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Madrid. Calle Gran Vía.

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Carlos Mouton circulaba con tranquilidad en su flamante BMW por la Gran Vía madrileña. Mareas de gente discurrían por las aceras de la arteria madrileña, circulando en un sentido y en otro, entremezclándose ejecutivos, vagabundos, estudiantes, carteristas, barrenderos, prostitutas, policías… y formando un conjunto semoviente mezcla de mil culturas, razas y religiones. Parecía que en los primeros años del nuevo milenio, Madrid se iba convirtiendo en esa villa cosmopolita, con sus pros y sus contras, a la que aspira toda ciudad moderna. Paseando por sus calles uno se encontraba metido en una de esas canciones de Sabina o Antonio Flores. Los neones de cines, bares y

sex-shops; los grandes cartelones de los teatros; las luces de los automóviles atascados en ese coágulo que es Callao; el Gran almacén por excelencia controlando la zona desde su posición de respetado privilegio… En definitiva, todos los elementos que dotaban a la calle de identidad propia. Salvo por el calor de la noche, agosto no se diferenciaba de cualquier otro mes. Madrid ya no tenía vacaciones.

Mouton llegó, no sin dificultad, a la recoleta glorieta de Bilbao, castiza y hermosa, pero muy ajetreada como para ser contemplada con detenimiento. Algunas fachadas de la zona merecían, pese a los andamios, unos segundos de atención. Los comercios echaban ya el cierre y decenas de personas realizaban en ambos sentidos los distintos recorridos entre las bocas de Metro y los semáforos de la plaza. La fuente observaba cómo los coches giraban en derredor suyo. Había mucha gente en las terrazas de la zona, especialmente en la de un famoso café de los de antaño, esquinado con Fuencarral.

Al otro extremo de la glorieta, el BMW se había detenido en doble fila frente a un cajero automático. Su ocupante salió del vehículo y atravesó la acera, esquivando a un vagabundo que había dejado de tocar la flauta para pedirle un cigarrillo. Insertó la tarjeta, tecleó su número secreto y extrajo dinero.

Entonces ocurrió. La onda expansiva hizo estallar los cristales de los comercios de aquel arco de la plaza, y barrió la acera de viandantes. El potente estruendo ensordeció a todos durante unos instantes. La imagen, a los que estaban alejados, tan solo les enmudeció. El coche de Mouton terminó su breve ascenso a los cielos y volvió a caer al asfalto envuelto en llamas. El tráfico se había detenido. Algunas personas se incorporaron y corrieron a atender a los heridos.

Cuando el Samur llegó al lugar de la explosión, apenas unos minutos después, comprobó con alivio que las consecuencias del incidente no habían sido tan fatales como cabía de esperar; ninguna persona había resultado muerta ni herida de gravedad. Tan solo tuvieron que atender a tres mujeres con heridas leves —cortes y magulladuras de poca importancia— y a un ejecutivo de una importante compañía de seguros que sufría un ataque agudo de ansiedad.

Una periodista de Telemadrid relataba a sus oyentes las últimas incidencias aproximadamente una hora después de lo ocurrido:

—Afortunadamente, la mínima cantidad de explosivo y el blindaje del automóvil evitó que la carrocería de este sirviera de metralla. Miembros de la brigada de explosivos de la policía, los Tedax, afirmaron que el coche-bomba contenía menos de la mitad de lo que se suele emplear en atentados similares, por lo que las consecuencias han sido menos graves de lo que se temía en un principio. En estos momentos una grúa municipal está retirando el automóvil empleado por los terroristas mientras los servicios de limpieza urgente del ayuntamiento acondicionan la plaza, que según el alcalde, será abierta de nuevo al tráfico en menos de una hora.

Mientras, Carlos Mouton fumaba nervioso en el interior de un furgón policial.

—Ha tenido suerte. Iban a por usted.

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