Flash

Flash


Cuarta Parte

Página 16 de 26

CUARTA PARTE

La muerte del norteamericano

No me he alejado más de un kilómetro de Katmandú y ya estoy en otro mundo. Las primeras estribaciones de las montañas son el dominio de los campesinos, el reino del peligro, de los merodeadores, de los ladrones. Cuanto más avanzo en mi camino y más me alejo del mundo civilizado, mayores son los riesgos. Estoy bien al tanto de que si por casualidad llego hasta Bhoutan o a Sikkim, si cruzo la frontera, entonces estaré arriesgando el pellejo a cada paso. Están en guerra con China y disparan contra cualquier bulto que se mueva.

Pero todas esas siniestras perspectivas, todos esos riesgos, constituyen la última de mis preocupaciones. No me importa nada la idea de que me ataquen o la de poder ser el centro de la mira del fusil de un soldado.

Porque lo que en estos momentos experimento y que va en aumento a medida que avanzo lentamente, es una especie de salvaje felicidad.

Adelanto penosamente, y cada tanto debo detenerme para recuperar el aliento. Me duelen los músculos de las piernas, enflaquecidas y desacostumbradas a realizar cualquier esfuerzo. Pero eso no me importa.

¡Soy libre! Tengo la sensación de haberme liberado de miles de pesadas cadenas que me retenían. No han transcurrido más de dos horas que ya todo me parece muy lejos de mí. Katmandú, los hoteles, los clubes nocturnos, los restaurantes, los amigos, las chicas, no existe más nada ni nadie. Agathe, Agnes, Claudia, Barbara, Daniel, Michel, Guy: todo ese pequeño mundo de trapisondas y de bajeza ha desaparecido.

De vez en cuando solamente se me aparecen fugitivamente los rostros de Olivier, Anna-Lisa, Christ y Jocelyne, especialmente el de Jocelyne. Los rostros de los que no me han traicionado.

Pero no siento ninguna pena, ninguna amargura. Aun los amigos no son más que recuerdos de un tiempo pasado, lo único bueno que tuve durante esas semanas de locura; al lado de todo lo que hubo de malo y perverso. Nada más.

Cuando llega el alba y el sol ahuyenta la noche, me siento al borde del camino. Saco mi calentador de alcohol, me preparo un poco de té, mordisqueo unas galletitas, una o dos frutas. Me fuerzo a hacerlo pues en realidad no tengo hambre.

La necesidad de metedrina comienza a hacerse sentir.

Me doy una inyección. Me acuesto de espaldas pero no logro conciliar el sueño.

Al cabo de una hora, un sordo golpeteo me hace levantar la cabeza. Son los portadores de mercancías que bajan de las montañas.

Pasan delante de mí. Los hombres están desnudos salvo por el longhi que les cubre la entrepierna, dejando las nalgas al descubierto. Las mujeres están todas vestidas de negro.

Ambos sexos llevan cargas igualmente pesadas.

Los observo mientras pasan frente a mí, tienen la nuca estirada bajo la presión que ejerce una ajustada correa de cuero que contornea su frentes, y la fuerza que hacen al mantener los brazos estirados hacia atrás para sujetar con las manos las canastas en la espalda y aliviar así el peso, hace resaltar los bíceps de sus brazos.

Avanzan separados a dos metros de distancia los unos de los otros, saltando de piedra en piedra, al borde del barranco, sin titubear jamás, sin equivocarse nunca, con un paso seguro como si fueran cabras.

Cuando pasan me echan un vistazo indiferente: sin enemistad pero sin amistad tampoco.

Y contemplo sus maravillosas piernas dignas de estatuas vivientes, musculosas, finas, fuertes, elegantes y cuyo sudor brilla suavemente bajo los rayos oblicuos del sol matinal.

Al cabo de cinco minutos han desaparecido, cuesta abajo, rumbo a Katmandú.

Dirijo mi mirada hacia el valle y la ciudad. La veo allí abajo, muy próxima, distante tan sólo tres o cuatro kilómetros.

Es todo lo que he logrado recorrer durante la noche.

Hago un esfuerzo de voluntad y me pongo de pie, coloco nuevamente la mochila sobre mi espalda y reanudo la marcha.

Y camino. Durante casi toda una semana camino día y noche, con pasos cortos, lentamente.

Muy pronto adquiero un ritmo en mi marcha, sin el cual me resultaría imposible avanzar más.

Camino dos horas, me detengo una hora y parto otra vez, dos horas de marcha. Una hora de descanso.

Mis pies, que están helados gracias a la metedrina, me hacen ver las estrellas. Avanzo penosamente, algo jadeante y con la vista fija delante de mí, observando atentamente las piedras que debo ir sorteando una tras otra en mi camino.

Estoy rodeado por paisajes sublimes, encajonados, torrentes que corren entre árboles centenarios y como telón de fondo, las nieves eternas del Himalaya.

Pero no me detengo a contemplar nada de toda esa maravilla. La belleza del paisaje me es totalmente indiferente. El día y la noche no significan nada más para mí, como tampoco el calor o el frío. Duermo de a ratitos; un cuarto de hora, media hora, rara vez algo más. Me doy una inyección, mordisqueo algo y prosigo nuevamente.

De tanto en tanto me detengo frente a una granja o alguna choza.

Los perros se me acercan ladrando y en seguida aparece un campesino desconfiado, hostil. Le muestro el dinero y por medio de señas le doy a entender que tengo hambre. Una de cada dos veces me echan, aun ante la vista del dinero.

Cuando consigo que me vendan algo, generalmente no son más que berenjenas, manzanas o choclos. Nada más.

Solamente una vez conseguí que me vendieran tres huevos. Previo un largo conciliábulo entre el hombre y la mujer. Esta trataba de convencer a su esposo. Evidentemente sentía lástima por mí. No me importa nada. Tomo los huevos, digo gracias y me marcho.

