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Segunda parte. Marzo » Capítulo 11:// Cazado

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Southhaven era un autoproclamado campo de golf de «seis estrellas» dedicado a los negocios. Compañías farmacéuticas que vendían anticoagulantes a los cirujanos cardiovasculares, fondos de inversión, recaudadores de fondos políticos… todos eran capaces de llenar los doscientos ochenta bungalows de invitados escandalosamente caros. En otra época habría sido la propiedad de un duque, un lugar donde podían discutirse asuntos de hombres con elegancia mientras las esposas paseaban por los jardines y los niños tomaban lecciones de equitación. Ahora era un sitio de alquiler que ofrecía dobles puntos de kilometraje.

Con una cancha de golf de clase mundial, cuatro restaurantes, y un bar que permitía fumar puros, el Centro de Golf Southhaven era el sitio ideal para hacer negocios en una atmósfera relajada. El centro estaba situado en Ocean Island, una de las diversas islas que formaban la barrera de la costa sudatlántica de Georgia. Vallada y patrullada, la isla privada consistía en el centro de Southhaven, su campo de golf, y unas cien casas en la playa estilo mediterráneo, tercer o cuarto hogar de gente que buscaba algún sitio donde invertir sus ganancias. La mayoría de las casas estaban siempre desocupadas.

Un gran punto a favor de Ocean Island era su aislamiento. Estaba rodeada por dos kilómetros de marismas al oeste y al norte, y conectaba con el continente gracias a una única carretera. Al este y el sur sólo se extendía el océano Atlántico.

En resumen, era el lugar ideal para los propósitos del Comandante. Hacía mucho tiempo que había dejado atrás las reuniones clandestinas en desvencijados pisos francos o en espacios industriales. Él era ahora el

establishment, y disfrutaba de sus beneficios.

El Comandante estaba sentado en el brazo de un sofá en su Bungalow Emperador, hablando por su móvil encriptado con un agente de Bolsa en Hong Kong. Miró la hora. Faltaban diez minutos para la medianoche.

—Sí. Debería ser parte del fondo de liquidez negro. Sí. Doscientas mil acciones.

Miró el comedor y vio a media docena de encargados de seguridad internacional y proveedores militares reunidos en torno a una mesa cubierta de mapas del Medio Oeste de Estados Unidos, fotografías y documentos. No había dos hombres que tuvieran el mismo acento: sudafricano, europeo oriental, australiano, estadounidense, británico, español. Varios fumaban mientras estudiaban los mapas. Estaban discutiendo sobre algo, y el ejecutivo británico llamó al Comandante para que se uniera a ellos en la mesa.

El Comandante sabía que no tendría muchas posibilidades más de cambiar sus inversiones. Y no estaba dispuesto a perderse lo que estaba a punto de suceder.

Asintió y habló por teléfono.

—Sí. Vacíe el Sutherland…

La conexión telefónica se disolvió de repente en una oleada de estática. El Comandante miró la pantalla del móvil y vio el mensaje «Conexión perdida». Maldijo y se dispuso a marcar de nuevo cuando advirtió que no tenía cobertura.

—¡Maldición!

Alzó la cabeza y vio que uno de los ejecutivos de seguridad cercanos guardaba su propio móvil en su cinturón.

El hombre miró a los demás, encogiéndose de hombros.

—No hay señal —dijo, y entonces señaló un mapa—. Mire, los llamaré, pero vamos a necesitar material en el país para equipos de seguridad mucho antes.

Pero al Comandante ya no le preocupaba la logística de la campaña de contrainsurgencia. De repente le preocupaba su propia supervivencia.

Acababan de perder la conexión inalámbrica. Recordaba demasiado bien que el ataque al Edificio Veintiuno fue precedido por la pérdida de las señales de radio. La operación del FBI en la mansión de Sobol también estuvo plagada de problemas de comunicación inalámbrica, todo causado por las señales de banda ultra-ancha. La misma tecnología utilizada por los vehículos automáticos del daemon para comunicarse con la red oscura. Era una banda ancha batalladora que arrasaba todo lo demás.

Echó mano a un mando a distancia que había en la mesita que tenía delante. Lo utilizó para encender la radio del salón. Sólo había estática. Empezó a cambiar de emisoras.

