Futu.re

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XI. Helen y Beatrice

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X

I

Helen y Beatrice

—¿Tiene Cartel?

—De tequila tenemos Ídolo de oro y Francisco de Orellana —dice el camarero arrugando los labios.

Cada botella de ésas vale como mi sueldo mensual.

—Que sea un Ídolo doble —asiento.

—¿Y para usted, señorita? Como puede ver, hoy el tema es colonial, así que le recomendaría probar algún vino tinto sudafricano.

Granitos de arena blanca me arañan la cara, arrastrados por un viento cálido. Huele a especias, el cielo está teñido de amarillo rojizo, unos árboles negros de copa ancha mecen sus ramas sobre el fondo anaranjado, y una manada de antílopes corre precipitadamente hacia la penumbra recién llegada, sin saber que no hay ninguna prisa. Un toldo de lona tendido entre azoteas se bate al viento que arrojan unos turboventiladores y nos protege del sol artificial.

Café Terra, planta mil doscientos, torre Vía Láctea. Será el restaurante más caro de todos los que he visitado en mi vida.

Pero es una ocasión especial.

—Para mí, un vaso de agua. Del grifo —dice Helen.

—Por supuesto. —El camarero se dobla y desaparece.

Helen lleva unas gafas de aviador oscuras, el cabello recogido en forma de tupé con acabado en coleta. Viste una chaqueta de cuello alto, pantalones con bolsillos y unos zapatos de cordones bastos. Parece que sabía cuál era el tema de hoy en el café Terra.

—Estos animales —mira a la derecha, hacia la sabana, enseñándome su perfil impecable—, en realidad, hace tiempo que no existen. No queda ninguno.

A unos cincuenta metros de nosotros se detiene una familia de jirafas. Los adultos mordisquean las hojas de una acacia, la cría frota sus cuernecillos suaves contra las patas traseras de su madre.

—Esta sabana tampoco existe. —Intento mantener la conversación—. Estará llena de diques o edificios.

—Y nosotros estamos viendo un reportaje del pasado en directo… —dice lanzando como una peonza una pequeña petaca de latón.

—Es una grabación hecha con cámaras panorámicas —aclaro por si acaso.

—Usted no tiene nada de poeta.

—Seguro que no —digo sonriendo.

—No sé si ha visto alguna vez escarabajos en ámbar. —Helen abre la petaca y extrae uno de sus cigarrillos negros—. El bicho se metía en la resina fresca en los tiempos prehistóricos, luego la resina se iba endureciendo y… Una vez tuve un hemisferio de ámbar que tenía dentro una mariposa con las alas pegadas. Fue en la infancia.

—¿Querrá decir que la sabana a nuestro alrededor es como un trozo de ámbar gigantesco en el que todas estas criaturas desgraciadas se han quedado atrapadas para la eternidad? —pregunto señalando con la cabeza a la pequeña jirafa, que retoza, provoca al padre, se pelea con sus patas y éste ni siquiera se entera de lo que pasa abajo.

—No. —Da una calada—. Se supone que se encuentran fuera del hemisferio. Dentro estamos nosotros.

El camarero me trae mi tequila doble, a ella, su vaso de agua. Helen echa allí unos cubitos de hielo y se queda observando cómo se derriten.

—Y usted, ¿tiene miedo a envejecer? —Trago de golpe la mitad del Ídolo.

Ella sorbe el agua con una pajita, mirándome con sus ojos invisibles a través de esas gafas que se ponen las chiquillas para salir de noche.

—No.

—¿Cuántos años tiene? —pregunto.

Se encoge de hombros.

—¿Cuántos años tiene, Helen?

—Veinte. Todos tenemos veinte, ¿no es así?

—No todos —contesto.

—¿Me ha citado para preguntarme eso? —Aparta el vaso con irritación y se pone de pie.

—No. —Aprieto los puños—. Claro que no. He venido para hablar de su marido.

Antes de entrar en el despacho de Erich Schreyer, trago un tranquilizante.

Mientras espero a que haga efecto, intento calmar el temblor con un mantra de fabricación propia.

Gallina. Gallina. Gallina. Miserable. Miserable. Miserable.

«Eres un idiota, un flojo y un mezquino», me digo a mí mismo.

Estiro los brazos y respiro. Parece que las manos no me tiemblan.

Ya puedo llamar al ascensor.