En estos momentos todo me resulta indiferente, hasta una mirada compasiva dirigida a mi persona. Camino y tengo solamente una idea en mi cabeza.

«Charles, has desperdiciado tu vida. La droga te arruinó. Eres un junkie igual al que mirabas con tanta curiosidad y sin lograr entenderlo cuando estabas en Karachi; recuerdas. Estás listo. Eres un pobre gato que olfatea su muerte y que se va a acabar sus días alejado de los demás».

Al cabo de una semana estoy en plena montaña.

Una mañana doy la vuelta a un recodo del camino y descubro un valle muy verde, encajonado, lleno de árboles.

En el fondo hay dos pequeñas lomas y una quincena de casas construidas sobre ellas.

Decido intentar hacer una etapa en este valle.

Llego por un sendero de cabras hasta las primeras chozas.

Pero, cosa curiosa, el camino de acceso al pueblo, lleva directamente a una casa. Es imposible pretender ir a la de al lado. Parecería que solamente la primera casa tuviera derecho a tener un camino.

Paso bajo el portal y desemboco a un patio interior, el cual a su vez da sobre otro patio y así sucesivamente.

Avanzo en esta extraña forma a través de este curioso pueblito que no tiene calles ni plazas y donde las casas se tocan unas con otras y que es necesario atravesarlas una por una para ir adonde se quiere.

Mis intenciones son hacer una etapa aquí y descansar un poco. Lo necesito. Estoy todavía demasiado cerca de Katmandú. Quiero internarme bien adentro de la montaña.

Desde ayer se me ha ocurrido una idea. Quiero llegar hasta las nieves eternas. Quiero darme mi última inyección en las alturas, en la nieve, en pleno Himalaya. Cueste lo que cueste debo llegar allí.

Aparentemente nadie ha visto jamás a un europeo en este pueblo. O tal vez sea que presento un aspecto terrorífico, todo vestido de negro, con mi barba, la mochila y los anteojos oscuros.

Los paisanos se acercan uno por uno. Al poco rato ya se han reunido como veinte de ellos, los cuales me observan con desconfianza.

Les sonrío y deposito la mochila en el suelo. Saco el dinero y se lo muestro, hago señas para explicarles que tengo hambre (¡lo cual no es verdad!).

Nadie reacciona. Por lo visto no va a ser fácil. Hago otra nueva tentativa y farfullando las pocas palabras de nepalés que he logrado aprender, trato de decirles que soy un viajero que visita las montañas. Que vengo de lejos y soy su amigo.

Me comprenden con seguridad. Pero no se mueven.

Decido jugar mi última carta. Desato las correas de la mochila y saco a relucir mi botiquín; lo despliego delante de mí, sobre la manta.

Repito otra vez.

—Médico —les digo—. Soy médico… hago curaciones… sano a los enfermos…

Sólo entonces comienzan a reaccionar. Se acercan un poco, se agachan y tocan. Sonriendo los dejo hacer. Repito otra vez:

—Yo curo, yo sano a los enfermos. Soy médico…

Repentinamente comienzan a parlotear. Todos hablan y gesticulan a la vez. Me doy cuenta de que he ganado la partida.

Por lo menos la primera mano. Pues con toda seguridad ahora se me van a presentar con los enfermos. ¡Con tal que sus males estén al alcance de mis posibilidades!

Efectivamente veo llegar a un pobre diablo, un adolescente.

Al verlo suspiro de alivio. Me doy cuenta de lo que tiene. Algo podré hacer por él.

No obstante lo cual es un espectáculo algo desagradable. El pobre tipo tiene una pierna cubierta de llagas purulentas y las moscas se pasean por la carne viva.

Tiene sobre las llagas una costra marrón grasienta que está partida y suelta en algunos lugares.

Debe ser con toda seguridad una pasta hecha con hierbas y arcilla que se ha usado para recubrirla en su totalidad.

Muchas veces más veré otros como él, con las mismas llagas infectadas. Los que transportan las mercaderías circulan con las piernas desnudas, se rasguñan y se lastiman frecuentemente y me pregunto si ese bendito ungüento no será el causante de las infecciones sobre esos raspones que deberían curarse mucho más rápido.

En esos momentos hay como cincuenta personas reunidas a mi alrededor. Me vigilan atentamente. Pero comienzan a dirigirme algunas sonrisas. Los hombres, por lo menos, pues las mujeres me miran con un aire de desconfianza no muy simpático por cierto.

Lo primero que debo hacer es limpiar toda esa costra. Algo que disgustaría a más de uno, pero que a mí no me impresiona. Siempre he estado convencido de que podría haber sido un buen médico. Me gusta aliviar los dolores de los demás. Y cuando uno se inclina sobre un enfermo, animado por tales sentimientos, nada resulta desagradable.

Pero con todo no es precisamente un espectáculo agradable. El muchacho tiene todo el lado interno de la pantorrilla y como una cuarta de largo, enteramente carcomido. La infección ha penetrado además muy profundamente en algunas partes, alrededor de la llaga central.

Si le llego a tocar la carne viva, va a aullar como un condenado. Las mujeres que me están espiando amotinarán todo el pueblo y me echarán.

Por lo tanto decido darle al muchacho una inyección con un calmante. Pero temo que al ver la jeringa y la ampolla se produzca un pánico general y prefiero demostrarles en mi persona que una inyección no es nada.

Si yo me aplico una, ya no desconfiarán.

Además estoy comenzando a sentir la necesidad de una dosis de droga. Rompo una ampolla de metedrina, que es idéntica a la del calmante, aspiro el líquido con la jeringa y por medio de gestos les doy a entender que voy a darle una inyección al enfermo, pero que antes voy a hacer una demostración en mi persona para que confíen en mí.

Silencio general, rostros inescrutables, miradas clavadas en mí.

