Fortuna

Fortuna


VII

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V

I

I

La guerra era la vida. Un tropel de guerreros, una muchedumbre armada con sed de oro y de venganza, venidos de todos los confines de un imperio desfalleciente e inmenso, poseedores de innumerables lenguas singulares y vigorosas, adoradores de un solo dios adolorido o de dioses todopoderosos y salvajes, de un rey único y de muchos soberanos falaces, un tumulto de soldados, un grupo muy crecido de audaces y buenos para nada, de hartos y de rebeldes, de traidores y dados al a ver qué y a la aventura, se habían aliado para desbordarse en una proeza: la de reunir el más grande ejército del altiplano.

De forma alborotada o silenciosa se reunieron. El lago lo atestiguó, y las nevadas cumbres, y los ánades y los ciervos. Era una tropa inmensa como un desvarío. Relucían sus armas y sus plumas, sus atuendos de manta o de armadura, las banderas de los lampiños o de los barbados, sus insignias de garzas o de leones, la veneración por el vino y los tocinos, por los frijoles y las tortillas recién hechas.

Cada quien, en sus campamentos, se preparaba para el combate.

Bernal, que era entrometido y gustaba de codearse lo mismo con sus pares que con los capitanes, se paseaba inquieto entre su gente. Los veía hacer, afanarse en su frenesí de escaramuza, tan parecido al de un crimen a punto de cometerse. Se respiraba miedo pero también algo de sagrada veneración por el heroísmo de uno y la mortandad de los otros. Tezcuco bullía. Las órdenes estaban dadas y hubo un raudal de acciones para cumplirlas.

Las varas se desbastaban y labraban para hacer saetas, se encasquillaban con puntas de cobre y se emplumaban con un engrudo hecho con raíz de zacotle, que pegaba mejor que el de Castilla. Los ballesteros, al mando de Pero Barba, que era buen capitán y mejor tirador, se disciplinaban en su arte y practicaban la puntería para medir la fuga de la flecha y contar los pasos de su vuelo hasta desvanecerse en la tierra. Se les llenó el goldre de flechas, lo mismo que las aljabas y las linjaveras, y se les dotó de buen hilo de Valencia, recién traído en un barco de un tal Juan de Burgos, al que le decían “el Melindroso”, por tratarse de un pedante. Había quien, al referirse a una saeta, la llamaba virote, y era común que a las plumas les dijeran orejas o aletas, y si estaban confeccionadas con pergamino, voladeras. No era lo corriente, pero algunos llevaban ballestines, que eran de un fuste menor y más ligeras, y se contaba con una ballesta de muralla, que era grande y pesada, y unos cuantos trabuquetes para disparar bodoques, que eran unas bolas duras de arcilla, un recuerdo del aciago batallar en la Media Luna, y que hacían mucho daño.

Se mandó por azufre a la montaña humeante, aquella de la gloria de Diego de Ordaz con su frío y sus carámbanos, para hacer pólvora conforme a ciertas ecuaciones alquímicas, y se reunió la restante, la que quedaba de las batallas o la recién traída por las naos amigas, para el disfrute y paz de los arcabuceros. Eran pocos y ninguno una grata persona, fastidiados del carácter por cargar un arma tan pesada. Cuarenta tiros de cobre, se le repartieron a cada uno. Para no desperdiciarlos, no hubo prácticas de tiro, pero limpiaron sus armas, pulieron los serpentines y las cazoletas, se proveyeron igualmente de cuerda para las mechas, e hicieron como si dispararan, lo mismo sostenidos por la horqueta que sin ella.

Los jinetes también cumplieron. Prepararon las lanzas y las espadas, afilándolas pacientemente con piedras mojadas y porosas. Los caballos fueron herrados, se ajustaron las bridas, los arneses y los estribos, y se ciñeron las sillas para ser montados a la estradiota o a la usanza jineta o morisca, que era la más popular. Alentados por Pedro de Alvarado fueron puestos a correr en maniobras para revolver, escaramuzar y atacar cuando así se les ordenara. Las jacas eran poderosas y de miedo, como demonios inquietos y enloquecidos, si bien había algunas de mal ver, roñosas y en los puros huesos, que despertaban lástima. Levantaban mucho polvo, por lo que no faltaban las toses secas y la aparición de pañuelos anudados en la nuca para cubrir las narices. Algunos, los más privilegiados, vestían al jamelgo con una cubierta o barda hecha de vaqueta, para protegerlos. Así, bardados, los presumían los ingratos, como si la bestia que montaran poseyera un título nobiliario o la inmortalidad. Los soldados de a pie los miraban con desdén, pero más con envidia. Un caballo era caro, cuando menos unos ochocientos pesos. Los montaban los de buena cuna o buen bolsillo, o algún capitán de esos cuya alcurnia la llevaran no en sus títulos sino en su valentía.

