Fortuna

Fortuna


IV

Página 19 de 37

Cerró los ojos, presa de algo que le ardía y no podía apagar. Entonces, se sintió besada por él, acariciada por él, y se retorció sobre la esterilla que le había sido otorgada como cama, plena de cierto espíritu culposo. También, de un delicioso placer.

 

* * *

 

A la sexta noche la luna continuaba ahí. Era como una especie de guiño que algo auguraba. Sucedió el mismo saludo, el mismo intercambio de palabras sin entender y los mismos pasos sobre el camino de tierra. La misma inquietud y la misma alegría. Las mismas dudas y preguntas. Las mismas ganas de matarlo y de abrazarlo. La misma culpa y el mismo placer. Sólo que algo cambió.

Fue un error y un deseo, que se juntaron al mismo tiempo. Fue algo muy simple y complicado. Meshicayotl intentó abrazarla. Se le fue a la piel y a la boca, con ganas de hacerla suya.

Fue una acción rápida e inesperada. El guerrero acometió con el mismo arrojo de quien libra una batalla. Estaba acostumbrado a tomar lo que quisiera, y la bella lo sintió en carne propia, aprehendida en un abrazo burdo y que la había tomado por sorpresa.

La muchacha se batió a la defensiva. Luchaba por zafarse de aquel embate vigoroso que lo mismo podía haber sido de animal que de hombre. Rehuía su boca, que buscaba enseñorearse en su cuello y en el comienzo de su pecho.

Fortuna soltó un trajín de patadas que buscaban herir las partes innobles de su atacante. Le gritaba que la soltara, que la dejara en paz, y lo hacía acompañada de escarnios y maldiciones, intentos de no ceder ni un ápice ante aquella barbarie.

La luna, ese guiño indiferente, atestiguaba en silencio aquel forcejeo.

Ambos cayeron al suelo, en medio del polvo y de la hierba. Fue ahí, al caer, en un breve descuido del guerrero, que Fortuna tuvo la oportunidad de asestarle un cabezazo artero. Fortuna le dio de lleno con el filo de la frente entre la nariz y el pómulo. Fue su único remedio a la injuria y al grave daño que se avecinaba a su honor y a su persona. Meshicayotl recibió el golpe, y al sufrirlo en pleno rostro, sintió cómo la vista se le nublaba, y cómo algo de su fuerza se anulaba. Aflojó el embate y el músculo, cosa que Fortuna aprovechó para deshacerse de su abrazo. Empujó de manera furiosa y con desprecio al mexicano. Al hacerlo, le arrebató el cuchillo de obsidiana.

Meshicayotl se percató de aquel despojo. Manoteó, en un intento por agarrar el brazo de Fortuna, pero era tarde. La muchacha se había puesto de pie y blandía el cuchillo con malas intenciones.

 

* * *

 

El gusto le duró poco a Fortuna. Un grupo de leales a Meshicayotl se apersonó, y con prestancia de guerreros acostumbrados a la muerte, la amenazaron con dejarla clavada de saetas si no se rendía.

La muchacha dudó qué hacer. Si hundirse el puñal en su propio cuerpo, a la altura del corazón, o lanzarse en contra de aquellos indios con la ilusión de morir en plena lucha, en un lance digno de su estirpe de amazona.

Respiró hondo. Sabía que, de morir, extrañaría muchas cosas del mundo, y entre ellas, los caballos, meter los pies en el mar, los besos bien dados, la comida de su madre, el amor cuando era bueno y el aroma de la lluvia cuando se anunciaba a través del viento. Algo en ella se removió con terrible inquietud.

Temía a la muerte pero tal vez era hora de enfrentarla. Alzó el cuchillo y lo colocó en su pecho. Pudo sentir su filo rasposo y el frío de la oscura piedra.

Meshicayotl daba voces a sus guerreros de no disparar. Ella entendió al contrario, que eran órdenes de ejecutarla. Se decidió por el desenlace definitivo. Preparó el arma para tomar su vida.

—¡Fortuna!

