Fortuna

Fortuna


IV

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Volvió a montar al Cuervo y hacia allá se encaminó. Su guía era una especie de monte que sobresalía entre la llanura de polvo y árboles. Arribó a lo que le pareció una ciudad abandonada, un conjunto de templos bajos y chatos a ambos lados de una calzada interminable. “La ciudad de los gigantes”, recordó el decir de uno de los tascalas. Fortuna sintió un escalofrío, lo mismo de admiración que de espanto. Imaginó demonios y monstruos que la habitaban. Se asombró con las representaciones de una serpiente emplumada que se multiplicaban en los templos, coloridos de rojo, de azul y de verde. Temió que una serpiente enorme fuera la reina de tal sitio, y que le saliera al paso, y que la engullera. Avanzó por la calzada solitaria. Ni un alma, sólo el ulular del viento por entre las construcciones y sus callejuelas.

El propio Cuervo parecía nervioso. Avanzaba, ligeramente encabritado, a punto del respingo. Fortuna le jaló la rienda y lo mantuvo bajo su mando. Se detuvieron frente al monte que le servía de guía. No era un monte en sí, sino, sorprendentemente, una enorme mezquita de indios. Nunca, en toda su vida, la muchacha había visto algo semejante. Ni la más grande iglesia o castillo se asemejaba a aquello. Era grandioso e imponente. Trató de calcular su altura y terminó concediendo que la vocación de aquel templo era alcanzar el cielo. Estaba recubierto de tierra en casi su totalidad, pero por aquí o por allá era posible distinguir sus laderas hechas de dura piedra y una maltratada escalinata que se elevaba hasta su cima.

Volvió a ponerse la mano en forma de visera para observar mejor aquella cumbre. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Rodeó la mezquita y escogió el sitio menos empinado. Azuzó al Cuervo y lo hizo subir por una de sus laderas. No fue un ascenso sencillo. El caballo, a la mitad del camino, mostró signos de cansancio. Bufaba y resoplaba con gran denuedo, debido al esfuerzo. Por fin, llegaron a la cima. Había ahí restos de lo que parecía una vivienda, el techo caído y los muros destrozados. La muchacha jaló aire y trató de recuperar el aliento.

Miró a su alrededor. Se sintió maravillada de encontrarse en aquel sitio, el más alto de todos. La piel se le enchinó al sentirse en aquellas latitudes, el mundo por completo a sus pies. Sus ojos se entretuvieron en observar la llanura. Por ahí había venido, coligió el rumbo. Por allá el lago y la urbe de ensueño y pesadilla de los mexicanos. Era un país inmenso, se dijo, no sin admiración. Caminó hacia el lado opuesto para ver lo que escondían aquellas regiones. Se encontró con el mismo terreno llano, polvoso y erizado de pirules y magueyes.

Entre aquella visión, algo llamó su atención. Se trataba de una polvareda que resultaba enorme. No le parecía obra simplemente del viento, sino de algo más. Aguzó la mirada, reflexionó sobre aquello y concluyó: eran dos ejércitos en el momento de enfrentarse.

 

* * *

 

Así lo vieron quienes pelearon: el monte y la llanura parecían nevados, de tantos guerreros con su túnica blanca de combate. Verlos todos juntos, tan bien ordenados, tan grande su número, era de obligado espanto y de persignarse. La flor de México y de Tezcuco, ahí se encontraba, y la de los muchos pueblos alrededor del lago. No bastaba con que fueran eternamente azuzados en su huida, ya con gritos, ya con pedradas, ya con flechas. Desde lo de Tacuba, donde se hizo el primer recuento de los fallecidos, y a todo lo largo de su trajinar, los mexicanos no dejaban de asolarlos. Les gritaban: “Allá iréis donde no quede ninguno de vosotros con vida”, y ahora entendían el porqué.

Ese día, un 14 de julio, los corredores de campo que se habían adelantado para cerciorarse de la seguridad del terreno regresaron a todo galope y con malas noticias. Los campos estaban llenos de guerreros mexicanos, aguardándolos. Cuando lo oyeron, bien que se extendió el temor y también las santiguadas, no para provocar desmayo o retirada sino para prepararse a defender lo que les quedaba de vida.