Un rascacielos normal y corriente. En la planta de arriba se fabrican los microchips para humanos, en la de abajo se ubica una distribuidora de algas y masa de plancton. El despacho de Schreyer está rodeado de muchas otras oficinas: abogados, contables, consultorías fiscales, yo qué diablos sé. En su puerta hay un sencillo letrero: «E. Schreyer». Podría ser vendedor de aditivos alimentarios, o bien un notario.

Primero entro en la recepción: una secretaria fea y crisantemos falsos. Más adelante se ve una puerta que parece dar acceso a un retrete. Al otro lado de la puerta hay cinco agentes de seguridad alrededor de un escáner molecular. Mientras el aparato comprueba si llevo explosivos, armas, sustancias radiactivas o sales de metales pesados, quedo encerrado en una angosta y hermética jaula. El escáner absorbe el aire, tintinea el radiógrafo, las paredes me aplastan. Espero, espero, callo, sudo, sudo.

Por fin se enciende una luz verde, se levanta la pantalla y me dejan continuar.

Schreyer me está esperando.

En todo el despacho enorme sólo hay tres muebles: una mesa y dos sillas. Muy sencillas, podrían quedar bien en cualquier garito de mala muerte. Pero no es sobriedad, sino un derroche sibarita. ¿No es un exceso aprovechar tan sólo dos metros cuadrados de doscientos y llenar el resto de vacío inapreciable?

Dos de las cuatro paredes son de cristal y dan al precioso Panteón, una torre que pertenece enteramente al Partido de la Vida. Es una columna inabarcable de mármol blanco, mide unos dos mil metros y está coronada por una réplica del Partenón. Allí transcurren las asambleas anuales, allí se ubican los cuarteles generales de los bonzos, allí se reúnen políticos de cualquier calaña que vienen de todas partes del continente. Pero Schreyer, por alguna extraña razón, prefiere contemplar Panteón de costado.

En las otras dos paredes se proyectan noticias, reportajes y gráficos. Por la pantalla del medio se pasea un guapetón de pelo castaño engominado, bigote arreglado y unas arruguitas telegénicas en la frente.

Me paro en el umbral. Intento controlar las palpitaciones de mi corazón.

Pero si el senador me está observando, si sabe lo que está pasando en mi interior, no lo manifiesta. Señala con la mano la silla como si nada: «¡Siéntate!». Lo entretienen más las noticias.

«… empieza el próximo sábado. Teodoro Méndez planea reunirse con los líderes de Europa Común y pronunciar un discurso en el Parlamento. La visita del presidente de Panamérica se centra, sobre todo, en los problemas de sobrepoblación y en la lucha contra la inmigración ilegal en los estados del Occidente global. Méndez, de convicciones poplibertarias, es conocido por su actitud crítica hacia la Ley de la Elección…».

—¡Los yanquis nos van a enseñar lo que es la vida! —refunfuña Schreyer—. ¡Su «actitud crítica»! Éste es un fascista liberal. Acaba de promover en el Congreso un proyecto de endurecimiento de cupos. ¡Las tasas iniciales de las bolsas se incrementarán un veinte por ciento!

«Les recordamos que el sistema de distribución de inmortalidad en Panamérica, los famosos cupos de oro, se distingue radicalmente del europeo. Desde el año 2350 la vacunación general de la población contra la vejez fue interrumpida. El número de vacunados fue fijado en exactamente sesenta millones trescientas mil ciento cuarenta y ocho personas. Todos los años, como consecuencia de muertes violentas, accidentes y suicidios, queda libre cierta cantidad de vacantes para la vacunación. Estas vacantes, denominadas por razones obvias cupos de oro, se pujan en subastas públicas especiales».

No miro la pantalla, tampoco hago caso al locutor, que no para de masticar los ya conocidos detalles del pop-control panamericano. Sino que observo con cuidado a Schreyer.

—Adivine quién se queda con las vacantes —dice éste chascando los dedos—. Toda Panamérica está dirigida por veinte mil familias. Y ellos pueden procrear todo lo que quieran. ¿Por qué crees que necesitan limitar el número de participantes de las subastas? Para que los pobres no se metan allí y no les contaminen el aire a los ricachones. Porque, de todos modos, no tienen ninguna posibilidad de ganar. Dime, ¿en qué se distinguen de los rusos, a los que ponen verdes en los medios todos los santos días?

