Fin

Fin


NOVENA PARTE

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Cuando acabó el período de luz y empezó a hundirse, estaba muy avergonzada por lo que había hecho, aunque no había sido en sí nada malo. Le preocupaba mucho el que los altibajos hubieran aumentado. Un día me echó una buena bronca, me dijo que tenía que ayudarla, que era lo que harían otros maridos. Quería que la ayudara a volver a la terapia. En realidad, quería que fuéramos los dos. Llevaba años pidiéndomelo. Ella sabía que yo preferiría morir antes que hacer terapia de pareja, y que de hecho lo decía completamente en serio. Si hubiera tenido que elegir entre terapia de pareja o la muerte, habría elegido sin duda alguna la muerte. Tampoco quería someterme a una terapia individual. Pero había algo en su desesperación que al día siguiente me hizo llamar y pedir hora con un psicólogo. De modo que acudimos a él al principio de aquella primavera. Linda se puso a llorar al describir su situación. El psicólogo la escuchó, y luego me preguntó a mí lo que opinaba al respecto, y yo se lo dije. A él no le interesaban tanto los altibajos de Linda como su situación, el que no tuviera trabajo y no ganara dinero, y le preguntó a ella cómo se podría solucionar ese problema. Él tenía razón en lo que decía, pero yo no sabía cómo podía ayudarla diciéndole aquello. Las siguientes veces Linda fue sola. Luego ella misma pidió hora a una médica. Volvió animada. Eso fue entonces, ahora la situación era otra. Yo nunca la había visto así, nada parecido. Había perdido el control y había caído tan profundamente dentro de su oscuridad interior que todo lo que la rodeaba había dejado de tener sentido. Eso pensaba yo de la situación. Linda amaba a nuestros hijos por encima de todo, pero ni siquiera por ellos conseguía acercarse al mundo.

 

Después de llevar a los niños a la guardería a la mañana siguiente, le preparé a Linda el desayuno y se lo llevé en una bandeja a la cama. Lo había hecho a menudo el primer año de noviazgo, porque no había nada que le gustara más. Pero luego dejé de hacerlo, ya no quería esforzarme para complacerla.

Se incorporó en la cama. No paraba de restregar el edredón, era escalofriante, sus movimientos eran como los de un animal. Acto seguido cogió el plato de muesli con una mano, metió en él la cuchara y luego se la llevó a la boca con la otra. Todo era tan lento que me di la vuelta, subí la persiana y eché un vistazo al hotel de enfrente.

Pensé que algo se había roto dentro de ella.

Se comió la mitad, luego dejó el plato.

—¿Has terminado? —le pregunté.

Asintió con la cabeza.

—¿Nos vamos entonces?

Volvió a asentir.

—¿Quieres darte una ducha primero?

—No puedo —respondió.

—Está bien —dije—. No pasa nada.

La cogí del brazo para ayudarla a levantarse. Se quedó mirando hacia el armario donde se encontraba su ropa. La misma desesperación con la que había mirado a los niños volvió a aparecer en sus ojos.

Cogí unos vaqueros azules y un jersey gris y los dejé en la cama delante de ella.

—¿Te vale? —le pregunté.

Asintió con la cabeza.

—Te espero en la entrada —le dije.

 

Bajamos en el ascensor y fuimos cogidos del brazo hasta la parada de taxis que había delante del Hotel Hilton. Los movimientos de Linda eran pesados y lentos, como si la gravitación fuera mayor para ella que para los demás. Y quizá era justo el caso.

Algo se ha roto dentro de ella, pensé de nuevo.

Nos montamos en el taxi, dije el nombre y el número de la calle, el taxista puso el intermitente para meterse por Föreningsgatan, que no dejamos hasta el Auditorio, donde giramos a la derecha, cruzamos el puente del canal y llegamos a la parte más baja de la ciudad, donde íbamos muy pocas veces, ya que vivíamos nuestras vidas entre el piso en Triangeln y la guardería en Möllevangen.

Delante del edificio le pregunté a Linda la clave del portal. Linda la dijo mecánicamente, ella se acordaba mucho mejor que yo de esas cosas.