—A vengar nuestras muertes y nuestras heridas —pidió el capitán general.

Él mismo venía herido de un brazo. Le habían amarrado el escudo para que no lo soltara. Así, montado en su caballo, descompuesto el rostro por el dolor y la fatiga, no dejaba de arengar a sus tristes soldados.

—Los de a caballo, a media rienda, y no se paren a lancear sino que den con sus lanzas en los rostros hasta romper sus escuadrones.

Hubo rezos y encomiendas a Dios, a Santa María y al señor Santiago.

Bernal se persignó y preparó sus armas. López llevaba una espada algo derruida y un martillo con los que podía hacer daño. Olía, y olía recio, a sudor añejo y concentrado. Y también tenía hambre, y mucha. Los pies, ampollados. La esperanza, un poco vencida.

Era un ejército de tristes y remendados. Remontaron una breve colina. Apenas conquistaron su cima, desde ahí contemplaron aquella visión de guerra que se les avecinaba.

Fue Bernal el que imaginó un campo nevado y el contraste de la blanca nieve con el rojo de la inútil sangre derramada.

Los mexicanos fueron los primeros en atacar. Gritos e injurias fueron sus armas.

—¡Oh, cuilones! —les gritaban, en su altanera forma de decirles afeminados.

—¡Oh, cuilones, y aún vivos quedáis! —vociferaban.

Usaron sus tambores, cánticos y chirimías. Parecía como si una avalancha se les viniera encima. Miles de guerreros mexicanos avanzaron en apretada formación con sus escudos y sus macanas. Los españoles se estremecieron al pensar que les llegaba su hora. Los tascalas fueron los primeros en envalentonarse. Respondieron a las injurias e hicieron sonar con enjundia sus armas contra sus rodelas. Los perros, alborotados y furiosos, ladraron. Los jamelgos parecían a punto de encabritarse.

—Llénenlos de estocadas, sáquenles las entrañas —ordenaba algún capitán.

Los de a caballo estuvieron listos. Se formaron de cinco en cinco. La orden era atacar y salir, atacar y salir. Así se hizo, en disciplinado ataque.

—Que Dios sea servido y escapemos con vida —gritó Cristóbal de Olí.

Él, junto con Gonzalo de Sandoval, Juan de Salamanca, Gonzalo Domínguez y el mismísimo capitán general, fueron los primeros en atacar.

Respiraron hondo. Se ajustaron la armadura. Se acomodaron en sus jacas, les picaron los ijares y se encomendaron a sus santos y a sus armas. Entraron y salieron, respondieron con sus lanzas y se dieron a la retirada, pero ninguno de sus esfuerzos parecía dar fruto. Por más que alanceaban, por más que buscaban hacer daño, por más vísceras que atravesaran, los mexicanos se multiplicaban, haciendo vano su arrojo y poniendo cada vez más en peligro sus vidas.

Una enorme tolvanera se levantó. El viento la llevó hasta el sitio del encuentro. Fue una batalla entre el polvo y la sangre. Sangre rústica, noble, antigua, valerosa, breve y esforzada, infructuosa. Cuerpo a cuerpo, se trenzaron los dos bandos. Unos y otros no dejaban de combatir como bragados varones. Las armas hacían resonar las armaduras, que chirriaban, atronaban y tintineaban, reverberantes al rayo del sol. El albo atavío de los mexicanos se llenaba de tierra y se salpicaba de púrpura. Algunos caían de bruces y otros de rodillas o de lado. Otros se mantenían de pie, resistiendo el embate de la furia y de la venganza. Algunos herían, otros mataban. Todos hacían del mandato supremo, continuar con vida, su más clara divisa.

