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Cuarta Parte

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Me enteraré luego por los nepaleses, que hace semanas y semanas que está allí tirado, completamente solo.

Vuelve a abrir los ojos y me mira otra vez.

Sonríe.

—¿Cómo estás? —le pregunto hablando en francés.

No contesta y cierra nuevamente los ojos.

Hace un gesto, solamente un gesto, pero que me revuelve el estómago.

Dije anteriormente que tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Mueve lentamente uno de ellos hacia mí, con la palma de la mano hacia arriba.

Al ver el pliegue del codo, debo reprimir un movimiento de rechazo.

Nunca había visto algo igual.

Tiene una ininterrumpida costra de sangre que va desde la muñeca hasta el hombro, espesa, negruzca, pegoteada a los pelos del brazo.

Si no supiera que eso es provocado por las inyecciones diría que tiene el brazo totalmente gangrenado.

Debe haberse dado miles de inyecciones.

Sigue sin moverse con el brazo extendido y los ojos cerrados. Me quedo allí durante varios minutos imposibilitado de decir una sola palabra, mirándolo a la vez fascinado y aterrado.

¿Para qué me mostrará eso? Poco a poco me doy cuenta. Seguramente no puede hablar debido a su gran debilidad y está tratando de mostrarme en qué estado se encuentra.

Inmediatamente reacciono. Debo limpiarle eso. Mando a los dos chicos que vayan a buscarme mi mochila y cuando me la traen saco mi botiquín.

Ha abierto los ojos y mira lo que estoy haciendo. Dobla el brazo y lo coloca nuevamente sobre su pecho. No quiere que lo toque.

Hablándole siempre en francés trato de hacerle razonar, de explicarle que tiene que dejarse curar.

Sacude la cabeza de derecha a izquierda y acaba por decirme muy débilmente: No.

Le pregunto si es francés. Mueve negativamente la cabeza. ¿Inglés? Tampoco. ¿Norteamericano? Sí.

Por consiguiente le hablo en inglés y le digo que quiero hacerle bien, aliviarlo. Rehúsa categóricamente, se da vuelta hacia un lado y me muestra sus jeringas.

Me doy cuenta de que quiere que le prepare una inyección.

Estudio lo que tiene. Hay un poco de todo. Píldoras de LSD, heroína en polvo, una bolita de opio, hachís (que seguramente debe comer o beber), morfina, anfetaminas. Tiene absolutamente todo lo necesario.

—¿Quieres de veras que te dé una inyección?

—Yes.

Mitad con gestos, mitad con palabras sin verbos ni frases, me explica que está demasiado agotado para poder dársela él mismo.

Siento una gran preocupación. Si yo le doy la inyección, ¿cómo haré para saber que no le estoy administrando una dosis excesiva de droga? A lo mejor lo mato. No quiero ser responsable de su muerte.

Le propongo, en cambio, que beba o coma algo. Y le muestro el hachís. Pues me parece además que debe de ser prácticamente imposible poder pincharlo a través de esa costra de sangre seca. Jamás lograré encontrar la vena. Deben de estar todas reventadas, deshechas.

Por supuesto que yo sigo estando drogado como siempre desde mi partida, pero con todo conservo bastante lucidez como para poder darme cuenta del peligro que corre.

No quiere tomar hachís. Quiere que le dé una inyección.

Levanta penosamente la cabeza e insiste.

Sacudo negativa y rotundamente la mía. No consigo resolverme a pincharlo. Deja caer la cabeza suspirando con tristeza.

Y asisto a este lamentable espectáculo:

Realizando esfuerzos sobrehumanos y muy despacito comienza a darse vuelta hacia un lado.

Las charlas han cesado a nuestro alrededor. Todos se ponen a contemplar a este muerto en vida, venido de otro continente, desfalleciendo en este pueblito perdido en medio del Himalaya, tratando de incorporarse y que tal vez se quede muerto allí mismo, al realizar un último esfuerzo.

Consigue por fin darse vuelta. Extiende lentamente el brazo hacia su bolita de opio. Los dedos descarnados se prenden como garras del opio. Su respiración es rápida y entrecortada, está realizando algo que para él es un esfuerzo sobrehumano.

No hay nada más difícil y largo de preparar y más doloroso si se erra que una inyección de opio.

Y es justamente lo que quiere hacer a pesar del estado en que se encuentra.

Prepara una pequeña bolita, logra encender su minúsculo calentador de alcohol luego de varios intentos y procede a calentar agua en una cuchara de sopa. No consigue tan siquiera tenerla derecha sobre la llama y el líquido se vuelca.

Le hago una seña. Le muestro el resto de sus trastos y le digo:

—Inyéctate otra cosa. Una ampolla. Es más fácil, yo te la romperé y llenaré con ella la jeringa.

No hay nada que hacer. Lo que quiere es una inyección de opio.

Tres veces se le derrama el líquido de la cuchara y tres veces estoicamente reanuda la operación.

Entonces ya no aguanto más, le quito de las manos la bolita de opio y me pongo a calentarla.

Me mira con atención por el rabillo del ojo. Se fija si lo estoy haciendo bien, si tengo práctica. Parece estar satisfecho y sonríe débilmente.

Le preparo la inyección. Pero antes limpio las jeringas. Están todas muy sucias y las agujas tapadas con sangre seca. Las destapo y lavo todo. Lleno la jeringa con opio y se la muestro.

Asiente con la cabeza.

Le muestro un algodón empapado en alcohol que pienso utilizar para limpiarle el brazo en algún lugar y encontrar una vena.

No quiere nada de eso.

—¡No puedo pincharte a través de esa costra de sangre! —exclamé.

Sí, es precisamente lo que quiere. Al mismo tiempo toma el lazo y mal que bien consigue colocarlo alrededor de lo que le queda de bíceps. El lazo es de goma, se zafa y se cae. El tipo lo agarra y se lo vuelve a colocar. Se suelta otra vez.

