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Tercera Parte

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En dos segundos localizo la Osa Mayor, mido cinco cuartas desde la última estrella del brazo superior.

¡Paf!, ahí está la estrella polar.

La señalo con la punta del dedo, bajo a este verticalmente, doblo en sentido horizontal hacia la derecha, hacia el este con un ángulo de ochenta grados y justo delante de mis ojos, bien visible sin lugar a dudas, con su silueta perfectamente delineada bajo la luz de la Luna y a un kilómetro de distancia está Soyambonat.

Lo habría encontrado si hubiera mirado a mi alrededor con un mínimo de atención.

Lanzo una carcajada y parto otra vez.

Un cuarto de hora después llego a Soyambonat luego de haber trepado la loma como un campeón del circuito de la montaña y aun mejor, pues, lo repito nuevamente, no estoy nada cansado y no siento el más mínimo dolor por el esfuerzo de mis muslos y pantorrillas.

Y sólo en el momento en que apoyo la bicicleta en un rincón, contra la pared del templo, me doy cuenta de que tengo la goma de atrás pinchada.

¡He andado con la rueda de atrás en llanta sin darme cuenta!

Son las cuatro de la mañana. Me siento y me recuesto contra una estatua del Templo de los Monos, el famoso Vajra Yogini, mirando hacia las montañas.

Hago un pequeño esfuerzo para orientarme, ayudado siempre por mi cerebro-computadora, y decido que el Sol va a aparecer entre esas dos montañas.

Precisamente allí, entre esas dos y ninguna otra.

Me instalo bien cómodo, con las manos sobre el vientre, la cabeza apuntando a las montañas y espero.

Es una noche divina. No se siente la menor brisa, no se oye ningún ruido. El silencio es total. Los gallos no han comenzado todavía a cantar ni los pájaros a piar.

Me parece que soy (cosa que jamás me había ocurrido) un conjunto de moléculas que integran un cuerpo cuya vida está concentrada alrededor de una mirada.

Y siento, como nunca lo he sentido antes, que estoy en la superficie tormentosa, pedregosa, terrosa, frondosa, arcillosa, de un planeta llamado Tierra por los hombres, pero que es tan sólo un grano de polvo suspendido en el espacio sideral, en el infinito de las distancias, en el infinito del tiempo.

Apunto con el dedo hacia adelante. Y se escapa una línea que se dirige bien recta hacia el espacio.

He lanzado una raya que jamás dejará de avanzar… ¡jamás!, ¡jamás!, ¡jamás!

La conciencia física del vacío del espacio me angustia. No importa hacia dónde señalo con mi dedo, ¡no habrá jamás, jamás, jamás habrá un muro que detenga la línea recta que originé!…

Y compruebo, como no había tenido ocasión hasta ahora de hacerlo, la violencia terrible de la frase de Pascal «Me aterra el silencio de los espacios infinitos».

Sí, es precisamente eso. Un terror acelerado nace en mi pecho.

Allí se encuentra el secreto del mundo y es terrible: no tiene fin, no tiene fin…

El silencio por delante, siempre por delante, por todos lados, para siempre…

¡Qué suplicio! ¡Qué tortura!

¡Qué se levanten rápidamente a mi alrededor muros, bóvedas, túneles y grutas para protegerme, para impedirme estallar, disolverme en el espacio infinito hacia el cual me siento atraído, que me arranca, me destroza en miles y miles de partículas que están por explotar de un momento a otro, como lo hacen las galaxias al desintegrar a las gigantescas novas!

¡Me voy a caer! ¡Caeré en el espacio! ¡Estoy segurísimo!

El cielo es un abismo que me atrae, me atrae y me atrae hacia un lento torbellino con un vértigo intolerable, que me arrebata poco a poco de la superficie del globo terrestre, de mi tierra, de mi madre que me nutre y a la cual me aferró con dientes y uñas a los gritos.

El Sol me salva.

Exactamente entre las dos montañas que había elegido súbitamente se aclara el cielo.

Un gallo acaba de lanzar su primer quiquiriquí y a mí me parece que grita ¡Katmandú-u-u-u!…

Velos de niebla cubren las colinas y acarician los arrozales. La débil luz de la Luna se ha vuelto más cálida, más amarillenta, más anaranjada.

Tengo la impresión de que debajo de mí una sangre nueva comienza a correr por las venas de la tierra.

Al despuntar el día, las montañas y colinas otrora inmóviles bajo la luz de la Luna, adquieren movimientos de hombros, de vientres, de pechos.

El abismo que tenía sobre mi cabeza se convierte en techo, en una bóveda cristalina, protectora, aterciopelada.

¡Qué bien me siento! ¡Qué abrigado estoy, que protegido y tranquilo!

Pero de repente se alza el telón.

Y aparece el Sol, sin que lo preceda una aurora lenta y progresiva como sucede en Europa.

Lo miro de frente, está rojo como la boca de un alto horno y parece irradiar un atronador concierto de sinfonías, himnos y coros.

Sube majestuosamente como un dios que se ofrece a los hombres. Y cuanto más alto sube más fuerte late la sangre en mis venas, más me irriga con sangre y savia la tierra bajo mis pies, más se llena el aire de polen, de perfumes, de moléculas de vida y de reproducción.

Allá abajo en el valle, se oyen los gritos de los gallos que se contestan unos a otros. A mi alrededor todos los pájaros en los árboles chillan a la vez.

Lágrimas de alegría se deslizan por mi cara. ¡Por fin la vida ha reaparecido, ha resucitado! Los fantasmas han huido, los malos pensamientos han sido desechados.