Bernal estaba en medio de tan temerosa y rota batalla. Andaba revuelto entre sus compatriotas y los mexicanos. Qué de cuchilladas y estocadas daba. Era diestro para el embate y la defensa. Tenía en alta estima su cuerpo, y, aunque envuelto en cicatrices como todos, ninguna era de considerarse, hasta ahora. Injuriaba, maldecía, con cada nueva estocada. Una vez por poco y lo sorprenden, una lanzada que alcanzó a ver de reojo y que pudo esquivar para evitar el daño. Se esmeró en defender a los suyos, pero también los vio sangrar o morir sin remedio. López se le juntó como quien se encomienda a un santo. Bernal era soldado de muchas peleas y él más hecho a los serruchos y a las maderas que a las hazañas de armas. A López sí le agarró la tembladera a la hora de saber del ejército que tenían adelante. Aun así, no tenía de otra y luchaba. Se esmeraba en sobrevivir como mejor pudiera, ahora agachándose ante algún mandarriazo, ahora en actitud escurridiza ante la daga, ahora él mismo haciendo daño con su martillo, su herramienta de carpintería convertida en artilugio de combate. Estaba todo polvoriento y salpicado de sangre. Pensaba, no sin un toque funesto, que había sobrevivido a la noche triste, pero que de ésta quién sabe si escaparía.

El combate se traducía en polvo, ayes, tambores, relinchos, tintineos, sangre, puñaladas, sudor y relinchos. Los perros rugían y peleaban a mordidas. Dos de ellos fueron pasados a cuchillo, sus cuerpos pisoteados y luego levantados como trofeo de guerra. ¡Qué valientes mexicanos!, ¡cuánta voluntad mostraban! Tanto unos como otros apechugaban su cansancio, se olvidaban de las heridas y ponían redoblado esfuerzo en la lucha.

—¡Eh, señores, que hoy es buen día para vencer! ¡Tened esperanza en Dios, que saldremos de aquí vivos para algún buen fin! —los alentaba Gonzalo de Sandoval, montado en un caballo de buena pinta.

Los de jamelgo y lanza se arrepujaban contra los batallones de indios, lanzándoles la bestia cual si se tratara de un demonio de cuidarse. No pocos quedaron bajo sus patas, cubiertos de coces.

Los mexicanos tenían, también, buenos capitanes. Lucían impecables con sus penachos multicolores y sus rodelas de madera y plumas. Eran gente de alcurnia para la batalla. Daban voces de mando y eran de los primeros en arremeter contra el enemigo. Muchos de ellos se lanzaban en contra de los tascalas. “¡Traidores!”, los llamaban en su lengua y les escupían en el rostro antes de matarlos.

El caballo del capitán general recibió un macanazo en el hocico que le destrozó la mandíbula y le tiró algunos dientes. El dolor era tan grande que tiraba de coces, desesperado. Así rompió costillas y fracturó cabezas de propios y extraños. Cuando pudo calmarlo, el capitán general desmontó y subió a otro jamelgo. El suyo quedó a cargo de un paje, pero fue tanta su dolorida furia, que se encabritó de tal forma que terminó liberándose de la rienda y le dio por embestir sin ton ni son a quien se le pusiera enfrente.

Los tascalas no se quedaban atrás en eso de batallar. De no ser por ellos, hacía mucho que los de Ispania hubieran sucumbido. Se batían con bizarría, presas de rencillas añejas y orgullos nacionales. Los españoles, mientras tanto, resistían. Los seguía acompañando la suerte de las costumbres mexicanas. Sus embates no eran de obligada muerte sino de aprehensión. Buscaban no matarlos sino prenderlos para conducirlos al sacrificio frente a sus dioses. No que algunos no hubieran muerto, pero había ocurrido más por desatada cólera o por error, porque la consigna era tomarlos con vida o lo que de ella les quedara después de las heridas.

El paisaje era una tolvanera y una planicie salpicada de magueyes. Ahí se luchaba con prisa y con denuedo. Pero la fatiga comenzaba a reinar, los brazos estaban cansados de tirar estocadas, las piernas hartas de sostener el esfuerzo de la vida, y todo comenzaba a parecer vago y perdido. Las fuerzas de los mexicanos eran superiores. De nada valía el alarde de hombría ni las ganas de sobrevivir. Llegó un momento en que por el hartazgo o por la fortaleza enemiga, los españoles comenzaron a ser dominados. Las órdenes no se obedecían. Las filas no se cerraban. Los estoques pesaban como yunques. No había más flechas para las ballestas.