La envoltura de Erich Schreyer es la misma de antes: un bronceado de famoso de revista, un timbre de voz de locutor de noticias que infunde confianza a la primera, un impecable traje de color claro, en cuyos bolsillos interiores se esconde el mundo entero. Pero a través de ese lustre artificial se adivina algo… Me está tratando con mayor desenfado y empiezo a pensar: «¿No será Schreyer una persona de verdad?». Como si, al matar a Annelie, me hubiera convertido en un pariente suyo… O tal vez cómplice. ¿De verdad pensará que la he matado?

—Ese sistema tiene cien años —pronuncio con tacto—. No tiene nada de nuevo.

—¿Y para qué crees que viene ese maldito pijotero?

«La visita de Ted Méndez anticipa su esperada intervención en la Liga de las Naciones, donde planea someter a votación el proyecto de la Declaración de Derecho a la Vida, que prohibiría todas las medidas preventivas de control de población…», me explica el locutor por Schreyer.

—¿Lo has oído? —El senador da una palmada en la mesa—. Ellos venden la inmortalidad sólo a los que pagan con tarjeta de platino, y a nosotros nos juzgan por facilitar a todos los mismos derechos. Subastas… Cada una de esas subastas es como un tribunal de guerra. Absuelven a uno, otros cien al carajo. A eso lo llaman filantropía. El Estado se lava las manos y no hace más que contar la guita, y los ciudadanos que se maten por la vacuna. Y lo más importante es conservar el sueño americano. ¡Cualquiera puede ahorrar para la inmortalidad, si es lo suficientemente porfiado y talentoso!

En la pantalla aparece un analista invitado, que nos recuerda con qué pequeña ventaja ganó las últimas elecciones el republicano Méndez, cómo ha caído su prestigio desde entonces, qué poco queda para los próximos comicios y cómo intenta remendar la situación gracias a su cruzada por Europa; mientras sus rivales, los demócratas, no paran de promover la igualdad social según el modelo europeo.

Veo al analista mover los labios, con el rabillo del ojo observo a Schreyer. Éste frunce el entrecejo y da palmadas en la mesa…

¿Por qué lo he hecho? ¿Por qué le he perdonado la vida? ¿Por qué he desobedecido la orden? ¿Qué pieza se me ha averiado? ¿Dónde se ha producido el cortocircuito?

«Te has portado como un cagón», me digo a mí mismo.

«No deberían haberte soltado del internado. Jamás».

Schreyer se despega de las pantallas por un segundo, quiere decirme algo. Espero que me vaya a preguntar: «Por cierto, ¿recuerdas lo que le pasó a Basil? Me han dicho que antes estaba en vuestra decena…». Si lo sabe todo sobre mí, eso también lo tiene que saber.

¿Y si le falta información?

—Claro, facilitar la inmortalidad a todos los que nacen es inhumano, pero condenar a muerte a todos los que tienen ingresos anuales inferiores a un millón es mostrar magnanimidad…

«Teodoro Méndez ha criticado en numerosas ocasiones el Partido Europeo de la Inmortalidad por la dureza de las medidas que exige para realizar el control de población. Según Méndez, estas medidas inhumanas destruyen los valores familiares y minan las bases de la sociedad…».

—¿Y cuántas familias hay en Panamérica en las que el padre o la madre nacieron antes del año trescientos cincuenta y siguen jóvenes, mientras sus hijos, o incluso nietos, hace tiempo que envejecieron y se murieron? —pregunta el senador al locutor, que no para de balbucir—. Aquéllos no paran de ahorrar durante toda su eternidad para que su querida bisnieta pueda dejar de temer a la muerte… y, de pronto, mister Méndez va y sube las tasas un veinte por ciento. Por lo visto, a la niña le toca hacerse vieja y espicharla. No pasa nada, a lo mejor el eternamente joven bisabuelo se pega un tiro en un ataque de desesperación y deja una vacante a alguno que se lo pueda permitir. Un sistema espléndido, muy justo. Digno de imitar.

«Se han hecho famosas las declaraciones del presidente Méndez en las que afirma que la coalición del Partido Popular Democrático de Europa, liderado por Salvador Carvalho, con el Partido de la Inmortalidad es la mayor vergüenza desde los tiempos de negociación con Adolf Hitler…».

—¡Ahí va! —explota Schreyer—. ¡Siempre llegamos al mismo tema! ¡A Hitler! ¡A los nazis! ¡Idiotas! ¿Por qué no a Barbarroja?