Nadie se salvaba de aquel furor próximo a la carnicería. Los mismos perros parecían otear el miedo y se alebrestaban, ansiosos de liberarse de sus cadenas, de correr en busca de su presa y de clavarle los colmillos hasta despedazarla. Parecían inquietos y desconcertados, pues se les había entrenado para atacar a los indios, y aunque lo hubieran hecho con deleite, se les refrenaba para que no les saltaran encima a los aliados. Mastines y lebreles se alistaban. Eran azuzados para atacar, los estruendosos ladridos, la furiosa demostración de sus dientes, y aplacados a golpes o hambreados para ser fieles a sus amos.

Bernal no se escapaba de aquella racha de conquista y de barbarie. Soldado de a pie, pulía sus armas y su cota. Tanto el peto como el espaldar lucían abollados de tanto golpe en los avatares de las recientes guerras, y se esmeraba en tratar de sacar esas abolladuras, como si quisiera quedar reluciente para algún desfile. Les ajustó las correas para traerlos bien ceñidos y no sueltos, y se sintió orgulloso de su farseto, una especie de jubón que le había hecho una india con la que tenía amores, acolchado por entero para no sentir los rigores de la armadura, confeccionado con ternura, con paño grosero, con algunos arrumacos y una tela de tierra finamente terminada.

Otros se ensañaban en afilar sus lanzas y en mejorar la empuñadura y las arandelas, para proteger la mano. O en sacarles brillo a los capacetes, para lucir guapos en la primera línea de batalla. Había presunción en la proximidad de la muerte. Los vanidosos ostentaban sus jacerinas, sus lorigas, sus grebones, sus briales, sus gorjerinas y sus brafoneras, compradas o confiscadas aquí y allá a los vivos o a los muertos. Los más vanidosos, entre los que se contaban algunos capitanes, salían a mostrarse de armadura completa, y hasta con un yelmo coronado en la cimera por una garzota o adorno de plumas.

Bernal no se decidía entre un broquel y una rodela que le vendía un extremeño de nombre Juan Catalán, que era bueno para ensalmar heridas y para surtir la panoplia de armaduras y de armas. La rodela estaba buena. Era como la que él tenía, labrada a partir de un trozo de madera de roble, pero con manijas más resistentes y los colores más vivos. La suya debía tirarla. Estaba a punto de fracturarse de tanta embestida o defensa de la vida, y era vieja ya, conocedora de mejores tiempos. Bernal la valoró, imaginándose en combate. Después sopesó el broquel. Era de hierro. Le gustó su dureza, que no iba en desánimo de su cargar ligero. Metió el brazo en la cazoleta y se agarró del asa. Le gustó ese espacio hueco, que le permitía un mejor agarre, y la cubierta del interior, hecha con ante encerado. Se decidió por este último, que compró al precio de unos chalchihuites.

Apenas se hizo de su broquel, y estaba contento con su compra, cuando a su lado se apostaron dos hombres de voz gruesa y un alguacil de mírame y no me toques, que pidieron congregarse alrededor suyo para dar a conocer las ordenanzas de la guerra que se avecinaba.

—¡No blasfemar! —exclamó uno de ellos.

—¡No maltratar a los indios, nuestros aliados! —exclamó el otro.

La retahíla proseguía con castigos para quien no estuviese bien armado, para quien osara dejar el campamento, para el que apostara en el naipe su caballo o sus espadas, para el que se quedara dormido sin tener las armas dispuestas y las alpargatas bien calzadas, para el que se durmiese en tiempo de vela y para el que abandonara a su capitán en la batalla. Latigazos o muerte sería la pena, se pregonó con estruendo.