“Que la muerte me llegue, para acabar con esto de una vez por todas”, pensó López, por completo asoleado y desfalleciente. “Yo, que he visto mil batallas, aquí termina mi vida de soldado”, se resignó Bernal.

 

* * *

 

Se tiraban los últimos, postreros mandobles. Los perros habían dejado de ladrar, y sólo gruñían, como amilanados, o aullaban, lamiéndose las heridas. Todos, hasta los caballos, estaban fatigados.

La victoria estaba decidida. De un momento a otro sucumbir sería la norma, porque ya no había ánimo, ni prisa, ni pulmones, ni brazos ni piernas, para seguir luchando.

El sol había hecho mella. A plomo, como si se tratara de una fragua, así era su calor y su peso en la coronilla. Los que ostentaban armadura eran los que más sufrían. Agua, hubieran ofrecido su alma por un poco, para refrescarse. El hambre ya la habían olvidado, inmersos en el fragor de las armas. Algunos tosían, con el polvo acumulado en las narices y en la garganta. Otros aún vociferaban, pero con actitud más de dementes que de arengar a la batalla.

Los españoles resistían en un compacto grupo, protegidos en sus flancos por secos y espinosos magueyes. Hasta ahí los habían llevado el combate y la supervivencia. Era un sitio de defensa natural, en medio del llano. Estaban en la cima de una plana y muy somera loma, lo que les permitía aguantar mejor las arremetidas de sus enemigos. Los tascalas los rodeaban, protegiéndolos de la furia de los mexicanos. Pero también sus aliados estaban cansados. Muchos no podían sostenerse ya de pie y eran atravesados por las lanzas o destrozados sus cráneos por las impecables macanas.

Los cuerpos de los muertos se hallaban esparcidos sobre aquella región de sequedad y tolvaneras. Unos y otros se confundían, pues ya no había nacionalidades ahí, ni creencias, ni amores pasados, sólo cadáveres rotundos e indudables. Algunos pajarracos de buen tamaño habían comenzado a revolotear, atraídos por la sangre y las entrañas que asomaban de fuera, y sólo esperaban el momento justo de lanzarse al rápido festín de la rapiña.

De pronto, alguien dio un grito:

—¡Santiago! ¡El señor Santiago!

Era un soldado de a pie, que vociferaba como si una alucinación le sometiera el poco juicio que le quedaba en la cabeza.

—¡El Señor Santiago! —repitió, y apuntó hacia algún punto en el horizonte.

Ahí, donde les señalaba, aquellos indolentes que se arriesgaron a una pedrada o una cuchillada por voltear a ver el motivo de tales exclamaciones se encontraron con el milagro.

Un jinete más parecido a un fantasma o a la aparición de una divinidad cruzó el llano. Dejaba tras de sí una polvareda, y no se explicaban bien a bien cómo lo hacía, pues casi podían jurar que las patas del jamelgo no tocaban el piso y más bien parecía volar que correr por las tierras yermas.

Así, con la virtud del rayo, la voracidad de una serpiente que ataca, atravesó el campo de guerra, aún dominado por los mexicanos.

Éstos le abrieron paso, ya sea porque sintieron su espada en sus cabezas y en el lomo o por puro asombro, pues los había atacado desde su retaguardia, donde juraban que no podía encontrarse ninguno de sus malditos adversarios. La turba incluso dejó de luchar, sorprendida por tal aparición, que les parecía surgida de lo inexplicable, de la nada.

El Cuervo bufaba por el esfuerzo de correr a todo galope y eso ahuyentaba más a los mexicanos. Sus belfos destilaban espuma, sus ollares resonaban con furia, el tupé lo llevaba levantado al capricho del aire y sus cascos hacían retemblar la tierra. Fortuna, enfundada en su

thwab, refulgía al rayo del sol. Su blancura deslumbraba. De lejos, no parecía tener sino una figura acaso humana pero informe. Algunos de los hombres aplicaron el canto de sus manos a su frente, como viseras. No lograron ver sino lo que su imaginación les ordenaba.