Quita el volumen y durante un minuto recorre de pared a pared el despacho, mascullando algo con furia. En las pantallas enmudecidas aparece Bicoastal City, una ciudad ciclópea, un único edificio que se extiende por toda Panamérica desde su costa occidental hasta la oriental. Después, sale el famoso Muro de Cien Pies, que Panamérica levantó para aislarse de América del Sur, una llaga incurable, desgarrada una y otra vez por las guerras criminales. Más imágenes: hordas de inmigrantes abordando el muro. Luego, sus guaridas. Veinte personas para todo el perímetro. Lo demás lo hacen los robots: avisan, amenazan, localizan, matan, queman los cadáveres y esparcen las cenizas al viento. Definitivamente, los robots hacen nuestra vida más cómoda.

Por fin Schreyer tamborilea los dedos sobre la mesa.

—Desde luego, necesitamos un fondo informativo correcto para la visita de su santidad. —Señala hacia Méndez, que abre la boca como un pez—. Por eso lo que vas a hacer lo debes realizar con sumo cuidado.

Asiento con la cabeza. Efectivamente, debo.

Le debo a él y me debo a mí.

Sonrío. Pero el senador malinterpreta mi sonrisa.

—¡Yan! Te había prometido un ascenso, ¿recuerdas? Y te encomendé una misión importante. Fallaste. Has hecho un esfuerzo por enmendarte, eso sí. Pero ¿acaso todo lo que quieres ahora es volver a tu decena para seguir siendo la mano derecha de tu superior?

Me encojo de hombros.

Me arrepiento de lo que hice. Y de lo que no hice. Fue un instante de debilidad y no puede volver a repetirse jamás. Todo lo que quería es no haber sido ayer tan débil, miserable, inútil e idiota. Todo lo que necesitaría ahora es haber matado ayer a Annelie.

—Por eso te he llamado. Tu expediente, en vez de ir a la basura, de nuevo está sobre mi mesa.

—Estoy listo.

—Acabamos de localizar un laboratorio clandestino donde han creado un antídoto contra vuestras inyecciones. Un genérico ilegal.

—¿Cómo?

—Como lo oyes. Unos listillos han aprendido a bloquear el acelerador. Mientras los inyectados lo toman, no envejecen. Imagínate algo como aquella terapia de Bruselas, pero más potente y en manos de criminales.

—¡Seguro que no son más que unos tramposos! Hay tantos…

—Esta persona es premio Nobel.

—Pero pensaba que el ministerio tenía bajo su control a todos los virólogos desde que salían del instituto…

—Ahora no estamos hablando de cómo ha ocurrido todo esto, sino de cómo corregir la situación. Porque entiendes qué consecuencias puede tener, ¿no?

—Si esta porquería funciona de veras… —Intento imaginarme que la posibilidad existe. Sería una auténtica pesadilla.

—Lanzarán la sustancia al mercado negro. Los inyectados son millones y cada uno necesitaría una dosis por semana… ¡O al día! ¡Es como la heroína, peor aún! ¿Cómo impediremos a los inyectados que compren el antídoto?

—¿Aislándolos?

—¿Metiéndolos a todos en campos de concentración? Aun así a Bering lo comparan con Hitler, lo has oído. Fluirá una cantidad de dinero con la que no vamos a poder competir. Todos los farmacéuticos y demás alquimistas que ahora están preparando tranquilamente sus placebos se transformarán en la red distribuidora de esos canallas. La mafia empezará a protegerlos. Y cada uno de los inyectados se va a convertir en su esclavo, porque vivirá de dosis a dosis. Y ni siquiera la mafia… Cuando esos químicos caigan en manos del Partido de la Vida…

—¡Pero seguro que se inventarán nuevos aceleradores!

—Y a los Inmortales les tocará volver a buscar a millones de personas para inyectárselos —refuta Schreyer—. Sabes perfectamente que la Falange no es tan numerosa… La plantilla apenas consigue combatir a los nuevos infractores. El colapso nos espera, Yan. Un colapso total. Pero lo más desagradable es que…

—Dejarán de tenernos miedo —interrumpo.

Asiente con la cabeza.

—Muchos no se atreven a procrear por el miedo a ser castigados. Si los que vacilan se enteran de que existe un remedio…

Schreyer suspira profundamente, se aprieta las sienes con los índices, como si temiera que, si no lo hace, la cara se le descosería por las costuras y se le despegaría la máscara habitual de indiferencia y afabilidad.