He resucitado, he nacido por segunda vez.

Me pongo de pie y corro a lo largo del templo en dirección al sur.

Allí hay una gran terraza con una balaustrada. Me apoyo sobre ella y miro hacia abajo, hacia Katmandú.

La ciudad comienza a despertarse, los primeros humos aparecen en las chimeneas, los vehículos comienzan a desplazarse; se oye claramente su ruido en el silencio de la mañana.

Los arrozales que rodean la ciudad, algunos en el fondo del valle y otros en terrazas en las laderas de las colinas, brillan bajo la luz oblicua del Sol.

Los nepaleses se dirigen a sus trabajos.

Marchan en fila a lo largo de los senderos como si fueran hormigas.

Hormigas multicolores: los hombres vestidos con colores vivos y las mujeres vestidas de negro.

Es justamente eso: la ciudad es un gran hormiguero.

La veo y la siento como un hormiguero, con sus reservas, sus guardianes, sus hormigas soldados. Con sus vicios, sus locuras, sus trapisondas y sus horrores.

Lo veo con tanta claridad como si fuera la palma de mi mano. Y me aterro de pertenecer a esa raza que jamás descansa, esa raza de hormigas despiadadas.

Un mono se acerca para consolarme. Uno de los miles de monos del templo que comienzan a despertar y deambulan a mi alrededor.

Son salvajes. Dan vueltas en torno de mí pero no se acercan. No se debe tratar de tocarlos, pues muerden.

No obstante uno de ellos se separa del grupo y se acerca a los saltos.

Al verlo aproximarse me pongo en guardia.

Se detiene a dos metros de distancia.

Me preparo para defenderme por si se le ocurre atacarme.

Salta otro poco y se detiene a medio metro de distancia frente a mí.

Es un mono grande, alto como un niño de dos años, con una típica y grotesca cara de mono.

Me mira sin moverse. No mira ni a la derecha ni a la izquierda, ni más arriba o más abajo, clava directamente en mí sus ojos.

Tiene una mirada humana.

Me sacudo y me digo a mí mismo que es una alucinación, que es un efecto del LSD.

Pero no es así y rápidamente tengo la prueba.

El mono se acerca y se sienta sobre mis pies. No aparta sus ojos de mí.

¡Y mientras me mira comienza a acariciarme la pierna!

Durante diez minutos. Luego se marcha, dándose vuelta para mirarme de vez en cuando.

El efecto del LSD comienza a disminuir y vuelvo poco a poco a mi estado normal.

Siento un gran cansancio. Me trepo otra vez a la bicicleta y desciendo hasta Katmandú, con la goma pinchada y rota, que chilla cada vez que gira la rueda.

En la época en que realizo mi primera experiencia con el LSD, Jocelyne y yo nos hemos vuelto inseparables.

Desde que estoy con ella me siento realmente bien. Por primera vez. No es el tipo de chica que me explota y se aprovecha de mí. Es perfecta, es la compañera con la cual siempre he soñado y de la cual siento que no voy a poder separarme más. Debo emplear los términos adecuados: nos amamos.

Pero nos amamos como «drogadictos». Es decir que cuanto más nos drogamos juntos, más nos gusta estar juntos.

Y entonces, inexorablemente, aumento las dosis. Además de mis visitas al falso médico, arraso con todo lo que tienen las farmacias, y me vuelvo un fanático de la metedrina. Gasto sumas enormes. La ampolla cuesta una rupia y media, y las diez pastillas, una rupia.

No tardaré en sentir sus efectos.

Empeoro día a día. No logro dormir. No tengo más apetito. Duermo unas pocas horas, de tanto en tanto, cuando la fatiga es demasiado grande, no como prácticamente nada. Mis huesos aparecen por todos lados.

Fatalmente, la moral se resiente.

Las peleas de Guy y de Barbara me producen terribles crisis de depresión.

Una palabra que se pronuncie un poco más fuerte que las demás me irrita sobremanera.

No tengo ya ningún deseo, ninguna voluntad.

Hay una sola cosa que me aterra: me doy cuenta de que estoy en plena cuesta abajo y no puedo tolerar la idea de que Jocelyne asista a mi derrumbe.

No puedo continuar así. Algo tiene que suceder.

Y los funcionarios de la Oficina de Inmigración serán los que se encarguen de decidir por mí.

Estamos a fines de agosto de 1969 y desde hace unos días las cosas se ponen cada vez más feas para los hippies y los mochileros.

Ya lo mencioné anteriormente, pero es ahora cuando realmente sucede. Comienza una verdadera persecución a los hippies. Se hacen redadas en las calles. Hasta Soyambonat se vuelve peligroso.

Uno por uno, y hasta en grupos, los hippies son apresados y luego expulsados.

No se puede ni pensar en renovar las visas, ni siquiera yo. La mía así como la de Olivier, son solamente válidas por unos diez días más.

Las de Michel, Jocelyne y Christ hace tiempo que han expirado. Salen a la calle con precauciones dignas de unos sioux. Solamente se puede estar tranquilo a la noche, pues los policías no patrullan después de la puesta del Sol.

Hasta Olivier y yo que tenemos visas válidas incluso debemos tener cuidado.

Pero yo salgo a pesar de todo, pues no tengo aspecto de hippie. Con mi famoso equipo de «gala» que conservo siempre en mi mochila y que uso siempre que salgo del Garden puedo pasar por turista. Un turista bastante flaco, con la ropa que le flota, pero un turista, al fin.