En realidad a pesar de darme una inyección no corro ningún riesgo de perder el control para la siguiente operación. Los flashes que ahora experimento son muy pequeños y además bajo el afecto de la metedrina soy más dueño de mí mismo…

Clavo por lo tanto la aguja en una vena de mi pie, cerca del tobillo (no quiero que vean mis brazos cubiertos de marcas) y me inyecto la dosis.

Experimento una pequeña reacción pero pasa muy rápido. Recupero mis fuerzas.

Pongo el calmante en otra jeringa la muestro a todos y explico más con gestos que con palabras que le voy a hacer al enfermo lo que acabo de hacer conmigo.

Todos sonríen. Han comprendido.

Le aplico la inyección tranquilamente a mi candidato.

Cuando termino, cubro por entero la llaga con mercurocromo, les pido a dos muchachos que sujeten la pierna del enfermo. No se puede estar seguro de que no vaya a moverla.

Anteriormente ya había pedido que me calentaran agua.

Mojo en ella él trozo de algodón y comienzo a frotar suavemente la costra formada por el ungüento nepalés. El muchacho se mueve un poco, pero no demasiado. Está bien, puedo proseguir. Me demoro unos buenos diez minutos en limpiar toda la superficie.

Cuando termino, cubro por entero la llaga con mercurocromo, la espolvoreo con sulfamidas, coloco una gasa sobre ella y la sujeto con tela adhesiva.

Y doy por terminada la operación luego de aplicarle una inyección de penicilina en la nalga.

Acto seguido les indico que tengo hambre y que me gustaría dormir.

Sonríen y me conducen hasta un cuartito oscuro, del que salen cacareando tres gallinas. Me muestran un camastro de paja en un rincón.

Perfecto; eso es todo lo que necesito. Tiro la mochila sobre la paja y me siento.

El hombre que me guió hasta allí, sigue parado sin moverse. Espera algo. En seguida me doy cuenta de lo que quiere. Saco de mi bolsillo una moneda de cinco pesas y se la doy. La agarra, sonríe y por medio de gestos me pregunta si quiero comer.

Sí, sí, tráiganme cualquier cosa.

Vuelve con un plato de berenjenas hervidas, fuertemente condimentadas y una taza de té inmundo. Coloca todo frente a mí y estira nuevamente la mano.

Le doy otras cinco pesas y se marcha encantado.

¡Sinvergüenzas! ¿Acaso les he cobrado yo los remedios y mis honorarios?

Al día siguiente me traen un chico con los ojos llenos de pus. ¿Qué podré hacerle yo que sea realmente efectivo? Le lavo los ojos con agua hervida y le aplico una inyección de penicilina, Les digo que lo traigan nuevamente a la tarde. Cuando vuelvo, tengo una inspiración: disuelvo polvo de sulfamidas en agua y le hago un lavaje de ojos. Repito el tratamiento mañana y tarde durante tres días.

¡Y se sana!

Como también el sujeto de la pierna infectada, debo manifestar no sin cierto orgullo. A él también le hice aplicaciones diarias de sulfamidas e inyecciones de penicilina.

Al cabo de cuatro días me marcho, algo más descansado, y todos me acompañan como si fuera un rey hasta la salida del pueblo.

Reanudo mi camino avanzando lentamente, sintiendo un vértigo constante, mirando de tanto en tanto a lo lejos, hacia el norte, a las nieves eternas.

Los valles suceden a las montañas. Subo, bajo, subo, bajo. Tengo la sensación de hundirme inexorablemente en un infierno de soledad y de dolor. Los pies me duelen cada vez más y han empezado a sangrar dentro de mis botines. Cuando me duelen mucho, me detengo y me doy una inyección. La droga solamente me sirve de calmante y de sostén. En cuanto dejo de usarla comienzo a transpirar de dolor especialmente en los pies, pero también en todo el cuerpo, en los músculos de las piernas y la espalda, resentidos estos últimos por el esfuerzo continuo de llevar la mochila por más liviana que esta sea.

Mis pensamientos se confunden y se embotan poco a poco. Guardo solamente unos recuerdos muy vagos de tiempos anteriores. Mi infancia y mi adolescencia están tan lejos… Mi juventud aventurera, los robos, las prisiones, qué remoto es todo eso, diluido en el tiempo y borroso como una acuarela desteñida por una lluvia prolongada…

Pero a veces sucede lo contrario. Recuerdo algunas escenas de mi pasado con una nitidez asombrosa. Las evoco durante horas, repitiéndolas como si fueran un disco. De ese modo revivo un mismo día veinte veces seguidas, con los más mínimos detalles, el naufragio de un yate en la Costa Azul, hace cinco o seis años, y en el cual me salve milagrosamente.

Era un barco sin motor al que el mistral, luego de haberle roto los mástiles arrojó contra las rocas de la costa, destrozándolo; me encontré en el agua, sacudido por las olas, arrastrado hacia una roca a la cual conseguí agarrarme, pero de donde las olas me arrancaban furiosamente.

Finalmente, luego de haber conseguido pararme sobre la piedra bajo un pequeño acantilado, conseguí aferrarme a este, arrancándome las uñas al tratar de trepar por él con las fuerzas que me daba mi desesperación. Pero las olas volvían haciéndome golpear la cabeza contra la piedra, tirándome hacia atrás para volver otra vez a golpearme y así sucesivamente.

Era casi seguro que en algún momento iba a aflojar y moriría allí, destrozado por las olas.

Pero con un último esfuerzo y espiando con el rabillo del ojo el retroceso de la ola, di un salto gigantesco y conseguí aferrarme a una raíz, justo arriba de mi cabeza.

La ola volvió rugiendo, tratando de tirarme por las piernas, de succionarme. Su fuerza era terrible, pero conseguí aguantarla jadeando y centímetro a centímetro, logré izarme hasta la raíz, sujetándome a ella con toda la fuerza de mis manos y de allí llegué a lo alto del acantilado donde me desplomé, medio desvanecido con la cabeza sobre la tierra y las piedras, experimentando la agradable sensación de haber salvado mi vida.