—¡Santiago! ¡El Señor Santiago! —se multiplicaron las voces.

Algunos cayeron de rodillas y se pusieron a rezar. La guerra se detuvo. Fue un momento de pasmo, extraño e inexplicable.

Fortuna se acercó a prudente distancia. Detuvo al Cuervo, frenándolo casi en seco. Los mexicanos rehuyeron su encuentro y se alejaron, temerosos y llenos de pasmo. El polvo se levantó, lo mismo que algunas expresiones de aturdimiento. Ella y el jamelgo se sintieron escudriñados, los ojos de todo el mundo puestos en aquella aparición que algo tenía de ominosa y también de afortunada.

Algo en su muñeca izquierda brillaba cual si se tratara de un pequeño sol.

La muchacha le picó los ijares al rocín, le jaló con fuerza la rienda e hizo que el jamelgo diera un respingo. El Cuervo se alzó en dos patas, giró para mantenerse en equilibrio y desde ahí su amazona arengó a sus compatriotas.

—¡Santiago, y a por ellos! ¡Santiago, y cierra Ispania! —gritó.

No bien lo hizo, azuzó al Cuervo para emprender el galope de nuevo. Atacó. Lo hizo ella sola, sin esperar a nadie que la secundara. Se dirigió a una cerrada formación de mexicanos y los espantó, dispersándolos en desbandada, no sin antes mandar a mejor vida a dos o tres de aquellos hombres.

Los españoles recobraron el aliento. Vociferaron con coraje y con agradecimiento y se lanzaron de nuevo al combate.

—¡Santiago, y a por ellos! —era su proclama, dicha con voz ronca pero con toda enjundia.

La batalla se reinició con renovadas fuerzas. Los mexicanos, sorprendidos aún por aquella aparición, que relacionaban con algún dios foráneo y acaso maligno, se retraían sin saber qué hacer. Los españoles, en cambio, se encontraban ahora muy confiados en el milagro. Sin duda, para ellos, aquél era Santiago, el defensor de Ispania, el hijo del trueno. Así que renovaron las esperanzas, se olvidaron de la sed, el calor y la fatiga, y se defendieron con mayor brío. El capitán general se imaginó el legendario combate de Clavijo, que parecía perdido y gracias a la intervención de Santiago terminó con la victoria, y se sintió de plácemes, sabedor de que desde el cielo la balanza tendría que inclinarse a su favor. Así había ocurrido en Centla, donde tornaron una mala pelea en un triunfo indiscutible. Ahí, también, había ocurrido esa aparición, la del señor Santiago. “¿Por qué no ahora?”, se respondía con una pregunta. Le dejó de doler la cabeza, atolondrada por una marrullera pedrada, se ajustó las cintas de su armadura, se acomodó en su caballo y se puso de nuevo a repartir órdenes.

—¡A cubrir ese flanco, diantres, que parecen unos mozalbetes en lugar de soldados de alcurnia! —gritó con energía.

Después se puso frente a sus hombres y dispuso:

—¡Los de a caballo, conmigo!

Siguió los pasos de Fortuna en eso de diezmar a los contrarios. Ayudado por la robustez y furiosa carga de los caballos, atacaba en formaciones de cinco en cinco. Servía para abrir sus formaciones y obligarlos a desperdigarse en grupos fácilmente vulnerables.

En muchas ocasiones cabalgó hacia la muchacha. Intentó acercarse a ese jinete, al que llamaban Santiago. Si lo era, ansiaba bienamistarse con él, agradecerle su providencial aparición. Si no lo era, le daba curiosidad confrontarlo, reconocerlo, saber si era gente de este mundo o del otro. Estaba preparado para espantarse o para venerarlo. Pero Fortuna le rehuía, no a propósito sino porque así lo mandaba la marea de esa guerra. No podía permanecer de pie en ningún sitio, inerme como quedaría a alguna flecha o una artera pedrada. Iba de un lado a otro repartiendo estocadas.

Los mexicanos, pasada la sorpresa, rehicieron sus filas.