Voy a lo de Makhan a comprar frascos, ampollas y píldoras para todo el mundo. Pues acabo de realizar exitosamente otro golpe con cheques de viajero y estoy totalmente recuperado.

Salimos todos a la noche, cuando ya es oscuro.

Nuestros lugares de reunión se reducen.

El Quo Vadis, que era el principal, ha sido clausurado por la policía, y lo mismo les sucede después a otros. El último grupo de drogadictos que quedamos en Katmandú nos reunimos en el Cabin Restaurant.

Las veladas son una locura. Hemos perdido todos nuestros gustos en todo sentido. Ya estamos demasiado agotados para poder mirar a los bailarines o escuchar cómo tocan música otros tipos. Los discos nos resultaban suficientes.

Y mismo dentro de estos hacemos una selección. Los Beatles y otros grupos nos parecen insulsos. Nos gustan únicamente los Rolling Stones. Y exageradamente. Tocamos un mismo disco veinte veces seguida y repetimos incansablemente algunas partes, haciendo chillar la púa del tocadiscos. Y entonces algunas chicas entran en trance y otras lloran de felicidad.

La locura se contagia y acabamos llorando todos.

Hace tiempo ya que casi no podemos probar ningún alimento sólido. Nos hacemos preparar unos milk-bangs, que son una mezcla de leche y de hachís.

Tiene un gusto tan feo, que a veces me provoca arcadas y vomito todo, en medio de la indiferencia general. Los mozos acuden a limpiar la mesa con la mayor tranquilidad. Ya están acostumbrados y no se preocupan mayormente.

Salimos a la calle totalmente intoxicados, tropezamos con las piedras y acabamos desplomándonos sobre los umbrales de los negocios vecinos. Los nepaleses se acercan, nos observan y se van meneando la cabeza.

Luego de vagar durante un rato, nos reunimos en el cuarto de unos u otros, según las ganas o la oportunidad.

A veces tropezamos en medio de la oscuridad con un tipo tirado en la calle. Lo levantamos y lo sacudimos. «¿En dónde vives?». Balbucea el nombre de un hotel o de un alojamiento. Y si alguno tiene que ir en esa misma dirección, lo acompaña para evitarle que la policía lo detenga a la mañana siguiente.

Bastante a menudo cuando vuelvo al Garden, estoy tan dopado que no puedo subir las escaleras. A veces me demoro veinte minutos para poder subir uno, dos o los cinco escalones y acabo rodando escalera abajo, vuelvo a levantarme profiriendo una serie de juramentos y trato de realizar nuevamente la ascensión.

Finalmente consigo llegar al cuarto. Está lleno de muchachos y chicas. Krishna, que hace rato que ha regresado, duerme en un rincón hecho un ovillo. Shiloms y joints comienzan, a circular, así como té con limón. Ponen en funcionamiento una minicasete y nuevamente se escucha el ritmo pop. Chicas y muchachos se acuestan juntos, en cualquier lugar, muy castamente. Nada de orgías. Las chicas, que se han convertido en nuestras madres, gozan consolándonos y mimándonos. Nos dejamos hacer, como niños buenos. La droga exalta en algunos un sentimiento maternal y en otros una especie de infantilismo.

Las chicas se convierten en enfermeras. Casi todos tenemos abscesos producidos por las inyecciones, y en ellos se debaten enjambres de moscas contra las pulgas, piojos y ladillas. Tenemos los brazos y piernas totalmente cubiertos por ellos. El monzón no contribuye a mejorar la situación, por el contrario favorece la aparición de llagas que se infectan con el barro en el cual chapoteamos. Los excrementos humanos y los de los animales, que viven en plena libertad en las calles por donde caminamos, empeoran las infecciones. No tenemos nada con qué curarnos. De vez en cuando vamos al hospital donde nos pintarrajean de rojo con mertiolate, pero no es conveniente ir muy seguido pues la policía se daría cuenta en seguida y comenzaría con sus redadas.

Por lo general ni siquiera prestamos atención a los bichos que tenemos en nuestro cuerpo. Los únicos que se rascan son los que se inyectan opio. Pues el opio provoca un fuerte escozor, y al infectárseles las llagas, se rascan más aún.

Me siento declinar día tras día. No quiero que Jocelyne asista a mi fin. Por primera vez me pongo a considerar seriamente ir a terminar mis días en la montaña. En el estado en que me encuentro ya no puedo dar marcha atrás. Tengo que acabar de una vez. Pero solo, sin testigos, como un verdadero junkie.

Le ruego a Jocelyne que se vuelva pero no quiere ni oír hablar de eso. Discutimos y acabamos deshechos después de nuestras peleas.

Aumento terriblemente mis dosis de metedrina. Llego a ingerir cantidades terroríficas; no bien termino de darme una inyección comienzo a preparar la siguiente.

La metedrina me congela las extremidades. Tengo los pies y las manos permanentemente hinchados, amoratados, y me resulta imposible hacerlos entrar en calor.

Para poder calentarme un poco, alterno con el opio.

Le repito a Jocelyne:

—¡Márchate, márchate; debes partir!

Ella llora y mueve negativamente la cabeza durante largo rato, sin decir una sola palabra.

Cansada ya de resistirse, finalmente accede a marcharse pero con una condición: debo prometerle reunirme pronto con ella.

Me esperará en Nueva Delhi.

Le prometo todo lo que quiere, y al hacerlo la miro pensando: no la volveré a ver nunca más.

