Fortuna

Fortuna


VI

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Cuando el capitán general regresó de sus hazañas por comarcas enemigas, apenas bebió agua y reposó sus cabalgatas y hazañas por la vida, y se dirigió al solar de la zanja y los bergantines. Su satisfacción fue mucha. Contempló el avance y sonrió con malicia, porque todo empezaba a encajar en su afición de venganza. Él había hecho lo suyo. Errado o no en algunas estrategias, había apaciguado varios reinos y había ganado batallas que aumentaron su fama. El gran Guatenuca, que había sido nombrado rey de los mexicanos, con todo y lo poderoso que era, se quedaba sin ejército y sin aliados. Y ahora, por fin, el portento de aquellas embarcaciones, que le darían la habilidad para adueñarse de la laguna.

—Vivir para triunfar o perecer sin derrota —le dijo, pasándole el brazo para felicitarlo por su enjundia en la elaboración de los barcos.

Por supuesto, no todo eran buenas noticias. El propio capitán general lucía renqueante y tal vez lloroso. A cada nueva partida, al retornar, se le notaba más encorvado y añejo. A diferencia de él, muchos de los soldados no habían regresado, y los que lo hicieron, los bien heridos, sufrían con el aceite hirviente que les vertían para apaciguar las llagas, y los mal heridos, algo así como una treintena, no habían tardado en fallecer, dolientes, con dolor de costado y arrojando sangre cuajada.

Bernal, bien entrada la tarde, a las horas de dejar las herramientas del trabajo por las del descanso, se apersonó en el sitio de los esqueléticos bergantines, lo fue a saludar y lo hizo acompañado de Fortuna.

El carpintero no ocultó su satisfacción de saberla viva. Ella estaba algo altanera, animada por las recientes batallas. Se llevaba la mano a la altura del pecho para acariciar algo que colgaba del cuello y que resultó ser un diminuto pájaro disecado. Se le notaba más hembra y más hermosa, si bien sucia y rasgada de ropas, por el esfuerzo de las campañas pasadas. Había miradas entre ellos, dulces y elegantes, de reconocimiento del cuerpo y de las almas, pero sin duda atisbadas y discretas. Se repartió vino, recién traído de un barco que vino de Castilla y que los soldados habían comprado por el trueque de unos chalchihuites. Se había dispuesto una fogata y desde ahí se avivaban las llamas y las historias.

Bernal, que era culto más por curiosidad que por universidades, mostraba su sapiencia llana, sin los artilugios del pedante:

—En Italia, en las campañas lejanas, los cuervos, milanos y otras aves de rapiña seguían al ejército de una parte a otra, por causa de los despojos y muchos muertos que quedaban tras una muy sangrienta batalla. Así he juzgado que nos seguían tantos millares de indios, fieles a nuestra causa, pero ávidos de saqueo y de hartarse, como es costumbre de por suyo mala en estas tierras, de carne humana.

Una y otro contaron sus aventuras. Fortuna, de los enormes pedregones en el peñol de Yautepeque, que despeñaban unos enemigos desde las alturas de su imbatible fortaleza, galgas bien pesadas y derriscadas, que dando saltos de manera incierta y espantosa aplastaron a Martínez, un valenciano que no dijo ni pío; a un fulano de apellido Bravo, cuyos sesos quedaron regados en el empinado risco; a un esforzado soldado que se decía Alonso Rodríguez, bueno para encasquillar y emplumar las saetas, y a Gaspar Sánchez, que era sobrino del tesorero de Cuba. Bernal también estuvo, y la pasó mal, y se resbalaba so riesgo de quedar a expensas de las piedras. Mas, como era suelto de piernas y abusado, se protegió en unas socarrenas y cavidades, y advirtió del riesgo a cuantos pudo, hasta que se dio la orden de retirarse, porque no se podía subir más arriba sin la pena de caer rodando.

También hablaron de Tenayuca, que encontraron despoblado, una región de altas y bien labradas mezquitas. Ahí les maravillaron las sierpes que ornamentaban cual cancerberos escalinatas y cumbres, así como el silencio reverencial que por las noches insomnes se tornaba en preocupación y en sofoco. Contaron asimismo de la vela que le tocó en suerte hacer a la bella, en Suchimilco, y la aparición de un ejército de espectros que resultaron volátiles moscas de luz, a las que los letrados llamaban luciérnagas. De las arremetidas que sufrieron en ese pueblo de canales transparentes y jardines floridos, una granizada atroz de varas y ganas múltiples de hacerles daño, y los batallones de adversarios, plenos de encono y de repetidas cargas de asesinar lo que encontraran a su paso.

