Futu.re

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X. El fetiche

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Entonces da un paso hacia mí. Se pone de rodillas. Me abraza por detrás de las piernas. Pasa las manos desde las pantorrillas hasta la parte de atrás de las rodillas y luego hasta las nalgas. Hunde la cara en mi entrepierna. Sus dedos ya están sobre mi espalda, ya están debajo del cinturón, recorren un semicírculo por ambos lados y se detienen en la hebilla.

Clic.

Qué dedos tan suaves y tan calientes tiene.

Me apoyo en la valla del pesebre para no perder el equilibrio. Clavo la mirada en el crucifijo, que queda justo enfrente de mí.

—Mira —le digo a él.

Cristo alza los párpados hinchados. Me mira a través de las lágrimas fingidas y calla, porque no tiene nada que decir.

—Mentiroso —susurro—. ¡Traidor!

—¿Qué dices? —María me suelta.

E inmediatamente la sustituye otra mujer.

Unos pechos duros y pequeños, los pezones inflados, el cuello mordisqueado, huellas verdinegras sobre las estrechas caderas, rayas moradas en el vientre y en la espalda. Pelo trigueño hasta los hombros, cejas como alas de gaviota.

Annelie.

No. ¡Tengo que quitármela de la cabeza! ¡Debo deshacerme de ella!

—¡Sigue! ¡Sigue!

Recuerdo otro crucifijo, tallado de madera oscura, pequeño y descascarillado, que ha ido acumulando arañazos y mellas durante siglos. El dorado de la corona de espinas… Él también me miraba.

Me derrito, siento calor, humedad, placer.

—Zorra… —Me muerdo el labio. Trago la sangre.

—¿Todo bien?

—¡Deja de preguntarme! ¡Deja de interrogarme!

—Perdona… Sólo…

—¡¿Sólo qué?! —La aparto de un empujón—. ¡¿Por qué me haces eso?!

—Estás llorando —pronuncia ella en voz baja.

—¿Qué cojones…?

Ella se sienta como una esclava, apoyando las nalgas en los talones. La espalda recta, los brazos caídos. Me restriego con el puño el agüilla que corre por mis mejillas.

—Son lágrimas —insiste ella.

—¡No me hurgues en el alma! ¡Sólo eres una puta, así que haz tu trabajo! —grito—. ¡Venga! ¿Qué? ¡Vamos!

—¿Estás cansado? ¿Te encuentras mal?

Ella sólo tenía que extraer de mí una cucharadita de brea, quitarme unas gotas para que no me desbordara. Pero en vez de eso hunde en mi copa las dos manos. Y el líquido negro y viscoso se derrama. Y desde el fondo sube algo… Olvidado, terrible.

Ese crucifijo de madera, esa corona dorada…

—Puta… ¿Por qué le has creído?

Le doy una bofetada con saña, como si una bofetada pudiera detener el despertar de algo que dormía en el fondo de mí. La golpeo con tanta fuerza que la cabeza se le echa hacia atrás.

Ella grita, se tambalea, se tapa con las manos la mejilla azotada. Me agazapo. Ahora llamará a seguridad, me echarán de aquí o vendrá la Policía.

—Agneshka, ¿estás bien? —se oye de detrás del telón una voz preocupada.

Ella llora en silencio.

—¿Agneshka? —repiten al otro lado.

—¡Sí! —suelta ella con furia—. ¡Sí, todo bien!

Me da vergüenza. Siento que me arde la cara, como si no fuera yo, sino que alguien me hubiera azotado. Las lágrimas me quitan el dolor, los miedos, las dudas. Lo borran todo.

—Agneshka —balbuceo—. Perdóname. Se me ha olvidado que no eres la Virgen María. Que no tienes la culpa.

—¿Por qué? ¿Por qué me tratas así?

—No es a ti… No es a ti, Agneshka.

Hace un gesto de comprensión, pero no consigue dominarse.

—Perdona que te haya golpeado… ¿eh? Perdona. Ven.

La abrazo y la aprieto contra mi pecho.