Lo deja a un lado y agarra un pedazo de cinturón, lo enrosca alrededor del brazo, lo sujeta entre sus dientes y tira.

Ya no tiene más fuerzas para tirar. El cinturón se escapa de entre sus dientes pues no puede mantenerlos suficientemente apretados.

Agarra nuevamente el cinturón, lo coloca alrededor de su rodilla para pincharse en la pierna a la vez que tira con el brazo para apretarlo lo más fuerte posible.

Quiero ayudarlo, pero cada vez que adelanto la mano me rechaza. No quiere mi ayuda, quiere darse sólo la inyección. Gracias que ha aceptado que le haga los pequeños preparativos.

Pero ha presumido demasiado de sus fuerzas. Se cae hacia atrás y afloja el lazo. De todos modos, lazo o no lazo, las venas no aparecen.

Entonces comienza a hacer algo horripilante con la jeringa. Sin mirar casi su brazo, comienza a pincharse a través de la costra. La aguja se clava.

Tira del émbolo.

Aparece una burbuja de aire.

Saca la aguja y la clava en otro lugar. Tira del émbolo.

Otra burbuja de aire.

Prueba en otro lugar. Otra vez una burbuja de aire.

Le introduce en otra parte. Una burbuja de aire.

Y así ocho o diez veces. No consigue encontrar la vena.

Creo que en realidad debe de pincharla, pues debe conocer su brazo de memoria, pero no consigue controlar debidamente su movimiento y seguramente la atraviesa de lado a lado. Porque además no se da cuenta de que clava mal la aguja, demasiado perpendicular.

Cuantas más veces se pincha más desesperado se pone. Y comienza a salir sangre de todas partes, formando nuevas costras sobre la anterior.

Es atroz, monstruoso. Es una carnicería imposible de presenciar. No aguanto más. Le arranco la jeringa de las manos y le digo:

—Déjame probar a mí. Pero antes que nada hay que limpiar esta costra que tienes en el brazo.

Se niega. Se aferra a mi muñeca y trata de recuperar la jeringa.

—Oye —le digo—, si no te quedas quieto te quito la jeringa y todo lo demás.

Se asusta y obedece.

Le doy vuelta el brazo. Acaba de ocurrírseme pincharlo en el dorso de la mano, que está mucho menos estropeado. Efectivamente, aunque su mano está tan descarnada, se pueden encontrar algunas venas apenas visibles entre los tendones y los huesos. Consigo pescar una. Y le aplico la inyección.

Mientras él se recuesta, tranquilizado y aliviado, yo experimento una violenta caída de tensión. La vista de ese cuadro tan horrible me ha dejado totalmente extenuado. Tengo que olvidarlo, debo pensar en otra cosa. Necesito una inyección. Una buena dosis.

Tomo dos ampollas de morfina y me las inyecto una tras otra.

En seguida me siento mejor y soporto más fácilmente la terrible angustia que siento dentro de mí.

Aparte de la lástima que tengo por ese desgraciado en los umbrales de la muerte, siento crecer en mí una especie de terror. Lo que actualmente veo no es tan sólo el estado de ese junkie, sino cómo voy a estar yo dentro de un tiempo si continúo drogándome al ritmo actual, sin descanso, cada dos horas.

Hasta ahora no había querido imaginar qué clase de decadencia me esperaba. Pero en estos momentos la tengo frente a mí y bien real. Este norteamericano, este esqueleto al cual se aferra todavía la vida, que no tiene para muchos días más, unas horas, tal vez, es la imagen de lo que seré yo dentro de poco…

Siempre había creído que el fin sería más rápido, más decente. No había previsto todos esos sufrimientos.

Y el pobre muchacho debe de sufrir; debe de estar torturado por unos dolores espantosos…

La droga ya no significa más para él viajes, inspiraciones, sueños. Todo eso se acabó. No le queda en la actualidad más que el mal lado, la miseria fisiológica, la decadencia vil, la necesidad de droga y el sufrimiento.

Por primera vez me doy cuenta de que no hay nada peor para un organismo que el hábito de la droga.

Me tortura además mi impotencia para poder ayudar a ese hombre. Para salvarlo habría que transportarlo sin pérdida de tiempo a un hospital; sería necesario que viniera a buscarlo un helicóptero. Pero es inútil hacerse ilusiones; es algo irrealizable. No se puede pensar tampoco en bajarlo hasta Katmandú. Se demoraría por lo menos una semana en llegar, aun cuando lo transportaran los mejores hombres. Se moriría mucho antes de llegar.

¿Tratar de ayudarlo a desintoxicarse aquí? Es imposible. Habiendo alcanzado tal punto de intoxicación, sería necesaria la asistencia de un médico, y todo un tratamiento. Y aun así… En la actualidad la droga es tan necesaria para él como el pan y el agua. Privarlo de ella aunque sea lentamente, equivale a matarlo.

No puedo hacer nada por él, salvo tratar de que pase lo mejor posible los últimos momentos de su vida. Voy abajo a buscar mis petates y me instalo junto a él. No se puede hacer otra cosa más que esperar.

De tanto en tanto, el norteamericano abre los ojos, mira a su alrededor y sonríe vagamente. Ni siquiera tengo la seguridad de que puede verme.

Yo también estoy en un estado lastimoso. Debo darme inyecciones todo el tiempo. Si no fuera por ellas me volvería loco, al lado de ese moribundo.

Las horas pasan lentamente. Cada hora, cada dos horas, según lo que dure su postración, necesita darse una inyección.

A veces, cuando ha transcurrido solamente un cuarto de hora después de la última inyección, se pone a temblar como una hoja. Es la señal de la abstención de droga. ¡Está tan intoxicado, que a los quince minutos después de recibir una dosis, es capaz de matar a un jugador de rugby, experimenta una crisis por falta de droga!