“De no saber que eran mexicanos los hubiera tomado por demonios”, dijo la bella con una voz como si se tratara de otro invento de la dulzura o de los cuentos de caballería cuando nombraban princesas lejanas. Ahí estuvo a punto de entregar el alma, no sin antes unas cuchilladas, el capitán general, al desmayar su caballo, que era el Romo, un castaño oscuro que además de gordo era holgado, no se supo si por el miedo o la fatiga, y a no ser por la enjundia de un tal Cristóbal de Olea, natural de Medina del Campo, que por ser el primero en ir a salvarlo, recibió tres estoques: uno en la espalda y dos muy feos en las costillas, que le costaron la vida. Tal acaecer sucedió junto a una acequia, con mucha zozobra de flechas y de piedras. También se apersonó un hidalgo de nombre Miguel Díaz de Aux, condenado a ser excesivamente bravo y a permanecer, por consigna, en el anonimato.

De no ser por él, que se batió con garra, se estaría contando otra historia, el capitán general enterrado a una santa profundidad de tres metros. Olea sacó la peor parte, por ser menos apto para la guerra. Fue una rebatinga esforzada y sangrienta, y el mencionado Olea no fue el único que derramó su sangre y desperdició su vida en aquella guerra que parecía perdida. Juan de Lara, Alfonso Hernández, a quien recordaban mal dispuesto para recorrer los caminos del mar, verde y pálido de vaivenes y de olas, y otros dos más cuyos nombres no atinaban a aparecer en su memoria, fueron prendidos y llevados al sacrificio, sus cabezas cortadas, al igual que los brazos, los pies y las piernas, y mostrados sus desmiembros en muchos señoríos, para mostrar el poderío de Guatenuca.

—La cabeza de Hernández fue lanzada por los aires hasta caer a nuestros pies. Una expresión triste en su rostro, como si navegara en un mar intenso —dijo Bernal—, y la gritería unánime de los indios que afirmaban en sus lenguas: “Así, vamos a matarlos a todos...”

Suchimilco no les hizo mucha honra, porque ni las cargas de caballería que tanto espantaban, ni las bien dispuestas dotaciones de ballesteros, a cargo del meticuloso Pero Barba, lograron nada, y antes de que llegara el desbarate, porque se encontraban solos y aislados en una plaza de peligro, porque los escopeteros se habían quedado sin pólvora, se dispuso la retirada, antes de que todos los poderes de México les cayeran encima y los hicieran un tieso cadáver.

Triste fue el camino hasta Cuyuacan, dos leguas de mucha vara y pedradas que les lanzaban, y la muerte de dos mozos de espuelas que por ser lentos de piernas, aunque uno haya sido nombrado Vendaval, más por sus locuras que por correr como el viento, fueron sorprendidos por los adversarios al hacer aguas.

—Hay malas muertes, y, para el caso, todas, pero si hay una que además es deshonrosa, es la que te encuentra con las vergüenzas de fuera y los pantalones abajo —dictaminó Bernal, no sin un tono alejado de lo serio.

Tras sus palabras, que entre que fueron bien y mal recibidas, hubo un silencio de los extraños, de esos como impuestos por el regaño, la pena o el fatigarse la boca de decir nimiedades. Tal vez fue debido a la memoria de tanto soldado de bruces por la desdichada muerte, o por el vino, que también entristece, o por la flojera de ser guerrero y el cansancio de andar por la vida con las armas y el fardaje, la rodela, el gorjal y el papahígo a cuestas, día con día, escaramuza tras escaramuza, y si bien había mucho que contar, se decretó una brevedad sin palabras, un mutismo sobrio de las gargantas, que aprovechó el carpintero. Él también tenía sus historias, acaso no tan buenas, pero eran suyas; y, además, quería deslumbrar a la muchacha.

El vino le soltó la lengua. De esta manera se apropió de la palabra y dijo:

—La noche era como ésta, oscura y sin el beneficio de la luna o las fogatas. Los vigías estaban dispuestos y se lanzaban el quién vive o la sarta de palabras convenidas entre cristianos. Le dio por el sueño a alguno de ellos, lo que es motivo de horca en estos tiempos de zozobra, pero hubo quien se adelantó y le ahorró el trabajo sucio al verdugo. El cuello le fue rebanado, y su pecho, pálido y lampiño de juventudes, le fue cosido a puñaladas por una turba de mexicanos que penetraron con ímpetu de sigilosas zorras a nuestras velas. Fue el azoro y la despertadera de muchos, yo mismo incluido, que soñaba con las dichas del amor cuando es bueno y la mujer cuando es mucha, y tras quitarnos las legañas y desperezar las piernas, corrimos a ver por qué tanto grito y por qué tanto quejumbroso alboroto. Uno de los barcos ardía. Recuerdo que me dolió verlo como tea, y sentí que agonizaba cual si tuviera vida y que se retorcía como si se tratara de un hijo horriblemente quemado. Las flechas zumbaban. Mientras unos de los mexicanos se dirigían con antorchas a las demás naos, los otros ejecutaban el poder de sus arcos.