Fue el mexicano quien la llamó. La muchacha se sobresaltó. Estaba sorprendida de escuchar de tal manera su nombre. Era como regresar a una patria querida tras un periplo de horrores.

—¡Fortuna! —repitió el guerrero. La bella no pudo evitarlo. Le agradó el sonido de Castilla y de su nombre en boca de aquel varón.

Meshicayotl se acercó y se arrodilló ante ella. Se descubrió el pecho. Golpeó sus pectorales. Fortuna comprendió que le ofrecía su sangre, que le hacía señales tiernas pero exactas de que fuera a él a quien le clavara el puñal.

La bella estaba enojada y con ganas de vengarse. Entrevió la oportunidad y se le antojó como un último lance. Moriría después, sin duda, pero antes tendría que matarlo. Empuñó el arma dispuesta a dejársela en el cuerpo al mexicano. Hizo un remedo de ataque pero el guerrero ni se inmutó. Fortuna dio un respingo de asombro. Se recompuso y lo miró de frente, retadora. Meshicayotl aceptaba su suerte y respondió con sumisión a aquel talante. Algo en Fortuna la alentaba a cumplir pronto su destino. Algo en ella, sin embargo, la forzaba a desistir. Escogió el sitio y se decidió por el cuello. Ahí provocaría la muerte de su agresor. Preparó la cuchillada y se abalanzó sobre el hombre.

No pudo hacerlo. Al momento del lance algo en ella se arrepintió. Desvió la furia del cuchillo, y en vez de clavárselo en el cuello, le cortó levemente en el comienzo del hombro. Fue un corte leve, un mero roce sin demasiado dolo, que despertó un claro hilillo de sangre. Meshicayotl, entonces, reaccionó. Sujetó de las muñecas a Fortuna y la obligó a soltar el cuchillo. Ella lo hizo sin apenas protestar. Él quedó pálido, avergonzado y patidifuso. Ella, con cara de enojo, de tristeza, de incertidumbre. Cayó de rodillas y no pudo más: comenzó a llorar. Lo hizo desesperada y triste, a la manera de una niña.

 

* * *

 

Meshicayotl llegó acompañado de un grupo de sus leales. También de dos hombres, o lo que quedaba de ellos.

Estaban atados con los brazos en la espalda. Su rostro era de miedo. Se les notaba hambrientos, tensos y fatigados. Sucios. También olorosos. La piel pegada al hueso y retacada de moretones. Simples guiñapos, eso eran. Se trataba de tascalas, capturados días antes. Fueron empujados al interior de la choza. Lo hizo un grupo de guerreros ataviados como pajarracos. Los sometieron a golpes e insultos, sin importar la violencia. Fue tal el empujón y la afrenta, que aquellos dos cayeron al suelo con la indiferencia de un fardo, con la fragilidad de quien sabe que lo ha perdido todo y nada merece la pena.

Fortuna se sobresaltó. Meshicayotl ni siquiera la miró. Se le advertía digno, distinguido. Llevaba en el hombro la indudable herida del día anterior. Habló con su voz de jerarca, la que imponía el orden, la sumisión y el silencio. Se dirigió a los prisioneros, no a la bella.

Fueron palabras severas e incomprensibles. Ese idioma de extranjero que a la muchacha le provocaba lo mismo un notorio recelo que un furtivo encanto.

Algo en ella se atiesó. Apretó la mandíbula y los puños. Fortuna creyó llegada su hora. Retrocedió uno, dos pasos, y elevó en silencio una oración. Lo sabía: aquellos salmos no servirían de mucho, pero los invocó, de todas formas, y por si hiciera falta, los coronó con una rápida persignada.

Los guerreros águila azuzaron a sus prisioneros. Los alentaron, más que a abandonar su actitud de muertos en vida, a traducir. No dejaban de empujarlos, de darles de catorrazos y de hacerlos temblar con sus voces hostiles y altisonantes. Soberbios y abusivos, los tomaban con fuerza por donde los llevara el antojo, de la quijada, de los cachetes, de los cabellos, y les picaban las costillas, sin dejar de hostigarlos con palabras de amenaza, a fin de que abrieran la boca como se les ordenaba.