El ejecutivo sudafricano lo miró con el ceño fruncido.

—Ag, comandante. Necesitamos que tome una decisión. ¿Podemos apagar el aparato?

El Comandante no le hizo caso. Sus instintos de combate habían entrado en acción. La charla de los directivos de la mesa quedó atrás, y sus sentidos se concentraron en sus aledaños inmediatos. En el significado de cada sonido. Eso le hizo recordar El Salvador. Prestar atención al chasquido de una rama… o a un irreal silencio animal que indicaba una emboscada rápidamente preparada. Oía a los hombres cercanos sólo como sonidos apagados. Las pisadas de un contratista de seguridad privado que se dirigía a la bandeja de servicio cerca de la ventana cerrada para servirse más café llamaron su atención. Las pesadas cortinas detrás del hombre se hincharon cuando el aire acondicionado las barrió.

Entonces un sonido inexplicado, como el cierre de una puerta de lona al ser descorrido, llegó desde el patio, y siguió sonando, cada vez más fuerte.

Los siguientes momentos sintió como si se estuviera lanzando a través de un charco de agua; su mente iba por delante, gritándole a su cuerpo que mantuviera el ritmo. Empujó el sofá y cargó contra el contratista que estaba cerca de la ventana cubierta por la cortina.

Éste empezó a volverse, al parecer sintiendo el peligro, pero el Comandante saltó por el aire, lanzando una rápida patada que envió al rumano de cabeza contra las gruesas cortinas y las puertas cristaleras con un sonido ensordecedor.

Justo entonces, la puerta principal del bungalow se abrió de golpe y una pieza de retorcida maquinaria del tamaño de un hombre irrumpió a ciento veinte kilómetros por hora. Cruzó la sala enviando trozos de metal y plástico por las paredes, volcando la mesa y derribando a los hombres por el suelo.

El Comandante no se volvió a mirar mientras el ensordecedor sonido de los motores de las motocicletas inundaba todo el bungalow. Tras él pudo oír gritos y los motores tan fuerte que el ruido era físicamente doloroso. Atravesó corriendo las puertas cristaleras rotas, y una vez fuera vio al aturdido y ensangrentado rumano tratando de incorporarse en medio de un campo de cristales rotos y madera astillada. El Comandante le dio un fuerte pisotón en el pecho, aplastándolo contra las piedras del patio.

El hombre trató de rebullirse bajo el pie del Comandante y respirar. Los potentes motores de las motos se acercaban rápidamente cruzando los jardines, mientras los rayos láser verdes perforaban la oscuridad.

Entonces, el Comandante clavó el talón en la garganta del contratista, haciendo que éste se llevara las manos al cuello, arañando en busca de aire. Palpó bajo la chaqueta del rumano y sintió la cartuchera. Un arnés de poliuretano. Tiró de él en la oscuridad y notó que la pistola se soltaba. No había más tiempo. Los motores estaban demasiado cerca.

Echó a correr entre los matorrales, llegó al costado del edificio y dobló la esquina más cercana momentos antes de que los pecaríes llegaran. En la oscuridad palpó los contornos de su pistola recién adquirida. Seguros gemelos. Probablemente una Big Sauer. La sopesó. Calibre once milímetros, y cargada, a juzgar por el peso. Puso una bala en la recámara mientras los motores tronaban tras él. Oyó gritos agónicos y el resonar del acero.

Corrió a ciegas a través de los matorrales, alejándose de los gritos y los motores. Las ramas le golpearon la cara mientras se abría paso, y pronto salió a un carril para carritos de golf flanqueado por un suave césped iluminado y densos matojos tropicales. Con su visión periférica captó el movimiento de los hombres vestidos con ropa de combate negra que señalaban en su dirección. Aunque no oyó disparos, sí escuchó los proyectiles zumbar sobre su cabeza mientras se lanzaba a los matorrales al otro lado del camino. Disparó dos balas para obligarlos a agacharse y ponerse a cubierto, aunque los motores de las motocicletas le seguían el ritmo por los jardines y caminos tras la jungla decorativa.

Más allá se topó con una cerca rústica, pero sin detenerse la saltó y cayó a un camino de baldosas entre edificios de recreo. Estaba brillantemente iluminado. Miró a un lado y a otro y pudo ver las lucecitas de emergencia destellando en los pasillos interiores. De repente advirtió los cláxones que sonaban. Alguien había disparado una alarma de incendios. Bien.