Subimos en el ascensor y entramos en una amplia sala de espera. Linda se acercó lentamente a la ventanilla. Yo coloqué una taza en la rejilla de la máquina de café, apreté el botón de café solo y miré a mi alrededor mientras la taza se llenaba.

En la sala había dos personas procurando ocupar el menor espacio posible. Una de ellas era una mujer de unos cincuenta años, la otra un hombre de unos treinta. La mujer era pálida, regordeta y vestida sin colores. El hombre también estaba metido en carnes, tenía una barba rala, pelo grasiento y gafas. Al lado de ellos había una mujer hablando en voz muy alta por el móvil. Un hombre venía andando por el pasillo, llevaba el pelo cortado al cero, iba muy aseado y calzaba una especie de zuecos saludables, seguramente era un médico. Se paró delante de ellos, yo cogí la taza y di un sorbo, dijo un nombre, la mujer de mediana edad se levantó, se dieron la mano y ella lo siguió por el pasillo.

—¿Quieres un café? —le pregunté a Linda, que se estaba acercando.

Negó con la cabeza.

—¿Nos sentamos?

Asintió. Recorrió lentamente los pocos pasos que la separaban del sofá sin dejar de mirarme, yo la animé, ella se sentó. Me senté a su lado y le cogí la mano. La mujer seguía hablando por el móvil. Estaba puesta la radio, levanté la cabeza y vi un altavoz en el techo. Voces hablando y riéndose en uno de esos programas matinales de entretenimiento que se escuchaban en todos los lugares de trabajo; peluquerías, taxis, talleres de coches. Pensé que era impropio, le tocaba directamente el corazón, era ésa la vida de la que ella estaba excluida.

La miré. No parecía sentirlo así.

Me acordé de una vez que íbamos en un taxi camino del hospital en Estocolmo, Linda estaba aterrada pensando que el niño que estaba a punto de parir tal vez naciera muerto, y en el taxi sonaba la radio. Aunque yo sabía que tanta ligereza le resultaría cruel, presa como era del horror más extremo, el límite entre la vida y la muerte, no me atreví a decirle al taxista que apagara la radio por temor a que el hombre se sintiera ofendido.

Le apreté la mano. Ella tenía la mirada perdida.

—¿Quieres un poco de agua? —le pregunté.

Asintió con la cabeza.

Me levanté y llené de agua un vaso blanco de plástico. Sus paredes eran tan finas que era como si notara el agua correr por ellas, fría y temblorosa.

Se la bebió de un sorbo.

Llegó una mujer quizá unos años más joven que yo. Se detuvo y nos miró. Linda se levantó, la mujer sonrió y le tendió la mano. Linda la estrechó.

—Hola —dije.

Nos dimos la mano, y la seguimos por el pasillo. Se detuvo delante de una puerta y nos invitó a entrar con un gesto. Una silla a un lado de una mesa, dos al otro. Un escritorio debajo de la ventana, un par de litografías, vagas y neutras, en las paredes.

—Por favor, sentaos —dijo.

Nos sentamos.

—¿Cómo te encuentras, Linda? —le preguntó. Estaba sentada con las piernas cruzadas, una libreta en una mano y un bolígrafo en la otra. Su mirada era amable, irradiaba algo ligeramente impersonal, tal vez debido a la libreta o el bolígrafo.

Linda clavó la mirada en ella.

—No muy bien —dijo por fin, en voz muy baja, casi inaudible.

La médica le hizo más preguntas para, según pude entender, aclarar la situación. Linda tardaba mucho en contestar, y cuando lo hacía, empleaba muy pocas palabras.

—¿Oyes voces? —le preguntó la médica.

Una larga pausa.

¿Voces?, pensé. Esta mujer no se entera. Linda no oía voces.

Tal vez debía seguir un protocolo que tenía que ir tachando.

—No… —contestó Linda—. Sólo pensamientos… que no quiero pensar…

—¿Piensas en el suicidio, Linda? ¿Piensas en quitarte la vida?

Linda la miró de reojo. Luego se echó a llorar.