Por fin, uno de ellos se atrevió a proferir algo.

—Que lo perdones —escuchó su voz.

Fortuna no daba crédito. Sus oídos la engañaban o el indio hablaba en castilla.

Meshicayotl volteó a ver a la muchacha, una suerte de aprobación y de esperanza reflejada en el rostro.

—Que lo perdones —escuchó al otro hombre, que temblaba y se mostraba por completo descompuesto en un claro rictus de angustia.

Meshicayotl volvió a tomar la palabra.

—Que lo perdones. Que te ofrece su vida —tradujeron.

La muchacha estaba muda y tomada por sorpresa.

—Toma ese puñal y mátalo —le dijeron.

El guerrero desenfundó con ceremonia el arma. Bajó la cabeza y, con una reverencia, se la ofreció a la bella.

Fortuna volvió a dar un par de pasos atrás. No sabía qué pasaba, continuaba asustada y a la defensiva. Negó con la cabeza, lo rechazó.

—No, no —la muchacha sólo atinaba a murmurar, sin entender nada.

Meshicayotl retornó a parlar en su lengua, ese discurso incomprensible, que era como el de una soberbia ave de presa en medio de un paraíso perdido. Hablaba con voz recia y los otros dos traducían.

—Es un guerrero imbatible —dijo uno.

—Y temido —comentó el otro.

—La única derrota que ha conocido es ante tu sonrisa.

—La vida es breve, dice, y más breve sería sin tu presencia, que es como el sol cuando hace frío, como un río sin su cantar.

Fortuna enrojeció.

La lengua de los prisioneros trastabillaba, se detenía en recordar las palabras, o la mejor forma de decirlas, y se escuchaba rasposa y plena de dudas e imperfecciones. Aun así, Fortuna entendía. No sólo eso, se asombraba. Su rostro, al escucharlos, era como si presenciara un milagro.

Mexhicayotl continuó:

—Te entrego mi sangre, la gloria de mis batallas, los días de hombre que me quedan, mi paso de sombra por el mundo...

Se acercó a ella y le ofreció una pulsera de oro. Explicó, a través de las dos lenguas que llevaba:

—Era de mi madre, la que continúa en todas partes. Me heredó la risa y el gozo por los anocheceres. Me dijo: engrandece a tu pueblo. Sé un caballero, no un patán. No te emborraches, no prometas en vano, no te olvides de temer a los dioses, no cometas injusticias. Me aconsejó, no severa sino con amabilidad: la vida es para cantar y para divertirse. Para hacer el bien. Sé un tigre y una flor, me dijo. Busca una mujer que te alegre el alma. Búscala, y cuando la encuentres, no importa si es princesa o plebeya, si su sangre es de la que late en la profundidad de nuestros corazones o no, y entonces dile que eres el mejor de los hombres, que le das lo mucho y lo poco que eres, que le das tu vida de mortal, lo que los dioses dispongan que dure, y que ante ella haces a un lado tus macanas y tus escudos. Búscala, y cuando la encuentres, dale este brazalete y luego cúbrela de besos y de promesas. Haz de ti un refugio y una fuente de caricias.

Meshicayotl se acercó a la muchacha y buscó su mano. Ella lo permitió, porque así se lo dictó la supervivencia. Aun así, cuando sintió el brazalete, estuvo a punto de rechazarlo. Miró fijamente al guerrero. Éste le buscaba una sonrisa y ella se la negaba. Fortuna lo pensó mejor. Aceptó el presente y lo encerró en su puño. Se dio cuenta, entonces, que sentía una especie de incendio en la cara. La inundaba un curioso rubor. Además, sollozaba.

El guerrero le acarició la mejilla. Lo hizo con la amabilidad del enamorado. La reacción de la bella no se hizo esperar. De nuevo, como si esquivara una puñalada, evadió aquella caricia. Lo hizo al igual que el abrazo de la noche anterior. Volvió a retroceder, cautelosa. Quedó en guardia y atenta a cualquier peligro que la acechara.

