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No volví a tener noticias de Gaudí hasta bien entrada la tarde del lunes. Yo mismo acudí a buscarlo entonces a su buhardilla de la replaceta de Moncada, apenas media hora después de haber quedado libre por fin de mis obligaciones en la comisaría de las Atarazanas. Me intrigaba el silencio que mi amigo había guardado a lo largo de todo el día anterior, un silencio que al principio yo había interpretado solo como reticente o acaso como avergonzado, pero que según avanzaba el domingo se había ido cargando en mi imaginación de un cierto matiz vagamente ominoso; y todavía me intrigaba más el hecho de que Gaudí, faltando a su palabra dada el viernes a mi hermana, no se hubiera acercado a la comisaría en ningún momento de aquella interminable jornada de tiranía policial a la que mi familia y yo nos habíamos visto sometidos desde primera hora de la mañana del lunes. Por todo ello, la perspectiva del encuentro inminente con mi amigo no alegraba mi ánimo aquella tarde, sino que más bien lo inquietaba: por primera vez desde que nos conocíamos, sentía que ir a ver a Gaudí era menos una ocasión para el placer y la aventura que un deber incómodo al que nuestra amistad me obligaba.

Y tal vez fuera esa la razón, pienso ahora, de que el azar se pusiera extrañamente de mi lado aquella tarde y me hiciera un guiño cuyo sentido ni Gaudí ni yo estaríamos en condiciones de comprender hasta al cabo de dos meses, cuando el precipitado final de la historia que en estas páginas estoy tratando de contar nos revelara a ambos la inesperada importancia de cierto suceso que se produjo aquella tarde de principios de noviembre.

La jornada, hasta entonces, había sido tan larga e incómoda como cabía esperar. El círculo entero de los Camarasa —mi madre, mi hermana y yo mismo, Martin y Fiona Begg, los cinco miembros de nuestro personal de servicio y también, para mi moderada sorpresa, el abogado Aladrén— nos presentamos en la comisaría de las Atarazanas a las nueve en punto de la mañana, tal y como se nos había indicado que hiciéramos la tarde del viernes, pero solo a partir de las doce el inspector Labella había comenzado a requerir nuestra presencia en su despacho, siempre de uno en uno, a intervalos perfectamente irregulares y en un orden tan misterioso que yo, por mucho que lo intenté, fui incapaz de encontrar patrón alguno en la serie de nombres propios que el agente Catalán iba pronunciando cada vez que asomaba la cabeza por la puerta de nuestra sala de espera. A las dos en punto de la tarde, cuando un hombre vestido de paisano entró en la sala con dos grandes jarras de agua y una bolsa llena de bocadillos y nos conminó a reponer fuerzas antes de proseguir con los interrogatorios, la señora Masdéu y la señora Iglesias —la cocinera y la doncella principal de nuestra torre— habían respondido ya a todas las preguntas que el inspector tenía reservadas para ellas, pero el cochero seguía aguardando su turno a mi lado, al igual que la visiblemente espantada Marina y que el señor Carbonell, el casi anciano vecino de Gracia que se ocupaba de nuestro jardín por las mañanas, cuya presencia en aquel interrogatorio no dejaba de ser en sí misma un misterio digno de consideración. Margarita había terminado de responder a las preguntas de Labella antes de la una, pero cuatro horas más tarde, para su infinita desesperación, ni mi madre ni yo nos habíamos movido aún de nuestras incómodas sillas. Martin Begg, por su parte, había sido el primer testigo —ese era nuestro estatus legal aquella mañana, según Aladrén: testigos al servicio de una investigación policial— en ser reclamado a la presencia de Abelardo Labella, y a las doce y media había recibido ya el permiso para marcharse a supervisar los últimos pasos de la edición del número corriente de Las noticias ilustradas, mientras que su hija fue la penúltima ocupante de la sala de espera en oír su nombre en boca del agente Catalán. Para entonces eran ya cerca de las seis de la tarde y mi madre y mi hermana habían emprendido por fin su viaje de regreso a Gracia en compañía de Marina, de nuestro cochero y de Ramón Aladrén, quien al parecer, y por motivos que a mí también se me escapaban, había decidido que ni Fiona ni yo necesitábamos ya de su asistencia legal.

Así fue como ambos nos encontramos compartiendo a solas, durante apenas diez minutos, el interior de aquella asfixiante sala de espera en la que llevábamos ya cerca de diez horas metidos.

—¿Nos apostamos algo a quién es el último en caer? —me preguntó Fiona con una sonrisa algo desmayada, instantes después de que mi madre, recién salida de su interrogatorio, entrara a recoger su bolso y a llevarse consigo a mi hermana y a nuestro abogado—. ¿Una merienda en la calle Petritxol?