—Pero… pero no… no puedo… no… puedo hacerlo —dijo—. Los niños… No… no puedo.

—¿Pero piensas en ello?

Linda asintió con la cabeza.

—¿A menudo?

Linda volvió asentir.

—Lo… lo pienso… todo el… todo el tiempo… Ojalá… ojalá tuviera… una enfermedad y me muriera. Facilitaría… las cosas a todos.

Yo me eché a llorar y miré al suelo. Inspiré profundamente, despacio, porque hasta eso no podría llegar. Miré la alfombra, la pata de la silla, la papelera en el rincón, tragué saliva.

—¿Es como si todo ocurriera muy despacio? —le preguntó la médica.

Linda asintió con la cabeza.

—¿Te faltan fuerzas para hacer cualquier cosa?

—¡Sí! —contestó Linda sollozando.

—¿Eres capaz de ducharte? ¿Te levantas?

—No. Un poco. Los niños… No consigo…

La médica anotó algo en su libreta. Luego me miró un instante a mí.

—¿Cuál es tu impresión de Linda ahora? —me preguntó.

—No lo sé muy bien. Pero nunca te he visto tan hundida como ahora —dije, mirando a Linda—. Esto es algo completamente nuevo.

—Es obvio que tienes una profunda depresión —dijo la médica—. Tenemos que hacer algo para cambiar tu estado. Vamos a darte antidepresivos, claro. Pero también tenemos que procurar que no te vengas demasiado arriba cuando salgas de ella, así que tenemos que ser prudentes. Una posibilidad sería que ingresaras en un hospital, donde estarías tranquila. Porque en casa están los niños y tu vida de siempre. Puede que en ella haya exigencias de las que te convendría librarte. ¿Has pensado en la posibilidad del ingreso?

Linda me miró espantada.

Sacudió la cabeza.

—Creo que tal vez lo mejor sería que se quedara en casa —dije.

—¿Linda? —le preguntó la médica.

—No quiero estar ingresada.

—Entiendo —dijo la médica—. Por supuesto, puedes quedarte en casa. Quizá sea lo mejor para ti. Pero en ese caso quiero que vengas a verme a menudo. ¿Te parece bien?

Linda asintió con la cabeza.

—Es importante que procures estar levantada el mayor tiempo posible. Intenta hacer todo lo que puedas de tu actividad normal. No tiene que ser mucho. Pero un poco, para que no estés en la cama todo el día y toda la noche. ¿Te ves capaz de leerles a los niños, por ejemplo?

—No lo sé —contestó Linda.

—Si no, puedes sentarte con ellos a ver la programación infantil de la tele durante una media hora. Y también es importante que salgas a la calle para que te dé la luz y el aire. Tienes que intentar dar un paseo todos los días.

Linda asintió.

La médica la miró.

—Me entra… una ansiedad… horrible —dijo Linda.

—Te daré algo para ello. Una pastilla que puedes tomar cuando te entre la ansiedad. Tiene efecto inmediato. Puede que te dé algo de sueño. Y también te daré algo para la depresión. Pero quiero que vayamos con cuidado. No queremos que subas demasiado rápido.

Se levantó y fue hacia el ordenador. Cogí la mano de Linda y la apreté.

—Puedes ir a buscar la medicina a cualquiera farmacia —dijo la médica, y se levantó—. Y aquí te he apuntado el día de tu próxima cita. El miércoles. ¿Te viene bien?

Linda asintió y nos levantamos.

—Creo que te conviene no estar sola, Linda. Que siempre haya alguien cerca.

—Claro —dije yo.

Nos acompañó hasta la puerta, sonrió amablemente, dijo adiós y cerró la puerta con cuidado.

—¿Crees que pueden pedirnos un taxi desde la recepción? —le pregunté a Linda.

Ella asintió con la cabeza.

—Voy a pedirlo entonces.

Linda se quedó esperando junto a la puerta mientras yo hablaba con la recepcionista. Abajo en la calle encendí un cigarrillo.

—Todo irá bien —dije—. Y menos mal que no te van a ingresar en el hospital. Así puedes estar con los niños, aunque no tengas fuerzas para hacer muchas cosas.

