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Cuarta Parte

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La muchacha que entra al establo está vestida de ese modo. Las moscas zumban a mi alrededor como de costumbre. La habitación tiene un fuerte olor a estiércol: las ovejas y las cabras balan… Y ahí está la muchacha, medio desnuda, sus pechos prominentes con grandes pezones rosados que resaltan sobre su piel oscura. Y el viejo la empuja hacia adelante…

Por medio de gestos me da a entender que me la ofrece. Ya que me he mejorado ella me pertenece.

Igual que si fuera un tratante de esclavas, palpa los pechos con su mano para demostrar su firmeza y haciendo girar a la chica, repite la misma operación con las nalgas.

La empuja hacia mí. «Ella te pertenece. Tómala». Es lo que seguramente me está diciendo.

Me siento sumamente incómodo. En primer término, jamás padecí de un sensualismo exótico. Y en segundo, no vale la pena ni hablar de la sensualidad por sí sola en la actualidad, en el estado de agotamiento e intoxicación en el que me encuentro. ¿Pero qué debo hacer para no contrariar al viejo?

Se me ocurre una idea. Tiene en su mano una pipa de ganja.

Se la muestro y le explico que más que la chica me interesa la pipa.

Se da una palmada en la frente y estalla en carcajadas. Evidentemente ha comprendido. Despide a la chica sin ninguna clase de explicaciones y se instala a mi lado como un camarada, como hombres y se dispone a enseñarme a usar la pipa.

Se queda boquiabierto. A pesar del lamentable estado en que me encuentro, fumo por lo menos cinco veces más que él. Por supuesto que él no ha llegado a la etapa de las inyecciones. No puede imaginarse que la ganja para mí es igual que un caramelo.

Al llegar la noche ya nos hemos hecho íntimos, y me mira con una admiración que no trata de disimular.

Puede ser que la chica no me haya interesado realmente, pero soy un verdadero campeón de la ganja. ¡Soy un verdadero hombre, caray!

Pero pasemos a asuntos más serios. A la mañana siguiente comienza el desfile de enfermos.

Cuando me marcho luego de haber transcurrido tres días, he curado a más de veinte que han venido de todas partes del valle.

El viejo me acompaña con grandes ceremonias hasta la salida del pueblo y me ofrece como regalo de despedida alrededor de un cuarto kilo de ganja.

Pero he presumido demasiado de mis fuerzas. Me equivoqué al creer que ya estaba algo restablecido. No se juega con una hepatitis.

Duermo dos noches a campo raso y doy un suspiro de alivio al divisar otro pueblito.

Pero esta vez no es la fiebre la que me otorga las energías necesarias para llegar hasta el pueblo sino la desesperación. De repente me doy cuenta de que jamás lograré llegar hasta las nieves eternas.

Más avanzo y más parecen alejarse. No hay nada que hacer, mi gran proyecto ha fracasado.

Mi derrota se ha consumado. Soy un inútil, un parásito, estoy de más, no tengo nada que hacer aquí en la Tierra. No tengo ni siquiera orgullo. Tengo que acabar de una vez pero no me importa en dónde. Adiós, nieves eternas, no podré llegar hasta ustedes.

Entro como un autómata en el habitual establo para los viajeros, me desmorono sobre el montón de paja sin tener siquiera la fuerza para abrir la bolsa de dormir y meterme dentro de ella.

Me digo a mí mismo que nunca más me levantaré.

Lo que me rodea es peor aún que la habitación donde el norteamericano murió en mis brazos. ¿Pero qué importa? No pienso hacer melindres al respecto.

Ahí tendido cuan largo soy, comienzo a barajar mis recuerdos. Vuelvo a ver al norteamericano tendido como Cristo, envuelto en su sudario blanco, del cual sobresalen sus pies y con las manos cruzadas sobre el pecho…

Mis pies no están desnudos sino envueltos en trapos. En vez de estar vestido de blanco estoy todo vestido de negro.

Río sarcásticamente al pensar que él era Cristo y que yo soy el negativo de Cristo, el Anticristo, el sinvergüenza dominado por la droga y del que cuando se está por morir sale a la luz todo lo negro de su vida.

¡Qué idiota debo parecerles al hacer estas estúpidas comparaciones! ¡Cuándo dejaré a un lado el romanticismo!

De repente recupero las energías. Me doy vuelta lentamente en el camastro y saco mi reserva de droga.

No me queda ya mucho. Al ritmo en que me drogo en la actualidad, dentro de ocho o diez días ya no tendré más con qué doparme. Y entonces me moriré en medio de sufrimientos atroces…

Separo veinte ampollas de metedrina. Con ampollas me resultará más fácil. Tengo una jeringa bien grande. Me inyectaré el total en tres o cuatro veces. Siempre y cuando resista el primer flash.

Son mis últimos cartuchos.

Los guardo con infinitas precauciones.

Tomo luego la bola de opio y comienzo a prepararla.

Una sensación de bienestar tranquiliza un poco mi alma mientras el líquido oscuro se desliza por mis venas.

¿Por qué no me dejarán morir en paz?

Al día siguiente no bien termino de rechazar el guiso terriblemente condimentado y prácticamente incomible que me preparó la dueña, veo aparecer en la posada un verdadero regimiento encabezado por el viejo Kalikula a quien siguen seis o siete mujeres.

Sin pérdida de tiempo hace adelantarse y pararse frente a mí a una mujer vieja; por medio de gestos, tocándole el vientre y la entrepierna me da a entender que tiene allí algo malo.

No quiero ni mirarla. Ya estoy harto.

Insiste. Acuesta a la mujer en la paja frente a mí y le levanta las piernas.

Veo que en la entrepierna, entre la vagina y el ano tiene un bulto horripilante y purulento.

¡No, no puede ser! ¡Eso sí que no, no quiero ni ver semejante espectáculo! ¡Basta! ¡Váyanse!