Se arrastró por el suelo de loza y se asomó a la abertura entre la barandilla y la pared del otro lado. Pudo ver más matorrales y un pequeño aparcamiento tras el edificio de recepción.

Saltó la barandilla y cayó en los matorrales, al otro lado. Llegó rápidamente al aparcamiento y probó las puertas de los coches. Cerrado. Cerrado.

Trató de recordar cómo se le hacía un puente a un coche, y entonces se le ocurrió que los coches habían cambiado por completo desde sus días de apañar cables en la oscuridad en Belize. Ahora los controlaba un ordenador: de hecho, esas malditas cosas se habían vuelto últimamente lo suficientemente listas para poder cazarlo.

Los motores de las motocicletas recorrían el terreno en la oscuridad. Las luces se encendieron en las ventanas de las habitaciones de invitados. Sonaron gritos por todas partes.

¡Llamen a la policía! ¡Que alguien llame a la policía!

Recordó de pronto que todavía tenía su teléfono. Lo sacó del bolsillo de la chaqueta y lo lanzó lo más lejos posible, hasta que se estrelló contra algo duro en la oscuridad del aparcamiento. Por lo que sabía, así era como el daemon lo había rastreado. Era un teléfono imposible de rastrear. Lo tenía sólo desde hacía unos pocos días. ¿Cómo lo habían encontrado? Empezó a pensar en posibles vectores, pero decidió que ya tendría tiempo de preocuparse más tarde si sobrevivía a esa noche.

Vio los faros de un coche que se acercaba desde la casa del club y estudió el camino desde detrás de un neumático cercano.

Un hombre bien vestido de unos setenta años iba al volante de un Bentley Continental Flying Spur. Venía a unos quince kilómetros por hora.

El Comandante se guardó la pistola detrás de la pierna y afectó una leve cojera antes de abalanzarse a bloquear la carretera. Alzó la mano libre e hizo todo lo posible por parecer dominado por el pánico. El coche redujo la velocidad y se detuvo. Entonces se acercó cojeando a la puerta mientras el conductor bajaba la ventanilla.

—¿Cuál es el problema, hijo?

—Mi esposa y yo hemos tenido un accidente con un conductor borracho al volver del club. Necesito que alguien llame a una ambulancia.

—Dios mío, eso es horrible. —El hombre puso el coche en punto muerto y buscó su teléfono.

Poner el coche en punto muerto era crucial.

Cuando el hombre volvió a alzar la cabeza, el Comandante le estaba apuntando ya a la cabeza con la pistola. Le disparó a la frente a bocajarro. El interior de cuero color marfil quedó salpicado de sangre.

Sucio. Poco profesional.

Las pistolas de poco calibre eran mejores para este tipo de cosas. La bala no salía por la nuca.

De repente, oyó a un pecarí doblar la esquina a unos cien metros detrás de ellos. Apartó la mirada rápidamente, sabiendo que llevaban armas cegadoras. Había leído el informe de la doctora Philips tras una acción.

Un láser verde barrió al Comandante y los espejos del Bentley con un brillante espectáculo de luces. Entonces pudo oír la motocicleta rugiendo en su dirección. Se lanzó de cabeza por la ventanilla abierta y se colocó sobre el cadáver del anciano, que todavía se estremecía. Mientras se volvía a la derecha en el asiento del copiloto, extendió la pierna izquierda para poner el pie en el acelerador. Pudo oír más pecaríes que convergían hacia ellos. De repente, una cuchilla afilada como una katana se clavó en el cuello del anciano a través de la ventanilla abierta. Una segunda acometida cercenó la cabeza del hombre.

El Comandante disparó tres tiros contra el mecanismo motorizado que sujetaba la cuchilla, deformando la carcasa y haciendo que la moto expulsara la hoja y se apartara del coche, girando para apuntar con sus armas láser. Agachó la cabeza y soltó la pistola mientras la cabina se llenaba de la luz verde del láser. Finalmente consiguió alcanzar el acelerador con el pie izquierdo. Con el cambio de marchas entre las piernas, puso el coche en movimiento y sintió el potente motor acelerar por el estrecho camino. Ignoró la sangre de los asientos y al hombre sin cabeza que tenía al lado, junto con la cabeza que ahora rodaba por el suelo.