Distintos hombres y distinto alguacil, pero iguales ordenanzas, se gritaron en el real de Fortuna y Martín López. Ellos también se aprestaban. Fortuna se había encariñado con las naos. Había dejado de juntarse con las mujeres para acompañar en la aventura a los bergantines. Una vez concluida la zanja, éstos flotaban en el mismo sitio donde fueron construidos. Eran sostenidos por sogas y estacas desde tierra firme, porque los vientos eran fuertes y hacían peligrar su estado.

Martín López, subido a uno de ellos, el más pequeño, el que llamaban “Mucho Ruido”, daba órdenes:

—¡A apurarse con las jarcias!

No tardaba en llegar el capitán general. Mediodía, había dicho, y el mediodía se acercaba. Él también había hecho lo suyo. El carpintero se había afanado en completar las embarcaciones. Usó grasa de indio muerto, estopa, tela de tierra, para calafatearlos. Si hacían agua, era casi nada. Apuró a los herreros y obtuvo la clavería, a las indias y le confeccionaron las velas, a Gonzalo de Sandoval y le ministraron las jarcias.

Los trece bergantines flotaban en Tezcuco a media legua del lago.

Cuando el capitán general arribó en compañía de su boato de capitanes, aliados, hombres de sotana, reposteros, mozos de espuelas, traductores, queridas y su guardia de soldados, también traía consigo ciento cincuenta miserables en cuyas caras se advertía la desgracia. Eran los escogidos para la ingrata tarea de remar. Las naos, si bien ostentosas y de cuadradas velas, no podían fiarse en su navegación nada más al viento ni a sus caprichos soberanos. Martín López las había pensado con remos, para andar mejor en la laguna. Seis remeros por lado le pareció correcto, y les había confeccionado sus asientos y el espacio adecuado para la pala. Luchar con la espada sí tenía lustre, pero remar no, así que cuando se pidieron voluntarios no los hubo, porque se ostentaron soberbios y no dignos para esa faena; así que tuvieron que reclutarse a fuerza de empujones y amenazas. Se indagó a quién le gustaba pescar, quién hacía alarde de marinería o quién venía de Triana, de Palos, de Moguer, y aunque hubo protestas, así se escogió a los desdichados.

Venían, junto con ellos, los capitanes de los barcos, negociados con estrategia, amistades largas y tino político, y convenidos en una rebatinga un día antes, no sin zalamerías de por medio, para beneplácito de muchos y enojo de otros. A una orden, fueron los primeros en abordar las naos. A Antonio de Carvajal, que era algo viejo pero muy querido por todos, le cedieron no sin impaciencia el honor de adelantarse. Lo hizo con sonrisa de juventud y piernas de vejez, un poco errático, un poco lento, como si la vida no pasara en vano. Juan de Limpias fue el segundo en hacerlo, bien comido por las ansias y el envanecimiento. Se encaramó al que más le gustó, y eso que todos eran iguales. Francisco de Orduña y Jerónimo Ruiz de la Mota, que eran de buena cuna y tenían plata, casi recién llegados unas semanas atrás en una nao de nombre

María, no se quedaron atrás y subieron prestos y de buen ánimo. Este último, además de muy instruido y leído, era primo del obispo de Valencia, quien a su vez era preceptor del emperador Carlos, lo que bienquistaba al capitán general con la corte. Le siguieron Garcí Holguín, Pero Barba, Lerma, Juan Jaramillo y otro Carvajal, aunque éste medio sordo, quienes también tomaron lo suyo, con evidente mohín de agrado. A Colmenero, que era esforzado en la batalla y tenía fama de buen piloto, el bergantín le pareció pequeño, una veleidad de carpintero más que un barco, pero disimuló su disgusto y se dedicó a inspeccionar las jarcias, el mástil y las tablazones. Faltaba Zamora, que fue maestro de navíos. Y Portillo, quien dio un traspié y por poco cae al agua, ante la carcajada de muchos. Bernal fue uno de ellos. Portillo, castellano todo él, bueno para las arremetidas con lanza jineta, tenía una mujer hermosa que le aguantaba los rigores de campaña y ponía una barrera entre ella y sus pretendientes. Se llamaba Ana y era una delicia verla, su rostro como de amanecer, su cuerpo como de primavera. Bernal, a escondidas, galante y esmerado en las lides del amor como era, se le había insinuado en no pocas ocasiones, y lo único que recibió fue, un día, su desdén; otro, su rechazo, y otro más, una cachetada, así, en ese preciso orden. De tal forma que, si Portillo hubiera terminado de cabeza en la zanja, Bernal era de los que hubieran reído con más gracia y con más ruido.