Pero estoy demasiado débil para poder gritar y echarlos.

Les digo tranquilamente que no con la cabeza. Les doy a entender que estoy agotado, que ya no sirvo para nada.

No obstante el viejo insiste. Me implora acongojado. Me doy cuenta de que en nombre de nuestra amistad me implora que haga algo.

Sigo imperturbable.

Entonces abre un paquete y saca de su interior cuatro espigas de ganja (vuelvo a recordarles que la ganja se presenta en cilindros envueltos en hierbas secas que se deshojen como se deshojan las espigas de maíz para dejarlo limpio). Me las muestra.

Debe de haber más de un kilo.

Reflexiono. Con todo eso, fumando como loco puedo conseguir bastantes fuerzas como para reemplazar las inyecciones; ocho días más de vida. Por supuesto que aún quiero morir, ¿pero quién rehúsa ocho días de vida?

Le digo que sí, cansado, agotado, pero le digo que sí.

Comienzo por darme una dosis doble para juntar un poco de fuerzas. Luego examino a la mujer. No es muy bonito. Debe de haberse lastimado y luego se le infectó y, como de costumbre, el ungüento de hierbas empeoró todo.

Raspo y limpio la llaga purulenta.

Es necesario rasurar a la mujer antes de poder hacer nada.

Se lo explico al viejo.

Consternación general. Lo que les pido debe de haber originado un terrible problema pues todos se ponen a discutir con aire espantado durante más de un cuarto de hora.

Insisto. O hacen lo que les pido o no hago la curación.

El viejo acepta, derrotado, pero realmente parece sentirse obligado a hacer algo muy feo, casi sacrílego.

Llaman a la dueña de casa y le explica todo. Los escucha horrorizada. El viejo le dice que no se puede evitar y que debe conseguir algo con qué rasurar a la enferma.

Se llevan a la paciente.

Espero una media hora larga. Finalmente reaparece la mujer, impecablemente rasurada. No sé bien cómo se las han arreglado pero no le queda ni un solo pelo.

Realizo entonces mi trabajo habitual. Penicilina, mercurio cromo, limpieza, raspaje y sulfamidas espolvoreadas por la herida.

Listo. Adiós Kalikula y toda su tribu, y gracias por la ganja.

Me recuesto nuevamente y me doy una inyección. Me pongo a esperar…

Una mañana lluviosa, mientras siento que el chorrito de una gotera que proviene de las porosas paredes de adobe está empapando mi bolsa de dormir, se aparece mi ángel guardián para salvarme.

Estoy acostado de espaldas, pero ni siquiera se me ocurre hacer el menor movimiento para cambiar mi cama hacia un lugar más seco, cuando de repente veo una sombra en la puerta. Atrás de ella brillan las gotitas de agua que caen del dintel.

No le presto la más mínima atención. Continuamente se acercan paisanos a mirarme, en la misma forma en que lo hacían con el norteamericano del otro pueblo.

Cierro los ojos. Me siento mal. Mis venas bullen por la necesidad de una inyección, pero demoro el momento de dármela.

He alcanzado tal estado de fatiga que darme una inyección me representa cada vez un esfuerzo sobrehumano.

Pero la necesidad es aún más poderosa. Me levanto apoyándome en los codos, me inclino sobre los utensilios para preparar el opio, tomo una bolita, la cuchara, prendo el calentador (conseguí un poco de alcohol en el tea-shop).

Mientras preparo mi bolita en la llama dirijo una mirada a la puerta. La silueta humana sigue allí todavía, con un hombro apoyado sobre la pared de la derecha. Qué curioso: la cabeza llega hasta el dintel de la puerta. Indudablemente es un nepalés extremadamente alto…

¡Pero lo que en realidad sucede, es que no se trata de uno de ellos!

¡Reconozco a Olivier!

Allí está: igualmente grande y fuerte como de costumbre, tal vez un poco más delgado. Me mira fijo, sin moverse, como diciendo:

—Por fin te encontré…

Se acerca y me sonríe. Yo lo observo sin pestañear.

¡No es posible, era lo último que me faltaba! ¿Por qué será que tampoco él quiere dejarme morir en paz? ¡Que se vaya al diablo! Que regrese al lugar de donde vino. No quiero verlo.

No le dirijo la palabra y sigo con mis preparativos. Pero estoy tan nervioso que no consigo sujetar el lazo.

Olivier se acerca. No ha dicho hasta ahora absolutamente nada.

Agarra el lazo y lo sujeta. Me alcanza la aguja para que me pinche y se sienta en cuclillas frente a mí, siempre sin hablar.

Hago lo posible para no mirarlo. Ya he tomado mi decisión. No bien haya pasado el flash y me sienta algo mejor, juntaré todas mis pertenencias y me marcharé prohibiéndole terminantemente que me siga. Siempre me ha obedecido y me obedecerá otra vez más.

Mi flash pasa, guardo la bolsa de dormir y me incorporo. Estoy débil, sumamente débil, pero aprieto las mandíbulas con fuerza. Paso la correa por el hombro y me dirijo hacia la puerta.

—Te prohíbo que me sigas —le susurro mientras paso al lado de Olivier.

No se mueve.

Llego a la puerta, levanto el pie para franquear el umbral…

Y me caigo cuan largo soy, imposibilitado de dar un paso más.

Antes de desmayarme un pensamiento cruza por mi mente con la velocidad de un rayo. Esta vez sí que se acabó. Me han robado mi muerte. Estoy seguro, no sé bien por qué, de que Olivier me va a salvar. Es el destino. He perdido la partida.

Me desmayo.

Cuando recupero el conocimiento Olivier está sentado a mi lado, Me ofrece té caliente y pechuga de pollo. ¿En dónde habrá conseguido todo eso?