—¡Maldita sea! ¡Maldita sea!

Golpeó el salpicadero. Había perdido la calma. Había cámaras de vigilancia por todas partes. Tendría que apoderarse de ese vídeo de seguridad. Sintió pánico. Tenía que controlarse. ¿Y qué había de los planes militares de la sala? Intentó reafirmarse.

Antes solías ser bueno en estas operaciones.

El Bentley rugía ahora a casi cien por hora, y apenas podía controlarlo. Se atrevió a mirar por el retrovisor y pudo ver a varios pecaríes que avanzaban rápidamente hacia él. Pronto inundaron de luces láser todo el coche. El Comandante aplastó con el puño el retrovisor del techo.

—¡Mierda!

El Bentley rozó los costados de varios coches aparcados en el camino del restaurante, y atropelló a uno de los aparcacoches. El cuerpo del hombre salió disparado hacia los matorrales.

Pisó a fondo el acelerador y escuchó el rugido de las motos que se acercaban tras él. El tronar de sus motores aumentaba de volumen. Ahora iba a ciento treinta y seguía acelerando: las palmeras y los densos matorrales pasaban muy rápido. Parecía que iba siguiendo la costa y las enormes mansiones privadas que había allí.

De repente pisó el freno, deteniendo el gran sedán con un chirrido de neumáticos, por lo que chocó con fuerza contra el salpicadero. El cuerpo sin cabeza permaneció sujeto por el cinturón de seguridad. Una décima de segundo más tarde oyó varios golpes mientras el coche daba una ligera sacudida. Una gran motocicleta pasó por encima del lado izquierdo y rodó por la carretera en medio de una lluvia de chispas.

Aceleró de nuevo, y miró hacia atrás para ver dos motos más tendidas en la carretera, junto con una sección de su guardabarros trasero. Apagó los faros y dirigió el coche hacia la verja de una mansión cercana. El Bentley atravesó una valla de madera blanca y se estremeció al cruzar terreno irregular mientras las luces de seguridad iluminaban todo el jardín. Esquivó palmeras y arbustos al seguir en paralelo a la casa. Aplastó los muebles del patio, dirigiéndose hacia la piscina, y entonces quitó el pie del acelerador. Abrió la puerta del copiloto, entre el resonar de las alarmas, y esperó el momento adecuado. Agarró la pistola, puso el seguro y rodó por la hierba.

Se detuvo y vio cómo el Bentley continuaba a través de la verja de la piscina y hundía el morro en lo que resultó ser la parte menos profunda, levantando una columna de vapor.

—¡Maldición!

Se levantó y corrió hacia unos árboles cercanos, mientras las motocicletas convergían hacia donde él estaba. Oyó a los perros ladrar. Olía a sal en el aire. Se sintió muy vivo en ese momento: la adrenalina fluía por sus venas. Hacía tiempo que no experimentaba esa sensación.

Corrió entre los árboles y llegó a una verja. Tras meterse la pistola en el cinturón, a la espalda, la escaló con agilidad. Saltó al otro lado, se movió entre los matorrales tropicales decorativos y se dirigió a una mansión mediterránea aún más grande.

Las luces de seguridad empezaron a encenderse a su alrededor, y el Comandante maldijo su mala suerte por encontrarse en un enclave con tantas medidas de seguridad. Hubiera sido mucho mejor encontrarse en un barrio de chabolas, o en una calle abarrotada donde pudiera perderse entre el gentío. Cogió una piedra del jardín y la lanzó contra la luz del garaje que tenía al lado, rompiéndola y haciendo que volviera la oscuridad.

Pudo oír lo que parecían ser una docena de pecaríes en la carretera, que dejaban de lado el accidente en la piscina de al lado para concentrarse en la verja correspondiente a su situación actual.

Maldición.

Rodeó el garaje, dirigiéndose al patio trasero, abrió de una patada la puerta de una verja y se encontró cara a cara con un grueso encargado de seguridad que empuñaba una linterna. El hombre se estaba abrochando una cartuchera.