Pero luego se arrepiente de su promesa. Durante dos días se lo pasa diciendo sucesivamente: «Me voy», y luego: «No, me quedo».

Por fin se decide.

Pasamos toda la noche fumando el shilom y dándonos inyecciones.

Al amanecer se arroja en mis brazos. Nos abrazamos en medio de sollozos. La droga nos vuelve literalmente locos de dolor.

El propietario del hotel está con nosotros. Acabo de aplicarle una Inyección. Experimenta el flash y cuando recupera la conciencia y ve que nos estamos besando, pide disculpas y se va.

Poco tiempo después bajamos al jardín, sin decir una sola palabra, estrechándonos mutuamente.

Cuando llegamos a la puerta Jocelyne, terriblemente compungida, me dice:

—Me iría si estuviera segura de volverte a ver.

—Claro que nos volveremos a ver, ¡márchate pronto!

Nos besamos otra vez. Se desprende bruscamente y sale corriendo. Se da vuelta y me mira durante un rato.

Krishna sollozando corre hacia ella y se le prende de la ropa.

Los dos desaparecen en la esquina: vuelvo a mi cuarto y me tiro en la cama.

Krishna vuelve con los ojos enrojecidos. Acompaño a Jocelyne hasta el camión en el cual ya estaba Christ.

—¿Me prometes que vas a cuidar a Charles? —le dijo Jocelyne.

Él se lo prometió y esperó hasta ver alejarse el camión a los tumbos, rumbo al sur, hacia la India.

Si me hubieran dicho en ese momento, mientras rompía la ampolla de metedrina, que nueve meses después, en marzo de 1970, me encontraría con Jocelyne, vivita y coleando, y yo también vivito y coleando, en medio de un grupo de viajeros adormilados a las siete de la mañana en la estación de Lyon, creo que me hubiera dado un ataque de risa digno de un loco furioso. Estaba seguro de que Jocelyne había desaparecido para siempre de mi vida y que yo no iba a vivir mucho tiempo más.

Después de la partida de Jocelyne experimento un curioso sobresalto.

Tengo que encontrar una solución. No puedo seguir viviendo en la ilegalidad.

Mi visa se ha vencido desde hace tres días. Sé muy bien que en estos momentos no van a querer renovármela más, pues estoy fichado como drogadicto y mochilero.

Si me llegara a presentar a la Oficina de Inmigración, no más de cinco minutos hasta tener a la policía encima.

Pero me queda aún un último recurso: telefonear al jefe de una oficina a quien conozco bastante. Sé que es comprable. Me prolongará la visa con sólo deslizarle en la mano unos cuantos billetes de diez rupias.

Por lo menos existe una oportunidad de que lo haga, pues hace quince días me peleé tontamente con él por una cuestión de tricking. Fui a pedirle un permiso de tricking para poder partir a la montaña. Quería que tuviera un mes de duración, pero no quería otorgármela por más de una semana. Intercambiamos unas palabras y me fui dando un portazo.

Si lo vuelvo a ver, es muy capaz, por más venal que sea, de preferir tener el placer de hacerme meter preso que de sentir crujir los billetes en su mano.

Por lo tanto debo buscar otra solución. Recuerdo que el dueño del Cabin tiene un pariente con bastante influencia en un ministerio.

Me pone en contacto con él, y voy a ver al susodicho. Acepta ayudarme pero me pide doscientas rupias por ello.

De acuerdo. Combinamos una cita para el próximo día.

A la mañana siguiente me presento a la cita pero el sujeto ha cambiado de idea. Esta vez me exige seiscientas rupias por interceder por mí. Debe de haber averiguado que yo tenía dinero.

Siempre me indignó que alguien tratara de aprovecharse de mí. Me levanto y me voy.

Esta vez estoy listo. No me queda más remedio que portarme bien y esconderme. Prohibición absoluta de salir durante el día.

Krishna, mi fiel y pequeño Krishna, será quien vaya a buscarme la droga. No puedo correr el riesgo de hacerlo yo mismo.

Estoy cada vez más decidido a partir rumbo a la montaña. Eso es solamente cuestión de dinero. Mi billetera se está vaciando peligrosamente y no puedo partir en tricking sin provisiones: un botiquín portátil y, sobre todo, una importante reserva de droga.

Me iré, caminaré al azar, seguiré drogándome y cuando ya no sea más que un trapo, pues bien, adiós Charles; me instalaré en un rincón apartado para que no me encuentren y me encajaré una buena dosis, bien fuerte…

En primer término y mientras encuentro la forma de procurarme las quinientas o seiscientas rupias que me hacen falta, debo economizar lo que me queda, o sea trescientas cincuenta o cuatrocientas rupias.

Por lo tanto me mudo de hotel y me instalo en el Coltrane, al lado del río, el peor y más barato de todos los hoteles de Katmandú.

El jergón cuesta tan sólo el equivalente a diez o quince centavos por noche.

No bien llego me doy cuenta por qué.

—Ese es su lugar —me dice el dueño al que acompaño hasta el tercer piso por una escalera que es la más angosta, pequeña y vacilante que he visto en mi vida.

Entramos en un gran cuarto con divisiones de madera a lo largo de las paredes, semejantes, aunque algo más pequeñas, a los boxes de una caballeriza.

El jergón está tirado en el suelo y es tan sólo una simple estera.

Hay olor a fiera y la ventana es tan pequeña que casi no se puede ver nada.

Olivier me acompaña. Me doy cuenta de que titubea, que está realmente asqueado.