Me habla suavemente. Me cuenta que, preocupado al no verme regresar al cabo de tres semanas, decidió partir en mi búsqueda. Recorrió a pie el mismo camino que yo. Pero sin equipaje, con más fuerzas que yo y además hablando nepalés (el muy canalla tiene una gran facilidad para los idiomas, y aprendió a hablar nepalés de corrido) llegó muy rápido.

No transcurre mucho tiempo desde su llegada a un pueblo cuando le hablan de un extranjero que tiene solamente un solo ojo y que cura a los enfermos. Siguió mis rastros de pueblo en pueblo hasta encontrarme por fin.

Lo abrazo emocionado. Ahora me siento feliz de verlo allí. ¡Ya no tengo más ganas de morir!

—Déjame lavarte —me dice— estás en un estado increíble.

Y me limpia como si fuera mi madre.

¿Cuánto tiempo pasa Olivier cuidándome? No lo sé. Y como no lo he vuelto a ver desde que lo expulsaron de Katmandú nunca podré saberlo. Según mis recuerdos debe de haber sido un mes por lo menos. Aunque en realidad no debe de haber durado más de diez días.

Se las arregla para conseguir en los pueblos y granjas los alimentos más sanos: pollos, huevos, legumbres frescas.

Me obliga a comer y a dormir y también a disminuir un poco las terribles dosis de droga que me estaba administrando.

Al poco tiempo comienzo a sentirme mejor. Recupero un poco mi peso. Puedo salir, ir hasta la fuente que hay en el patio y dejar correr durante un rato largo el chorro de agua fresca sobre mi cabeza. Voy a pasear. Inclusive comienzo a curar nuevamente a los paisanos.

Y cuando Olivier me propone un día volver a Katmandú, no le digo que no. Ya no pienso más en las nieves eternas. Estoy curado. Me ha salvado del suicidio.

Pero me aterra la idea de volver a hacer el camino a pie. Estoy todavía muy débil. No lograré hacerlo.

Pero sin embargo no debemos perder más tiempo, mis reserva de droga se están acabando. Tengo solamente para dos o tres días.

Y Olivier me revela entonces lo que hasta ahora ignoraba. ¡Oh ironía del destino! Yo, que quería morir en lo más recóndito de la montaña, me encuentro en un pueblo por el que pasa la única ruta transitada por automotores al norte de Katmandú. Me dice inclusive que esa ruta va a ser ensanchada dentro de poco y que llegarán topadoras para trabajar en ella: por allí pasará la famosa autorruta Katmandú-Lhasa (en el Tíbet), de la cual se habla desde hace mucho tiempo.

—Bajemos por la ruta —me propone—. No tendremos más que tres días de viaje. Mañana es el único día de la semana en que pasa el ómnibus.

—Estás loco —le digo—. ¡Sabes muy bien que ninguno de los dos tenemos permisos de tricking y que hay puestos de control policial todo a lo largo de la ruta!

—Ya nos arreglaremos —me contesta.

—No, es muy arriesgado. No quiero que me detengan y me envíen a la frontera india en el estado en que me encuentro.

Pero como me hace falta droga y a cualquier precio, Olivier decide tentar fortuna. Va a bajar hasta Katmandú para conseguirla y luego regresará.

Estoy demasiado débil para negarme.

Al día siguiente parte en el ómnibus.

Durante esas dos noches y tres días de espera me reprocho amargamente el haberlo dejado partir. Estoy seguro de que deben haberlo detenido y a la fecha expulsado.

El tercer día a la mañana no me quedan más que una bolita de opio, cuatro ampollas de metedrina (he utilizado hasta mis últimos cartuchos) y unos cien gramos de ganja.

Si Olivier no regresa esa noche estoy listo. Me espera un fin horrible sufriendo las torturas por la falta de droga.

Paso todo el día en un estado indescriptible de ansiedad.

¡Al caer la noche el ómnibus regresa y Olivier está dentro de él! Antes que nada, antes de preguntarle cualquier cosa le espeto:

—¿Conseguiste?

—Por supuesto.

—Dámela, rápido.

Me doy una inyección sin perder un minuto. La última me la había aplicado al mediodía. Ya no aguantaba más.

Me relata lo sucedido. Una vez que subió al ómnibus le pidió al chofer que lo ayudara. Mediante treinta rupias el sujeto accedió. En cada puesto de control Olivier se hundía en el asiento y el chofer les explicaba a los policías que no llevaba ningún pasajero europeo. (Solamente se controla a los europeos. Los nepaleses no necesitan permiso de tricking).

No bien llegó a Katmandú se fue corriendo hasta la farmacia y dos horas después estaba de nuevo en el ómnibus.

Transcurren unos días pero sigo sin sentirme capaz de emprender a pie el camino de regreso y decido probar fortuna como lo hizo Olivier.

El chofer accede nuevamente a ocultarnos pero esta vez mediante cincuenta rupias ya que somos dos.

Llegamos a Katmandú sin ningún tropiezo.

Pero allí nos espera un problema muy serio. Olivier ya me había contado que la persecución a los hippies y a los mochileros ha adquirido proporciones alarmantes. Cunde el pánico por todas partes. Cada día arrestan diez o veinte hippies y luego de hacerles pasar la noche en la comisaría, los conducen hasta la frontera. (Una noche solamente, pues los nepaleses se han dado cuenta de que si la detención dura más tiempo, corren el riesgo de que rápidamente intervengan las embajadas. Estas, a pesar de todo, hacen algo por nosotros: cuando el embajador de Francia se entera de que han detenido a un hippie francés, interviene personalmente por lo general, y se las arregla para que la policía lo suelte y entonces se ocupa de repatriarlo en forma decente).

Todas las mañanas hay un camión listo para transportar un nuevo cargamento de expulsados.