Durante mi caminata, revivo segundo por segundo el naufragio, apretando con fuerza la mandíbula. Todo es igual. La fatiga, el agotamiento me tironean implacablemente por las piernas y lucho por avanzar, por trepar. Me aferro con la mirada a las nieves en lo alto del Himalaya. Paso a paso me voy acercando.

No. ¡No aflojaré!

¡Llegaré allá arriba! Me desplomaré en el hueco de unas morenas, en el límite de las últimas hierbas, en el primer manchón de nieve: llenaré la jeringa con el veneno una, dos, tantas veces como sea necesario para escapar para siempre a los rugidos furiosos de esta vida desordenada y desquiciada que no quiero abandonar antes de haber vencido a las últimas tempestades.

Sigo caminando durante ocho días, robando manzanas, recogiendo maíz o berenjenas.

Una tarde advierto a lo lejos una choza de pastores que parece estar abandonada, y me dirijo hacia ella. Al acercarme veo que sale humo por un agujero del techo. Me llama mucho la atención pues no oigo balar ovejas ni diviso ningún búfalo. Por lo tanto no debe de tratarse de un pastor.

Entro en la choza.

La luz del Sol poniente que penetra en el interior de la choza ilumina dos rostros hirsutos.

Son dos hombres blancos que me miran con ojos afiebrados, hundidos en las órbitas.

Se calientan junto a un fuego hecho con unas leñas en el medio del cuarto. Están descalzos, y sus pies, igual que los míos, tienen un color azulado.

Me hacen señas para que entre. Me siento al lado de ellos, me quito los zapatos y acerco al fuego mis pies doloridos. Qué agradable. Me siento mejor y les dirijo una sonrisa.

No los había visto antes en Katmandú. Y aunque los hubiera visto, sería algo difícil reconocerlos. Están cubiertos de harapos y parecen dos linyeras. Uno de ellos tiene sobre la espalda una piel de cabra, pero tan mal curtida que aún pueden verse restos de carne. Debe de haber sido el mismo el que mató y cuereó al animal.

No hablamos ni nos preguntamos nada. ¿Para qué? Todos sabemos muy bien lo que somos.

Me ofrecen té. Le curo a uno de ellos un forúnculo que tiene en el pliegue del codo y que le ha producido una gran hinchazón en el brazo. Les dejo sulfamidas y penicilina. Con toda seguridad que sabe darse inyecciones perfectamente bien, y de lo contrario se las aplicará su compañero.

Me marcho sin tan siquiera averiguar sus nombres ni preguntarles adónde se dirigen y de qué nacionalidad son.

Intercambiamos solamente unas pocas palabras y en inglés. Lo hablaban bastante mal, por lo cual creo que deben de ser suecos o dinamarqueses, pero no sé nada y no me importa nada. Ellos tienen su derrotero y yo el mío; nos hemos cruzado y eso es todo. No tenemos temas en común para charlar.

Pocos días más tarde descubro otro pueblito un poco más grande que el anterior. Visto de lejos parece bastante raro. Veo todo a su alrededor diseminados por la hierba de la colina unos puntos de color rojo vivo.

Por un momento creo tener alucinaciones. Pero no es así, cuanto más me acerco más aumenta su tamaño. Pronto se convierten en manchones.

Al poco rato veo todo con más claridad: numerosos lienzos blancos están extendidos en el suelo y sobre cada uno de ellos hay un montón de puntos rojos.

Me acerco al lado de uno de los lienzos. Son pimientos secándose al sol.

Cuando llego al pueblo recibo una gran sorpresa.

No bien hago mi entrada, me rodean los habitantes dando gritos.

La gente se asoma a las ventanas y se renueva la gritería.

Inmediatamente obtengo la explicación de este casi inverosímil recibimiento. Uno de los aldeanos habla algo de inglés pues vivió un año en Katmandú.

Una especie de teléfono árabe ha funcionado por la montaña desde que hice las curaciones y logré salvar al muchacho y al chico del primer pueblo. Todo el mundo está enterado, a decenas de kilómetros a la redonda, de que un extranjero alto y barbudo, vestido de negro y que tiene un solo ojo atiende a los enfermos y los cura.

Me toman del brazo con deferencia y me conducen a un albergue.

Es un redil, lleno de ovejas y de cabras.

Llevan paja fresca, la cubren con una estera de mimbre y me hacen señas que ahí es donde debo instalarme…

… ¡Y nuevamente estiran la mano!

Suspiro y saco las acostumbradas cinco pesas, las cuales desaparecen dentro de un cinturón.

El establo donde me alojo forma parte de una casa muy baja que tiene en el frente un rudimentario tea-shop, atendido por una mujer. Vende algunos artículos de primera necesidad, como té, cigarrillos, azúcar, sal, pimientos e insospechadamente, mostaza. Eso es todo.

Me quedo allí durante diez días sin moverme ni salir para nada.

Cada día se realiza un desfile.

Atiendo por lo menos a cinco o seis enfermos por día.

Pero jamás recibo algún regalo de ellos.

No me doy el trabajo de enojarme por ello, me basta el poder serles de alguna utilidad. No lo hago para que me lo agradezcan o me lo paguen.

Con todo, un día titubeo. Acaban de traerme un hombre de más o menos treinta años, que tiene la oreja derecha, la mejilla y toda la base del cuello de ese mismo lado terriblemente hinchadas, y todo está recubierto por un pedazo de género impregnado por la consabida mezcla podrida.

Retiro el «vendaje» y doy un paso atrás.

Es demasiado feo. El hombre tiene un absceso purulento en el interior de la oreja que se le extiende por el lóbulo, entre la mandíbula y la caja craneana. Tiene una enorme protuberancia marrón con manchas blancuzcas, algunas reventadas y por las que chorrea pus.