Lo cuido durante toda la tarde y toda la noche, dándole sus inyecciones.

Sé que cuanta más droga le administre más acelero su muerte. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer? Privarlo de ella sería torturarlo sin piedad.

La mayoría de las veces le aplico las inyecciones en el dorso de la mano. Dosis de morfina pero principalmente opio. Es lo que más pide. Y sin embargo el opio le produce unos sufrimientos terribles. Sus venas son en la actualidad tan porosas, están tan reventadas en infinidad de lugares y en otros forman unas protuberancias duras, que aunque lo pinche bien, aunque la aguja penetre bien en la vena, el opio se desparrama por la cama y le quema el brazo.

A la mañana siguiente, poco antes de levantarme le aplico otra dosis de opio.

Cinco minutos después, comienza a tener un hipo nervioso. A ratos escupe flemas y un poco de sangre.

Luego, a pesar de no haberse movido para nada, comienza a salir de su boca una saliva sanguinolenta. Lo limpio continuamente.

A las seis de la mañana, para aliviarlo un poco lo levanto y lo tomo entre mis brazos.

Parece hacerle bien pues se adormece. Estoy tan agotado que siento que me está sucediendo lo mismo, y nos quedamos allí abrazados, el uno al otro. De su boca ahora sale exclusivamente sangre.

Alrededor de las siete comienza otra vez a temblar. Le preparo otra inyección de opio mientras lo sujeto pasando mi brazo por detrás de él y apoyando su cabeza contra mi hombro, igual que un niño que duerme en brazos de su madre.

Como tiene frecuentes estremecimientos, me recuesto contra él, sujetando con una pierna mía las dos suyas.

Agarro su brazo y le doy una inyección en la muñeca. Presiono suavemente el émbolo.

A medida que el opio penetra en su organismo, el norteamericano se afloja, se distiende…

No me doy cuenta inmediatamente de lo que sucede. Sin lugar a dudas tiene los ojos cerrados, pero así los tiene siempre, y me digo a mí mismo que el opio al calmar durante un momento sus dolores lo alivia, le hace aflojar los músculos y tranquiliza sus nervios.

Recién me percato que ha terminado su último y largo viaje cuando lo levanto un poco para acostarlo a mi lado.

Hasta entonces siempre me parecía muy liviano.

Por primera vez lo siento pesado.

Y su cabeza cuelga hacia atrás, por encima de mi brazo.

Está muerto…

Lo acuesto sobre la estera y me quedo allí sin poder reaccionar.

Me siento muy, muy mal.

Tengo la impresión de que este muerto que está a mi lado soy yo, que así estaré dentro de poco, cuando me haya dado la dosis masiva al llegar a la nieve…

Siento que de repente me invade un odio sordo contra la droga, pero ya es muy tarde para dar marcha atrás. Jugué y perdí. Continuaré nomás mi camino y acabaré allí arriba, cuando haya llegado a las primeras nieves.

Pero no acabaré como él.

Terminaré por mi libre determinación, con plena conciencia, a la hora y el día que lo decida.

Me quedo allí tirado hasta la noche, al lado del cuerpo del americano, sin poder contestar a las preguntas con que me acribillan sin cesar los lugareños. Luego de la muerte del muchacho me administré una fuerte dosis y recién reacciono a las cinco o seis de la tarde…

Reviso el contenido de su bolso. No hay absolutamente nada, ni un solo documento de identidad, ni una carta ni una sola cosa que permita saber quién es. Cierro el bolso luego de haber guardado en él todas sus pertenencias.

Es un bolso muy liviano, las jeringas y los frascos tintinean en su interior mientras lo llevo colgando del hombro al acompañar a los nepaleses que acarrean al muerto afuera del pueblo.

Yo mismo cavo un hoyo con una pala que me han prestado en el fondo de un campo desde donde se domina todo el valle. Estoy tan agotado que me demoro más de una hora en cavar la fosa.

Coloco luego la estera del muerto dentro del pozo. Lo bajo hasta allí, lo acuesto, de espaldas con los brazos a los costados de su cuerpo. Lo cubro con dos longhis y coloco el bolso al lado de su cabeza. Tapo luego el cuerpo con tierra.

No soy creyente ni practicante. Pero tal vez él lo haya sido.

Por lo tanto fabrico una cruz y la clavo sobre la tumba y sin darme vuelta, sintiendo un nudo en la garganta, vuelvo al pueblo para buscar mis cosas. Me coloco la mochila en la espalda y prosigo mi camino hacia la montaña. No me siento con fuerzas como para quedarme ni un cuarto de hora más en ese pueblo.

Mientras avanzo con pasos débiles y vacilantes por la senda de cabras que serpentea a lo largo de la montaña, trato de desechar una imagen que me persigue.

La cara de ese Cristo de veinte años en el fondo de su tumba, ese rostro que he sepultado para siempre bajo mis paladas de tierra.

Ese rostro que nunca más nadie volverá a ver…

Y entonces surge otra cara como si fuera una repentina aparición.

La de una mujer de cuarenta, cuarenta y cinco o cincuenta años, tal vez, pero ni uno más.

No la conozco. Jamás la he visto.

¿Pero no se parecen acaso los hijos a sus madres?

Poco a poco los rasgos del muerto se suavizan y se convierten en los de una mujer.

Estoy viendo ahora a su madre.

Su madre: inquieta, torturada, que en algún lugar de América debe estar pensando con desesperación en su hijo del cual, sin dudarlo, hace mucho tiempo que no recibe noticia alguna, al que nunca más volverá a ver, y que no conocerá jamás los detalles de su triste fin…

Su madre, que debe sufrir agonías como también las debe estar sufriendo la mía…

Camino durante tres días sin cesar. Me drogo terriblemente. Me dirijo hacia el norte como un sonámbulo. La noche y el día solamente se diferencian por un cambio de color y de temperatura. Avanzo como si fuera un animal, obsesionado por una idea: llegar a la nieve, llegar allá arriba a donde están las nieves eternas, cueste lo que cueste…

Sigo cruzándome con hombres que transportan cargas y de vez en cuando con algunos ricachones que viajan en sus palanquines. Me hago a un lado del camino y los observo al pasar. Y cuando me resulta factible hacerlo, les deslizo algunos cigarrillos a los cargueros.