El propio Eddy Eight Fingers ha sido expulsado. La policía fue a buscarlo un día al Cabin Restaurant y se armó un lío terrible. Los hippies presentes en el local se aferraban a las chaquetas de los vigilantes profiriendo alaridos. No querían por nada del mundo que se lo llevaran a Eddy. Su partida sería realmente el fin de Katmandú.

Los detuvieron a todos y a la mañana siguiente tuvieron que buscar otro camión.

Por lo tanto debemos estar muy atentos. Recorremos uno por uno los hoteles habituales, vigilando cuidadosamente los alrededores, por si llegamos a encontrarnos con algún policía.

Es verdad, las cosas han cambiado mucho… Ningún hotelero quiere recibirnos sin declararnos en sus registros. Y no obstante es fundamental que nuestros nombres no figuren en ningún registro. Es el primer lugar en que busca la policía al realizar sus redadas.

En el sexto o séptimo hotel en que entramos (he olvidado el nombre) el dueño accede. Nuestro nombre no constará en ningún libro. Podemos subir.

Pero su aspecto me resulta algo extraño. Mi buen olfato de viejo conocedor de pillos y bribones me pone sobre aviso.

Cuando Olivier me acompaña a la escalera le digo:

—Mientras yo subo para inspeccionar un poco cómo es arriba, quédate aquí un rato más para ver qué hace.

Menos mal. No bien Olivier se da vuelta ve al dueño del hotel que sale corriendo. Lo sigue de lejos hasta la esquina…

¡Y ve que entra en la comisaría de la vuelta!

Olivier regresa volando. Nos largamos escaleras abajo luego de haber juntado todas nuestras cosas y corremos a escondernos dentro de un zaguán.

El hotelero vuelve acompañado por dos policías.

¡Uf!

Esta escapada me ha dejado de cama. Siento las piernas como si fueran de trapo. Debo sentarme y descansar durante un buen cuarto de hora.

Nos queda solamente un hotel donde tentar suerte. El Coltrane, donde me alojaba antes de partir de Katmandú. Allí nos dirigirnos. El propietario siempre fue muy amable conmigo. Tenemos un golpe de suerte: nos acepta. Tengo confianza en él, no creo que nos traicione.

Nos instalamos en el mismo cuarto que tenía el hindú al que le robé las dos mil rupias el mes pasado, sin saber que le pertenecían.

El dormitorio de enfrente está lleno de mochileros. Ellos nos confirman que podemos confiar en el dueño. No es un entregador. Cuando la policía se aparece para realizar un control, los encierra a todos en mi cuarto y le echa llave. Al ver los policías la puerta cerrada le creen al hotelero cuando este les explica que allí no hay nadie, que el cuarto está vacío.

Y eso es justamente lo que sucede esa misma tarde. Aparece una patrulla. El dueño nos encierra bajo llave. Pero como la puerta está hecha con tablones mal ensamblados, al oír los pasos de la policía preferimos apoyarnos contra las paredes al costado de la puerta. Menos mal, sentimos claramente la respiración de un policía que se acerca para espiar entre los tablones.

Olivier y yo podríamos habernos instalado muy bien en el Coltrane… todo se prestaba para ello: la tranquilidad que reina en el hotel durante el día y por las noches cuando vamos al Cabin (la policía no hace jamás rondas nocturnas). Yo descanso, recupero el apetito y aumento de peso día a día.

Mi única pena era la de no encontrar otra vez a Krishna. Pero ha desaparecido. Es imposible dar con él.

Olivier y yo nos entendemos bien. Lo único que nos hace falta es recuperarnos un poco y tratar de conseguir en la embajada francesa por intermedio de unos tipos influyentes que yo conozco, una visa de salida para poder marcharnos con nuestros petates el día y a la hora que nosotros elijamos. Mientras tanto ya se me ocurrirá algo para llenar nuestros bolsillos. Me siento muy unido a Olivier, al camarada que me salvó.

¿Por qué dejarse tentar otra vez por la manía de robar? ¿Por qué tiene que aparecer otra vez en mí el demonio de la sospecha y la desconfianza?

Me parece haberlo dicho antes: creo que Olivier es un maniático del robo, una especie de cleptómano. En ciertas ocasiones es más fuerte que él y no puede dejar de hacerlo. Pequeñas sumas, por supuesto, pero muy a menudo.

Si se contentara con robar a los demás no me importaría nada, ¡pero le ha dado por robarme a mí!

Al principio nimiedades. Lo mando a comprar algo y le doy dinero. Cuando vuelve y me entrega el vuelto me doy cuenta cada vez más seguido de que falta plata. Conozco el precio de las cosas y con hacer un simple cálculo compruebo que una vez me faltan cincuenta pesas y la próxima una rupia.

Al principio no digo nada. Pero comienzo a perder paulatinamente la paciencia. Me empieza a dar rabia. Y mis nervios no están todavía del todo restablecidos como para que tome las cosas por el buen latín. Al contrario, me exaspero un poco más cada día. Si me pidiera directamente el dinero, no me importaría nada y se lo daría como siempre. Pero me resulta muy desagradable que me esté estafando cuando le estoy pagando el cuarto.

Un día le doy unos cuantos dólares para que me los cambie en el negocio de un tendero, que también se dedica a esa clase de operaciones.

Cuando regresa, Olivier me dice:

—Se le había acabado el cambio chico al cambista. Faltan cinco rupias, me las dará la próxima vez.

No le digo nada pues es muy posible que así sea.

Al cabo de tres o cuatro días, sin haber pensado más en eso, paso con Olivier frente a la vidriera de la tienda de géneros. (Desde hace un tiempo hemos comenzado a salir nuevamente pues la policía parece haberse tranquilizado un poco y además la tentación nos incita a hacerlo).

—A propósito —le digo con toda naturalidad sin la menor intención de hacer una investigación—, ¿te devolvió las cinco rupias?

Olivier reacciona ante la pregunta igual que si le hubieran dado una patada en el hígado. Se pone blanco.