—Te quiere de mujer —le dijeron.

—De su esposa ante todas las divinidades —agregaron.

—Salva tu vida, muchacha.

—Y salva la nuestra —le pidieron.

Meshicayotl se dirigió al séquito de soldados que lo acompañaba. Dio una orden y uno de sus capitanes se apresuró a cumplirla.

No tardó mucho en regresar. Traía consigo un envoltijo que le entregó entre respetuoso y solemne.

—Esto es tuyo —tradujeron los tascalas.

Meshicayotl se lo puso en las manos a Fortuna. Ésta lo sostuvo sin saber de qué se trataba. Tampoco sabía qué hacer.

—Ábrelo —le pidieron.

Fortuna desenvolvió una suerte de tela de color ocre, hecha con fibras rugosas y duras. Lo hizo con cautela, como quien teme una celada.

Su rostro se iluminó.

—Son tus pertenencias —le dijeron.

—Así te encontraron esa noche, con esa mochila, ese escudo y esas armas.

Fortuna no pudo más. Sintió que se desplomaba vencida por la fatiga, el miedo y la sorpresa. Sacó fuerzas de flaqueza y se mantuvo de pie. Meshicayotl, que notó el titubeo, acudió a sostenerla.

—Estoy bien —dijo ella, y los tascalas tradujeron.

La muchacha desdeñó las armas. Abrió la mochila. Lo hizo con apresuramiento, ávida de conocer su contenido. Su rostro se iluminó. Ahí estaba su

thwab. Lo extendió. Lo admiró como si se tratara del más preciado tesoro. Lo olió, lo estrujó contra ella y, sin más, se lo metió por la cabeza. Lo escurrió en su cuerpo hasta ponérselo.

Se sintió protegida. De pronto, escuchó un relincho. “¿Un relincho? No es posible”, pensó. Ahora sí, el oído la embromaba.

—El brazalete —oyó que le decían.

Meshicayotl mismo trató de decir en castilla esa palabra: “Braza-le-te”, tartamudeaba. Lo hizo no sin pasar evidentes apuros, desde su amorosa dedicación y gallardía.

—Póntelo —le pidieron.

Meshicayotl la miraba con ternura y la instaba a engalanar su muñeca con aquella joya. Fortuna no hacía caso.

Llevar puesto el

thawb la alentó a ser quien era. Ahí, en el envoltorio había quedado su daga de procedencia tunecina, el redondel de madera y la afilada espada. Le bastaba agacharse, y por obra de un movimiento rápido y atrevido, empuñar las armas. Sometería al guerrero. Le pondría el cuchillo listo para cortar su garganta y ordenaría que le tradujeran: “¡Que me dejen libre o lo mato!”

Estaba a punto de hacerlo, cuando Meshicayotl retomó la palabra.

—Te tengo un regalo —le tradujeron.

Meshicayotl se acercó a la puerta, comunicó algo a alguno de sus capitanes y luego mandó llamar a la muchacha.

—Ven —le dijo en la lengua de Castilla.

A una orden suya todo mundo salió de la choza, incluidos los traductores.

—Ven —le repitió y le ofreció su mano y una amable sonrisa.

Fortuna escuchó, ahora sí con claridad, el asombro de un relincho.

Afuera, un caballo bramaba y hacía vibrar el suelo con su andar de encabritado.

La muchacha olvidó las armas y se lanzó afuera a contemplar ese milagro. Su corazón se aceleró, pero con la inquietud de las cosas buenas y maravillosas, no del peligro.

Se asomó. La claridad del día la golpeó suavemente.

Se encontró con un caballo joven, apenas de mediana alzada. Su porte era el de un rebelde. Bufaba y relinchaba, incapaz de admitir las sogas con que se intentaba domeñarlo. Sus cascos hacían retumbar el mundo entero. Sus bufidos eran de hartazgo por estar sujeto a una soga, no de miedo. Su cabeza se erguía altiva. Era de color negro lustroso. Su piel brillaba. Sus músculos sobresalían en las ancas y en el pecho.