Llego a una región más poblada y comienzo a desconfiar pues de tanto en tanto veo a algunos policías. Debo estar bien atento pues si me llegan a pescar, en seguida me pedirán mi permiso de tricking, el cual evidentemente no poseo, y en menos de lo que canta un gallo me encontraré de vuelta en Katmandú. Y allí pueden sucederme dos cosas, que me internen en un hospital o que me metan en un camión rumbo a la frontera con la India.

Abandono por lo tanto los caminos más frecuentados y me interno directamente en la montaña, avanzando por ignotos senderos de cabras.

Un día desemboco en una ruta. Una ruta cubierta de piedras, sin asfalto, pero no obstante una ruta.

Se dirige hacia el norte. Estoy tan cansado que cedo a la tentación y sigo por ella. Es tanto más fácil caminar por ella que por los senderos de la montaña.

Sorpresivamente en un tramo bastante recto me cruzo con un jeep de la policía. Pasa a mi lado. Hago a un lado la cabeza. ¿Pero para qué? Es muy fácil darse cuenta de que soy un europeo, aunque más no sea por mi altura. Pero además un europeo con aspecto poco decente, pálido y barbudo, con la mochila y la ropa desgarrada por las malezas, calzado con mis «zoquetes rusos», parezco un auténtico vagabundo, un linyera.

El jeep pasa a mi lado bajando la pendiente a toda velocidad. Tiene dos ocupantes. ¡Con tal que no me hayan visto! Mi corazón comienza a latir con fuerza. No me animo a mirar hacia atrás.

¡Oh desastre! Oigo un ruido de frenos. Me doy vuelta y veo que el jeep se ha detenido unos cien metros más abajo. Los dos hombres se bajan de un salto y comienzan a llamarme.

Qué pavada, no voy a permitir que me atrapen allí. Me faltan solamente ocho días de marcha para llegar a las nieves eternas. Y con un gran esfuerzo de voluntad, saco fuerzas nadie sabe de dónde, para correr hacia el terraplén y trepar por él. Un poco más lejos hay un verdadero matorral, una maleza bien tupida.

Los policías me llaman a los gritos: comienzo a trepar a cuatro patas por las piedras. ¡Debo llegar al matorral, tengo que hacerlo! Miro por encima de mi hombro. Están decididos a intimidarme, pues uno de ellos ha sacado a relucir su revólver. Meto la cabeza entre los hombros y salto de una a otra piedra. No puedo más. Tengo la sensación de que no avanzo nada.

Uno, dos, tres disparos rompen el silencio.

Deben de haber tirado los dos primeros al aire pero el tercero hace saltar la tierra un metro a mi izquierda.

Con un esfuerzo desesperado llego al fin del terraplén y me interno en la maleza, avanzando siempre a cuatro patas, rasguñándome con las espinas, piedras y ramas que cimbran a mi paso.

Finalmente la maleza se convierte en arbustos y luego estos en árboles. Sigo avanzando con la sensación de que mi corazón está por explotar. Oigo detrás de mí los llamados de los policías. De repente las voces se callan. Deben de estar escuchando. Me detengo, jadeando en silencio.

Quiero arrancar otra vez, pero no puedo. No tengo más fuerzas. Todo lo que consigo hacer es arrastrarme bajo un pino enorme, cuyas inmensas y nudosas raíces sobresalen del suelo. Me arrastro sobre las agujas de los pinos y me hundo en ellas como en un mullido colchón. Deben de estar acumulándose allí desde hace quinientos años, unas sobre otras, año tras año.

En eso tengo una súbita inspiración. ¡Ellas son las que me van a salvar!

Llego hasta una raíz gruesa como el cuerpo de un hombre y comienzo a cavar bajo una especie de bóveda que forma. No me equivoco.

La capa de agujas debajo del pino tiene un metro de espesor. Cavo febrilmente como un perro.

¡No quiero que los policías me encuentren y me lleven de nuevo a Katmandú, no quiero llegar a un hospital, no quiero que me desintoxiquen, no quiero que me salven!…

En dos minutos termino de hacer el agujero, me deslizo dentro de él, con la mochila siempre al hombro. Me cubro con las agujas y me quedo bien quieto. Por lo menos trato en lo posible de no moverme, de dominar mis jadeos y mis temblores.

Por mi mente cruza la imagen del norteamericano en su tumba. Estoy enterrado igual que él y tengo la impresión de que mi corazón va a aflojar de un momento a otro y entonces me quedaré para siempre en mi tumba de agujas de pino. ¡Bonito destino para un drogadicto! ¡Morir envuelto en miles de agujas!

Oigo pasos que se acercan. Me agarro los hombros con las manos y aprieto fuerte, bien fuerte. No debo moverme, no debo moverme, no debo moverme…

Los pasos dan la vuelta al árbol, se alejan, se acercan otra vez y titubean. Las voces se oyen nuevamente. No comprendo lo que dicen pero por su entonación debe ser algo equivalente a: Bueno, mala surte, volvamos.

Tres minutos más tarde, reina nuevamente el silencio. Saco la cabeza afuera. Me he salvado, salvado de curarme y de poder seguir viviendo, que es justamente lo que no quiero.

Me doy una inyección y a la media hora otra más; me siento mejor, puedo reanudar mi camino. Pero esta vez ni soñar en quedarme por aquí. Debo internarme en las regiones menos frecuentadas.