—Sí —dijo ella.

—Y todos los días daremos un paseo. Y tú verás la tele con los niños.

—Sí —dijo Linda.

—¿Será ése nuestro taxi? —le pregunté mirando la calle, donde un Passat negro venía hacia nosotros. Se detuvo y nos montamos en él.

—Verás como todo irá bien —dije—. Pronto habrá pasado todo.

Lo peor para Linda, la gran pesadilla, era que la ingresaran de nuevo, yo lo sabía. Y pensando en los niños le dolía aún más. Que tuvieran una madre ingresada en una institución psiquiátrica, lo estigmatizante que eso sería para ellos. Yo opinaba lo mismo, que un ingreso haría que la situación fuera catalogada de enfermedad, la convertiría en algo institucional, mientras que en realidad sólo era Linda invadida por la oscuridad, y Linda era la que ahora estaba sentada a mi lado, la madre de Vanja, Heidi y John. Era mejor para ellos que estuviera en casa, que esto no se convirtiera en algo extraño y peligroso, sino que fuera algo que ellos mismos podían ver.

Cuando íbamos en el taxi camino de casa, ya no me sentía tan seguro. Era mi responsabilidad. Aunque ella no quisiera que fuera así, era incapaz de tomar una decisión sensata. Por eso me había mirado a mí. Si yo hubiera dicho que sí, tienes que ingresar en el hospital, ella habría accedido.

La médica nos lo había aconsejado. Nosotros habíamos dicho que no, que preferíamos hacerlo a nuestra manera.

—¿Cuándo llegaba tu madre? —le pregunté.

—No lo sé —contestó ella—. Por la tarde.

—Muy bien —dije—. Entonces estará con los niños, y así tendrán otras cosas en las que pensar. Necesitan gente alrededor. Creo que eso es importante.

—Sí —asintió ella.

El taxi pasó por delante de la fachada del Hotel Hilton y se detuvo. Pagué y salimos. La cogí del brazo para cruzar la calle y así seguimos hasta la farmacia.

 

Nada más llegar a casa, Linda se metió en la cama y se durmió a los pocos minutos. Yo fui de habitación en habitación, me fumé un cigarrillo en la terraza con la puerta abierta por si Ingrid llamaba, luego me senté en el despacho y encendí el ordenador, porque ahora que estaba dormida no me necesitaba, pero cuando vi el ensayo sobre Turner y Claudio de Lorena en el que había estado trabajando en Voss, entendí que no era el momento adecuado y lo apagué.

Fui al dormitorio sólo para comprobar que Linda seguía allí. Durante todo el fin de semana había estado allí tumbada deseando morir, mientras los niños y yo estábamos de compras por la ciudad.

Llamaron abajo.

Fui a la entrada y cogí el telefonillo.

—¿Hola? —dije.

—Soy Ingrid.

—Te abro.

Me quedé esperando hasta oír que el ascensor se paraba fuera, entonces abrí la puerta.

—¿Cómo está? —preguntó al salir del ascensor.

—No muy bien —contesté—. Yo la cojo —dije, señalando la maleta, que ella soltó para que yo pudiera meterla en casa—. Acabamos de venir del médico. Ha dicho que tiene una grave depresión. Nos ha propuesto ingresarla. Pero Linda prefiere estar en casa. Y yo también lo prefiero.

—¿Era un buen médico?

—Sí, creo que sí.

—Ay, ay —dijo, suspirando.

—Eso es todo —dije.

—¿Está dormida?

—Sí.

—¿Y los niños? ¿Están nerviosos?

—No, no creo. No saben lo que está pasando, no han notado nada raro. Están en la guardería, como de costumbre.

—Menos mal —dijo, y se agachó a quitarse los zapatos. Yo me encontraba a unos metros de ella, quería acabar la conversación. Ingrid estaba enfadada conmigo por lo que había escrito sobre ella en la segunda novela, y ahora se encontraba con lo de su hija. Al mismo tiempo dependía de mí: yo vivía allí y era el padre de sus nietos, de la misma manera que yo dependía de ella, de la ayuda que podía prestarme.

Me miró.

