasé el resto de la tarde en casa. Leí un rato en mi dormitorio, merendé en el patio cubierto con Margarita y con Marina, emprendí tres visitas frustradas al salón de tarde —en las tres ocasiones mi madre estaba reunida con otras tantas personas que, al parecer, no tenían el menor interés en tratar sus asuntos conmigo— y a eso de las siete, cansado de sentirme invisible, me encerré en mi taller fotográfico y me dediqué a experimentar hasta la hora de la cena con algunos de los nuevos juguetes que me habían llegado desde Inglaterra con el último correo marítimo.

A las nueve en punto, Marina llamó a mi puerta para anunciarme que la cena estaba servida en el comedor principal.

Cinco minutos más tarde, cuando llegué a ocupar mi asiento, mi madre, mi hermana y Ramón Aladrén estaban ya sentados a la mesa.

—Señor Camarasa —me saludó el abogado, poniéndose en pie y tendiéndome una mano tan firme como la que ya había tenido ocasión de estrechar la tarde anterior—. Me alegro de verle de nuevo.

—Lo mismo le digo, señor Aladrén.

Ese fue, como quien dice, el clímax de nuestra conversación. Durante el resto de la velada, la charla intrascendente de Aladrén, los espesos silencios de mi madre y nuestra propia somnolencia bostezante se aliaron para aniquilar cualquier tentación que Margarita y yo pudiéramos haber sentido de estropear la espléndida cena que había preparado la señora Masdéu con alguna pregunta inconveniente.

—Un placer, señor Camarasa —se despidió de mí el abogado a las diez en punto, ya en la acera de nuestra torre—. Un día de estos hemos de hablar usted y yo.

—¿Tal vez mañana?

El hombre esbozó una sonrisa de amabilidad intachable.

—Un día de estos —repitió, poniendo un pie en el estribo de su coche particular—. Yo vendré a menudo por aquí a partir de ahora, no se preocupe.

Así que lo vi marchar camino de su vecina mansión sin poder hacer otra cosa que hundir las manos en los bolsillos del pantalón y bostezarle a la luna.

Diez minutos más tarde, Margarita me estaba esperando en la puerta de mi dormitorio.

—Cuéntamelo todo —me ordenó, cerrando la puerta a nuestras espaldas y arrastrándome de la mano hasta el borde de mi colchón.

—No me ha dicho nada. Solo ha dicho que tenemos que hablar un día de estos.

—El abogado no. Fiona.

—¿Fiona?

—Marina dice que estuvo anoche aquí contigo, después de que yo me acostara. Y que no parabais de hablar.

Vaya con Marina, pensé. Otra habitante del hogar de los Camarasa que no sentía gran respeto por el derecho ajeno a la intimidad.

—Ella estaba con la oreja pegada a la puerta, entonces.

—No te metas con Marina —me advirtió Margarita seriamente—. Es la única amiga que tengo.

—No hay nada que contar, en cualquier caso.

—Ya no soy una niña, Gabi. Tengo derecho a saberlo.

Margarita tenía razón. Fuera lo que fuera lo que estaba sucediendo, ella tenía derecho a saberlo. La frustración que yo sentía al verme excluido por mi madre del secreto que ella y mi padre vivían era, sin duda, la misma que Margarita sentía ahora al saberme en posesión de algunas informaciones que ella ignoraba. Así que la tomé firmemente de la mano y, sin escoger las palabras ni omitir detalle alguno, le conté lo mismo que le había contado a Gaudí unas horas atrás.

Cuando terminé, mi hermana parecía extrañamente aliviada.

—Entonces, basta con que ganen sus amigos para que papá salga de la cárcel. Eso es una buena noticia, ¿no?

Lo comprendí mientras la abrazaba y le decía que sí, que estaba en lo cierto, que aquello era una buena noticia: Margarita acababa de establecer su primer pacto adulto con la realidad.

Me desperté a eso de las tres de la madrugada con la vejiga llena y las sienes palpitantes de dolor. Salí al cuarto de baño y oriné a oscuras en el retrete, hundí la cabeza en el agua casi helada de la pila y, de vuelta en mi dormitorio, abrí de par en par la ventana con la intención de tomar un poco el aire. Y fue entonces cuando vi el tenue resplandor que afantasmaba las copas de los árboles de nuestro jardín.

Imaginando que era Fiona la que estaba combatiendo su insomnio, como de costumbre, en el porche de la vieja casa de labranza, no pude resistir la tentación de ponerme un par de prendas de ropa encima y salir a investigar el resultado de esa primera tarde que la inglesa había compartido a solas con Gaudí. Bajé a oscuras al salón, salí por la puerta del patio cubierto y atravesé el asilvestrado jardín siguiendo el camino de baldosas partidas que unía nuestra torre con el edificio que ocupaban los Begg.

La luz que había llamado mi atención desde la ventana de mi dormitorio provenía, en efecto, del porche de la casa de labranza.

Como la noche de mi primera visita clandestina al Monte Táber, Fiona estaba reclinada en uno de los dos balancines que había en el porche. Tenía los ojos cerrados, y un cigarrillo casi consumido colgaba entre los dedos índice y corazón de su mano derecha. Una nube de humo de olor inconfundible flotaba a su alrededor, y una media sonrisa también inconfundible le iluminaba el rostro. Su cabello suelto, más rojo que nunca, le caía por encima de los hombros y sobre el pecho y se vertía también por los costados del balancín, bellísimo e incontenible, como aquel mitológico cabello que en la leyenda había llenado el ataúd de la difunta Lizzie Siddal.

El segundo balancín, el más próximo a los dos únicos peldaños que daban acceso al porche, lo ocupaba Gaudí.

Mi amigo tenía los ojos entrecerrados, el rostro pálido como el de un cadáver y los labios deformados en una mueca que no describiré. Sus manos no sostenían cigarrillo alguno, pero el olor que desprendían sus ropas y el pequeño montículo de cenizas que se erguía a la derecha de su balancín no dejaban lugar a dudas de lo que había sucedido.

—Amigo Camarasa —me saludó con un hilo de voz cuando, tras unos segundos de duda, me arrodillé a su lado y posé una mano en su frente perlada de sudor helado. Y luego, mudando trabajosamente la mueca de sus labios por una torpe sonrisa fallida, añadió—: Creo que acabo de encontrar yo también a mis dragones.

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