Hubo una exclamación de asombro cuando el jamelgo se alzó en dos patas y relinchó a todo lo que daba, rebelde a sus captores.

Los mexicanos lo miraban azorados, admirados de tal portento de bestialidad.

—¡Cuervo! ¡Cuervito! —lo reconoció la muchacha.

El caballo escuchó esa voz y algún eco familiar le ha de haber resonado en la memoria, porque se apaciguó por un momento. Cabeceó, en un intento por descifrar aquel sonido. Resopló y se revolvió intrigado. Después se calmó y dio unos pasos en dirección de Fortuna.

 

* * *

 

A Fortuna no le cupo ninguna duda. Aquel caballo era el Cuervo, el potrillo que había nacido a bordo del

Santa María de los Remedios, en su viaje a Cozamal. El mismo que se había perdido en los bosques de Tascala. Lo había imaginado extraviado para siempre, capturado y destazado por los indios. Ahora lo tenía frente a ella, en sus narices. ¡Cuánto había crecido! Era un ejemplar hermoso y fuerte.

Fortuna le hizo voces de apaciguamiento. Le habló quedo, despacio, bonito.

El caballo se mostró reacio. Después se tranquilizó. Fortuna se puso frente a él. Le acercó la mano. Lo hizo amorosamente, cuidadosa de no asustarlo. El Cuervo se movía inquieto. Poco a poco, aceptó la caricia. Lo hizo con una especie de reverencia, como si encontrara a su dueña. La muchacha lo acarició del cuello y del lomo.

—¡Es tuyo! —se escucharon las voces de los traductores.

—Meshicayotl te lo regala —dijo uno de ellos.

El guerrero mexicano se aproximó a la bella. Se puso de rodillas, bajó la cabeza y le dijo:

—Cualtzincíhuatl, mahuizticcíhuatl...

—Mujer bella. Mujer maravillosa —le tradujeron.

Fortuna se recargó en el caballo, lanzó un suspiro convertido en sollozo e hizo algo que nuevamente no había hecho en años: llorar...

Ahora, un día después de aquel llanto y aquel regalo, montaba al Cuervo. Lo hacía con denuedo y elegancia. Tenía a los indios boquiabiertos. Y a Meshicayotl, ni se diga. La contemplaba con gusto y con arrobo. Admiraba su valor y pericia para domar a la bestia. La vio azuzarla, hablarle con cariño, cabalgarla como si se tratara, jinete y jamelgo, de un ser único y maravilloso. Por la mañana se le había aparecido con viandas y con más regalos. La vio ataviada con el brazalete de su madre y eso le gustó. No medió palabra entre ellos pero no hacía falta. Había miradas, recelos, complicidades, agradecimientos. Le llevó aparejos de montar, sustraídos de los caballos muertos durante la pasada batalla. Fortuna intuyó su procedencia pero optó por callar. Se los puso con prestancia al Cuervo y lo montó.

Anduvo un buen rato sobre la bestia. Trotó, cabalgó, le hizo saber quién le jalaba o le soltaba la rienda. Le gustó ser observada por Meshicayotl. De alguna manera sus cabriolas, sus respingos, sus habilidades con el caballo, eran para su propio contento y también para él.

Remontó una colina y desde ahí, con una brisa salobre despeinándole los cabellos, contempló el lago y la ciudad. Se hallaba en una de sus orillas, en tierra firme, supuso que al nororiente. Rememoró los estragos de la lucha de huida, la oscura noche, el lodo y los gritos. Se supo de nuevo prisionera, al capricho de sus captores. Pensó en escapar, ahora que podía hacerlo a todo galope. Observó de reojo a los arqueros que la vigilaban y sopesó sus oportunidades. ¡Por supuesto que podía salir bien librada de sus flechas! Sin embargo, una duda la detuvo: no saber si, de toda la gente de Ispania, era ella la única con vida. La posibilidad de que así fuera la entristeció y mudó sus planes. Bajó del caballo y regresó a pie hasta donde estaba Meshicayotl. Le pidió:

—Déjame a los tascalas. Quiero conversar en mi lengua...