Apenas lo toco, y el desgraciado se encoge y gime.

Está en un estado espantoso.

No me siento capaz de curarlo. Es muy arriesgado. Puede morírseme en los brazos mientras lo opero. No, jamás he hecho algo semejante. No es posible.

Se lo explico a mi intérprete y este adquiere un aspecto dramático.

Los que lo rodean (toda la familia del enfermo está en el establo y tienen cada uno una vela en su mano), observan sin pronunciar palabra alguna.

Sahib —me dice el intérprete—, debes curarlo.

—Pero te repito que no puedo hacerlo, que no soy un cirujano y no tengo lo que se precisa para operarlo.

A pesar de eso, insiste.

—Cúralo… Debes curarlo.

Se inclina sobre mí y me habla en voz baja como si los demás pudieran comprender lo que me dice.

—Si no lo curas te matarán.

Me pongo pálido. Estoy dispuesto a morir por supuesto, pero no de ese modo, asesinado en la oscuridad en un agujero lleno de estiércol. Yo quiero que mi muerte se realice en el sitio que ya he elegido: bajo el sol, en la nieve, con las cumbres del Himalaya frente a mí y una última y fantástica orgía de droga.

Vuelvo a insistir:

—Explícaselo tú que has andado por muchos pueblos y que sabes, más que ellos. Diles que están locos, que la capacidad de un hombre tiene ciertos límites.

Su mirada se vuelve torva. Aprieta los dientes haciéndolos rechinar.

—Extranjero, es preciso que lo cures.

Está bien. He comprendido. No hay elección posible, debo hacerlo. Si no sale bien, el primero en atacarme será ese que está parado en el fondo y que tiene un cuchillo largo atravesado en su cintura.

Despliego delante de mí mi equipo médico. Y como siempre, para darles confianza, empiezo por darme yo una inyección.

Esta vez es fundamental. La necesito imprescindiblemente para poder estar lo más lúcido posible.

Comienzo por la tradicional inyección de penicilina. Luego administro al enfermo una buena dosis de un somnífero.

Le explico al intérprete mis distintos movimientos y este lo traduce a los demás. Agachan sus cabezas al oír cada frase, que este les transmite.

Muy pronto el hombre queda completamente noqueado, casi dormido. A pesar de ello les pido a tres paisanos que vengan a sujetarlo. Por más fuerte que sea la dosis de somnífero que le he administrado, esta no reemplazará a la anestesia verdadera que sería lo que me haría falta.

El intérprete traduce mis frases: lo que le he administrado es para que sufra menos, pero de todos modos va a gritar bien fuerte y tratará de moverse. Por eso es imprescindible sujetarlo.

Han comprendido y agarran al pobre candidato, inclinando su cabeza hacia la izquierda, calzada entre dos piedras.

Afilo el cuchillo lo mejor posible, lo paso por la llama y luego por alcohol.

Corto el pelo de alrededor de la oreja, desinfecto con alcohol y aplico mercurocromo.

Todo está preparado para la incisión. Hago una seña para que lo sujeten con fuerza. Si fuera creyente, me persignaría sin duda alguna, pero me contento con desear: ¡Ojalá que resulte bien!

Y ataco el absceso.

Pero no por la parte interna, tengo mucho miedo de que todo se desparrame en el interior de la oreja.

Con un golpe seco hago un corte en el absceso, en la parte posterior de la oreja.

El pobre tipo se despierta dando un alarido. Forcejea en tal forma que los tres ayudantes no resultan suficientes para sujetarlo. Otros dos forzudos deben venir a ayudarlos. El desgraciado está empapado de sudor y se sacude con fuertes temblores.

Hago una segunda incisión, en cruz con relación a la anterior. Otro alarido.

Comienza a brotar un pus verdoso, espeso, lleno de filamentos. El olor es intolerable. Aprieto alrededor del absceso y el pus sigue saliendo. La bolsa debe ser enorme y bastante profunda, debe llegar casi hasta el cráneo. El pus continúa saliendo, lleno casi un vaso.

Y sigue. Sin duda debe haber una serie de alvéolos que se comunican con la bolsa principal. Hay que romper también sus paredes.

Pero ¿podrá aguantar todo eso el pobre hombre? ¿No le dará un síncope y se quedará muerto allí mismo? ¡Si tuviera un estimulante cardiaco!

Pero no tengo elección. Quince pares de ojos atentos y hostiles me espían. El hombre es joven, debe tener un corazón fuerte. Debo corre el riesgo. Agarro por lo tanto un fósforo, envuelvo uno de sus extremos en algodón, lo meto dentro de la cavidad y lo hago girar ahondándola y agrandándola. Siento cómo se rompen una a una las membranas de los alvéolos. Y supuran sin cesar.

El hombre ha dejado de moverse. Su respiración es bastante agitada, y se sacude con temblores esporádicos. ¡Con tal que resista!

¡Y con tal que también yo resista! Transpiro y la cabeza me da vueltas, siento vahídos.

Sobre todo porque me doy cuenta de que el asunto no camina. Hay todavía una gran bolsa muy profunda, cerca del oído interno y a la cual no puedo llegar.

Y eso es grave. Pero con todo tengo bastantes conocimientos de anatomía para darme cuenta de que allí está el laberinto y que eso es el centro del equilibrio. Si hago una incisión en ese lugar corro el riesgo de tocar un centro vital, el cerebro no está muy lejos, y el pobre tipo quedará convertido en un pobre trapo, incapaz de estar parado y ni siquiera sentado.

Y qué bien acabaría yo entonces.

Pero debo hacer el corte. Tapono con algodón las bolsas que ya he roto. Afilo más aún mi cuchillo e introduzco directamente su extremo en la oreja. Presiono.