El Comandante le golpeó con el puño en el plexo solar, y continuó con un golpe con el borde de la mano en la garganta. Luego lo derribó con una zancadilla. La linterna cayó sobre las piedras pavimentadas y se apagó. El hombre jadeó en busca de aire, mientras el Comandante sacaba la pistola de la cartuchera. Retiró el seguro y colocó el arma contra el ojo derecho del encargado.

—¡Las llaves del coche! ¿Dónde están las llaves?

Los ojos del guardia de seguridad se abrieron espantados de par en par. Señaló al garaje, intentando hablar. Finalmente, croó:

—La caja de la pared…

El Comandante lo dejó inconsciente con un golpe y lo empujó para que rodara hacia la piscina.

¡Maldición! ¿Y si aquí hay también vídeovigilancia?

Había sopesado los riesgos. Si lo dejaba vivir, el tipo denunciaría el robo, y él podría acabar detenido en cualquier control policial. Y fuera como fuese, necesitaba deshacerse de todos los testigos.

Corrió hacia el garaje y abrió la puerta de una patada. Pronto encontró las luces y vio que había tres coches dentro, dos cubiertos con hules y otro no: un Chevrolet Camaro plateado del sesenta y nueve con las franjas negras de un coche de carreras. Había una caja fuerte en la pared, y el Comandante sintió que su furia aumentaba cuando descubrió que estaba cerrada. La apuntó con la nueve milímetros del guardia y disparó una, dos, tres veces. Finalmente la abrió y localizó las llaves del Camaro.

Mientras tanto, fuera había todo un pandemónium. Parecía que todos los pecaríes de la zona habían llegado a la mansión y lo estaban buscando por todas partes. El Comandante se calmaba por segundos. Estaba entrando en terreno familiar. El trabajo de campo tenía sus recompensas, y los subidones de adrenalina eran una de ellas.

Subió al Camaro y se puso el cinturón. Puso en marcha el coche, que dejó escapar un rugido. De repente, Boston empezó a sonar por los altavoces: «Don’t look back». Subió el volumen, volvió a revolucionar el motor, y advirtió que había unas gafas de sol en el bolsillo de su chaqueta. Se las puso. Tal vez no lo protegieran por completo de las luces láser, pero ayudarían. Pulsó la apertura de la puerta en el visor y salió rugiendo de allí, los neumáticos chirriando.

Encontró a tres pecaríes esperando en el camino de acceso fuera del garaje: arrolló al primero y lo lanzó dando vueltas hacia la fuente. Mientras los láser se centraban en él, giró ciento ochenta grados y escapó por el jardín trasero. Allí, aplastó el costado de otro pecarí que intentó lanzarse bajo el coche y atravesó con el Camaro la verja trasera. Logró llegar a la playa.

Pudo ver a una docena de potentes láser de color verde siguiendo los movimientos del coche que se deslizaba de lado, se enderezaba, y luego empezaba a correr por la playa hacia tierra firme. Por lo irregular de la arena, supuso que las motocicletas perderían la ventaja de la velocidad, tal vez ni siquiera podrían virar. Subió la música mientras entre los árboles, a la derecha, aparecían destellos. Las balas repiquetearon en la carrocería del coche y trizaron uno de los cristales de las ventanillas.

¿Agentes humanos también?

—¿Eso es todo lo que tenéis, hijos de puta?

Pisó el acelerador y continuó, viendo cómo las luces de las casas que asomaban a la playa quedaban atrás.

Continuó durante casi ocho kilómetros, alcanzando en ocasiones los ciento noventa kilómetros por hora mientras corría por la playa nocturna lo más cerca del agua que se atrevía. Le sorprendió no ver ni una sola persona. Los ricos desde luego tenían una extraña idea de qué hacer con una playa.

Pero tarde o temprano se quedaría sin isla, eso lo sabía. Y sólo había una forma de salir de ella, y con toda seguridad estaría protegida. Así que no podía ir por allí. El hecho de que no hubiera llegado la policía le decía que había en marcha una operación importante para eliminarlo. Algo se había filtrado. Sólo pensar en ello lo volvía loco. ¿Cómo lo habían localizado?