Los tascalas tradujeron sus palabras. Meshicayotl escuchó con semblante adusto. Terminó por acceder, sabedor de que, de todas formas, sin importar lo que tramara, la muchacha no podría escapar de su custodia.

Esa noche, Fortuna comenzó a interrogar a los tascalas.

—¿Qué saben de mi gente?

Los tascalas guardaron silencio.

—¿Están a salvo en alguna parte?

Éstos se mantuvieron impávidos, mudos. No que no entendieran, no que les faltara conocimiento de aquella lengua, sino que no se les escapó la causa de tal interrogatorio. De tal forma, temieron abrir la boca y dar información que los tuviera por traidores. Fortuna no se dio por vencida.

Cambió de tenor a cuestiones más triviales. Los fue envolviendo en los encantos de su idioma y de ella misma. Sonrió, los entretuvo, les contó maravillas de las ciudades españolas, de las mujeres españolas y sus bailes, y dos o tres cuentos aprendidos de su abuela.

Cuando terminó, ya eran suyos.

—¿Y mi gente? —volvió a preguntar.

Los dos hombres se voltearon a ver entre sí. Por fin, uno de ellos tragó saliva y se atrevió a hablar.

—Los pocos que se salvaron, huyen con rumbo a Tascala.

—Pero no llegarán —advirtió el otro.

Se hizo un silencio en el que Fortuna los azuzaba a seguir con la mirada.

—Se encamina a su encuentro un gran ejército —dijo uno de ellos—. La consigna: matarlos a todos.

 

* * *

 

Fortuna lucía el brazalete.

El naciente sol de la mañana lo hacía refulgir como una sonrisa. Lo llevaba en su muñeca izquierda, impecable en su carácter de símbolo y abalorio.

Se echó a caminar sin temor alguno. Empezaba a amanecer. Los sonidos de la noche se apagaban, también las estrellas. Suspiró. Se dio cuenta de que la vida le gustaba. Llevaba puesto el

thwab, que refulgía cual si se tratara de un errante fantasma. Iba armada de sus utensilios de guerra. Llevaba en el rostro una sencilla y hermosa determinación. Se encaminó hacia el corral de ramas y piedras. Se introdujo hábil, sin ruido, hasta que llegó junto al Cuervo. Lo tomó y acarició del cuello, para calmarlo. El caballo apenas y resopló con algo parecido al beneplácito.

El Cuervo ya estaba ensillado. Había engañado a los indios. Les había dicho que lo mejor para domarlo era que dejaran los aparejos de montar en su sitio. Meshicayotl, en su orgullo de guerrero, se había imaginado encima de él, manejándolo a su antojo. Cuando Fortuna le pidió dejarlo con la silla y la brida puestas, él accedió, incapaz de intuir la treta que se fraguaba.

Fortuna lo pensó bien. Tras la charla y el interrogatorio con los tascalas, pudo hacerse de un plan. Las agallas ya las tenía. Estaba decidida a lo que fuera. Lo que la vida o la muerte le tuvieran deparado, que sucediera de una vez.

Trabar conocimiento de la verdad, de que un grupo de su gente se hallaba con vida, la alentó. Eso, y el peligro que estaba por abatirse sobre ellos. Un peligro inminente y grave. Ese peligro tenía un nombre: Otumba. Era como escuchar, en sus oídos, el revolotear de un ave de mal agüero. “Otumba”, repetía la palabra y se frenaba por el miedo de invocar algún demonio.

Debía darse prisa, pues no tenía tiempo para más.

Salió decidida a enfrentar su sino. La madrugada la favorecía con su juego de sombras y el advenimiento de un nuevo día que presagiaba lo mismo libres avatares que malhadados infortunios. En el corral estaba atenta a ruidos y celadas. Se escondió detrás del jamelgo, para evitar ser vista en caso de que el guardia despertara.