—Todo se viene abajo, Yan. Los hombres se devorarán unos a otros. ¿Crees que a alguien le importa el déficit energético de Europa o para cuántas bocas más pueden aumentar su producción las granjas de saltamontes? Es curioso, ¿a partir de qué precio por caja de algas empezarían a protestar? A principios del siglo veintiuno la población del planeta era de tan sólo siete mil millones de personas. A finales de la misma centuria, cuatrocientos mil millones. Luego fue duplicándose cada treinta años, hasta que se hizo obligatorio pagar por una vida con otra. Si ese precio baja una pizca, se acabó. Si la población aumenta aunque sea un tercio… Miseria, hambre, guerras civiles… Pero la gente no quiere entenderlo, les importa un bledo la economía y la ecología, les da pereza y miedo pensar. Sólo quieren jalar y follar sin tregua. Sólo se los puede amedrentar. Las rondas nocturnas, los Inmortales, las caretas, abortos provocados, inyecciones, vejez, vergüenza, muerte…

—Los internados —añado.

—Los internados —admite Schreyer—. Escucha. Soy un romántico. Me gustaría serlo. Me encantaría que todos fuésemos seres supremos. Libres del ajetreo diario, de sandeces, de los bajos instintos. Mi sueño es que seamos dignos de la eternidad. ¡Necesitamos alcanzar un nuevo nivel de conciencia! No podemos seguir siendo monos o cerdos. Yo intento tratar con la gente, tratar a la gente como iguales. Pero ¿qué hago si se portan como auténticas bestias?

El senador abre una gaveta de la mesa. Saca una pequeña cantimplora brillante y le da un trago. A mí no me ofrece.

—Entonces ¿qué laboratorio es ése? —pregunto.

Me mira con atención y hace un gesto de comprensión.

—No es un buen sitio para nuestras actuaciones, el mismo centro de una reserva. Si lo queremos hacer oficialmente, hace falta una gran cantidad de autorizaciones, sería imposible hacerlo sin que nadie se enterara. Imagínate que se presenta allí la prensa, que la Policía tiene que luchar con esos endriagos en directo… No nos vendría bien. En vísperas de la visita de Méndez. Pero no podemos esperar a que su santidad abandone Europa: es cuestión de horas. En cuanto la sustancia salga al mercado negro, todo está perdido. Será imposible volver a meter al genio en la lámpara. Hace falta una operación relámpago. Sólo una sección de Inmortales. Actuación limpia. Precisión quirúrgica. Destruir el laboratorio, la maquinaria, las muestras. Nada de periodistas, ninguna acción de protesta, no se deben enterar de lo que va a pasar. Ni siquiera los Inmortales tienen que saber qué están haciendo, excepto tú. A los científicos me los traéis sanos y salvos. Que trabajen para nosotros.

—¿Están ahí solos esos científicos? ¿Puede ser que el Partido de la Vida ya les esté cubriendo las espaldas?

Se pone ceñudo.

—No se sabe. Nos informaron de la existencia del laboratorio ayer y no tuvimos la oportunidad de comprobarlo todo. Pero incluso si los terroristas todavía no han llegado, es cuestión de tiempo. En resumen, hay que resolver el asunto cuanto antes. ¿Estás listo?

Después de lo que hice con Annelie me siento salpicado de mierda. Apesto y me apetece limpiarme, lo necesito, necesito remendar lo que hice… Lo que hago. Es mi oportunidad. Pero en vez de decir simplemente «¡Sí, señor!», digo:

—Hay un «pero». No quiero que vuelvan a mandarme con unos psicópatas. Ya me estresé bastante. Y, como vimos la vez anterior, me afecta negativamente. Iré con mi sección.

Schreyer guarda la cantimplora en el cajón y enarca una ceja.

—Como quieras.

Al salir del despacho, llamo a Ele.

—Lo sé todo —me dice con voz apagada—. Enhorabuena.

—¿Por qué?

—Por el ascenso. Por deponerme.

—¿Qué? Oye, Ele, yo no…

—Venga, ya está —me interrumpe—. Aún tengo que avisar a los demás.

Ele se desconecta y Schreyer ya no descuelga más. Así que me puedo meter las preguntas por donde me quepan.

No pasa nada, cuando todo esté listo, haré que Ele vuelva a su puesto. Yo no pedí ese ascenso. Así no.

Media hora más tarde nos reunimos en la estación de tubo de la torre Alcázar. Le tiendo la mano a Ele, pero no me la coge.