Más allá de los saludos de rigor que habíamos intercambiado a primera hora de la mañana al montar en la berlina familiar, aquella era la primera frase que Fiona me dirigía desde que el sábado nos habíamos despedido en la puerta de su despacho del palacete de Fernando VII. No había tenido noticias de ella durante todo el domingo —como Gaudí, Fiona también parecía haberse esfumado después de nuestro extraño encuentro nocturno en el porche de la vieja casa de labranza—, y a lo largo de aquella interminable jornada en la comisaría ni ella ni yo habíamos mostrado tampoco intención alguna de comunicarnos directamente.

—Los ingleses y vuestra pasión por el juego —respondí, levantándome de la silla que había ocupado hasta entonces y yendo a sentarme en otra más próxima a Fiona.

Ella me sonrió de nuevo, ahora con mayor frescura.

—De todas maneras, la apuesta está amañada. El último en caer serás tú.

—¿Tú crees?

—Para el inspector, querido, tú eres la guinda del pastel que hoy se está preparando con nosotros. Tu cerebro es el que quiere tener más cansado y vulnerable.

No fingí que yo no había pensado también en esa posibilidad.

—Nos apostaremos esa merienda —dije, en cualquier caso—. ¿Esta misma tarde?

Fiona negó con la cabeza.

—Esta tarde lo único que quiero hacer es llegar a casa, darme un baño caliente y dormir doce horas seguidas.

No pude evitar preguntarlo:

—¿Tienes sueño atrasado?

—Todos lo tenemos, parece. —Fiona irguió el cuerpo sobre la silla y me miró con la cabeza levemente inclinada hacia su izquierda—. Últimamente ni tú ni yo dormimos mucho, ¿no?

Aquello, entendí, era una invitación a poner al fin sobre la mesa el tema que sin duda ocupaba por igual nuestras mentes.

—¿Puedo preguntarte por lo que sucedió anteanoche, entonces?

—Puedes —respondió Fiona sin dudarlo—. Pero me temo que no tengo nada interesante que contarte.

—Gaudí pasó la noche contigo. Eso es interesante.

Fiona negó de nuevo con la cabeza.

—Antoni pasó la noche en mi estudio, en mi balancín y en mi cuarto de baño. No lo metí en mi cama, si es eso lo que quieres decir.

No era eso lo que quería decir.

No del todo.

No con aquella crudeza, en cualquier caso.

—No pensaba nada parecido —le aseguré seriamente—. Y aunque así hubiera sido…

—Aunque así hubiera sido, lo que Antoni y yo pudiéramos haber hecho en la intimidad de mis sábanas no habría sido asunto tuyo —me interrumpió Fiona—. Pero no te preocupes. Aunque yo no sea una dama, tu amigo sí es un caballero.

La inglesa pronunció estas palabras con perfecta ligereza, sin agresividad ni voluntad aparente de provocación.

Fiona no era una dama. Gaudí era un caballero. Dos simples observaciones, sin más.

—¿Debo protestar a favor de tu inocencia?

—Lo harías si fueras tú también un caballero…

—No me molestaré, entonces. ¿En tu estudio, en tu balancín y en tu cuarto de baño, has dicho?

Fiona compuso una sonrisa burlona que rejuveneció su rostro por lo menos cuatro años.

—Parece que el estómago de tu amigo no está habituado a según qué… compuestos.

Sonreí yo también.

—Tus cigarrillos son menos digestivos que su té verde —aventuré, bajando la voz al sonido de unos pasos que cruzaban el pasillo frente a la puerta abierta de la sala de espera—. ¿Te lo dio a probar?

En la media penumbra del atardecer que ya acechaba al otro lado de nuestro ventanal enrejado, los ojos de Fiona brillaron con aire misterioso.

—¿Te lo ha dado a probar a ti? —preguntó a su vez.

Sin nada que ocultar ya, supuse, le referí brevemente a Fiona mi experiencia del viernes por la noche en el Monte Táber. Mi segunda incursión clandestina en el local, la manera en que me acerqué a la mesa de Gaudí, el nulo efecto que me causó su brebaje y, también, la fascinación que seguía ejerciendo sobre mí aquella bailarina deforme de cuya amistad tanto se preciaba mi amigo. Solo pasé por alto mi visita a la guarida de la humilde cariátide rural.

—Mi cerebro, al parecer, no está diseñado para disfrutar de según qué experiencias —concluí—. Pero te confieso que me muero de ganas de volver a ver bailar a esa mujer.

