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Madrid. Sede del Centro Nacional de Inteligencia. Departamento de Cifrado.

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Pedro Puig no estaba en su despacho. Un capitán de la Guardia Civil ocupaba esa mañana su sillón.

—El señor Puig no está, Inspector. Está de viaje.

En la jerga policial «estar de viaje» venía a significar que el requerido estaba realizando alguna misión de varios días. No era un lenguaje muy complicado.

—Entiendo… ¿Norte?

—No, no… —El oficial negó con la cabeza y señaló con el pulgar hacia abajo—… Sur…

—Entiendo. ¿No ha dejado nada para mí?

El capitán buscó en los cajones y sacó una carpeta azul de gomas con un papel naranja adherido a su portada.

—¿Rafa?

Perteguer asintió y cogió la carpeta.

—Gracias, capitán.

La intrincada letra de Pedro decía lo siguiente:

«Buenos días, impostor. El texto es, como era previsible, de La Divina Comedia. Aunque en esta ocasión ha hecho un apaño y ha añadido frases propias. Se ve que en original Dante no va por el infierno pidiendo dos millones de euros a nadie. Los versos auténticos pertenecen al comienzo de la obra por lo que no encierran significado alguno (adjunto informe). En cuanto al análisis caligráfico, hemos comprobado que todos los manuscritos están hechos por la misma persona, de eso no hay duda; pero necesito un manuscrito de Fuster y otros sospechosos para que comparen la escritura. Procuraré estar en Madrid antes del 18 a las 18 (qué paradójico). Espero que para entonces Dante haya regresado con Caronte; y que Pat, Emilio y tú me invitéis a unas cañas. Por cierto. Te recomiendo la lectura del libraco del gordo de Fuster. Sus comentarios son, a mi juicio, incongruentes, pero la Comedia en sí es magistral. Agur».

Así era Pedro, capaz de llevar una investigación criminal, una operación militar y elaborar un comentario crítico del libro de un catedrático de literatura al mismo tiempo sin despeinarse. Pero la carta tuvo un inesperado efecto. Perteguer se lamentaba de no tener algo escrito de puño y letra por Fuster, cuando Fuster mismo les había regalado un libo firmado y dedicado. Todavía no era demasiado tarde…

18 horas del día 17 de agosto de 2002. A 24 horas del momento marcado por Dante para dar su siguiente sacudida al valle de lágrimas que nos había tocado habitar. Todo eso contando con que «IL poeta» siguiera su plan divino para acabar con el mal en el mundo y embolsarse de paso 2 millones de euros en comisión de servicios.

Perteguer se encontraba de nuevo frente a la puerta del piso de Patricia. Sintió un escalofrió al pulsar el timbre. Esperó unos segundos, pero nadie abrió la puerta. Ella no estaba allí. Se sentía abatido. Esperaba que hubiera vuelto. Los fantasmas regresaron a su cabeza. Sacó un manojo de llaves del bolsillo de su chaqueta y abrió la puerta de la casa, que seguía oliendo a cerrado. Todo continuaba aparentemente igual que cuando él la visitó días atrás. Tampoco había cartas nuevas: ni en el buzón ni bajo la puerta.

Cerró la puerta y caminó hasta el salón. Buscó de nuevo en la frondosa librería que Patri tenía sobre el televisor y halló lo que buscaba: una edición en latín y español de la Divina Comedia. Era un ejemplar enorme, con tapas de cuero marrón y letras grandes y vistosas. Entre sus páginas no había insertada ningún papel o nota, así que abrió el libro por donde le interesaba: Canto XXX de la cantiga I. Precisamente la que «avisaba» del accidente que habría de producirse en pocas horas en un taller de falsificadores.

Encendió un cigarrillo y tomó asiento en un pequeño sofá del salón, mientras comenzaba a leer la comedia.

«En el tiempo en que, airada por Semele, arde en Juno el furor que hacía el Tebano…».

Se levantó y buscó de nuevo en la librería, y extrajo de ella un tomo de enciclopedia. Buscó «Semele».

«Semele era una joven tebana, amada por Júpiter, de quien engendró a Baco. Juno, celosa, no solo la persiguió a ella, sino a toda la raza de los tebanos».

—Tebas… Grecia o Egipto… ¿Un falsificador griego? ¿Uno egipcio?

Siguió leyendo muy despacio, y tardó poco en detenerse: «loco vióse Adamante». En la enciclopedia explicaba que era el rey de Tebas, a quien Juno volvió tan furioso que, encontrándose con Ino, su mujer, que llevaba de la mano a sus dos hijuelos Learco y Melicerta, la creyó una leona, y se puso a gritar: «Tendamos la red». Y agarró a su hijo Learco y lo arrojó en unas peñas. Luego su mujer Ino se arrojó también con su hija Melicerta. La mitología griega resolvía de una forma realmente drástica sus problemas de pareja. Hoy por hoy gastarían una fortuna en psicoanalistas. Y casi siempre era culpa de una mujer…

Continuó su lectura y conoció a Hado, Hécuba, Polixena, Aretín… y de ninguno de ellos sacó nada en claro; ya había invertido casi dos horas en la lectura y se dio por vencido: tan solo había leído y comentado dieciocho tercetos, menos de la mitad de los que componían el trigésimo canto del primer libro. Encendió su enésimo cigarrillo y entró en la cocina en busca de un vaso de agua. Lo que estaba claro es que Dante no pretendía ser descubierto

a priori, sino «entendido»

a posteriori. En los casos anteriores había relacionado el crimen con elementos casi accidentales. ¿O es que era habitual encontrar una gran esfera de acero en un casino?

—No… tiene que ser más fácil…

Tenía la extraña sensación de que Patricia lo sabía; sabía que iba a ocurrir y dónde. Pero no había dejado ninguna pista. Y por más que le daba vueltas y vueltas no hallaba ninguna relación entre el poema y la investigación.

—«Virgilio conduce al lector a través de todos los senderos, al fondo de los cuales contemplarán las lacras que merecen arder dentro del fuego eterno».

Ya eran las ocho y media. No había avanzado nada y el tiempo se agotaba. Si el loco que había organizado ese macabro plan pudiese haberlo visto en aquel momento, derrumbado, la cabeza escondida entre sus manos que aún sujetaban un cigarrillo consumido, se hubiera frotado las manos. Sentía una impotencia enorme por tener en sus manos la clave y no saber descifrarla. ¿Qué camino hubiera seguido Pedro en su lugar? ¿Y Patricia? En ocasiones la manera de resolver un problema se nos antoja más complicada que el propio problema en sí. Los acertijos clásicos se basan en un enunciado desconcertante que nos aleja de la solución más obvia. Una vez resuelto parece ser más sencillo de lo que era en un primer momento, e incluso provocan en la persona que ha sido retada a descifrarlo una ligera sensación de desencanto: «Pero si era facilísimo». Es la mentalidad humana la que prefiere centrarse en un resultado peregrino y sorprendente antes de reconocer la solución más sencilla, elemental y próxima, que paradójicamente, es despreciada en un primer impulso. Así pues, Perteguer tomó la decisión de leer de nuevo los treinta y ocho tercetos sin retorcerlos, simplemente tomándolos como el autor los presentaba, a la caza y captura de la obviedad más tonta que ningún niño pasaría por alto. Y es que los niños eran las criatura más observadoras del planeta sin ninguna duda. Y allí estaba. Bien claro lo decía el papel.

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