—Tíos —dice—, ahora nuestro jefe de sección es Yan. Ha sido una orden. Pues eso. Toma, Yan. Ahora tú repartes.

Y me pasa un maletín plano con el inyector. Sólo el jefe de sección está autorizado a administrar la inyección a los infractores.

Así que ya soy adulto.

La charla acaba. Y Daniel, que ya estaba abriendo las fauces para decirme «¿Por dónde andabas, payaso?», se detiene; Víctor me mira sorprendido; y Bernhard se ríe: «¡Hala, enroque!».

—¿Quién va a ser tu mano derecha? —dice Ele sin mirarme, como si le importara un pimiento.

—Tú.

Asiente rápidamente con la cabeza; era de suponer.

—¿Y? —pregunta entornando los ojos—. ¿Qué operación es? Veréis, a mí no me han informado.

Doy un paso hacia delante.

—Hoy trabajaremos a unos cuantos vejestorios —explico a todos—. En esta torre se ubica una reserva enorme, de cincuenta niveles. En el nivel cuatrocientos once hay una fábrica benéfica… —compruebo con el comunicador— de adornos de Navidad.

Bernhard suelta una carcajada.

—Se trata de un laboratorio ilegal. Nuestro objetivo es destruirlo todo, y a los cabezas de huevo que están allí los tenemos que arrestar.

—¡Buen curro! Mejor que meterles inyecciones a las tías. —Víctor levanta el dedo gordo.

—¿Y qué laboratorio es? —pregunta Ele.

—Biológico. Algo relacionado con los virus.

—¡Uy! ¿Y no necesitamos uniforme de protección? ¿Mascarillas por lo menos?

—No. No será necesario —aseguro yo.

Me da igual que Schreyer no me haya ofrecido los malditos uniformes. Quiero que la operación sea peligrosa.

—Tendrías que haber solicitado el uniforme —insiste Ele—. Sea quien sea el que te envía, la vida de los chicos es más importante.

Daniel cruza los brazos sobre su pecho de barril y chasca la lengua. Alex asiente agitando la cabeza. Antón y Benedikt se quedan callados, escuchando con atención.

—Te estoy diciendo que está todo controlado.

—¿Quién es?

—¿Quién?

—¿Quién es el que nos envía allí?

Ahora incluso Víctor y Bernhard dejan de reír y prestan atención, aunque todavía siguen sonriendo.

—Oye, Ele… Eso da igual.

—No da igual, lo nuestro es pop-control. Y punto. Para todo lo demás está la Policía y los servicios especiales. Y si alguien me intenta utilizar con otros fines, me gustaría preguntarle personalmente por qué tengo que hacerlo. Y para quién. ¿Para el Estado? Laboratorios clandestinos… ¿Desde cuándo los Inmortales se dedican a esas cosas?

Los compañeros titubean, nadie interviene, nade se atreve a defenderme. Daniel tiene cara de mosqueo, Bernhard está paladeando algo. Ele espera la respuesta.

—Desde siempre, Ele —contesto con una sonrisa—. Lo que pasa es que no te habían avisado porque sabían que dormirías mal.

—¡Que te den!

Víctor se da la vuelta y se ríe, Bernhard pone cara de guasa.

—Basta de chácharas —digo—. Ha llegado el ascensor.

Cuando marco en el mando el dígito 411, el ascensor me avisa con sinceridad: «Está a punto de acceder a la zona especial dedicada a personas mayores. ¿Está de acuerdo?».

—Nos pondremos las caretas justo antes de entrar —advierto por si acaso—. Hay muchos inyectados allí, sabéis que no nos quieren.

—Gracias por avisar —dice Ele haciendo una reverencia.

Y yo le doy las gracias a Schreyer por la espléndida organización.

La cabina baja despacio, como si fuera un bocado sin masticar atravesando el débil y deshidratado esófago de un anciano.

Por fin, las puertas se abren y entramos en el último círculo del infierno de El Bosco.

El nivel cuatrocientos once resulta plagado de seres inertes, encorvados y marchitos, con la carne despegada de los huesos y la piel despegada de la carne; están llenos de manchas de pigmentación y tienen el pelo frágil y descolorido; unos, al borde de la muerte, apenas mueven sus hinchadas piernas, otros, no lo suficientemente vivos para andar solos, se trasladan en coches fúnebres individuales impulsados por electricidad…

—¡Yiiiijaaa! —suelta Bernhard.

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