Fortuna, en un momento de breve respiro, ocupada como estaba en matar y que no la mataran, observó que los guerreros volteaban a ver hacia algún lado, y que una vez que lo hacían, atacaban de un modo o de otro, ahora una lluvia de flechas, ahora combatir por algún flanco. A lo lejos notó un grupo de vistosos estandartes y a una comitiva lujosa y pudiente. Los estandartes se colocaban de tal forma que a la muchacha le pareció un sistema de señales. Desde ahí se les comandaba en batalla. Se acercó y vio a un rico señor, llevado en andas por medio de una opulenta litera. Penachos y otros símbolos de poder acompañaban a ese capitán en su séquito. Estaba rodeado de una escolta y una caterva de tamborileros.

La muchacha se acercó al capitán general y a los suyos y llamó su atención por medio de señas. Volvió a levantar al Cuervo en dos patas. Al hacerlo, el caballo relinchó con entusiasmo.

La vieron. Ella señaló hacia el espléndido séquito y emprendió la marcha a todo galope. Se abalanzó en contra de la comitiva. Fue un ataque suicida, que por poco le cuesta la vida. Apenas pudo esquivar una lanza que buscaba su pecho. El Cuervo fue herido en un muslo, nada grave, pero fue un lance que motivó su dolor y su rebeldía. El caballo se encabritó. A Fortuna le costó trabajo mantenerse en la silla. Daba de coces, lo que por lo menos ahuyentaba a sus atacantes y sus intenciones de hacerle daño. Por fin, bien apretada con sus piernas a la grupa, logró dominarlo.

—¡Ea, señores! ¡Rompamos por ellos y no quede ninguno de ellos sin herida!

Tal fue el grito que Fortuna escuchó tras recuperar el mando de su cabalgadura.

Vio entonces al capitán general y a cinco de sus hombres abalanzarse con desbocada cólera contra aquel jefe de los mexicanos y sus escoltas. Fue tal la rapidez de su lance, y el hecho de estar todos sus enemigos pendientes de cómo herir y prender a Fortuna, que lograron vencer sin mucho apuro la resistencia. Con su caballo, Alonso de Ávila pasó por encima a dos guerreros, que quedaron feamente aplastados por los trepidantes cascos. Cristóbal de Olí dio sus buenos mandobles y dejó feamente cortados a algunos. Gonzalo de Sandoval derribó a un portaestandarte y se hizo de patadas desde su caballo con algunos guerreros que intentaban asirse de él y bajarlo para hacerle mala obra. El capitán general llegó hasta el señor de los mexicanos y, con la habilidad de un ducho para la caballería y la guerra, le tiró un golpe de espada directo a la cabeza. El jefe de los adversarios se agachó, así que fue el penacho el que sufrió las consecuencias. Al esquivar el lance, perdió el equilibrio y cayó al suelo. No le dio tiempo de nada, pues Juan de Salamanca, que andaba montado en una inmejorable yegua overa, atravesó con su lanza a aquel principal.

Fortuna presenció cómo, una vez que aquel gran señor cayó muerto y sus insignias fueron abatidas, los mexicanos cayeron en un enorme estupor e hicieron cara de desgracia. Era como si el cielo se les hubiera caído encima. Los jinetes aprovecharon tal momento para matar a cuantos tuvieran enfrente. Se escuchó uno como lamento colectivo y los enemigos aflojaron su batallar. Los tascalas aprovecharon para atacar. Estaban hechos unos leones, y con sus cuchillos y montantes y otras armas que ahí apañaron se batieron bien y muy esforzadamente.

Hubo gritos de júbilo, pues ahí donde se percibía la inminente derrota, la suerte se había volteado y la victoria se alzaba para los desesperanzados.

—Gracias, Dios, por habernos dejado escapar con vida de tan gran multitud de gente... —decía uno de los soldados, por completo azorado y fatigado.

Fortuna misma lucía airosa y satisfecha. De pronto, a sus espaldas, escuchó un grito:

—¡A mí, auxilio!

Y otro más:

—¡Amparo para nosotras, que nos matan!