—Es cierto, tienes razón. Me olvidé de reclamárselas —dice finalmente con cierto tono de broma.

—¿Y no te parece que es un buen momento para hacerlo?

—¡Ah!, claro… por supuesto. Lo haré ahora mismo.

El tendero está parado en el umbral de la puerta. De lejos lo veo discutir con Olivier. Entran luego los dos en la tienda. Olivier sale sonriendo con cinco rupias en la mano.

Las guardo en mi bolsillo y me olvido del asunto.

Pocos días después, al pasar caminando solo por la vereda del vendedor de géneros, veo un auto de la policía con dos agentes estacionados al final de la cuadra. ¡Zas! Una inspección. Si me llegan a ver estoy listo.

Entro en la tienda de géneros. Saludo al dueño con aire displicente y le digo:

—Buenos días, pasaba por aquí y me dieron ganas de conversar un rato con usted… ¿Qué tal andan las cosas?

Parece que bien. Conversamos durante un rato y me muestra una remesa de géneros que acaba de recibir. Algunos son muy bonitos. Después de un rato el tendero me dice:

—No crea que estoy apurado, pero su amigo tenía que devolverme hace tres días las cinco rupias que le presté la otra tarde. No ha vuelto más por aquí… Como me dijo que eran para usted espero que no le resulte incómodo pagármelas.

¡Qué buen sinvergüenza es ese Olivier! No me demoré más de un segundo en comprender todo el cuento del cambista al que le faltaban las cinco rupias y su supuesta restitución la otra tarde. ¡Qué porquería!…

No me queda más remedio que acusar recibo y pagarle las cinco rupias rabiando en mi interior.

Espero más de una hora hasta que se marchan los policías y vuelvo corriendo al hotel decidido a aclarar todo el asunto con Olivier. No es posible seguir dejándome estafar de esa manera.

Hay un hombre parado en la entrada del hotel, es del tipo hippie, pero un hippie de lujo, lo cual es fácil de advertir gracias a una serie de detalles; elegantes sandalias a la moda, rebuscamientos en la ropa y en el peinado. Está hablando con el dueño en su escritorio. Subo a mi cuarto. Llego al primer piso, que es donde están las mejores habitaciones y veo un bolsón tirado en la mitad del pasillo. Un lindo bolso de cuero repujado adornado con unos flecos. ¡Vaya, vaya! Con toda seguridad pertenece al mismo sujeto. Maquinalmente (antes, cuando era un bribón, hubiera dicho «profesionalmente») abro el bolsón y echo un vistazo a su interior. ¡Caray! ¡Qué magnífico bolsón tirado en el suelo y en cuyo interior hay una cámara fotográfica japonesa! Una linda máquina. Ya que no tienes ninguna clase de escrúpulos ¿por qué no la robas? Nada más fácil. Abres la bolsa y la sacas…

Olivier titubea. Le parece algo arriesgado. Pero no miento cuando digo que no tiene muchos escrúpulos pues lo he visto veinte veces robando a otras personas. Por ejemplo a mí, ¡y no hace mucho de ello!

Se convence y baja. A los diez minutos sube nuevamente trayendo la máquina escondida en su campera, y muy satisfecho con su persona.

Perfecto. El primer acto de mi plan ha finalizado. Pasemos al segundo.

—Bravo —le digo—. Ahora debes deshacerte rápidamente de ella. Conozco un comerciante que te la comprará. Te acompañaré y conseguiré que te pague un buen precio.

En efecto, el reducidor con el cual ya he hecho antes bastantes negocios, no discute. Le compra el aparato a Olivier en ochocientas rupias. Lo cual representa para este una suma enorme, ya que nunca ha conseguido más que pequeños botines de una o cinco rupias a lo sumo.

No puede contener su alegría.

—¡Has visto! —exclama en tono jactancioso—. Un buen golpe, ¿no te parece?

Sigue hablando no más, pero ya verás la sorpresa que te tengo preparada. Se acabó el segundo acto. Comienza ahora el tercero.

Volvemos al hotel y debo manifestar que entonces Olivier me deja asombrado.

Cuando yo pensaba sacar tranquilamente a relucir el tema de sus deudas conmigo y preguntarle cuándo pensaba devolverme todo lo que me debe (que no es poco; unos cuantos cientos de rupias pues además del alojamiento y la comida, papá Charles es quien le paga sus drogas), comienza a explayarse sobre sus proyectos.

Y agitando en el aire sus ochocientas rupias me explica que por suerte finalmente va a poder partir de Katmandú.

Irá primero a Nueva Delhi, luego a Bombay y después a Francia. La experiencia hippie ya ha sido más que suficiente. Piensa volver a su casa y reanudar sus estudios. En suma, está en pleno desborde imaginativo.

Y por fin me dice:

—Saldré un momento. Tengo que despedirme de unas cuantas personas pues mañana me marcho.

Al tiempo que sonrío le hago una mueca de disgusto.

—No, Olivier. No puedes marcharte así, sin despedirte como corresponde del pobre Charles. Resérvame por lo menos esta noche. Tendremos una pequeña comida de despedida. Tienes tiempo de sobra para ver a los demás. ¿Acaso no represento para ti algo más que los otros?

Titubea algo desconcertado.

—Pero, Charles…

—No, nada de historias. Te quedas aquí y pasaremos una buena velada los dos. ¿De acuerdo?

—Como tú digas —agrega completamente derrotado.

Por lo tanto pido que nos suban unas tortas, bang-lassi, té y una apetitosa comida.

Comemos en medio de un pesado e incómodo silencio. Y finalmente le pregunto en tono negligente:

—¿De modo que te marchas solo?

Me mira desconcertado.