Demoro seis días en recorrer treinta kilómetros y llegar hasta un pueblito situado detrás de la montaña.

Si no hubiera encontrado a mitad de camino un sembrado de papas (cociné dos o tres bajo la ceniza haciendo un fuego sin humo como aprendí en África) me hubiera muerto de hambre antes de llegar.

Al entrar en el pueblo recibo una sorpresa bastante agradable y a la vez bastante fastidiosa.

Me reciben con toda clase de reverencias. ¡Otra vez!

Pues por más extraordinario que les parezca así es: los campesinos no bien me ven saben quién soy. El «teléfono árabe» ha hecho llegar hasta allí la noticia del médico extranjero.

Pero por desgracia también saben que me busca la policía…

Y advierto que la gente siente una curiosidad mezclada con desconfianza.

Por el momento el interés prima sobre todo el resto. En seguida me doy cuenta de eso.

No han transcurrido más de cinco minutos desde mi llegada cuando se presentan dos campesinos, trayendo a otro hombre. Su cara está de color azul, tiene la boca abierta y trata de respirar sin lograrlo.

Me explican que tiene algo atravesado en la garganta.

Comienzo por darle un calmante y luego les pido que lo sujeten bien fuerte. Le abro todo lo que puedo la boca, tomo un pedazo de madera y lo calzo bien entre las dos mandíbulas. Afilo con mi cuchillo otra madera más fina y pequeña para usarla como bajador de lengua, le apoyo sobre la lengua y miro.

El interior está hinchado y tiene un color violáceo. Las carnes se tocan. Meto el dedo. No consigo hacerlo pasar. Me pregunto cómo se las arreglará el pobre tipo para poder respirar, aunque más no sea un hilito de aire. No hay duda de que se va a morir antes de la noche.

A mi alrededor comienzan a gesticular. Finalmente logro comprender que el hombre se ha tragado algo y que se le quedó clavado en la garganta, produciéndole una gran infección.

Trato de meter el dedo pero no hay caso, no siento nada.

Hay solamente una solución: hacerle una perforación en el esófago para que pueda respirar: en otras palabras efectuarle una traqueotomía y luego buscar el objeto que con toda seguridad debe ser una espina.

Si yo no fuera un drogadicto jamás se me ocurriría tratar de hacer semejante operación. Es realmente muy arriesgado y yo no soy un cirujano. Pero la droga me da la seguridad que me hace falta. Y además ya he hecho tantas cosas, que una más, una menos…

De todos modos no puedo evitarlo. Si me niego a hacerlo, con toda seguridad se echarán sobre mí, me atarán y me entregarán a la policía.

Por lo tanto decido operar.

En páginas anteriores describí la operación del absceso en el oído. No quisiera cansarlos con la explicación detallada de otra intervención.

Permítanme solamente decirles que después de haber clavado mi cuchillo en el esófago, entre dos cartílagos, pude hacerle un orificio bastante grande como para permitirle respirar al pobre sujeto.

Introduzco en la herida un tubo de plástico bastante duro, una vaina de un cable eléctrico que me consiguió uno de los aldeanos, cuando le pedí algo parecido a un tubo. Cómo demonios había un cable eléctrico en este pueblo perdido en la montaña donde evidentemente no existe la electricidad, es algo que aún no logro entender. Pero el asunto es que una vez que introduzco el tubo y lo sujeto con dos pequeños trozos de tela adhesiva, el tipo revive, jadea como un nadador al que se le ha tenido metida la cabeza bajo el agua durante tres minutos, recupera el color, resucita poco a poco.

Y por fin puedo comenzar la operación propiamente dicha.

En diez minutos está todo terminado. Consigo extraer el objeto. Es algo más que una espina de pescado… es un trozo de vértebra, grueso como el dedo pulgar. ¿Cómo diablos hizo el tipo para poder tragárselo?

Limpio todo, le hago unos toques con un hisopo mojado en desinfectante y le indico que debe conservar el tubo durante dos días por lo menos.

A fuerza de inyecciones de penicilina la infección desaparece al cabo de dos días. La garganta se ha deshinchado y puedo sacarle el tubo.

Tapo el orificio con mi dedo. Está bien, el enfermo respira normalmente. Ahora debo cerrar el orificio.

Pero no tengo nada con que hacerlo, ni aguja ni hilo.

A fuerza de conversaciones consigo que una mujer me dé una espina endurecida al fuego. Saco un hilo de mi camisa. Y coso la piel cubriendo el agujero del cartílago, el cual, según mi opinión, se va a cerrar solo.

Ato el hilo alrededor de la espina. Resiste bien cada vez que tiro la aguja-espina. El enfermo gime, pero finalmente logro hacerlo. El orificio ha quedado cerrado.

Al día siguiente hago otras dos o tres pequeñas curaciones: las típicas llagas, forúnculos en las piernas, tajos por aquí y allí. Al otro día, repito lo mismo.

Al cuarto día quito los puntos a mi paciente. Listo, la herida ha cicatrizado. Está sano. ¡Bravo, Charles! ¡Esta vez sí que mereces un diploma de médico de campaña!

Puedo marcharme. Y lo hago bien rápido por otra parte. Quién sabe si estos salvajes ahora que ya no me necesitan no me entregan tranquilamente a la policía. Son muy capaces de hacerlo.

Y otra vez parto rumbo al Himalaya.

Ya han transcurrido tres semanas desde que salí de Katmandú.

Los próximos ocho días los recuerdo como una pesadilla infernal.

Un día encuentro en un pueblito a un hombre blanco: es un francés que se ha convertido al budismo y que vive pidiendo limosna. Es lo que se llama un sadou. No se corta nunca el pelo ni la barba, que le llegan hasta la espalda y el pecho. No se lava jamás.

Intercambiamos algunas palabras. Me bendice y partimos cada uno por nuestro lado en búsqueda de nuestros respectivos ideales. O pesadillas.