—Vamos —le digo—, no te sientas obligado a acompañarme, vuelve al Garden si prefieres. Lo tendrás a Krishna solamente para ti.

En efecto, no le dije a Krishna a dónde iba, le conté solamente que pensaba marcharme por unos días y que pronto volvería.

Olivier no sabe bien qué hacer.

—¿Charles, qué piensas hacer? Tengo miedo por ti. Estoy seguro de que piensas partir hacia la montaña.

Riendo burlonamente le digo:

—Pues entonces ven conmigo.

—¡No, yo no quiero morir!

—Entonces déjame hacer lo que se me da la gana —le digo un tanto enojado.

Se balancea sobre las piernas.

—Bueno, está bien: vuelvo al Garden, pero prométeme que no te irás sin avisarme.

—Oye —le digo—, sabes que no tengo dinero para poder partir por el momento. Puedes irte, pon tu cabecita sobre la almohada y duerme tranquilo.

Me abraza y se va. Tiro mi mochila sobre el jergón y doy un vistazo a mi alrededor. Es realmente el más rasposo de todos los albergues.

Salgo del cuarto para dar una recorrida.

En el segundo piso advierto una puerta abierta, paso la cabeza por ella y veo algo realmente extraordinario en medio de esa miseria y esa roña.

Una gran cama dorada, totalmente tallada, con baldaquino, techo y cortinados alrededor. Magnífica, sensacional. Me pregunto cómo habrán hecho para subirla hasta ese minúsculo cuarto, por más que la hayan desarmado en distintas partes.

Y acostado sobre ella veo a un hombre alto con pelo largo y rubio vestido a la usanza nepalesa, que sonríe al verme y me dice buenos días con un acento norteamericano.

A su lado hay otro rubio grandote, pero vestido de harapos, muy sucio, esquelético, que contesta en francés a mis buenos días.

Está sentado frente a una mesa para hacer grabados. Hace tallas en madera de imágenes sagradas. Las paredes están cubiertas por ellas.

A mi izquierda advierto una tina de impresor, llena de tinta negra.

Los brazos del francés están todos manchados con tinta, lo mismo que su cara.

De una minicasetera salen los sonidos de una música tibetana.

Hablamos durante un rato y me pone al tanto de las costumbres del lugar. Me entero de que hay un cuartito equipado con ducha, lavatorio y letrina.

Decido darme un baño. El techo del pasillo es tan bajo que no tengo más remedio que caminar todo el tiempo con la cabeza agachada.

Al ver la ducha recibo una sorpresa: la altura del baño es tan exigua que una vez que estoy desvestido, no me queda más remedio que arrodillarme para no tocar la ducha con la cabeza.

Esa noche, cuando me acuesto, siento algo que trepa por mi brazo.

Al principio me quedo quieto. Ya hace tiempo que he dejado de preocuparme por los piojos.

Pero esto corre también por mis piernas, por la cintura, por todas partes.

Parece ser algo más grande y pesado que un piojo.

Refunfuñando prendo la vela. ¡Son unas cucarachas enormes! ¡Eso sí que no me gusta nada!

Levanto la estera y advierto que estoy acostado sobre un nido de cucarachas. Aparecen una tras otra, muy resueltas, y yo, muy asqueado las aplasto a puñetazos.

Me levanto y alumbrándome con la vela recorro los otros compartimientos para ver si hay alguno libre. Están todos ocupados.

Salgo del cuarto decidido a acostarme en el pasillo.

Durante los días siguientes me dedico a considerar todas las formas posibles de conseguir algún dinero. Me parece muy arriesgado reiniciar mis contrabandos. ¿Robar? ¿Pero a quién? ¡Soy más rico que todos los que me rodean en esta jaula!

El azar viene en mi ayuda en una forma poco usual.

Frente a mi dormitorio se ha instalado un hindú acompañado por dos jóvenes, dos alemanes.

No sé por qué se me ocurre que debe de tener dinero. Voy a tener que cerciorarme más de cerca.

Espero entonces a que el hotel esté casi vacío y un día, alrededor del mediodía, salgo de mi dormitorio y golpeo en la puerta de enfrente. Nadie me contesta. Hago girar suavemente el picaporte y entro.

Me pongo a inspeccionar debajo de la cama, en los rincones, por todas partes, con el oído atento al menor ruido. Reviso los jergones.

Nada. ¡Eso sí que es extraño! Sería muy curioso que siendo tres las personas que ocupan el cuarto, alguno de ellos no haya dejado escondido un dinero. Pero así es no más y salgo con las manos vacías.

Y entonces, porque sí, me dan ganas de hacer pipí. Bajo al baño-lavatorio-inodoro.

Y mientras estoy allí: arrodillado, desabrochándome maquinalmente, inspecciono por todos lados (sé por experiencia que muchas cosas se esconden en los baños, encima del depósito de agua, en un rincón sobre una viga, etcétera).

Y hete aquí, que en una ranura, entre la pared y el techo, bajo una viga, mis dedos tocan un objeto.

Es de madera y redondo.

Vaya, vaya… Lo saco. Es un pequeño cilindro de madera dividido en dos partes. Lo saco tirando con las dos manos y con la bragueta aún desabrochada, estupefacto veo que el cilindro es hueco y que está lleno de billetes enroscados, bien apretados unos contra otros.

Me dispongo ansioso a contarlos. Son exactamente dos mil rupias indias que equivalen más o menos a mil francos. Una pequeña fortuna en realidad.