El tipo pega un salto de medio metro. Felizmente han podido sujetarle bien la cabeza, impidiéndole moverla.

¡Puf! ¡Resultó! Salta un chorro de pus.

Pero esta vez el pobre sujeto está listo.

Aprovecho que en estos momentos que no sufre para hacer salir la mayor cantidad posible de pus.

Pero desgraciadamente de repente comienza a salir un chorro de sangre. Una verdadera hemorragia.

¡Qué mala suerte! ¡No es posible que se desangre como un buey cuando ya casi he terminado! Tapono todo con algodón, en cantidades masivas. El algodón se tiñe de rojo. Pongo más. Y por fin la hemorragia se detiene.

Después de haber esperado prudentemente diez minutos, comienzo a sacar los algodones. ¡No sangra más!

Espolvoreo la herida con sulfamidas, la cubro con algodón y encima coloco una gasa empapada en desinfectante. Le hago un vendaje y le doy una última inyección con un sedante.

Sus amigos se llevan el cuerpo. Me quedo solo, me acuesto y por primera vez después de mucho tiempo, me duermo.

Cuando me despierto ya se ha hecho de noche. Me doy una inyección y me pongo de pie, dispuesto a salir.

Pero allí está mi intérprete junto con dos ayudantes cerrándome el paso.

No se oponen a traerme comida, pero ni pensar en salir.

—No debes marcharte antes que se cure —dice el intérprete.

Aprieto los puños y entro otra vez. Me traen el eterno choclo hervido, un plato de zapallitos condimentados y un vaso de té. Estirando la mano y pago; mientras como no ceso de repetirme que estoy en un país de sinvergüenzas.

A la mañana siguiente me traen otra vez al sujeto en cuestión.

¡Uf! Está francamente mejor.

Cambio los vendajes y le pongo nuevamente sulfamidas, penicilina y unos calmantes.

Los médicos que lean esto, probablemente van a decir que son puras mentiras, sin embargo juro que es la pura verdad: cinco días después el hombre está de pie.

Solamente entonces me permiten salir de mi guarida y puedo continuar mi camino.

Me acompaña un verdadero cortejo durante quinientos metros, y con todo siento cierta satisfacción.

Cuando nos separamos mi intérprete saca un paquete que tenía escondido debajo de su blusón.

Me lo entrega. Es un pollo cocinado.

Lo aprecio como es debido. Un pollo en estos parajes miserables es realmente una cosa seria…

Cuando esa noche, sentado bajo un árbol me dispongo a comer el pollo, lanzo un juramento. Está tan condimentado que la carne me hace arder la garganta. Lo corto en pedazos y lo hago hervir en mi pequeña cacerola. Sólo entonces se vuelve un poco más comestible. Pero de todos modos, tengo que beber casi dos litros de té para apagar la sed que me ha provocado.

He llegado ya bastante alto, a casi dos mil quinientos metros. La altura contribuye a aumentar mi cansancio. Prácticamente me arrastro. Ya no puedo casi probar bocado.

El único motivo por el que aún camino es porque la nieve inmaculada me atrae hacia ella como si fuera un imán. Mis pies empeoran día a día. Me he convertido en un esqueleto.

Cada vez que me detengo, debo darme una inyección. Y he observado que lo que más me sostiene es el opio. Me oculto entonces a mi lado del camino, detrás de unos arbustos, enciendo un fuego con algunas maderitas (ya no tengo más alcohol). Caliento el opio en una cuchara y lo diluyo: cuando está frío lo vuelco en la jeringa y me lo inyecto…

Me escondo porque en esa región hay un desfile continuo de montañeses que bajan con sus cargas por el camino. Y no me gustaría que me vieran.

No son hostiles como los habitantes de las aldeas. Como todos los últimos infelices que pueblan este mundo, son sociables, simpáticos. Conversamos a menudo durante nuestros descansos, por medio de gestos, durante unos momentos antes de reanudar nuestros respectivos caminos. Se desahogan conmigo.

A veces recorren treinta o cuarenta kilómetros por día, y otras aún más, con su canasto o sus atados de leñas sobre la espalda.

Ganan solamente el equivalente a cuarenta o cincuenta centavos por día.

Cuando se detienen para descansar, casi nunca se quitan la carga de su espalda. Les sería demasiado penoso colocársela otra vez. Se sientan apoyándose contra una piedra para recuperar un poco el aliento.

Me da pena verlos. Son los más miserables que he visto en mi vida Pero una miseria que conserva cierta belleza. Estas estatuas vivientes de ojos oblicuos me emocionan.

Un día mientras estoy bebiendo un vaso de té en un tea-shop, sentado al lado de varios de ellos: los tea-shops de la montaña son para esos cargueros camiones humanos, guardando las proporciones, lo mismo que los routiers, esos restaurantes típicos para camioneros que existen en todas las rutas de Francia. Tengo una dolorosa demostración de su pobreza.

Es la primera vez que entro en un tea-shop en la montaña.

Llegan dos de ellos justo cuando me acaban de servir mi vaso de té.

El primero pide un vaso de té y el segundo no pide nada.

Y observo lo siguiente: el primer hombre bebe la mitad del vaso y le pasa el resto al otro, el cual lo termina.

Luego se marchan.

¡No tienen ni siquiera con qué poder pagar un vaso de té para cada uno! Y el té cuesta solamente diez pesas, o sea diez centavos…

Pero no constituyen una excepción. La mayoría hace lo mismo. Medio vaso por hombre y eso es todo.

Un día que estoy instalado en un tea-shop rodeado por una decena de estos hombres, saco mi paquete de cigarrillos para convidarlos.

Le alcanzo el paquete al primero.

Titubea, azorado, y luego comienza a reír; por fin se decide y saca uno.

Le paso el paquete al segundo. Se niega. No hay nada que hacer.

Se lo paso al tercero. También lo rechaza.