Fiona ignoró esta última frase y se quedó con la anterior.

—Tal vez aún no has encontrado el desencadenante adecuado —dijo, acercándose un poco más a mí—. El compuesto de tu amigo, desde luego, no lo es.

Preferí no preguntarle si los suyos sí lo eran. El recuerdo del rostro desencajado de Gaudí, de su frente perlada de sudor frío, de sus ojos húmedos y empañados como los de cualquiera de aquellos adictos al opio que poblaban los fumaderos del East End londinense, no había dejado de incomodar mi sueño y de inquietar mis vigilias desde la madrugada del domingo. Ya fuera por mi naturaleza, por los escarmientos de nuestro pasado común o por el propio desinterés de Fiona, yo había sabido resistir siempre la tentación de seguir a la inglesa en sus viajes a través del humo y de las ideas; pero no estaba seguro de que Gaudí fuera también capaz de hacerlo.

—La tarde, entonces, fue interesante —dije, tratando de devolver nuestra conversación a aguas más tranquilas.

Fiona asintió sin dudarlo.

—Muy interesante. Me encontré con Antoni en la puerta de Santa María a las cinco en punto, subí con él a su piso y conocí a su hermano. Un joven particular, ese Francesc. —Fiona sonrió ante mi vigoroso asentimiento—. Primero me enseñó esas estupendas vistas de la iglesia que tienen desde su terraza, y luego, durante la siguiente media hora, se dedicó a explicarme todos los detalles de la maqueta que está construyendo y a enseñarme también algunos de sus dibujos al respecto. Sus ideas sobre esos seis o siete puntos que sostienen todo el peso del edificio son fascinantes, ¿no crees?

—Lo son, sin duda —coincidí—. Sean o no ciertas, resultan una teoría digna de admiración.

—¿Sean o no ciertas? ¿Crees que no lo son?

Me encogí de hombros.

—Gaudí sabe mucho más que yo de arquitectura, y tiene también unas ideas menos convencionales que las mías. Yo no estoy en condiciones de juzgar sus teorías sobre la estructura de Santa María del Mar… por aventuradas o improbables que estas me parezcan.

Fiona pareció meditar unos segundos mis palabras antes de proseguir con el relato de su tarde compartida con Gaudí.

—Cuando terminó de enseñarme la maqueta y los planos, dejamos a Francesc en la buhardilla y salimos a merendar a una lechería vecina. Luego paseamos un rato por el Jardín del General, subimos a los descampados de la Ciudadela y allí me llevó hasta uno de los lugares en los que, según me dijo, encuentra las raíces de belladona que mezcla en su famoso compuesto de té verde. Cenamos en ese restaurante que vosotros frecuentáis, Las Siete Puertas, y luego, después de hacerse de rogar un rato, consintió en llevarme al Monte Táber. Allí me pasé dos horas sola en una mesa del fondo del local, viendo bailar a tu amiga Cecilia y contando los billetes que Antoni se metía en el bolsillo. —Fiona sonrió de nuevo—. También probé el contenido de uno de sus frascos. Luego fuimos a casa, estuvimos un rato en mi taller y, finalmente, lo invité a salir conmigo al porche y encender uno de mis cigarrillos. Y entonces, al parecer, llegaste tú y lo arruinaste todo.

Había tantas cosas extrañas en esta última parrafada de Fiona que no supe ante cuál sentirme más sorprendido. Gaudí había llevado a Fiona a recoger raíces de belladona entre las ruinas de la vieja Ciudadela. Gaudí había llevado consigo a Fiona al Monte Táber, y una vez allí, ignorando todas aquellas sonoras teorías suyas sobre la naturaleza puramente terrenal de la mujer y su incapacidad para descorrer el velo que cubre nuestra realidad inmediata, le había ofrecido uno de sus frascos. Y después, más asombrosamente todavía, Gaudí había consentido en acompañar a Fiona hasta nuestra torre, y ya de madrugada, con Martin Begg durmiendo a un par de puertas de distancia, había compartido con ella la doble intimidad de su arte y de sus drogas.

Ante toda aquella colección de noticias inesperadas, opté por formularle a Fiona la pregunta menos comprometida que fui capaz de idear.

—¿Qué te pareció Cecilia?

Y en ese instante, antes de que la inglesa tuviera ocasión de responderme, la cabeza del agente Catalán se asomó a la puerta de la sala de espera y nos anunció que el inspector Labella solicitaba la presencia en su despacho de la señorita Begg.