Cuarenta y ocho horas más tarde me encuentro con otro europeo.

Cuando los lugareños me conducen al establo donde vive, está vomitando sangre a chorros.

Nunca sabré qué fue lo que le sucedió, pues por supuesto no puede hablar. Se sacude continuamente con unas arcadas espasmódicas y cada vez vomita sangre. Sentado sobre el camastro se sujeta el pecho con las dos manos; se está muriendo de a poco. Todas sus ropas están manchadas con sangre y las moscas zumban enloquecidas a su alrededor.

Siento unas nauseas horribles. Me siento perseguido y rodeado por los sufrimientos de la muerte. Por lo visto en esta tierra no hay más que muerte, sangre y sufrimientos…

Termina de desangrarse, se pone completamente blanco y se muere en mis brazos sin pronunciar ni una sola palabra.

También a él lo entierro yo solo, y le coloco una cruz sobre su tumba.

Igual que el norteamericano no tiene ningún documento. Otro vagabundo, escapado de Occidente, que ha querido diluirse, perderse en el oriente, sin que jamás se lo pueda identificar…

Y mi fuga hacia adelante se reanuda…

En la actualidad me he convertido en un verdadero loco.

Cuando me detengo a cada hora para darme una inyección, saco la cajita de acero en la que guardo el hachís, la abro y me miro en el pequeño espejo.

Mi aspecto es aterrador. Tengo el pelo tan largo como un auténtico hippie y como no me he cortado jamás la barba, me cubre la cara casi por completo. Mi palidez es pavorosa.

Un día siento una curiosidad algo morbosa. Se me ocurre algo que sin duda constituye un típico y macabro capricho de un superdrogado.

Apoyo bien la caja contra una piedra, abro la tapa y me desvisto. Por completo.

Quiero ver mi cuerpo y saber exactamente en qué estado me encuentro.

Comprobar si ya ha llegado el momento de darme la última dosis.

Pues temo no poder llegar hasta las nieves eternas, y no tengo ganas de caer exánime, imposibilitado de darme una inyección, como el norteamericano, y morir de agotamiento, tirado sobre esas piedras.

Una vez desnudo, retrocedo, buscando mi imagen en el espejo, cuyo tamaño no es mayor que el de una caja de fósforos.

Debo volver cuatro y hasta cinco veces para corregir la inclinación del espejo.

Logro finalmente verme por entero, una silueta minúscula y algo borrosa, bajo la luz del sol.

Recuerdo que los huesos de las caderas sobresalían muchísimo y que se podían contar una por una mis costillas.

Presento el mismo aspecto que los prisioneros que encontraron los aliados en los campos de concentración de los nazis.

—Mi querido Charles —me digo a mí mismo y en voz alta—, se acabó, no llegarás más arriba. Mala suerte si debes abandonar la idea de una romántica muerte en las nieves del Himalaya. Aquí mismo te darás tu dosis final.

Me visto nuevamente y comienzo a hacer los preparativos fúnebres.

Estoy en un pequeño valle a doscientos o trescientos metros del camino. Cerca de mí oigo el claro murmullo de un hilo de agua que desciende por las piedras. El pasto es suave y los árboles se balancean con la fresca brisa de la montaña.

—Por lo menos —me digo— tendrás una bonita tumba.

Saco las drogas y el calentador. ¿Qué droga elegiré para matarme? ¿Cuál de todas ellas me proporcionará la muerte más tranquila y agradable? ¿El opio, la metedrina, la morfina, el LSD?

Paso un buen rato contemplando la bolita de opio, los comprimidos de LSD, las ampollas y las cápsulas de morfina y metedrina…

Mientras escribo ahora todo esto, pienso que todos ustedes deben de estar convencidos de que estaba realmente loco, que era un demente. Y tanto es así, que esta misma noche, sentado en mi cuarto cerca de París, mientras oigo no muy lejos el tañido de las campanas de la iglesia al dar la hora, me cuesta creer que todo esto sea verdad y me haya sucedido realmente.

Y sin embargo…

Experimento una furia violenta al mirar las drogas.

Debo matarme con todas ellas. ¡Eso es, con todas a la vez!

Primero fumaré un shilom de hachís, luego me daré una inyección de opio, luego una de morfina, la siguiente será de metedrina y como final tomaré todos los comprimidos de LSD.

¡Y ojalá la mezcla resulte bien explosiva!

No bien termino de fumar el shilom se me ocurre una idea: voy a morirme sin dejar nada, ni una carta de despedida ni un mensaje a alguien.

¿Pero a quién escribiré? ¿A Olivier? ¿A Jocelyne? ¡Bah! ¿Total para qué?

¿A mis padres? Durante largo rato doy vueltas y vueltas a la idea en mi cabeza. ¿Qué es lo que puedo decirles? ¿Qué palabras encontraré para darles alguna explicación?

No, no puedo hacerlo. No es posible.

Pero si lo hago, será a ellos a quienes les escriba y les explique todo.

Ellos serán los únicos que comprenderán.

Tengo en el fondo de la mochila una pequeña libreta que usaba antes para anotar direcciones, precios y también algunos pensamientos.

Lleva adjunto un lápiz.

Busco la libreta, arranco unas páginas y comienzo a escribir.

Queridos padres, si alguna vez leen estas líneas, me gustaría que supieran cómo y por qué he muerto…

Ya lo dije antes: hace rato que he perdido la noción del tiempo del día y de la noche.

Lleno con más garabatos la primera hoja y repentinamente se hace de noche, como sucede siempre en esas alturas.

Y me encuentro en plena oscuridad antes de haber podido escribir ni siquiera la cuarta parte de lo que tengo que decir.

Enciendo mi calentador de alcohol, pero la luz no es suficiente.

Con unas cuantas leñas hago una fogata. Ahora veo y voy a poder continuar.