El cuarto saca un cigarrillo y otro más. Eso es todo. Los otros se niegan.

Y entonces se desarrolla la siguiente escena.

El primero de ellos enciende el cigarrillo, mientras los otros dos los guardan.

Da una pitada y se lo pasa al segundo, este da a su vez otra pitada y se lo pasa al tercero y así sucesivamente hasta llegar al décimo.

Luego el cigarrillo parte otra vez para dar otra vuelta. Cuando le llega el turno al décimo ya es tan sólo una colilla que quema los dedos al agarrarla. Se ha acabado.

Cada uno de ellos ha tenido derecho en total a dos pitadas.

Reanudan su marcha deshaciéndose en agradecimientos y guardando los otros cigarrillos para las siguientes etapas.

A veces me cruzo en mi camino con palanquines llevados por cuatro hombres.

Llevan en su interior a unos gordos retacones, vestidos con lujosos ropajes, transpirando como los hombres que cargan el palanquín pero por diferentes motivos.

La comitiva avanza al trotecito, bordeando los precipicios que se asoman sobre los valles cada vez más escarpados. Observo los pies de los changadores moverse ágilmente de una a otra piedra, sin tropezar jamás, sin sacudir para nada el palanquín. ¿Por qué no tirarán al abismo con un movimiento de sus hombros al sinvergüenza que los explota de ese modo?

A veces, a poco de cruzarme con un palanquín, doy marcha atrás y les deslizo uno o dos cigarrillos a los changadores de atrás, cuidando de no ser visto por el dueño. Los hombres me agradecen sonriendo en silencio, por encima de sus hombros y desaparecen en la primera curva.

¿Por qué he de seguir viviendo en un mundo donde se permite tanta crueldad? Esta clase de pensamiento me reconforta y me da fuerzas para seguir avanzando un poco más cada día.

Pero a pesar de todo he llegado a un terrible grado de agotamiento.

Estoy permanentemente sacudido por fuertes temblores, y muchas veces no consigo dar un paso tras otro.

Pues mis pies están en un estado desastroso, hinchados y congelados por la metedrina, la cual sigo tomando al mismo tiempo que el opio. Se me ha partido la piel en varios lugares, y el roce de mis botines de cuero los hace sangrar.

Una mañana, luego de haber dormido dos horas seguidas (cómo estaría de agotado) no consigo casi ponerme de pie y debo arrastrarme hasta donde tengo mis petates, para darme la inyección de metedrina, gracias a la cual podré levantarme.

Trato de ponerme los botines pero no consigo meter los pies adentro. Están de color violeta, su tamaño se ha duplicado y tienen unas costras sanguinolentas.

Recuerdo una película que vi hace tiempo en un club de cine. Narraba la historia de un soldado tomado prisionero en cierto lugar del Tíbet. Lograba escapar atravesando a pie el Himalaya. Muy pronto sus zapatos se deshacían y entonces se envolvía los pies con trapos, se fabricó lo que el director del filme dio en llamar «zoquetes rusos» y continuaba su camino.

Hago lo mismo que él. Rompo mi frazada y me envuelvo los pies con las tiras, guardo las botas en la mochila y continúo la marcha.

Camino mucho mejor, me siento mucho más ágil y mis pies se calientan. No quiero volver a ponerme nunca más las botas.

Toda esa época transcurrió en un tal clima de inconsciencia y de delirio que hoy no estoy bien seguro si fue antes o después de haber adoptado los «zoquetes rusos», que llegué a un pueblo donde un hombre, un junkie norteamericano murió en mis brazos.

Lo único que recuerdo es que el pueblo era muy pequeño y que llegué allí un día radiante de sol.

Pero me acuerdo perfectamente bien de cómo era el lugar que me asignaron para dormir.

Nuevamente es en un establo. Y el más sucio que jamás he visto. No existe ni siquiera una separación entre las ovejas y mi cama de paja.

Pongo mi bolsa de dormir directamente sobre la paja y los helechos que cubren el suelo. Ese establo no debe haber sido limpiado nunca. Debajo de mis pies hay un verdadero colchón de veinte centímetros de espesor de una especie de humus que apesta a excrementos y orina, un auténtico estercolero.

Nubes de moscas zumban a mi alrededor, y ratas y lauchas se pasean con toda tranquilidad. Las ovejas se acercan a mí, me empujan suavemente con sus hocicos y vuelven balando a su rincón.

Desde el punto de vista occidental, debe parecer sencillamente aterrador que alguien pueda dormir allí, sobre esa capa de estiércol, igual que lo que narra la Biblia sobre Job.

Pero yo no siento el menor asco allí en ese pueblito perdido en medio del Himalaya. Ya estoy acostumbrado y la droga me pone en tal estado de indiferencia general, que me acuesto lo más tranquilo en medio de la bosta, sintiendo un alivio digno de un caminante que luego de recorrer treinta kilómetros durante el día, al llegar la noche se desliza feliz entre las sábanas limpias y frescas.

Al cabo de un rato unos chicos asoman sus caritas sucias por la puerta del establo.

Estoy por darme una inyección.

Me observan atentamente y luego, dirigiéndose a mí, se ponen a conversar animadamente. Como es de imaginar no comprendo nada de lo que dicen y entonces tratan de hacerse entender por medio de gestos. Por fin logro comprender lo que quieren decir.

En la parte alta del pueblo, en otra casa hay un hombre blanco como yo, que también se pincha los brazos y que está permanentemente acostado. Es muy flaco, tiene el pelo largo y no se mueve para nada.

Debe ser otro junkie como los que encontré más abajo. Pero siento curiosidad por saber quién será el que ha llegado tan lejos de Katmandú internándose profundamente en la montaña. Me levanto y sigo a los chicos.

Nunca había visto algo tan terrible y angustioso como lo que descubrí en la parte alta del pueblo.