Faltaba otro capitán. Éste era enjuto pero sólido como un juramento a la hora de la muerte. Su nombre: Miguel Díaz de Aux. Aragonés de cepa y con algo de oscuras universidades. No era amigo de muchos, pues más bien se dejaba dominar por lo huraño, alejado de la risa fácil y de la vulgar muchedumbre. Traía a su gente, unos cincuenta de a pie y treinta de a caballo, y sólo con ellos departía alegremente o se esmeraba en tenerlos bajo techo y bien alimentados. Tampoco quiso amistarse fácilmente con el capitán general ni con sus más cercanos. Algunos no lo quisieron por eso. Veían en él lo mismo un posible traidor que alguien capaz de arrebatarles la fama. Si no lo prendían era porque sus hombres le eran leales y le cuidaban las espaldas, además de tener fama de aguerridos, tanta, que recibían varios apodos, a cuál más de cuidado: “los pocas pulgas”, “los de los lomos recios”, “los que no se rinden”. Bernal, que además de galán era curioso, metió las narices y averiguó algunas cosas. El tal Miguel Díaz de Aux era hombre de aventuras y zozobras. Su juventud le pudo y quiso resolver sus ansias de conocer fronteras, así como saber si eran ciertas algunas leyendas que contaban. Él también oyó de sirenas, de implacables peces devoradores de hombres, de montañas todas llenas de oro, de un territorio inmenso para la especiería, de retos para los caballeros andantes y de mujeres más hermosas que cualquiera otra. Se embarcó con rumbo a ultramar. Fue amigo de Colón, con quien viajó entre tormentas, sargazos, amenazas de amotinamiento y tiburones de miedo, por el transparente Caribe. Así, al séptimo día de una semana cualquiera, descubrió Santo Domingo. Era rica en selvas pero también de sol y mosquitos. Llegó al extremo de la isla, a la que los nativos llamaban Haití. Le pareció un paraíso, y lo era, a no ser por los malevos e hijos de puta que nunca faltaban. No era hombre de pendencia fácil, pero sí respondía a las afrentas. Se hizo de palabras con uno que pensaba que la riqueza de aquellas regiones era sólo para él y no debía repartirse, igual que no se repartía el sol ni la bendita hidalguía. Se alzó la voz y relucieron las espadas.

Miguel Díaz de Aux era mejor para la esgrima pero el otro era más apto para el cinismo y la traición artera. Cuando se vio perdido, el pronóstico de una afilada hoja a mitad del cogote llamó a sus hombres a que lo ayudasen. Fue la villanía de unos cuantos, empecinados en su barbarie y armados hasta los dientes, contra la nobleza de un joven airado. Se descuidó, recibió una estocada que a punto estuvo de arrebatarle la vida, y aun así, tambaleante, malherido, tuvo el ánimo de subirse a un caballo, dar de patadas para alejar a quien quería agarrarlo, azuzar al jamelgo y huir a territorios donde no lo rondara la muerte. El caballo erró a su arbitrio y lo condujo a la espesa selva. No supo más de sí hasta que despertó en medio de una visión más propia del cielo: una bella mujer lo curaba. No era europea ni hablaba su lengua. Era la reina de los sunumas, una raza de hombres poderosos como una torrente y de mujeres habitadas por la bondad y la hermosura. No estaba en su sino, ni lo soñó nunca, pero en aquella selva de árboles relucientes y de azules guacamayas, ella sintió el amor y él también, pues se arrodillaba ante su paso y se ponía triste si no la veía. Decidieron casarse, pero no a la usanza de aquella tribu sino conforme a la única fe verdadera. Ella aceptó, pues sabía que dios era uno pero también muchos, y que cada quien le daba el nombre o la imagen que quería. Para ello fue bautizada primero, una linda ceremonia junto a un río persistente y ambicioso. Catalina, la nombraron, y así, como Catalina, vivió el resto de sus días.