—Yo no… No es por eso… —Primero resiste, luego cede y se deja abrazar—. A muchos les gusta… pegar.

—Aun así no he tenido que… No era lo que…

—No. —Niega con la cabeza—. Lloro porque soy tonta. Por haberme molestado. Al principio pensé que eras una buena persona.

—No digas eso…

—Y… Hoy es la primera vez que me toca este papel, lleva un suplemento… Por el fetiche. Antes no me he disfrazado. Y pues… Ya sabes, para no pensar en toda esa gilipollez de la Virgen María y en el espectáculo… Sólo pensaba que eres guapo y que… Pues, si te encontrara fuera del trabajo, y si no supieras quién soy… Podría surgir algo. Sólo me has recordado que… Que estoy en el trabajo. Así… Como de un latigazo, ¿sabes?

—No te lo decía a ti. Lo de zorra.

—¿A quién entonces?

—A nadie.

No se lo puedo explicar. No lo puedo reconocer. Este puto mártir me está observando desde la cruz pintarrajeada. Una cosa es vaciar delante de él la próstata y otra muy distinta es volcar el alma.

—Se nota que tienes asuntos que resolver con ellos. ¿Acaso una persona normal vendría aquí? Si esto es como follarse a las momias egipcias en un museo… Eres viejo, ¿verdad? ¿Naciste cuando ellos?

El comunicador de nuevo me empieza a pellizcar.

Una llamada. Schreyer.

¡No quiero hablar con él! No quiero recibir su enhorabuena, no quiero contarle cómo ha ido todo. Paso el dedo por la pantalla. Lo elimino.

—Qué más da si soy viejo.

—Da igual, supongo. Sólo quiero que se te pase. ¿Quieres que te…?

—No. —Le aparto la mano suavemente—. No, ya no. Ya estoy bien.

—No temas… —dice ella.

Agito la cabeza con desesperación, como un niño. Ante mis ojos surge otro crucifijo: madera maciza, corona dorada. La escalera que lleva a la planta de arriba, pío-pío, la maqueta de astronave sin acabar, una flor de té en una taza de cristal… «No temas. Nos protegerá».

—Traidor… Embustero… —susurro.

Las caras se van turnando, se solapan, se juntan. Agneshka se convierte en la verdadera Virgen María, después viene Annelie, sus facciones Annelie se transforman en las de mi madre, que no suelo recordar, pero que nunca se me han olvidado…

—Estoy confundido…

En esto, la Virgen María hace un gesto extraño, prohibido: me aprieta contra el pecho desnudo, hunde mi cara en el canalillo y me pasa los dedos por el pelo. Siento un calambre. En el fondo, hundido en la brea, hay algo que brilla. La resina gira en forma de vórtice y el objeto brillante se descubre por un instante…

—Estás llorando —dice la Virgen María.

Esta vez no discuto.

Me agarrota un espasmo, algo se revuelve en mi interior emitiendo un sonido entre rugido y aullido. Me aprieto contra ella, me ahogo en lágrimas calientes, la abrazo con tanta fuerza que acaba gimiendo.

—Zorra… —susurro—. Si le creías tanto… Entonces ¿por qué? ¿Por qué?

—¿Creía a quién? —pregunta Agneshka desde lejos—. ¿Con quién hablas?

—Te traicionó, y tú me traicionaste a mí… —pronuncio entre sollozos—. Qué zorra eres, madre…

Pero no se enfada conmigo, sino que me acaricia el pelo, me acaricia y el veneno se me escapa por los ojos, por la boca, y me libero, respiro hondo, me vuelvo ingrávido, como si mis pulmones estuvieran llenos de lágrimas que no me dejaban respirar, arrastrándome al pozo…

Y las facciones, que se habían juntado en una sola cara, se separan.

Annelie ya no es mi madre. Agneshka ya no es la Virgen María.

—Gracias —le digo.

—Perdóname. Tú… eres una buena persona, la verdad —responde Agneshka—. Pero estás mal de la olla.

Me da un beso en la frente y, en el lugar del beso, se enciende el sol.