Así, bajo el signo de lo furtivo y del sigilo, avanzó hasta la salida del corral. Levantó unas ramas y se subió al Cuervo.

Se sintió libre y poderosa. Era como si, de pronto, los más anhelados de sus sueños se convirtieran en realidad. Respiró hondo, cual si se tratara de la última vez que le fuera permitido. Quiso gritar: “¡Santiago, y a ellos!”, pero lo pensó mejor, no era una buena idea y prefirió el silencio. Se acomodó bien en la silla, miró hacia el horizonte cuál sería su rumbo, picó al Cuervo en las costillas y emprendió la huida a todo galope.

Cuando se dio la voz de alarma, ya era tarde. Fue una anciana que lavaba ropa la que gritó. Vio cabalgar a Fortuna. No cabalgaba, más bien parecía volar, por la rapidez con que el Cuervo se desbocaba a toda carrera.

Fortuna miró hacia atrás y la invadió cierta nostalgia. No quiso apesadumbrarse, ni darle más peso a ese sentimiento y se dedicó a cabalgar, a no ser vista, y si lo era, a no ser alcanzada por una flecha o una pedrada. Quienes la vieron, juraron haber visto un espíritu maligno y chocarrero. Un niño lloró y otro no pudo evitar orinarse del miedo. Los ancianos lo tuvieron como una mala premonición. Los guerreros atribuyeron el hecho de que ninguna de sus saetas llegara a hacerle mella a sus indudables poderes maléficos. Se preguntaban qué clase de ser era ése, con la virtud casi de lo alado, con la calidad del espanto, con el misterio de lo divino. No parecía ser de la estirpe de sus enemigos, pues no le brillaba armadura alguna. Tal vez el fantasma de alguno de sus muchos muertos en la última batalla. Tal vez una nueva amenaza para sus tierras y para sus vidas.

La muchacha llevaba el

thwab. Lo llevaba puesto con todo y capucha. Se internó en un bosque y ahí descansó junto al caballo. Bebieron agua de un arroyo. El Cuervo se dedicó a comer hierbas mientras Fortuna, sentada sobre una piedra, hacía lo mismo con unos tamales de pavipollo que había guardado para no pasar hambre en sus correrías. Temblaba de la emoción. Temía la fatalidad, pero se hallaba a gusto en esa libertad recobrada, haciendo lo que le placiera. Le gustaba estar ahí, a merced de sí misma, entre los árboles y las laderas. Observaba con renovado afán su entorno, algún pájaro posado en la rama, el pulular de los insectos y la manera como la brisa lo mecía todo, hasta el zacate. Si algo le afectaba era la sensación de haberse perdido. Era territorio hostil y desconocido. Llegó a dudar de la veracidad de las instrucciones. Temió que los tascalas la hubieran engañado, que la hubieran hecho incursionar en territorio de gigantes o de dragones. Temió, asimismo, no llegar a tiempo para alertar a su gente del ataque que se les vendría encima.

Retomó la marcha.

Salió a descampado, para mejor orientarse. Debía viajar al sur-oriente. Observó la sombra que el sol hacía de ella misma montada a caballo, y tras meditar por algunos momentos, intuyó su camino. Avanzó como a tientas, incapaz de asegurar si estaba en lo cierto. Marchó a trote por un terreno llano y seco. Árboles aislados, nopaleras y magueyes constituían el magro panorama. El polvo se levantaba a su paso y temió ser descubierta, a campo abierto como se hallaba. Rehuyó poblados y caseríos. Volvió a descansar bajo la sombra de un árbol de pequeños frutos rojos. El Cuervo resoplaba, molesto por el calor. Ella, ataviada con su

thwab, apenas si sudaba. El sol comenzaba a caer a plomo. Debía ser alrededor del mediodía, a juzgar por lo poco que se alargaban las sombras.

Algo a lo lejos llamó su atención. Entornó la mirada para ver mejor. Incluso utilizó una mano a manera de visera. Los tascalas le habían dicho: “El templo que parece montaña”.

Ir a la siguiente página

Report Page