—Por supuesto. Ochocientas rupias es una suma bastante justa. Si fuéramos dos…

¡Se necesita ser caradura! Lo he alimentado, pagado sus drogas durante semanas enteras. Me debe cientos de rupias. Acabo de hacerle ganar ochocientas, las cuales hubiera sido totalmente incapaz de conseguir por sí solo, y ahora que tiene el bolsillo lleno de plata, bye-bye! Me voy, ¡arréglatelas solito!

Haciendo un gran esfuerzo para dominarme le digo:

—Olivier, me debes dinero. Y bien sabes que bastante.

Frunce el ceño. Parece sentirse herido.

—Charles —agrega—. Ya te he pagado mi deuda. Moralmente. ¿No te parece suficiente?

¡Con que esas teníamos! Ahora comprendo lo que quiere decir. ¡Estima que el hecho de haber ido a buscarme a la montaña lo exime de todas sus deudas!

¡Pensar que yo creía que lo había hecho por pura amistad!

¡Grandísimo sinvergüenza! Fue por puro interés. Lo hizo porque no tenía ni un céntimo. ¡No fue a salvar a Charles, sino a buscar a papa Charles para que continúe manteniéndolo! ¡Y además para poder seguir robándome bajo cuerda!

Y como no estoy muy equilibrado debido a mis excesos de drogas, mi furia contra él adquiere proporciones increíbles.

Estallo y lo agarro por el cuello. Lo empujo hacia un rincón del cuarto y lo obligo a sentarse.

¡Además de todo es un marica! Yo estoy convaleciente, pero él, que goza de una espléndida salud, podría deshacerme con un solo dedo, pero está tan aterrorizado que no es capaz de defenderse. ¡Cómo será de feroz mi aspecto!

—Bueno —le digo entre dientes—. No te muevas más y escucha lo que te voy a decir. Y tengo para rato.

Empiezo por echarle en cara sin pérdida de tiempo el asunto de las cinco rupias del tendero. Continúo luego con todas las trapisondas y porquerías que me hizo y que toleré sin decir una sola palabra.

Los billetes que se esfuman, las curiosas boletas de compra. Las pequeñas desapariciones en las reservas de droga, etcétera.

Me descargo en forma. Nada me puede detener. Tengo demasiadas cosas guardadas dentro de mi corazón.

Olivier aguanta todo, sin moverse, acurrucado en el rincón, blanco de susto.

Por fin le ordeno que me dé las ochocientas rupias. Obedece sin mosquear. Tomo cien y le tiro las demás.

—Me guardo esto solamente por el principio en sí. Y te devuelvo el resto nada más que para que puedas salir pitando, pues vas a rajar de aquí y bien rápido. No quiero verte nunca más.

Me doy cuenta al mismo tiempo de que el cielo comienza a aclararse detrás de las persianas. Las abro y veo la luz del amanecer. Me he pasado la noche entera descargándome con él.

Una hora más tarde Olivier termina de cerrar su bolsón y se marcha. No nos hemos dirigido la palabra desde el fin de nuestra rendición de cuentas…

Estoy seguro de que he acabado para siempre con Olivier. Nunca más lo volveré a ver.

Pero me engaño. Tres o cuatro horas más tarde sucede algo que nunca llegué a dilucidar y que me dejará para siempre una terrible duda en el alma.

Salgo por un rato, y cuando regreso al hotel veo aproximarse un taxi.

Olivier está en su interior, sentado entre dos policías…

Tengo justo el tiempo de esconderme.

¡Han detenido a Olivier y seguramente lo expulsarán!

El taxi se para frente al hotel: Olivier y los policías se bajan y entran en el hotel.

Al cabo de cinco minutos vuelven a salir y parten otra vez en el taxi.

¿Para qué habrá vuelto Olivier al hotel? Se había llevado todas sus cosas…

¿Será por el asunto de la máquina de fotos? Nadie nos dijo nada sobre ello. El hippie de lujo se marchó sin instalarse allí. Ni siquiera debe de haberse dado cuenta de la desaparición de la máquina antes de tomar un cuarto en otro lugar.

¿Y entonces? ¿Me habrá denunciado Olivier?

¿Le habrá dicho a la policía que allí se aloja un sujeto llamado Duchaussois y que no tiene visa?

¿Habrá tratado de conseguir tal vez una extradición mejor traicionándome?

Nunca lograré saber la verdad e incluso hoy no me animo a inclinarme hacia la hipótesis que haría de Olivier un entregador…

Por el momento no tengo mucho tiempo para perder en conjeturas. Debo marcharme del Coltrane pues se está poniendo peligroso.

Espero hasta que el taxi se haya marchado para subir a mi cuarto, juntar mis cosas y bajar otra vez como una tromba. El dueño del hotel no está en su escritorio. Hay solamente un muchacho y arreglo mi cuenta con él. Como no habla más que nepalés, es inútil que trate de preguntarle algo sobre lo que acaba de pasar pues no lograré averiguar nada. (Más adelante volveré a hablar con el dueño, pero, cosa extraña, tampoco obtendré ninguna explicación).

Cinco minutos después, estoy otra vez en la calle.

Pero esta vez la situación es más delicada. Ya es dramática. Es una verdadera locura pasearme por las calles de Katmandú a la luz del día con mi cara de europeo, mis botas gastadas y mi vestimenta ajada.

Corro el riesgo de tropezar con una patrulla policial a cada instante o de oír chirriar los frenos de un auto de la policía que se detiene a mi lado.

¿A dónde podré ir? Todos los hoteles se han convertido en unas trampas. Y no se puede ni siquiera pensar en tratar de ocultarse entre los lugareños.

Súbitamente, un nombre acude a mi memoria: Bichnou, el repostero que fabricaba las tortas europeas. Éramos muy amigos.

Es mi última tabla de salvación. Me voy derecho allí.

Cuando llego lo veo tirado detrás del mostrador, sonriendo como de costumbre.