Y entonces, no sé si será debido al calor del fuego o al suave chisporroteo de las ramas al quemarse, pero me invade un gran cansancio.

Mientras escribo comienzo a cabecear. ¡Me quedo dormido! Me despierto sobresaltado y ya es de día.

Por primera vez desde hace muchas semanas he dormido la noche entera.

Releo lo que escribí. Esa noche de descanso me ha hecho recuperar la conciencia. ¡Qué confesión tan estúpida!

Arrojo con furia las páginas al fuego que aún queda y el papel se consume con rapidez.

Me siento mejor. El sueño me ha dado nuevas fuerzas.

No. Todavía no ha sonado mi hora, persistiré en mi ascensión. ¡Voy a tratar de llegar hasta las nieves eternas!

El sueño, al cual me había desacostumbrado, me ha producido un extraño efecto.

Por primera vez tengo la sensación de recuperar mi conciencia.

Sentado en el pasto húmedo por el rocío, abro desmesuradamente los ojos y trato de disipar las nubes que ocultan mi mente, de rasgar el velo negro que me enturbia la mirada. Me sacudo como si fuera un perro que estuviera atado y tratara de sacar su cabeza del collar.

Súbitamente lo logro. La cabeza sale, el collar se cae junto con la cadena, el velo negro se rasga ¡y veo!

Veo todo por primera vez, como si fuera el primer hombre en descubrir la primitiva belleza del mundo.

Una brisa suave hace inclinarse la hierba de la agreste campiña que me rodea. Un poco más abajo, sobre el arroyo, las ramas de los sauces se agachan suavemente con la fuerza del viento. Son sacudidas por suaves temblores. Sus hojas se agitan con miles de facetas de un color verde tierno y parecen millones de espejos cubiertos con un velo liviano donde el sol se refleja con una luz pálida como la de la luna. Detrás de mí las laderas trepan empinadas, cubiertas primero con pasto, luego con piedras, hasta llegar a las estribaciones rocosas, doscientos metros arriba de donde me encuentro.

Me doy vuelta. Veo el mismo espectáculo: hierbas finas, guijarros, luego rocas muy en lo alto, perfiladas contra el cielo. Hacia el sur un ángulo del valle me oculta el paisaje.

Entre los dos taludes de un larguísimo desfiladero se ven al norte las nieves de las altas cumbres.

Cuando era un niño, visité un monasterio ubicado en el hueco de un pequeño valle, en donde solamente se veía el cielo.

Es algo semejante. Ahora también me encuentro en un lugar de recogimiento, que es a su vez el recodo, el ombligo del mundo. Podría ser el ermitaño, que luego de haber caminado durante mucho tiempo se detiene y dice: «Aquí construiré mi casa y fundaré mi monasterio».

Los pájaros pían en los árboles. Estamos solamente ellos y yo o el suave y potente hálito del viento.

Me dirijo hacia el arroyo y me lavo la cara. Una trucha salta entre los remolinos de agua. Trato de agarrarla con la mano pero se me escapa y me pongo a reír. Un minúsculo dique de tierra forma un remanso, una pequeña superficie lisa donde me miro, como si fuera un espejo.

Soy Adán, el primer hombre que se contempla por primera vez en el primer espejo del mundo.

Estoy en el Paraíso Terrenal.

¿Pero en dónde está mi Dios? ¿Quién es él? ¿Quién me dirige, me guía y me sostiene?

Me acerco otra vez a las brasas de donde se levanta una pequeña columna de humo de dos metros de alto y que luego se diluye gracias a la brisa matinal. Observo mi equipo de drogadicto: las ampollas, las píldoras, las jeringas, la bola de opio, el calentador de alcohol…

Me impresiona tanto ver en plena luz de día ese espectáculo digno de las tinieblas y la miseria, que caigo de rodillas y comienzo a sollozar.

Toco uno por uno todos esos objetos demoníacos, los levanto frente a mí y los miro brillar anodinos e indiferentes a la luz del sol.

¡Mis verdugos!…

¡Qué aspecto inofensivo presentan con la luz del día! ¡Cómo se puede pensar que esos trastos lamentables sean el refugio de una fuerza demoníaca, de un diluvio apocalíptico que se desencadena no bien la aguja clavada en mi vena deja entrar el veneno!

Pero todas esas pociones demoníacas han sido engendradas y creadas por la naturaleza, y ella es quien las guarda en su interior y las fabrica con la savia que fluye por las plantas. El hachís bella y singular margarita que abre sus capullos por la gracia del sol: la amapola, donde el rocío se deposita inocentemente lo mismo que sobre todas las flores al despertar el día y con cuyo zumo no obstante, se fabrica el opio, la morfina, la heroína…

Si Dios realmente existe, ¿por qué se burla de los hombres, colocando la terrible tentación del pecado en las más bellas flores?

Estoy en un valle del paraíso terrenal y podría reemplazar este prado de tímidas hierbas por hachís y amapolas, y el alba divina despuntaría igualmente sobre estos campos envenenados, igualmente bella, igualmente pura que sobre esta hierba fértil, tierna y nutritiva…

¡Qué traición! ¡Qué hipocresía! ¡Por qué se viste la naturaleza con ropajes tan bellos, por qué me deja mudo de admiración, si los jugos, más envenenados brotan de la tierra, del agua y del sol!

No, la lucidez de ese amanecer no me libera ni un poquito más que las fantasías de la droga. No, no vale la pena seguir viviendo en este mundo lleno de mentiras y rodeado por falsas bellezas.

No, no quiero seguir viviendo.

¡Me vengaré de Dios!

Me mataré y así destruiré su obra.

He comprendido el verdadero significado del mundo y sus desvergonzadas mentiras. Soy un verdadero hippie. Lo he comprendido. Dios no se burlará de mí.