Por lo que recordaba, había otra isla en la barrera no muy lejos al sur, separada de ésta por una estrecha cala. Continuó hacia el sur, y pronto se encontró recorriendo las dunas de los bajíos. Redujo la velocidad del coche y se mantuvo pegado a la costa.

Ahora se estaba internando en una oscuridad total. Con los faros apagados, sólo tenía la luz de las estrellas para ver. Mantuvo los ojos fijos en una brújula luminiscente que el propietario había instalado en el salpicadero. Rumbo sur.

Pronto vio luces de casas lejanas por delante y, casi sin darse cuenta, por poco se lanza a la estrecha caleta que separaba la franja de arena en la que se hallaba de la otra isla, quizás a unos ciento cincuenta o ciento sesenta metros de distancia.

Puso el coche en punto muerto, apagó la luz del techo, y luego se quitó los zapatos y se bajó. También se quitó la chaqueta y empezó a limpiar las huellas digitales del coche y las armas. Era un poco tarde, pues seguro que había dejado huellas por todas partes, pero no le vendría mal. Todavía tenía que apoderarse de los vídeos de vigilancia. Empezó a pensar en los nombres de los agentes que podrían encargarse de eso.

Encontró una caja de herramientas en el maletero del Camaro. Puso el coche en marcha, y luego se levantó del asiento del conductor con cuidado mientras soltaba el embrague tras haber depositado la caja de herramientas sobre el acelerador: el coche salió disparado hacia la caleta y pronto se internó en el agua, hasta que embarrancó y fue desapareciendo a medida que se hundía.

Recogió sus zapatos, los ató y se los colgó al cuello, se metió las pistolas en el interior de la chaqueta y empezó a nadar hacia la otra orilla, mientras del coche seguían brotando burbujas. El agua estaba sorprendentemente fría, pero no le pareció que la hipotermia fuera un problema a esa distancia.

Nadó con tranquila determinación hacia la otra orilla. A mitad de camino se deshizo de ambas pistolas y siguió nadando. Unos cuantos minutos más tarde llegó a un puñado de rocas al otro lado. Se tendió en la oscuridad, descansando, escuchando las olas chocar contra las piedras.

Contempló el cielo nocturno estrellado desde este lugar en las sombras. Algunos de sus contratistas estaban muertos. Habría que sustituirlos. Algunos planes generalizados habían caído en manos del enemigo, pero podría haber sido peor. Sí, el enemigo sabría ahora que preparaban algo en el Medio Oeste, pero no sería ninguna novedad para ellos, ¿no?

Lo importante era que estaba vivo. De hecho, no se había sentido así de vivo desde hacía años. Recordó las noches que había pasado en las junglas sudamericanas. Eran algunos de los recuerdos más vivos que tenía. Eso sí que era vivir.

Contempló el campo de estrellas en el cielo.

Y de repente vio un objeto oscuro y alado que se deslizaba por el aire sin hacer ningún ruido.

Tienen drones de vigilancia. Volvió a ponerse en alerta y agarró sus cosas. Corrió descalzo por la playa hacia un malecón que sobresalía del agua. Se dirigió hacia allí; los tablones de madera se acercaban más y más, hasta que finalmente llegó a las vigas y empezó a apartar arena para hacer un agujero y esconderse bajo el paseo. Podía oler el alquitrán, las colillas y la mierda de perro, pero siguió cavando.

Oyó los potentes motores de las motocicletas y los camiones diésel que se acercaban. Empezó a echar arena tras él con los pies, ocultando su presencia. Sudaba copiosamente mientras se escondía. Entonces oyó botas con tacones de acero que se acercaban por el paseo. Docenas más corrían por el asfalto a cada lado. Los motores de las motocicletas latían al fondo.

Las pisadas se detuvieron cerca de su escondite. Pudo ver sombras cerca, entre las tablas, y oyó las voces de los hombres.

—El coche está en el agua al otro lado. Ha cruzado hasta aquí.

—Un chapuzón muy corto.

—¿Cómo dieron con él?

—Escaneando unas huellas dactilares en las cerraduras de las puertas. Loki lanzó la base de datos biométrica del Edificio Veintinueve a la red oscura. La gente ha estado insertando

bots de programas en todo tipo de sistemas durante meses.

Una risa.

—Lo pillaremos. Ahora no hay ningún lugar en el mundo donde pueda esconderse.

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