—Bichnou —le digo en seguida—. Debes ayudarme. No sé a dónde ir. Si me llegan a detener me expulsarán y no sobreviviré a ello. Escóndeme durante un tiempo, hasta que pueda arreglar mis cosas. Eres mi última esperanza.

¡Angelical Bichnou! Sin titubear ni un segundo, me dice:

—Cuenta conmigo. Soy tu amigo. Voy a conseguirte algo.

Se lava las manos, se saca el delantal, deja la masa que está preparando y sale. Vuelve al cabo de media hora.

—Te conseguí lo que precisas. Vas a ir a casa de mi hermana. Queda muy cerca de aquí. Estarás bien y muy tranquilo. Ven conmigo.

Se detiene a cien metros de su casa, en una callecita que costea el río, frente una pequeña casa de adobe con paredes combadas, que me cae bien de entrada.

Pasamos al interior. Allí está la hermana de Bichnou. Es una mujer pequeña, de unos treinta años, con la misma mirada franca y la misma sonrisa bondadosa de su hermano. Desde el primer momento me siento cómodo.

Les agradezco de todo corazón.

Cuando miro el cuarto donde estamos experimento un sobresalto. Es una sala común y al mismo tiempo una capilla. Una de sus paredes está ocupada enteramente por un altar. Alrededor de la estatua de la diosa hay decenas de ramilletes de flores, guirnaldas, tapices bordados en oro, etcétera. Por todas partes hay encendidos palitos de incienso. Es extraordinariamente lindo.

La hermana de Bichnou me hace señas para que la siga.

En una esquina del cuarto hay una escalerita, más bien una escala, pues los escalones son muy rectos.

Subimos por ella hasta el primer piso y llegamos a un corredor.

Trepamos por otra segunda escala hasta el segundo piso. El cielo raso es igualmente bajo que el del Coltrane; debo mantener la cabeza agachada todo el tiempo. La hermana de Bichnou abre una puerta a la derecha. Bajo un poco más la cabeza y entro.

Con tal de conseguir un agujero para esconderme estoy dispuesto a aceptar cualquier cosa, hasta un montón de paja en el fondo de un establo, como en la montaña.

¡Lo que me ofrecen es un palacio!

Es un cuarto grande, de cinco a seis metros de largo por cuatro de ancho. En el fondo hay una especie de alcoba y en ella una cama. ¡Una cama de verdad! A la izquierda un placard y a la derecha en un recoveco un retrete como los turcos, una ventana, y sobre el repecho de esta, en el espesor del muro y justo antes de los postigos un somero lavatorio (las paredes tienen más de un metro de espesor).

El piso en vez de ser de tierra apisonada es de tablones. En un rincón unos almohadones hacen las veces de diván.

Descontando las dos noches que pasé con Eliane M. en Katmandú en el Hotel Soaltie, nunca había tenido un cuarto semejante desde que me marché de Kuwait.

Me quedo absorto. No sé cómo agradecerles a Bichnou y a su hermana, quienes me miran sonriendo. Balbuceo:

—Es demasiado lindo, demasiado lindo.

Bichnou protesta con un ademán.

—¿Cuánto te debo? —le pregunto.

—No te preocupes por eso —me contesta—. Tienes mucho tiempo por delante para pagarme. No te damos este cuarto para ganar dinero sino porque eres nuestro amigo.

¡Qué buena gente! No pueden imaginarse cuánto reconforta el corazón el encontrarse con alguien que nos tienda la mano, cuando uno es perseguido como una fiera.

Se marchan y yo, tanto por agotamiento como por felicidad, me tiro sobre la cama y me duermo en seguida.

Esa misma noche, sentado a la mesa en casa de Bichnou, con la panza llena de tortas, comienzo a ver la vida color de rosa. Me está sucediendo algo realmente inesperado. Tengo que sacarle bien el jugo. En el buen sentido de la palabra. Mis aventuras en la montaña y mi salvación in extremis, me han hecho volver a la realidad y poner un poco de orden en mi sesera. No debo desperdiciar ahora las oportunidades que se me ofrecen. Voy a disminuir las inyecciones. Debo liberarme totalmente de la droga. Ya he llegado bastante lejos con ella como para satisfacer toda clase de curiosidades. En la actualidad la droga es para mí tan sólo un hábito, muy tiránico, por cierto, pero nada más que un hábito. ¿No seré capaz, acaso, de reducir las dosis?

Lo que debo hacer es tratar de mantenerme solamente con el shilom. Eso no es peligroso. Se puede hacer una vida normal drogándose solamente con shiloms. Por lo tanto mi objetivo es suspender las inyecciones. ¿Cómo lograrlo? Por el momento me estoy dando diez por día (ya he bajado la cuota desde cuando estaba en la montaña). Hago un cálculo: en veinticuatro horas necesito darme una cada dos horas, contando las cuatro o cinco horas que duermo por la noche en la actualidad. Sigue siendo demasiado. Para empezar no debo darme inyecciones a intervalos menores de tres horas. Si no puedo tolerarlo, deberé recurrir al shilom hasta que la necesidad de droga se haga sentir con menos intensidad. Y así sucesivamente. Calculo que siguiendo ese ritmo, en quince días conseguiré llegar a dos o tres inyecciones por día. Al cabo de un mes ya debería haber superado las inyecciones por completo. Será difícil lograrlo, pero siento una firme voluntad dentro de mí.

Los dos problemas más delicados son los siguientes: por lo pronto cómo conseguir dormir por lo menos seis o siete horas por noche para recuperarme y restablecerme del todo. Se me ocurre que lo mejor debe ser reanudar los hábitos normales para la alimentación. Almorzar lo más abundantemente posible y dormir luego una siesta. Una comida suculenta a la noche y dos o tres shiloms para tranquilizarme y ayudarme a dormir.