¡Qué maravilla! Cinco minutos antes, salí con las manos vacías, luego de registrar el cuarto de unos tipos convencido de que iba a encontrar dinero allí. Después de eso, voy a hacer pis ¡y descubro dos mil rupias indias!

¿Qué importa de quién es el dinero? Me abrocho, guardo el cilindro en el bolsillo y vuelvo a mi cuarto; me acuesto y comienzo a poner a punto mi plan para partir a la montaña.

No han transcurrido más de diez minutos cuando oigo unos pasos, unos cuantos pasos que suben la escalera.

Desde hace un rato había oído abajo bastante barullo y voces que discutían en voz alta, en la entrada del hotel.

Debe de haber comenzado mientras yo estaba en el baño.

Algo inquieto miro por la puerta abierta.

Y veo pasar dos policías.

¡Era lo único que faltaba! Si me llegan a ver y me piden mis documentos, inmediatamente se darán cuenta que no tengo más visa, me llevarán con ellos y me expulsarán a la India. Y eso sería una verdadera catástrofe. En el estado de intoxicación en que me encuentro si me llegan a llevar a la India, donde la droga está prohibida, sería un verdadero desastre y no pasaría mucho tiempo antes de empezar a padecer unos sufrimientos terribles. Y ni siquiera estoy en condiciones de organizar algunas trapisondas para procurarme morfina o metedrina.

Me invade el pánico. Esta vez, sin lugar a dudas, están haciendo una redada en el hotel. Estoy listo…

Me acuesto, cierro los ojos y mientras oigo latir desenfrenadamente mi corazón, me pongo a esperar el desastre.

Pero sucede algo curioso… Un policía entra en el dormitorio, me mira (entreabro los ojos y lo observo muerto de miedo) y en seguida se va.

¿Qué querrá decir eso?

Ahora se han trasladado todos al cuarto de enfrente, a la habitación del hindú.

Este se encuentra también allí, y lo oigo decir en inglés y a los gritos, que le han robado dos mil rupias que tenía guardadas en un cilindro de madera que había cosido a su colchón.

Siempre a los aullidos dice que seguramente son los dos alemanes los que lo han robado.

Por otra parte, estos han desaparecido.

Tengo que hacer un esfuerzo para no estallar de risa al oírlo.

Lo que ha sucedido no es algo común y corriente. Yo quise robarlo a él y no logré hacerlo. ¡A pesar de ello, el dinero cayó de las nubes sobre mí, bien fresquito y por pura casualidad! Porque estoy convencido de que realmente son los alemanes quienes lo robaron y escondieron el tubo en el baño.

Persuadido de que el asunto no va a terminar allí, quiero presenciar de todos modos, aunque más no sea, por pura diversión, lo que va a suceder cuando los dos alemanes vuelvan para buscar su dinero. Por lo pronto me quedo quietito en mi lugar.

Acostado sobre la estera, tranquilo y feliz, saco las dos mil rupias del cilindro, me quito el cinturón de doble fondo (que hice arreglar luego de mi ataque de locura) y guardo en su interior los billetes bien doblados a lo largo, montado cada uno sobre la mitad del otro, junto con los demás que ya tenía.

Me pongo nuevamente el cinturón, ajusto la hebilla, bajo otra vez hasta el baño y coloco el cilindro vacío en el lugar donde lo encontré, pero ahora no tiene nada en su interior.

Una hora más tarde oigo unos gritos y ruido de golpes, provenientes de abajo, de la recepción.

Salgo al pasillo para oír un poco mejor.

Ha vuelto uno de los alemanes. Los policías que estaban escondidos se precipitan sobre él.

Se defiende como gato panza arriba, diciendo a los gritos que no ha robado nada; y la verdad que tiene razón, solamente a un depravado como yo puede ocurrírsele revisar bajo las vigas en ese baño donde hay que arrodillarse para hacer sus necesidades…

—¡Regístrenme! ¡Regístrenme! —grita— ¡Van a ver que no tengo nada!

Y es justamente lo que se disponen a hacer los policías. Por supuesto no encuentran nada.

Y entonces deciden esperar al otro. Ya llegará a su debido momento.

Las horas transcurren sin que aparezca.

Empiezo a aburrirme con la espera y se me ocurre pensar que la policía, de puro aburrida y para matar el tiempo, es capaz de ponerse a revisar el registro del hotel y los pasaportes de los clientes.

¡Acabemos de una vez, que vuelva el tipo y listo!

Entre las siete y las ocho de la tarde oigo crujir el techo, justo encima de mí.

Qué extraño… ¿qué demonios será?

El ruido se va corriendo hacia el corredor, detrás de mí. Presto atención. Sé que de ese lado hay un tragaluz.

Sucede lo que esperaba. Tras el chirrido del tragaluz oigo el golpe amortiguado de un cuerpo que cae ágilmente en el corredor.

Me deslizo hacia la puerta, con la espalda pegada a la pared, achatándome lo más posible.

Una sombra se desliza sigilosamente hacia la escalera.

Reconozco al otro alemán.

No necesito ninguna explicación: ya comprendí lo que sucede. Al regresar al hotel debe de haber visto desde el otro extremo de la calle el auto de la policía parado frente al hotel (los policías franceses no son tan estúpidos). Debe de haber sospechado lo que ocurría y ahora vuelve a escondidas pasando por la casa de al lado, para recuperar su cilindro y esconderlo Dios sabe dónde. Y según la amistad que tenga por su camarada, se escapará solo o regresará.

Cuando lo oigo bajar por la escalera salgo corriendo descalzo al corredor, me agacho al final del mismo y escucho.