No los aburriré con el relato de mi propia entrevista con el inspector, o del interrogatorio al que este me sometió en su despacho durante más de media hora, o de la declaración oficial —tal vez esta sea la forma más correcta de decirlo— que yo, en mi doble condición de hijo de Sempronio Camarasa y de testigo indirecto del asesinato de Eduardo Andreu, presté aquella tarde ante la atenta pluma de su secretaria y ante sus propios oídos bien agudizados. A lo largo de esa media hora larga que duró nuestro encuentro, la actitud del inspector Labella para conmigo volvió a parecerse más a la que había mantenido durante sus primeras visitas a nuestra torre de Gracia —obsequiosa, relamida, incómodamente formal— que a la agresiva prepotencia que había mostrado en nuestros varios encuentros del viernes, primero en el cuartucho de Andreu y luego, horas más tarde, en el momento de la detención de mi padre en nuestra propia casa y en la posterior visita que habíamos rendido todos a aquella misma comisaría. Esta vez, en cualquier caso, no confundí la untuosidad de aquel hombrecillo de cara arrasada con servilismo, ni tampoco con deferencia alguna hacia mi situación, y ni siquiera con mera amabilidad. Abelardo Labella seguía teniendo el destino de mi padre en sus manos, y él no solo lo sabía: también disfrutaba con ello. Su renovada estrategia no tenía otro objetivo que el de ganarme para su causa; y esta causa no era otra, por supuesto, que la de cerrar el suculento caso que tenía entre manos y enviar a mi padre cuanto antes al patíbulo de Amalia.

—Ha sido un placer charlar con usted, señor Camarasa —se despidió de mí el inspector, estrechándome la mano en la puerta de su despacho—. Da gusto poder intercambiar ideas con un joven tan razonable como usted. Confío en que esta no sea nuestra última conversación.

—Estoy seguro de ello —repliqué, sintiendo cómo la piel helada del hombrecillo comenzaba a enfriar la piel de mi propia mano.

Cuando regresé a la sala de espera, Fiona ya no estaba allí. Mi chaqueta, los restos de mi último bocadillo a medio terminar y los diarios que había enviado a comprar a nuestro cochero antes de su marcha seguían en la misma silla donde los había dejado, y junto a ellos había también una nota escrita en la caligrafía inconfundible de Fiona. Tres únicas palabras: «Casa. Baño. Cama». Sonreí y me la guardé en el bolsillo interior de la chaqueta. Luego recogí los diarios y el bocadillo, me despedí del agente Catalán y salí por fin de la comisaría.

Eran las siete de la tarde. El sol declinaba en mitad de un cielo otra vez emborronado de nieblas y de hollines. Un cielo industrial, pensé. Un cielo sucio y atareado. Un cielo absolutamente moderno.

Seguí el paseo de la Muralla hasta la plaza del Palacio, pasé frente a las puertas ya cerradas de la Lonja y hundí las manos en la fuente del Genio Catalán, tal vez para limpiarme del contacto con el inspector Abelardo Labella y con su mundo de uniformes y amenazas. Remonté luego las dos o tres travesías que me separaban del pórtico de la iglesia de Santa María del Mar con la intención de rodear el templo y acceder así a la replaceta de Moncada.

Y fue entonces cuando lo vi.

Víctor Sanmartín.

El plumilla de La gaceta de la tarde. El acosador de mi padre y de mi familia. El periodista emprendedor que ya había intentado ganarse mi complicidad y la de Fiona en su proyecto de labrarse una carrera a costa de Sempronio Camarasa.

Justo cuando yo llegaba a la plaza que se abría frente a la fachada de Santa María del Mar, Sanmartín estaba entrando en el templo. Solo lo vi de espaldas, pero la longitud de sus cabellos y su porte general no dejaban lugar a dudas acerca de su identidad. No me lo pensé un instante. Esquivando a los diversos grupos de ociosos, a los seis o siete vendedores ambulantes y a los muchos niños que animaban la plaza, alcancé yo también la puerta de la iglesia y, descubriéndome la cabeza en el último momento, entré en ella con la respiración agitada por la inminencia de un encuentro que prometía, si no otra cosa, una emoción más que añadir a las muchas ya acumuladas en las últimas jornadas.

Tardé algunos instantes en localizar al periodista en medio de la penumbra que reinaba en el interior del templo a aquellas horas, cuando ni la mortecina luz del atardecer que penetraba a través de los vitrales y del rosetón ni las pocas velas que quedaban ya encendidas en las capillas laterales alcanzaban a disolver las espesas sombras que habitaban entre sus muros. Víctor Sanmartín estaba plantado al pie de una de las esbeltas columnas octogonales que dividían el interior del edificio, cerca ya del presbiterio, a solo unos pasos de la vertical del gran órgano barroco. Tenía el cuerpo orientado hacia la hilera de capillas que se hallaban albergadas entre los contrafuertes del muro norte, y parecía inspeccionar con suma atención algún detalle de la compleja red de arcos y de bóvedas que discurría por encima de su cabeza. El sonido de mis pasos no lo distrajo de su contemplativa tarea; solo cuando pronuncié su nombre bajó la mirada de las alturas y reparó por fin en mí.