Debo encontrar además alguna ocupación durante el día. De lo contrario la necesidad de droga se hará sentir con más fuerza. En esa forma debería poder funcionar. Decido proponerle a Bichnou ayudarlo en su trabajo y por otro lado, iré lo más seguido posible al Centro Cultural francés, donde ya me conocen y donde tengo algunos amigos. El único problema lo constituirán las idas y venidas, tratando de evitar las redadas de la policía. Estos no entrarán nunca al Centro pues este es territorio francés.

La idea del Centro me entusiasma. Me convenzo de que tengo que arreglármelas para conseguir trabajo por ese lado aunque más no sea por un tiempo. Tendré dinero y el problema de la visa no será ya más que una simple formalidad.

Le explico mi plan a Bichnou. Da su entera aprobación y acepta que trabaje con él tres o cuatro horas todas las mañanas para ayudarlo a preparar la masa, lavar los platos, hacer la limpieza, etcétera.

Al día siguiente comienzo a trabajar. En pago de ello él me proporciona la comida, pero no quiere ni oír hablar de que le pague a su hermana por el cuarto. Cuando me vaya, le pagaré si tengo dinero y de lo contrario no tiene importancia.

Esa tarde me visto con mi equipo de gala y me dirijo hacia el Centro. Cuando me acerco a New Road, la calle principal, el corazón me late con fuerza. La policía está apostada en el cruce, vigilando a los extranjeros que circulan por allí.

Debo ser valiente y arriesgar el todo por el todo y verificar si con mi equipo de gala parezco o no un turista.

La suerte acude en mi ayuda. Se aproxima un grupo de turistas norteamericanos. Me uno a ellos. Los policías nos observan, buscando uno con aspecto de hippie. No son nada zonzos y conocen el truco de los hippies de mezclarse a los turistas. Somos alrededor de diez. Rápidamente inspeccionan nuestras cabezas.

¡Paso como por un tubo! Camino frente a la policía con la cabeza bien alta. Me miran… y giran sus cabezas, observando al siguiente.

¡Puf! Por lo visto puedo pasar como turista. Debo perfeccionar ese aspecto. Dentro de unos días me compraré un verdadero saco y una camisa con cuello abierto, una verdadera camisa de turista.

En el Centro Cultural me reciben con los brazos abiertos. «¿De dónde viene? ¿Qué le sucedió? ¿Por qué tiene tan mala cara?».

Les explico que estuve enfermo, sin ocultarles que estuve en la montaña. Me paso una hora contándoles las anécdotas más sabrosas de mi vida allí. A todos apasionan las historias del viejo que me ofrecía a la muchacha y las de las operaciones milagrosas.

Esa noche cuando regreso a mi casa, me he convertido en la atracción, en el rey del Centro Cultural.

Vuelvo a comer a lo de Bichnou y luego voy a dar una vuelta por el Cabin Restaurant. Regreso temprano. Me preparo dos shiloms y me meto en cama.

Ya está: he conseguido mantenerme sin mayor esfuerzo dándome una inyección cada tres horas. (Esa tarde cuando estuve en el Centro fui al baño para aplicarme una).

Mi sueño estuvo algo entrecortado por bruscos despertares, pero no obstante, es un progreso. Me quedo en la cama durante casi siete horas sin inyectarme nada.

Al transcurrir tan sólo cuatro días de ese régimen me doy cuenta de que voy a poder lograrlo. Una inyección cada tres horas y nada más, sin hacer trampa. Recupero el apetito y duermo mejor. Cuando me miro en el espejo veo que ya tengo mejor cara. No canto victoria todavía estoy aún bastante lejos del éxito, pero me siento orgulloso de mí y me estimula.

Y además el atuendo de turista que acabo de comprarme (saco y camisa) me dan confianza para salir. Me siento otro hombre.

Una mañana se aparece Krishna en lo de Bichnou.

El chico se arroja en mis brazos llorando de alegría. No me hace ningún reproche ni me guarda rencor alguno por haberlo abandonado. Encontró mi pista rondando cerca del Cabin Restaurant. Recorrió todos los hoteles y en seguida se dio cuenta que no debía buscarme en ellos. Entonces por sí solo, devanándose los sesos, dedujo que el único lugar en donde podía encontrarme era en lo de Bichnou. ¡No tiene un pelo de zonzo, mi buen Krishna!

Me suplica que lo siga teniendo conmigo y acepto gozoso. En el fondo extrañaba bastante a ese chico y me siento feliz de tenerlo otra vez conmigo.

Lo instalo en mi cuarto, en una estera al pie de la cama, pues sigue haciéndose pipí mientras duerme. Le encargo que me limpie y cuide mis cosas y que me haga las compras. En suma, todo vuelve a ser como antes, con la diferencia de que esta vez estoy solo, soy más prudente y me he retirado de los «negocios». Por supuesto Krishna me acompaña a trabajar a lo de Bichnou y la hermana de este lo adopta como si fuera su propio hijo.

Por las tardes voy a trabajar un rato al Centro Cultural. Las vacaciones han terminado y los estudiantes que los ayudaban en los quehaceres ya han partido de vuelta. Sin embargo no es el momento de hacerlo pues cada vez hay más turistas europeos en Katmandú, y el Centro adquiere por lo mismo mayor importancia. La falta de personal se hace sentir intensamente y todos se regocijan con mi llegada. Las cosas van inclusive un poco más lejos: el director del Centro, a quien le he caído en gracia, me hace la siguiente proposición: quiere que sea su sucesor en el Centro. Hasta me lleva a ver al embajador en persona para hablar del asunto.

Sus propuestas me llenan de alegría. Me está sucediendo algo realmente extraordinario. Voy a tener un trabajo que me entusiasma ya por anticipado, me van a pagar un sueldo real y si lo deseo podré alojarme en el Centro.

Hay un solo problema, sin embargo, el de mi visa. Se lo explico abiertamente al director del Centro. Promete ocuparse de ello y dice que no será difícil.

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