Bernal supo más. Catalina poseía un secreto: la ubicación de un tesoro, el de las minas de oro del Sichu. Pocos creyeron en esas patrañas, pues por más que ciertos mitos lo afirmaban, y por más que les sacaron a golpes confesiones a los indios, y por más que hurgaron en cuevas y montañas, debajo de los grillos y de las noches vacías de luna, muchos de aquellos buscadores de ilusiones volvieron con las manos vacías y la desesperanza marcada en sus rostros. No así Miguel Díaz de Aux. Un buen día retornó entre los de su estirpe convertido en un hombre casado y, además, rico. Se hizo de haciendas y de ganado. El oro le abrió las puertas de todo, hasta de la envidia. No faltaron los malquistados ni los enfermos de mal de hígado, quienes lo acusaron ante las leyes de la península de no haberle rendido servicio como debía a su soberano. Se le encarceló, se le juzgó y, como se le encontró ávidamente culpable, se le despojó de su dinero y propiedades. Hubiera sido su fin, de no haber sido otra clase de hombre. Lloró un par de días por la desdicha de su suerte. Se levantó de su cama como un sonámbulo, se lavó la cara como un apestado y salió a la calle como un hombre nuevo.

Se levantó de la nada. Lo apoyó la india Catalina, que no estaba hecha para bajezas. Vendió baratijas, paño, hierbas de curar, mercó todo lo que hubiera que mercar, con tan buena prestancia que, al cabo de un rato, tenía algunos cerdos, y después un hato de vacas, y más tarde recuperó una de sus haciendas y se hizo de nuevo de su nombre y de un futuro que empezaba a ser promisorio. Reunió hombres de valor y de trabajo que estuvieran a sus órdenes. Cuando los malquistados se volvieron de nuevo en su contra, coincidió en su ánimo con las noticias de un territorio muy rico llamado México, y de la guerra que contra su soberano se emprendía, y antes de volver a juicio y a la bancarrota que le prometían, vendió lo que hubo que vender, pagó sus deudas, maldijo en persona a quienes lo envidiaban, alquiló un barco y, acompañado de su séquito de fieles, emprendió el camino a la resurrección en nuevas tierras.

Así llegó al real del capitán general en Tezcuco. Éste, que era bueno para comprender a los hombres, supo de su porte y, como vio en él uno que lo ensombrecía, lo mantuvo aparte, mandándolo a campañas de peligro, para ver cómo se comportaba y para ver si moría. Miguel Díaz de Aux sobrevivió, lo mismo que su gente. Parecía un ser distinto, destinado a ciertas glorias que sólo él sabía y los demás sospechaban. Se oponía a la injusticia y a ese mal de la gente estrecha llamado hipocresía. Era de mecha corta, pues le faltaba paciencia para los ingratos. No saltaba al primer brinco pero sí al segundo y era de espíritu pendenciero si alguien osaba pasarse de la raya. Un par de hombres de tropa, que se mofaron de su hijo, un mestizo a quien conocían por Miguelito, supieron de sus puños en el rostro y de su espada en los hombros. Como hubo testigos de la infamia no fue culpado ni azotado como escarmiento.

Era buen soldado. En Tenayuca, Escapuzalco, Huichilubusco y Cuedlavaca se batió con bizarría, si bien se corrió la consigna de que nadie hablase de sus hazañas. Era un guerrero ejemplar pero anónimo. Los que sabían repetían algo aprendido en claustros o por juglares andarines: “Buen vasallo, si hubiese buen señor”. En Suchimilco cambió algo de su suerte. Avisado por los gritos de Cristóbal de Olea, que recibió tres cuchilladas, fue de los primeros en ayudar a rescatar al capitán general, cuyo caballo, el Romo, fue muerto a lancetazos por los mexicanos y él mismo se vio en verdadero riesgo de perder la vida.

El capitán general reconoció su bravía, si bien no se mostró contento de que fuera él, precisamente él, el autor de su rescate. No pudo hacerse de la vista gorda y terminó por compensarlo con uno de los bergantines. Aun así, fue ingrato, pues lo puso a bordo del más pequeño.