—Gabriel Camarasa —murmuró entonces, en un tono de voz adecuado tanto al escenario en que nos encontrábamos como a lo incómodo de la situación que se nos planteaba a ambos a partir de aquel instante.

—¿Se alegra de verme, señor Sanmartín?

Más que verla, pude adivinar la sonrisa que asomó automáticamente a los afeminados labios del plumilla. Aun así, era evidente que mi presencia en aquella iglesia lo había sorprendido. Sorprendido e inquietado. Que yo estuviera allí no era una buena noticia para Víctor Sanmartín. Y a mí eso me alegraba.

—Mentiría si dijera que no, señor Camarasa —afirmó, tendiéndome una mano enguantada que esta vez, por supuesto, no acepté estrechar.

—No creo que mentir sea un problema para usted, señor Sanmartín.

Tras cinco segundos de duda sonriente, Sanmartín depuso su mano tendida y la guardó en el bolsillo de su pantalón.

—Ha tenido usted un día largo —dijo—. La comisaría central no es un lugar agradable, tengo entendido.

Miré de arriba abajo al joven, tratando de cotejar los borrosos detalles de su rostro y de su figura con los que tanto me habían repelido siete días atrás, durante la breve conversación que habíamos mantenido en el salón de actos del palacete de Fernando VII. Su cabellera larga y rizada como la de una mujer. Sus grandes ojos negros. Su nariz estrecha y afilada. Esos labios finos, sin color, también femeninos, que completaban un rostro sin duda atractivo cuyo efecto, sin embargo, a mí se me antojaba extrañamente repugnante.

«Uno de esos maricas que rondan por el puerto en busca de marineros invertidos», había dicho el Colmillos.

Una definición tan gráfica como efectiva del rostro, la planta y las maneras de aquel joven que ahora me miraba entre las sombras de una iglesia muchas veces centenaria.

—No se equivoca, señor Sanmartín —dije—. La comisaría no es un lugar agradable. Espero que nunca tenga usted que comprobarlo por sí mismo.

—Me temo que ya lo he comprobado en más de una ocasión, señor Camarasa —replicó Sanmartín al instante—. Mi trabajo, ya sabe.

—Ya sé. Su trabajo. —Guardé un breve silencio antes de añadir—: No imaginaba que fuera usted un hombre religioso.

El periodista miró a nuestro alrededor con aire perfectamente casual.

—Digamos que soy un amante del arte —repuso. Y luego, en vista de que mi silencio se prolongaba esta vez varios segundos, añadió—: Mi oferta sigue en pie, señor Camarasa.

—¿Su oferta?

—La entrevista que le propuse la noche de la fiesta de Las noticias ilustradas.

Asentí con gesto serio.

—Muy amable de su parte. Pensaba que ya había decidido sustituirme por Fiona Begg.

Aquel nombre provocó una curiosa reacción instantánea en Víctor Sanmartín. Su rostro, hubiera podido jurarlo, palideció un poco más todavía en mitad de la penumbra que nos envolvía, y su cuerpo se agitó con visible incomodidad.

—Nadie podría sustituirlo a usted, señor Camarasa —replicó con rapidez, pero en un tono también algo menos seguro del que yo le había conocido hasta entonces—. Ni siquiera la señorita Begg.

—Muy amable por su parte —repetí.

—¿Concertamos una cita? ¿Está libre mañana?

No me lo pensé ni un segundo.

—A las seis de la tarde en su casa. Calle Aviñón, número tres, primero tercera.

Tampoco él vaciló en esta ocasión.

—Es una cita —dijo—. Se lo agradezco de verdad. Y ahora, si me disculpa, me esperan en las oficinas de mi diario.

Lo abrupto de aquella despedida me sorprendió un poco, pero también me alivió. Víctor Sanmartín me tendió de nuevo su mano derecha, y yo se la volví a negar. Él me hizo entonces una pequeña reverencia y, rozando con la mano desdeñada la piedra de la columna junto a la que habíamos estado hablando, echó a caminar hacia la puerta principal del templo.

No volvería a verlo hasta al cabo de dos meses, y entonces solo durante unos segundos, y cuando ya nada importaba.

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