Guardo febrilmente todas mis chucherías, me coloco la mochila en la espalda y reanudo la marcha: trepo por el valle bordeando el arroyo y allí diviso las nieves eternas.

¿Llegaré a ese lejano y gigantesco campo de nieve? ¿Tendré fuerzas para realizar mi ascensión? Comienzo a reír. En el lunfardo de los drogadictos a la cocaína se la llama «la nieve». La idea de que todo el Himalaya no es más que una inmensa reserva de cocaína, me hace reír a carcajadas.

Debo de haber estado realmente loco al querer morir aquí, en el pasto. ¡Allá arriba mi muerte será perfecta, drogado hasta la coronilla, flotando en un colchón de cocaína blanca como la nieve, bajo la luz del Sol!

Llego a un pueblito, poco antes del atardecer. Quisiera evitarlo, dar un rodeo, pero no sé qué es lo que me sucede que estoy tan, tan cansado… Nunca he sentido una fatiga tan grande. Estoy transpirado a pesar de que el aire es más bien fresco. Me siento mal, la cabeza me da vueltas. Tengo la sensación de que la sangre bulle en mis venas. La siento latir con fuerza en mi pecho, en los brazos, en las sienes. Mis piernas se aflojan.

Llego hasta el pueblo arrastrándome. Estoy convencido de que estoy enfermo. Necesito un techo, paredes a mi alrededor y una cama para tirarme en ella.

Le pido a la dueña del tea-shop, que es una mujer de cuarenta años y que parece vivir sola con un hijo de doce o trece años, que me dé un jergón, un montón de paja, cualquier cosa para poder descansar.

Me acompaña al establo. Le pago mi alojamiento por adelantado. No quiero comida ni nada. Quiero acostarme pues tiemblo demasiado.

Me quedo allí durante un día y una noche. Me siento muy enfermo, empapo la bolsa de dormir de tanto que transpiro. Deliro, y cuando recupero un poco de lucidez, de tanto en tanto, veo inclinado sobre mí el rostro preocupado de la dueña del albergue.

A la mañana del tercer día me siento algo mejor. Bebo a grandes tragos y toda entera la gran jarra de té que pusieron a mi lado y que ya se ha enfriado. Me cae tan bien, que lloro de felicidad. ¿Qué será lo que tengo? ¿Será una crisis de paludismo igual a las que tuve a veces luego de mi estada en África?

Nunca fueron tan fuertes. ¿Será una infección? No tengo ningún absceso, ningún forúnculo. Súbitamente me invade cierto temor. Tengo que verificarlo indefectiblemente.

Busco otra vez mi caja de hachís. La abro y me miro en el espejo. No veo nada. Me arrastro hasta la puerta y allí, a la luz del Sol veo que se me ha puesto amarillo el blanco de los ojos.

Tengo una hepatitis.

Durante ocho días lucho completamente solo, haciéndome preparar unos caldos por la dueña y pidiéndole en todas formas que por favor no los condimente.

A veces experimento nuevamente unas terribles ganas de abandonar todo y me echo hacia atrás diciéndome: «¡Muérete rápido! ¡Que se acabe todo de una vez!».

Pero la imagen de las nieves eternas que logré ver desde el paradisíaco valle surge con renovada fuerza.

¡Allí es donde quiero morir! ¡No quiero terminar mis días en este camastro donde pululan los bichos ni sobre esta capa de estiércol!

No. Todavía no he llegado al final de mi recorrido como el norteamericano.

Soy al mismo tiempo el condenado a muerte, gravemente herido que cuidan afanosamente para llevarlo vivo hasta el patíbulo, y el verdugo que se desvive para curarlo con infinita ternura.

Por primera vez siento en un pueblo algo de caridad. La mujer me cuida como si fuera mi madre. Algunas visitas se acercan a mi jergón. Por fin logro saber en qué lugar estoy.

El pueblito se llama Kalikula. Está compuesto de varias chozas y contiene un centenar de habitantes que se llaman todos Kalikula.

Es una misma familia la que ha dado su nombre al lugar. Todos son más o menos parientes, y advierto que algunos, cuyo parentesco es demasiado cercano, tienen algunos defectos.

La cabeza del pueblo, un viejo patriarca calvo, enjuto, con una gran barba blanca, es prácticamente el abuelo de todo el mundo y gobierna sin perder nunca su buen humor. Se sienta a mi lado. Me aprecia mucho, sabe que soy el extranjero que no tiene más que un solo ojo pero que sabe curar a la gente.

Por medio de gestos me da a entender que le sorprende que yo no sea capaz de curarme a mí mismo. Me muestra las jeringas con aire intrigado y aprueba entusiastamente cada vez que me doy una inyección, creyendo que lo que me inyecto es un remedio como los que administré a mis enfermos. Pero tiene fe; no es posible que con toda mi ciencia y todos los medios de que dispongo no sea capaz de curarme.

Él se dedica a fumar su pipa de agua, bien cargada con ganja. Fuma muchísimo, está continuamente drogado.

Por fin puedo levantarme. No estoy curado del todo (sé muy bien que una hepatitis se cura muy lentamente y que esta me durará varios meses), pero me siento mejor. Llego hasta la puerta y el aire fresco me marea. Vacilo, mis pies parecen no tener piernas. Miro en dirección al Himalaya. La vista de la nieve me anima. Vamos, tal vez consiga llegar allí.

Vuelvo a entrar y me recuesto.

Pocos días más tarde ya puedo salir. He recomenzado a drogarme regularmente, pues empiezo a sentir muy pronto los efectos de la falta de droga.

El viejo, para festejar mi mejoría, se aparece con una muchacha.

Lo veo llegar una mañana acompañado por una jovencita. He olvidado decir que en ese pueblo las mujeres no se cubren el pecho y usan solamente un longhi que se enroscan en las caderas y lo pasan entre las piernas dejando las nalgas al desnudo.

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