Miguel Díaz de Aux subió al “Mucho Ruido” en compañía de Miguelito, su hijo. Era un mestizo, producto de sus amores con Catalina. La india era buena y bella, pero era india y eso bastaba para las malhabladas o el semblante burlón o adusto de los soldados. Los de Ispania no tenían empacho en acostarse con cuanta india les pusieran enfrente, y ya había muchos nacimientos o gravideces fruto de ese ayuntarse sin temor y sin medida; pero una cosa era poseer mujeres al por mayor y la otra reconocer a esos vástagos, que de cualquier forma serían unos bastardos. Miguelito pertenecía a esa casta de desfavorecidos. Su porte era bello y auguraba hidalguía, pero la mezcla de sangre que llevaba, el color de su piel, más oscuro de lo que dictaban las buenas conciencias, y el hecho de que su padre lo hubiera reconocido como suyo, lo hacían objeto de señalamientos y burlas. No faltaron peleas o discusiones por ese trato. Miguelito se alzaba de hombros, pues ya estaba acostumbrado al prejuicio. No que se dejara. Era bueno con la espada y los puños, y además su gente, los temidos lomos recios, lo protegían.

No faltaron las murmuraciones cuando Miguelito inspeccionó el bergantín y dio su visto bueno, henchido por completo de un sincero orgullo. Parecía un truhán de los mares a punto de iniciar el abordaje. Era un niño a punto de dejar de serlo, y ya se empezaba a vislumbrar el muchacho que sería.

Sonaron los tambores y las trompetas, y entonces el capitán general tomó la palabra. Dijo, con voz de las que no se perdían con facilidad en el viento:

—Dios, cuyo negocio tratamos, os ha escogido como instrumento para que su santa fe se plante y el demonio pierda la silla que tanto tiempo ha tenido usurpada.

Tomó aliento y con más fuerza, abarcando con la mirada y con su mano los trece bergantines, pidió con vehemencia:

—Suplico a Dios que con muy gran instancia los libre de todo peligro, así como del agua, fuego, aire y tierra, así como de los enemigos.

Le tocó su turno a fray Bartolomé de Olmedo, quien bendijo las naves y a sus capitanes. Una vez terminado su oficio, el capitán general dio la señal y con la ayuda de cuerdas y de muchos indios que las remolcaban, los bergantines fueron sacados por el canal, pasando las represas con sus ingenios hasta salir al lago.

El primero en navegar aquellas aguas calmas, el capitaneado por Juan de Limpias, era el único que ostentaba su nombre en los costados y en el castillo de popa. Se llamaba

Fortuna y había sido botado en un remanso acuático en Tascala, el mismo que sirvió de modelo para labrar los otros doce que servían de imperial flota en una laguna que parecía estar más cerca del cielo que del mar. Ahí se alinearon junto a un muelle y fueron abordados por su tripulación. Se desplegaron sus banderas y se otorgó un par de tiros de artillería que alborotaron a la indiada y a los caballos. Se tocó música de Ispania y de los reinos de Tascala y de Tezcuco.

Los pechos se irguieron con una renovada esperanza de triunfo. Hubo gritos de júbilo y muestras de verdadero agradecimiento y complacencia. Se entonó a coro el

Te Deum Laudamus. Martín López era de los más alegres. Retuvo ese día largamente en su memoria. Era el 28 de abril de 1521.

 

* * *

 