”Ordené que trajeran agua a cubetadas. Yo mismo, sin importar las saetas, traté de evitar más daño. Me enfrenté a uno de esos adversarios, dispuesto a meterle fuego a otro de los bergantines. Lo derrumbé y arremetí contra él a puñetazos, patadas, mordidas y otras lindezas. Bastante era mi furia para matarlo. Así lo dejé, medio muerto, antes de que uno de los tascalas le atravesara la espalda con una daga. No supe si agradecerle o reprocharle su acción, que me dejó con ganas de estrecharle el cogote a aquel ingrato, que no tardó mucho en morir ahogado por su propia sangre.

”La voz de alarma cundió, y como más soldados llegaron, nos adueñamos pronto de la situación. Los mexicanos pagaron su osadía con la muerte. Entre nosotros también hubo muertos. Trece cadáveres inexpertos que nunca más contemplarían la dicha de los amaneceres. Dos especialmente me dolieron: Ramírez, el cojo, hombre bueno, si los hay, quien recibió el descalabro de una macana mientras llevaba agua para sofocar las llamas, y una de mis embarcaciones, que ardió sin remedio hasta quedar convertida en azogue, humo, cenizas. Una ruina incurable y desolada.”

El bergantín fue sustituido por otro. Pero, a falta de madera y tiempo para hacerlo conforme al modelo botado en el Zahuapan, Martín López tuvo que modificar sus planos y labró uno de igual calidad aunque de menor tamaño.

Cuando el capitán general lo vio, advertido del ataque en que pereció carbonizada una de sus embarcaciones, se mostró satisfecho con la hechura de los doce bergantines, y sobrio en su asombro y aceptación en cuanto al más pequeño.

—Mucho ruido y pocas nueces —le dijo al carpintero, más una ocurrencia que un regaño.

La ocurrencia fue escuchada por varios, que acogieron con beneplácito y una sonrisa tal aserto, y como la frase circuló embriagadoramente entre la soldadesca, una soldadesca aún dudosa, así, como el “Mucho Ruido”, empezó a ser conocido aquel barco.

—¿Y para cuándo los tendremos en el agua? —preguntó Bernal.

—Tan pronto como terminen la zanja, acaso en un par de días...

Fortuna se levantó a avivar la fogata. El nudo de la cabellera se le deshizo y su cabello se explayó feliz sobre sus hombros. Los que ahí estaban admiraron su belleza y se abstuvieron de hacer comentario alguno por cautela ante su reputación de indómita. El propio Bernal, animoso para las cosas de la carne, poseedor de muchas indias y dispuesto siempre a levantarle las faldas a cualquiera, no dejó de admirarla y de sentir cosquillas en la entrepierna. La muchacha se agachó y mostró el principio del pecho. Ninguno osó decir nada, pero ninguno tampoco se perdió de aquel contagio de la dicha. Al hacerlo, el colguije que llevaba en el cuello quedó como suspendido y ante la luz de las llamas brilló en dulces tonos iridiscentes.

Fue Martín López el único que se atrevió a preguntar.

—¿Y eso? —preguntó llanamente.

Fortuna se llevó la mano a aquel colguije, más que para ocultarlo, para protegerlo. Era la misma mano que albergaba el brazalete de oro de Meshicayotl. Miró con actitud de desafío al carpintero, como si hubiera escuchado una procacidad o una bravuconada. Sus ojos destilaban una furia antigua. Hubo quien atestiguó la escena y juró que estaba a punto de abofetearlo. Nada de eso sucedió. La bella reconoció la ternura, no la lujuria. Suavizó las facciones. Se convertía en mujer, más que en guerrera. Recordó aquel primer encuentro en la laguna, y cómo se tomaron de la mano al botar el barco al Zahuapan, y de su chaquetilla de sudor rancio en el frío. Dio unos pasos que eran como los de un tigre con rumbo a su guarida y él entendió una leve seña de seguirla. Bernal, que vio todo aquello, se complació ante el amigo pero el relámpago del despecho apareció en la entraña. Se sintió incómodo, como si algo le faltara. Él sabía qué. Le dio un nuevo trago al vino y se dirigió a gozar de sus indias.