Eran voces femeninas. Fortuna las reconoció. Se trataba de María de Vera, Elvira Hernández y su hija Beatriz, y otra mujer de quien no sabía su nombre pero a la que apodaban “la Persignada”. Eran llevadas presas, a punta de tenerlas bien sujetas, así como de empujones y golpes. En el piso yacía, en medio de un charco de sangre, otra de sus amigas. La muchacha no pudo reconocerla, de tan descompuesto como quedó su cuerpo. Azuzó a su caballo y se dirigió a liberarlas. No le importó que fueran muchos los guerreros que las custodiaban y zarandeaban. Las mujeres no dejaban de gritar y aquéllos de zaherirlas y darles de bofetadas. Rejegas, las mujeres se frenaban y entorpecían su verse de tal modo sujetas. Indiferentes, los mexicanos las molían a empellones y vituperios varios. La Persignada cayó al suelo y desde ahí se puso de rodillas en actitud piadosa y entonó una oración. No pudo finalizarla. Un leñazo dado con una macana la hirió de muerte y la dejó tumbada. Sus captores pasaron por encima de ella, pisoteándola.

—¡Malditos! —vociferó la muchacha—. ¡Les ha llegado su hora!

Fortuna llegó tarde. Nada pudo hacer antes de ver rodar a María de Vera, degollada por un cuchillo. La sangre le salió a borbotones, su cara se puso lívida y los ojos llenos de espanto. La muchacha les echó el caballo para acobardarlos, pero los mexicanos resistieron el embate. Algunos rodaron, empujados por el contundente golpe de pecho del jamelgo. La mayoría no se amilanó. Empuñaron sus armas y se dispusieron a bajar a Fortuna de su cabalgadura. Huían, pero antes de hacerlo se llevarían consigo ese trofeo de guerra.

A mandarriazos, a patadas, Fortuna se defendía. Estaba rodeada de decenas de indios que trataban de sujetarla, de tomarla de la silla o de las bridas, y de echarla con estrépito a tierra. El caballo, que intuía el peligro, se movía nervioso de un lado a otro, bufaba y repartía coces y dentelladas.

En uno de esos intentos por retenerla, la capucha del

thwab se deslizó hasta que la cabeza del jinete quedó al descubierto.

—¡Fortuna! —escuchó su nombre.

Elvira Hernández la había reconocido—. ¡Sálvame, Fortuna!

Fueron sus últimas palabras. La mujer cayó abatida a punta de dagas y lancetazos. Igual su hija, que quedó tasajeada en medio de vanos gritos de misericordia.

La muchacha se encorajinó. Repartió nuevas dosis de su espada, que surtieron efecto en los rostros y en las manos de sus atacantes. Estos se retiraron, asombrados y temerosos, sabedores de aquella desatada furia. Al alejarse, algunos en plena desbandada, se dio la oportunidad de escapar. El caballo obedeció la orden, y al tener espacio para ello, puso pies en polvorosa, lanzándose en una loca carrera para ponerse a salvo.

Fortuna iba bien enjinetada, las piernas apretadas a los costados del Cuervo, su torso inclinado hacia adelante para alentar el impulso del caballo. De pronto, escuchó un silbido y luego otro. Eran flechas que le pasaban cerca. Vio algunas que se clavaban en la tierra, como si se tratara de un alfiletero. Por fin, una la alcanzó y la hizo tambalearse. Fue un dolor rápido y agudo. Uno de sus brazos pareció paralizarse. Era el que portaba la espada. Ésta se le escurrió al suelo, incapaz de sujetarla. La vista se le nubló y sintió un extraño escalofrío. Al mismo tiempo, una de las saetas alcanzó al jamelgo en uno de los cuartos traseros. El Cuervo, a galope, no sintió en principio más que un incómodo piquete. Después, víctima del dolor, redobló su cabalgata. Fue puro instinto de supervivencia. Sabía que debía alejarse de aquel lugar de cólera y de muerte. La muchacha vacilaba en aquel galope furibundo. Su cuerpo parecía de trapo. Pasaba problemas para sostenerse sobre el caballo. La sangre comenzó a oponerse a la delicada blancura del

thwab.

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