Se oye crujir la puerta del baño en el piso de abajo. Transcurren treinta segundos. Otra vez el chirrido de la puerta.

Corro hacia el dormitorio y me escondo contra la pared.

La sombra vuelve a pasar. Oigo el ruido de una silla que se corre y que alguien se sube sobre ella, y hasta el suspiro que lanza al izarse. El tragaluz se cierra suavemente, los crujidos sobre el techo se alejan y desaparecen.

Transcurre una hora… dos horas…

Súbitamente se oye un alboroto en la planta baja y me doy cuenta de que es el tipo que acaba de regresar.

—¡Bravo! Por lo visto es un buen camarada y además bastante valiente.

Oigo toda la discusión desde el extremo del corredor. El tipo está jugando al inocente, lo mismo que hizo el otro. Lo revisan pero no le encuentran nada.

—¡Ahora déjenos en paz! —exclama uno de ellos—. Tenemos los pasaportes en regla pues las visas son válidas para otros diez días.

Pero la suerte no los acompaña. A los policías todo eso les importa un bledo. Y visa o no visa se los llevan igual.

Al día siguiente el hotelero me cuenta que los han expulsado.

Tal vez se sorprendan luego de haber leído esta pequeña aventura si les cuento que al día siguiente comienzo a preparar mi partida hacia la montaña. Podrá parecerles que no he caído tan bajo como les digo, ya que he sido capaz de realizar ese pequeño robo con tanto éxito (debo reconocer que en gran parte se debió a mi buena suerte).

No obstante así es. Por mayor que haya sido la satisfacción que he experimentado al realizar esa pequeña trapisonda, tan perfecta como un golpe de esgrima bien certero, eso no altera para nada mi decisión de ir a terminar mis días en la montaña.

—Charles —me digo simplemente—, tu última jugarreta resultó buena. Eso es todo.

La única energía que aún poseo, la única voluntad que me empuja es la de partir, caminar, drogarme y elegir el momento preciso.

Y entonces decido, con perfecta lucidez, correr ciertos riesgos.

No puedo dejar de salir de mi cueva. Y durante el día.

Primo: Debo terminar de comprar mi equipo para acampar en la montaña. Aparte de la bolsa de dormir y de la frazada que ya poseo, necesito un pequeño calentador de alcohol (especialmente para las inyecciones de opio), una cajita metálica, y dos o tres pequeños utensilios, piolín, hilo de coser, etcétera.

Segundo: Debo organizarme un botiquín portátil. Sé muy bien que los nepaleses que viven en las montañas son muy poco hospitalarios y que la única forma de amansarlos es curándolos. Las ocasiones no faltarán, pues viven en un estado deplorable de falta de higiene. Debo comprar por lo tanto algodón, gasas, desinfectante, calmantes, sulfamidas, ampollas de penicilina y con qué inyectarlas, alcohol y antídotos (es más prudente en la montaña).

Lo que me preocupa no es la perspectiva de actuar como médico de campaña. Ya lo he hecho muchas veces, sobre todo en África.

Tertio: Debo hacer un serio acopio de drogas. Necesito por lo menos un kilo de hachís, una libra de opio, un buen centenar de centímetros cúbicos de morfina, una buena cantidad de ampollas de metedrina, de LSD, de heroína. La batería completa. No quiero privarme de nada antes de morir.

Y por lo mismo, salgo a la mañana siguiente, impulsado por una extraña fuerza, lavado, afeitado, con camisa, corbata y mi elegante traje blanco.

Estoy perfectamente presentable; casi elegante.

Ya casi ni siento temor de que me detengan.

Camino por las calles, al lado de los policías, tranquilo y sonriente.

Me dirijo en primer lugar al Garden, donde me encuentro con Olivier.

—Me marcho —le anuncio— ¿vienes conmigo?

Desesperado trata de hacerme entrar en razón. Con un gesto seco pongo fin a sus lamentos.

—Es inútil —le digo—, estás gastando saliva inútilmente. ¿Vienes o no?

Se da cuenta de que no vale la pena insistir. Agacha la cabeza.

—Me quedo —dice.

—¿Dónde está Krishna?

—Fue a hacer unas compras. Llora todo el tiempo, sabes, no para de preguntar por ti.

Siento un cobarde alivio al enterarme de que Krishna no está allí. Me hubiera resultado demasiado penoso decirle adiós.

—¿Seguro que quieres irte? —insiste a pesar de todo Olivier.

Siento pena por él y le digo una mentira.

—Sí. Pero no te alarmes. Creo que voy a ir hacia Sikkim y Bhoutan y luego rumbo a Birmania. Tengo ganas de salir de Katmandú. Ya no lo aguanto más.

Cómo me habrá transformado la droga para que yo, Charles, que nunca le tuve miedo a nada, a los veintinueve años haya llegado a querer ir a morirme como un perro, solo en las montañas…

Olivier se arroja en mis brazos. Los dos estamos muy emocionados. Me desprendo de él y me alejo sin darme vuelta.

Cuánto lo quise a Olivier…

Me paso toda la mañana recorriendo negocios luego de haber cambiado las rupias indias. Al mediodía ya he completado mi botiquín y mi reserva de drogas y he comprado todo lo necesario para acampar.

Me peso en una farmacia por pura curiosidad morbosa; no paso los cuarenta y ocho kilos; ¡cuarenta y ocho kilos… y mido un metro ochenta y cuatro!

Transporto todo al hotel y vuelvo a salir. Me faltan solamente unas ampollas antivenenosas.