La casa es muy pequeña pero bastante linda en comparación con las otras. Hasta podría decirse que es coqueta. Las paredes de adobe no son panzonas sino rectas. Las proporciones están bien logradas, la paja que cubre el techo hasta bien abajo está limpia y le da cierto aspecto de cabaña normanda. Sus pequeñas ventanas de madera tallada, cosa muy rara de encontrar en la montaña, están adornadas por macetas con flores. Frente a la casa hay un cantero con pasto sin cortar, y en la parte de atrás unos árboles frutales.

Es una casa de la cual no me sorprendería ver salir a una madre feliz y bonita, tomando de la mano a sus niños regordetes, tirándole besos al marido que vuelve del trabajo.

Una casa que da la sensación de calma y de paz.

Una casa en la cual a uno le gustaría quedarse a pasar los últimos años de su vida, lejos del mundanal ruido, envejeciendo tranquilamente en medio de una felicidad mesurada y sin complicaciones…

Los chicos me conducen hasta una puerta de dos hojas. Entro; a mi derecha hay una pared, y a la izquierda una valla de madera de mediana altura que separa a las ovejas y las cabras echadas sobre sus camas de pajas.

En el fondo una escalera de madera sube hasta el primer piso.

La pared de la derecha se termina en el medio del cuarto haciendo un ángulo recto, aislando un cuarto independiente hacia la derecha.

En la penumbra y a tientas sigo la pared y llego al fondo del cuarto, allí a la derecha de la escalera en un rincón de unos diez metros cuadrados, iluminado gracias a una pequeña lucerna por la cual el sol penetra a raudales, veo sobre el piso de tierra un cuadro aterrador.

Sobre una estera, despiadadamente iluminados por los rayos del sol, dos pies emergen debajo de una frazada.

Están cubiertos de manchas de mugre pero entre estas es posible apreciar aún la blancura de la piel.

Los pies parecen los de un esqueleto.

Están ubicados justamente en el cuadrado de luz que proviene de la lucerna, la cual todavía no he logrado ver.

La piel está pegada a los huesos de los dedos.

Puedo seguir con la mirada desde el empeine el trazado de cada hueso y de cada una de las coyunturas de los dedos, los tendones, las venas…

Los dos pies están inmóviles, abandonados.

Son muy bellos, muy puros.

Miro un poco más arriba de estos y comienzo a distinguir la silueta general del cuerpo, el cual está en la penumbra.

Lo que en un principio me pareció una frazada es en realidad un gran sari blanco bastante limpio.

Subraya la extraordinaria flacura del cuerpo. Recuerdo que las rodillas sobresalían bajo el género y que donde debería notarse cierto abultamiento producido por los músculos, el género cae a lo largo del muslo que no es más grueso que la pata de una mesa. Un poco más alto, donde está el vientre, hay una cavidad oscura de la que salen como dos manijas los huesos de la cadera.

De las anchas mangas de la camisa asoman sus manos, las cuales están cruzadas sobre esa especie de sudario (es la primera comparación que se me ocurre): en las muñecas se observan claramente los dos huesos, el radio y el cúbito y una sombra en el hueco que hay entre los dos.

Las manos me hacen pensar en las de las estatuas yacentes de las tumbas de ciertas iglesias: están tan descarnadas que no son más que un paquete de huesos envuelto en piel, sin el menor vestigio de carne.

Finalmente veo su cara…

En el mundo de los hippies, donde se acostumbra usar el pelo largo y no cortarse nunca la barba, a muchos muchachos cuando son rubios y flacos se los apoda Jesús…

Es tan extraordinario su parecido con los retratos de Cristo, que me quedo mudo de asombro.

Además de tener como Él, el pelo rubio y ondulado que le llega hasta los hombros, la barba larga y rizada, los rasgos finos y regulares, una boca muy bella, la nariz recta, los ojos almendrados muy rasgados, su expresión es idéntica a la de Cristo.

A pesar de su flacura, de sus órbitas y sus mejillas hundidas, una sensación de dulzura infinita se desprende de sus rasgos.

Tiene un aspecto de inteligencia y bondad. Irradia paz.

Parece estar habitado por una fuerza interna a la vez poderosa y dulce.

Debe ser muy joven, tendrá veinte, veintitrés o veinticinco años a lo sumo.

Está acostado como un Cristo yacente al que le han cruzado las manos sobre el pecho y que reposa con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, interminable bajo su sudario.

Es muy alto, con toda seguridad más que yo, pero allí tirado da la impresión de no acabarse nunca. Y cuanto más me acerco a él más me parece que se alarga.

Su inmovilidad es tan perfecta que por un momento tengo la impresión de que está muerto.

Pero su pecho se mueve con débiles y lentas inspiraciones.

Llego a su lado y me inclino.

Eso dura unos cuantos segundos y luego su cara se tranquiliza, se afloja y recupera su inmovilidad de estatua.

Súbitamente su rostro se contrae y aprieta las mandíbulas con fuerza.

Estando a su lado veo por primera vez en el fondo del cuarto a tres mujeres y dos hombres que discuten en voz baja. Seguramente sobre él.

A su izquierda tiene un pequeño bolso nepalés casi vacío. Desparramado por todos lados, el equipo completo de un junkie: agujas, jeringas de distintos tamaños y formas, pequeños frasquitos, comprimidos. Algunos restos de alimentos unas miguitas de galletitas y de tortas. Un calentador, cigarrillos. Una caja de hachís tirada con la tapa abierta permite ver el pequeño espejo.

Me siento y apoyo mi mano sobre su hombro.

Al sentirla entreabre suavemente sus párpados, muy despacio como en cámara lenta. Observa mi cara inclinada muy cerca de la suya.

Y veo pasar por sus ojos una fugitiva luz de placer, de alegría. Parecería haber experimentado una enorme satisfacción al ver a un blanco, un hombre de su raza.

Ir a la siguiente página

Report Page