—Vayamos a hurtar trancalinas hermosas antes de que las mal usen los capitanes —dijo como en una arenga de batalla y algunos de sus compinches lo siguieron.

Fortuna se alejó a prudente distancia de la fogata y de los hombres que aún quedaban en la contemplación de su destino en las inconstantes llamas o en el devaneo de las caderas fértiles de la muchacha. Volteó a ver al carpintero y le mostró lo que guardaba en la mano.

Era algo frágil y diminuto, y daba la impresión de estar vivo, o de poder estarlo cuando se le antojara.

—Es un colibrí —explicó ella—. Un colibrí seco.

Sucedió un día, por los rumbos de... no se acordaba si de Cuautitan o Talmanalco, cuando erraban por parajes de hambre y sed. Toparon con un par de mujeres redondas y sonrientes, sujetas al poderío de Guatenuca. Se burlaban, desde lo alto de un risco, de las penurias de aquel ejército. Se reían como si la felicidad consistiera en contemplar el sudor, los raspones, la fatiga de los soldados, y saber que ansiaban una buena sombra y una buena cama, y que tenían la garganta seca y les chillaban las tripas. Les dio por llamar su atención y despertar su ira. Daban con las palmas de las manos unas con otras, a fin de hacerles notar que ellas tenían tortillas y a ellos les faltaban. A Fortuna, que sabía cómo hacerlas, aquel proceder le hizo gracia. Cuando Cristóbal de Olí u otro de los capitanes ordenó subir a callarlas, ella acompañó al contingente de rejegos enviados para tal faena, pero sólo para ver si podía hacerse de un comal, y si se podía, de algo de masa de maíz, acaso de unos cuantos frijoles y de alguna pizca de sal gruesa. La cuesta era empinada y rugosa, y llegaron a la cima no sin esfuerzo. Al llegar les esperaba lo desagradable. Las pedradas silbaban por sus cabezas. Un grupo compacto de mexicanos los apedreaba con hondas y los llenaba de escupitajos, así como de vituperios. Apenas cubrirse para evitar las descalabradas y fueron atacados a cuchillo y a macana por más de aquellos rijosos, que se aparecieron por detrás de un mamparo hecho de ramas y de rocas. “A mí, los de abajo”, llegó a decir alguno antes de ser sometido a cuchilladas. Los demás peleaban por sus vidas. Nadie le daba batalla a la muchacha. Lo tomó como cosa de la providencia y no le extrañó que nadie quisiera ensartarla con sus dagas. Cuando quiso ir en ayuda de su gente, se vio rodeada por una veintena de mexicanos que se lo impidieron. Se preparó para luchar a raudales de supervivencia. En una mano, su espada; en la otra, su cuchillo bien afilado. Miró sus rostros y los retó:

—Vamos, que no soy de barbas, pero peleo como cualquier varón que se precie...

Por allá, la escaramuza continuaba. Las hondas hacían lo suyo, las flechas rebotaban contra las cotas y las celadas. Había gritos y deslumbrantes ayes.

—¡Eh, cuilones! —los llamaban los indios.

De pronto, le pareció escuchar su nombre.

—Fortuna —la llamaba alguien.

Le pareció cosa de encantamiento o de alguna trampa. “Fortuna, Fortuna”, volvió a escuchar, como si quien lo dijera dudara de pronunciarlo correctamente o como si proviniera del débil eco de una cueva que augurara peligro. Localizó la voz entre sus adversarios. Era de uno de los mexicanos, acaso el de más alcurnia, por llevar mantas mucho más blancas y limpias.

—Fortuna —repitió, y mostró algo que llevaba en la mano.

Era una bolsita hecha con lo que llamaban tela de tierra.

Se acercó a ella con la bolsa en alto y en la actitud desprotegida de quien no busca hacer daño.

Cuando se acercó lo suficiente, la bella le marcó la distancia con su espada.

—Ahí te quedas, o te haré un hoyo que no veas —lo amenazó.

Del otro lado los españoles eran diezmados, sus cuerpos despojados no sólo de la sangre y del hálito sino de sus armas y sus corazas. El mexicano obedeció. Quiso entregarle la bolsita pero la muchacha lo desalentaba para que no diera un paso más.

—Fortuna —volvió a llamarla, y en vista de que no era posible entregarle en propia mano la bolsita, la arrojó a sus pies.

En ese momento dijo:

—Meshicayotl...