Y por más extraordinario que les parezca, es bien real: no encuentro en ninguna farmacia de Katmandú una sola ampolla.

Llego hasta el hospital nepalés: no existe el antiveneno.

Voy al hospital norteamericano. Con toda seguridad allí voy a conseguir… ¡Tampoco tienen!

Un farmacéutico, desesperado de no poder complacerme, me dice:

—Vaya a la plaza que queda al lado del correo. Allí hay vendedores de hierbas. Tal vez ellos tengan lo que usted precisa.

Me pregunto qué será lo que me dará un vendedor de yuyos como contraveneno, pero allí me dirijo, aunque más no sea empujado por la curiosidad.

En la plaza del correo encuentro efectivamente a varios hombres que venden hierbas y un surtido más o menos completo dentro de las plantas medicinales.

Ayudado por un sikh que farfulla un poco el inglés, le explico al comerciante lo que deseo.

El sujeto me da un pedazo de madera, gordo como el dedo pulgar y largo como el índice. Es un pedazo de madera común y corriente.

Sonrío y le digo al sikh:

—No, eso no es lo que busco. Dile que quiero algo contra las picaduras de serpientes, una mezcla, un preparado.

El vendedor sigue agitando el pedazo de madera.

El sikh repite mi pregunta, y los dos discuten durante un momento.

—Dice que es precisamente eso —me explica finalmente el sikh— Dice que si te pica una serpiente frotas primero la mordedura con el trozo de madera, luego raspas la madera con tu cuchillo y colocas sobre la picadura el aserrín, luego vendas todo bien apretado. Dice que es eficacísimo.

Bueno, tal vez. A esta altura del partido, ¿qué más da? Llevaré el pedazo de madera. Quién sabe si después de todo este charlatán no tiene razón.

Me marcho por lo tanto con mi madera mágica.

Antes de volver al Coltrane Hotel para prepararme, paso por el Cabin Restaurant a despedirme del dueño. Le digo simplemente que voy a hacer un poco de tricking para cambiar mis ideas.

Me mira fijamente. Es evidente que no cree una sola palabra de lo que le digo.

Ya ha visto a tantos, otros tipos como yo, drogados al máximo, física y moralmente al borde del abismo, como yo, que le han dicho, igual que yo, que iban a hacer un poco de tricking y se han marchado rengueando.

Y que jamás regresaron.

Pero se guarda muy bien de comunicarme sus pensamientos.

—¿Quieres comer algo? —me pregunta simplemente—. Yo te convido.

Acepto. Y tomo la única cosa que puedo digerir en esos momentos: un poco de queso de cabra, una tarta y un milk-bang repleto de hachís.

Eso me entona y me hace sentir mejor.

El dueño me da además algunas provisiones para la ruta: masitas secas, frutas secas, carne ahumada, té.

—Hasta pronto —le digo.

—Sí, hasta pronto… —responde mirándome con tristeza.

Vuelvo a mi habitación, me desvisto, me doy una inyección de metedrina y una vez pasado el flash (el flash que ahora experimento es muy débil, muy flojo) doblo cuidadosamente mi equipo de gala y lo guardo junto con mis zapatos de ciudad en una bolsa de plástico. Lo coloco al fondo de la mochila. Encima de eso pongo mi botiquín, luego utensilios diversos y mi tesoro, mi provisión de droga. Cubro todo el envoltorio con mi bolsa de dormir y mis provisiones, y ajusto las correas de la mochila.

Estoy vestido con un pantalón negro, mi pulóver, también negro, de cuello alto, la campera negra y los botines de montaña. Alrededor de la cintura tengo el cinturón con toda mi fortuna en su interior.

Entre el cinturón y la campera coloco el estuche con los mapas y mi puñal. Bajo la cubierta transparente del estuche puede verse el mapa de Nepal, al este de Katmandú.

Me coloco penosamente la mochila en la espalda. ¡Dios mío! ¡Cómo pesa! Me despido de los otros ocupantes del dormitorio y paso también a decirles adiós al norteamericano y al francés.

Good luck, Charles, buena suerte —me dicen.

No vale la pena darles ninguna clase de explicaciones. Me comprenden. Yo soy para ellos otro más que desaparece, otro más a quien la droga ha vencido, y eso es todo. ¿Quién sabe? Tal vez sientan que su turno se aproxima…

Bajo, pago mi cuenta y salgo afuera.

Ya es de noche. He esperado a propósito. Se acabaron ahora los riesgos inútiles. Cuanto más rápido salga de Katmandú mejor será.

Miro el reloj. Es casi medianoche.

Salgo.

Mis pasos resuenan en el pavimento. Al rato el sonido disminuye. Estoy en una calle de tierra.

Aparece una jauría de perros. Los echo a patadas y se van gimiendo.

Dejo atrás de mí las últimas casas. A la luz del encendedor doy una postrer mirada al mapa donde están indicadas las salidas de la ciudad. Estoy en el camino correcto, en la ruta que se dirige hacia el nordeste rumbo a las montañas.

Paso los pulgares de mi mano por las correas de la mochila y continuo la marcha.

Es la hora cero y diez minutos del día 7 de septiembre de 1969.

Tengo veintinueve años y seis meses y peso cuarenta y ocho kilos.

Soy un junkie dispuesto a pasar sus últimos días en la montaña. No soy ni feliz ni desgraciado, ni ansioso ni atormentado.

He adquirido el fatalismo de los orientales.

No creo vivir más de tres semanas.

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