El cielo parecía conmovido. La tierra, cual si estuviera a punto de estremecerse y abrirse en nocivas incógnitas. La laguna se agitaba como a la espera de ser tragada por un remolino o un gigantesco buche. A tanto llegaban los ejércitos y su pisar fuerte, que retumbaba como una victoria anhelada y cercana. Los indios con sus estandartes de blancas garzas, alimentados de tortillas y tunas, se esmeraban en no sentir pavor ni misericordia ante sus enemigos. Llevaban el pecho acolchado con múltiples telas. La mirada altiva de algunos y resignada de otros. Ixtlixóchitl, su héroe de doradas aventuras, el de las mil heridas y el de más plumas que un quetzal, el taciturno y callado en la agobiada vida cotidiana, se esforzaba en arengas varias y en estrategias de estímulo para que sus hombres se decidieran por la viril hazaña y no la derrota indigna y vana. Así avanzaban, acompañados con su música monótona y de exóticos chirridos, con sus pesadas macanas de dos manos, sus escudos tan coloridos como una selva de pájaros imperiales, sus lanzas de punta de piedra o de obsidiana, sus hondas y sus piedras que descalabraban, sus puñales bien afilados, sus sahumerios que ennegrecían sus casas, sus ceremonias y rezos, y sus dioses, que los protegían. Había entre ellos sembradores y mercaderes, pescadores de peces relucientes y saltarines, y cargadores de todos los portes y raleas. Tenían la esencia de un reloj de arena cuyos granos jamás se agotarán, así de persistentes y esforzados eran, a pesar de las penurias y los sudores de esas regiones de agobio que llamaban el mundo de lo fugaz y de lo efímero. Había guerreros astutos forjados en las armas y en la buena fortuna de sus estrellas. Había sacerdotes sagaces, aptos para el rumor y la interpretación rápida de las señales divinas o terrenas. Algunos estaban calzados con sandalias, si bien los más pisaban con el pie desnudo el polvo, el lodo, los húmedos o abrasadores caminos a las batallas y su incertidumbre.

Los españoles marchaban asimismo con sus vanidades y miedos. Unos, al mando de Gonzalo de Sandoval, con rumbo a Iztapalapa. Cristóbal de Olí a Cuyuacan y Pedro de Alvarado a Tacuba. La verdadera guerra se avecinaba. Habían dejado las amenidades para cuidarse los pechos y las espaldas. Atrás las indias con sus pieles capaces de hacer olvidar los infortunios de la vida, esos goces de la noche entrepiernada y tibia. Había que atacar, vengar las afrentas, arrojarlos a las barrancas del exterminio, demostrar que sus dioses eran falsos, y que si no lo eran, que los habían olvidado.

La intención era tan clara como la sed de oros y de glorias: sitiar la urbe de ensueño, adueñarse de sus calzadas impecables, someter con astucia y sudores a los guerreros de Huichilobos y otras atrocidades de paganos y salvajes. Las varas con sus casquillos que hieren y sus caudas emplumadas, las espadas impecables en sus filos, los lebreles entrenados para destrozar la carne humana, los rezos para encomendar las almas y los leguleyos para que quedara fe de los hechos y de las intenciones, los caballos que infundían curiosidad y terror, los arcabuces como truenos enanos, se mostraban en ese andar de belicosidades para vencer a los altaneros mexicanos.

Bernal también marchaba. Veía a unos y a otros de los aliados con sus armas y chirimías y meditaba sobre aquellos infelices, entre los que nombraba a su propia gente, igual de inciertos en sus destinos, y se preguntaba cuántos de aquéllos conocerían de su propia sangre derramada, de su mano cercenada de un lanzazo mal habido; cuántos, incluido él mismo, quedarían destrozados de la cabeza a pedradas o a macanas, y cuántos terminarían tirados en el fango o en la piedra infame de los sacrificios.

Iba él con rumbo a Tacuba, para ponerle sitio y asentar sus reales. Flanqueados por ocho mil tascalas, ciento cincuenta soldados de espada y rodela se persignaban antes del espanto que se avecinaba. Lo mismo hacían los ballesteros y escopeteros, que eran los menores en número, pero no por ello menos faltos de devoción para encomendarse al todopoderoso en la hora de la verdad, que sonaba inapelable y próxima. Los caballos relinchaban, la pelambre erizada y los lomos arqueados, porque intuían el daño allá adelante, y las noches inquietas. Treinta jinetes los montaban, algunos pálidos de miedo, otros presumidos y fanfarrones. Jorge de Alvarado era de éstos. Hermano de quien los indios llamaban el Sol, se jactaba de su valor y pericia, lo que era una puerilidad antes de probar con hombría el sí o no de la vida que dan las armas cuando se desenvainan. Era jactancioso, mas no estúpido, y llevaba su armadura bien puesta, y por si fuera poco, el rostro y la cabeza protegidos con antiparras, gorjales y un gorro de paño al que le decían papahígo.

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