Fue como un susurro amable, no exento de ternura. El hombre sonrió y la alentó a que recogiera la bolsita del suelo. Volvió a decir, cual si se tratara de un encantamiento: “Meshicayotl”, y luego, dirigiéndose a sus hombres, les dio la orden de marcharse. Desaparecieron cual fantasmas por entre el monte y las rocas.

—¡Cuilones! —dijo uno de ellos a manera de despedida.

 

* * *

 

La zanja, nadie lo hubiera creído, quedó lista en menor tiempo del esperado. Los indios habían hecho lo suyo y habían entregado el alma para abatir la tierra. No fue tarea sencilla. Cuatro metros de ancho, cuatro de hondura y dos kilómetros de largo. Media hora de camino a pie, ocho mil fatigados cuerpos que día con día, por espacio de dos meses, cavaron y labraron un camino imposible de agua. Eran hombres de arcilla, de polvo y de lodo. De ellos resultó el ingenio de elaborar el canal a trechos, a la manera de sucesivas represas. Siguieron el trayecto de un arroyo medio seco. Iniciaron desde el sitio de los bergantines y continuaron con rumbo al lago. El último tramo se complicó por encontrarse con unas rocas tercas que les impidieron el paso. El desánimo surgió en los rostros, un aire como de derrota: tanto sudor, tanto dolor, tanto sol sobre los hombros, tanta esperanza cercana de descansar, y ahora eso. La roca dura como la vida misma. Se trajeron más picos y almádenas, más de aquellos indios dóciles y resistentes de alma, y a punta de golpes se deshizo lo imposible.

Cincuenta jornadas, día y noche, en un enloquecido repicar de herramientas y un delirante mutismo de la indiada convertida en bestias de carga, bastaron para devastar aquel macizo de rocas que algo tenían de montaña y mucho de sufrimiento derramado.

Llovió mucho durante esas semanas. Aguaceros ingratos que lo enfangaban todo. El cielo negro y bajo, como una ira entumecida. Algunos de los indios tiritaban, por completo empapados por días, los cabellos chorreantes, los pies metidos en una arcilla resbaladiza y pegajosa. Los pedazos de piedra que hacían quebrar las almádenas eran sacados a cuestas en cestas frágiles y humedecidas, así como con pasos inseguros y tambaleantes. La zanja se medio llenó de un agua oscura, los bergantines parecían comenzar a cobrar vida entre chirridos de una madera que anhelaba la dicha de flotar, para luego ser chupada por la tierra cuando terminó la lluvia.

Martín López contempló las llagas y las conductas febriles, se dio cuenta de los desmayos al sol y de las maldiciones apenas murmuradas, admiró el callado tesón y el fervoroso rezo a sus dioses, atestiguó los raspones, las piernas enlodadas, el recelo añejo con que algunos le ponían los ojos encima, y se maravilló de aquella obra que algo tenía de fervor de hormiga y de locura a la intemperie.

La zanja iba toda chapada de estacas, y para sostener los muros de tierra, un valladar.

Cuando se dio la última palada, fue como un puchero para el enfermo. Fatigados y todo, ocho mil de aquellos cuerpos exprimidos y anónimos mostraron su júbilo entre letanías de sus fiestas y danzas al hechizo de una bebida alegre, lastimosa a la nariz, a la que llamaban pulque.

Al carpintero le correspondió un honor pulcro: derribar, con un golpe de pala, el último muro de delgada tierra que separara la zanja del lago. Lo hizo desde una tarima improvisada, convertida en precario puente, para no saber del fango ni mojarse las alpargatas. El sol brillaba como una rotunda verdad del fuego eterno. Había algo de brisa, un olor a hierba húmeda y a sahumerios. El agua empezó a correr y a llenar el primer trecho. Su vocación era inundar. Era como una cascada frágil, como un arroyo que bajara de la montaña, como una tos del abundante océano.

Se hizo lo mismo, uno a uno, con los demás trechos y con las demás represas, que se reventaron para permitir que el agua los cubriera. El último trecho fue el más alborozado, el más inquietante. Fortuna, que rondaba los barcos y el cierto donaire que ahora veía en Martín López, fue la encargada de dar la palada final, la que abriría el camino para que ese alto mar que era el lago de México se asomara para beneplácito de las naos, hartas de estar varadas en tierra firme, incapaces de ser algo más que una carcasa inservible.

Fortuna sonrió y se alegró de contemplar el agua llegar hasta los confines de la quilla. Bailó de puro gusto sobre la tarima para ella montada en la represa, y el colibrí parecía volar en medio de la tentación de su pecho y de su cuello.

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