La chica con flequillo oblicuo, muñecas magulladas y espalda arañada me sonríe desde debajo de la tapa transparente del sepulcro.

Se terminó.

—Tengo que irme. —La beso en la mejilla y me pongo de pie, limpiándome los mocos con la manga.

—No me he enterado bien de lo que ha pasado, pero vuelve —solloza.

—Me has curado un poco —le digo—. Ahora tendré fuerzas.

—¿Para qué?

Al salir, cierro el telón y me dirijo a la recepción.

Pago dos horas en vez de una.

—¿La Virgen María ha hecho para usted algo especial? —dice el metre con una sonrisa comprensiva.

—Ha hecho un milagro —le respondo sonriendo.

Salgo y acabo debajo del cristal negro que sustituye ahora el cielo en el que, antaño, los feligreses de esta catedral buscaban a Dios entre las nubes. Los ángeles y las gárgolas, los santos y los monstruos, Jesús y su madre me despiden con sus miradas pétreas desde sus puestos en la fachada del club llamado Fetiche, parece que quieren decir: «Gracias por la limosna».

Marco el número de Schreyer. Tarda en contestar:

—¿Dónde estabas?

—En un prostíbulo.

—Pero ¿tanto te…? —balbuce—. ¡Si te aconsejé la píldora de la placidez!

—Me lo estoy pensando.

—Vale… He recibido el vídeo. Buen trabajo. ¿Es uno de vuestros sitios?

Me encojo de hombros. No tiene ninguna necesidad de saber dónde está eso.

—Hay otra misión para ti.

Ni siquiera le interesa por qué me llevé a Annelie de su piso, parece no saber nada de nuestros visitantes remendados ni piensa escuchar cómo logré matarla. Está pulverizada y ahora mismo vuela por las tuberías, entonces todo está perfecto.

—Llevo veinticuatro horas sin dormir.

—Pues duerme —dice Schreyer con mosqueo—. Porque el trabajo requiere mucha responsabilidad.

Y desaparece.

Y yo echo a volar sobre el empedrado, casi sin tocar los adoquines con los pies, vuelo por delante de las ventanas-escenarios, por delante de las puertas de todo tipo de lupanares, donde la gente está aflojando los muelles de sus complejos con la ayuda de otra gente y haciéndose masajear las antiguas fracturas mal cerradas. Yo he recibido lo que necesitaba. Que ellos también lo reciban.

Tras llamar el ascensor, por última vez me doy la vuelta para ver Münster.

He venido aquí para que sus curanderas me atemperaran la obsesión. Para que apagaran mi lujuria y me aclararan las ideas.

No pude hacerlo con Annelie y pensé que podría sustituirla con cualquier maniquí parlante.

Pero el resultado ha sido diferente.

Llega el ascensor.

Me da miedo que se me agote la carga de coraje antes de que me dé tiempo a hacerlo todo. Pero tengo la justa. Siento el desahogo que buscaba. Y mis sospechas de que actuaba mal me abandonan.

En la planta de reciclaje, en mi ausencia no ha cambiado nada. Trajinan los robots, crecen y menguan las montañas de desperdicios, rugen los sarcófagos convirtiendo en átomos la materia innecesaria, todo lo que desecha la humanidad.

Me acerco al más lejano de todos. Tiene la tapa levantada.

Me arrodillo delante del sarcófago. Anulo la puesta en marcha, retrasada por un temporizador. Quedaba una hora aproximadamente. Era el tiempo que me había dado a mí mismo para pensar.

He ido a la catedral de pacotilla a pedir fuerzas para no regresar hasta aquí. Dejarlo todo tal cual. Descargar mi libido. Aguantar. Permitir que el temporizador active el mecanismo y todo se resuelva solo.

Pero el deseo no lo soluciona todo. Mejor dicho, no sólo el deseo lo soluciona.

Sólo me imaginé cómo se sentiría de agobiada debajo de esta tapa…

Solo no he sido capaz de desintegrar su belleza en átomos.

Me inclino y beso a Annelie en la boca.

El efecto del somnífero debe durar dos horas más, pero ella se estremece y abre los ojos.

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