—He pensado que podrías dormir en el salón —dije, volviéndome para meter la maleta allí—. ¿Te parece bien?

—Puedo dormir donde sea —dijo—. También en la habitación de los niños, si Sissel prefiere dormir en el salón.

—Ella puede dormir en mi despacho —sugerí.

—Vale —dijo—. De todos modos me alegro de estar aquí. Será estupendo ver a los niños.

—Les hace mucha ilusión que vengas —dije.

 

Ingrid me acompañó a buscar a los niños, supongo que quería darles una sorpresa. No dijimos nada en el ascensor. Ya en la calle nos detuvimos y nos miramos.

—Linda no puede quedarse sola —dije.

—Estaba pensando lo mismo —dijo Ingrid—. Ve tú, yo me quedo con ella.

¿Cómo ha podido pasar?, pensé cuando iba por Södra Förstadsgatan. ¿Cómo he podido olvidarlo? ¿Que ella no puede estar sola?

Igual de horrible era que yo hubiese estado tanto tiempo fuera el fin de semana. Como si no hubiese entendido la gravedad del asunto. Como si todo fuera como de costumbre, y lo que pasaba dentro de ella, acostada en el dormitorio, excluida del resto de la familia, sólo fuera una especie de paréntesis.

—¿Ha llegado la abuela Ingrid? —preguntó Vanja, que vino corriendo en cuanto me vio detrás de la verja.

Asentí con la cabeza.

—Sí, ha llegado. Tiene muchas ganas de verte.

Me acerqué al personal e intercambié unas palabras con ellos. Todo había ido bien, dijeron, los niños habían estado alegres y contentos. Pensaba decirles que Linda tenía depresión, para que estuvieran especialmente atentos con ellos, por si notaban algún comportamiento extraño, pero Vanja y Heidi estaban conmigo, así que decidí esperar hasta el día siguiente.

Compramos fruta, leche y yogur en Hemköp, los niños estaban impacientes, querían ir a casa a ver a su abuela. Porque seguro que les había traído regalos, ¿no?

Cuando Ingrid venía, se encargaba siempre de la comida, de la compra y de limpiar la cocina. Se esforzaba al máximo por nosotros, de eso no cabía duda. Si yo no hubiese escrito ese libro, habríamos tenido una buena relación, pero aquello estaba allí como una sombra, y éramos incapaces de hablar del tema.

Curiosamente, cuando llegamos a la puerta el que se mostraba un poco reservado era John. Pero no por mucho tiempo. Desenvolvieron los regalos y fueron corriendo al dormitorio a enseñárselos a Linda. Yo les seguí, vigilando. Linda los miró, se incorporó e intentó sonreír. Qué bonitos, dijo.

—Venid, diablillos —dije—. Mamá va a descansar un poco.

Esta vez no se opusieron. Cerré la puerta del dormitorio y luego la de la entrada. Ingrid estaba en la cocina preparando la comida.

—¿A qué hora quieres que cenemos? —me preguntó.

—Cuando tú quieras —contesté.

—¿A las cinco? —propuso ella.

—Estupendo —dije.

Eché en el termo el café que había hecho pero del que me había olvidado, y estaba a punto de salir a la terraza cuando sonó el teléfono.

Era un número de Oslo y lo cogí.

Era Elisabeth, de la editorial Oktober.

—¿Llamo en mal momento? —preguntó.

—Para nada —contesté.

—Estás escribiendo, espero —dijo, riéndose—. Pero me alegro de haberte encontrado. Tenemos que hablar un poco del lanzamiento. Ya no queda mucho para que salga el volumen cinco.

—Ya —dije, abrí la puerta de la terraza y me senté.

—¿Has pensado en cómo quieres hacerlo?

—Sólo en que quiero hacer lo menos posible.

—En principio, puedes elegir lo que quieras. El interés es enorme, como ya sabes. Pero tengo una propuesta que hacerte, Aftenposten lleva mucho tiempo pidiendo una entrevista. ¿Y si se la concedieras? ¿Ésa y ninguna más?

—Suena bien —dije.

—Creo que funcionaría.

—Y una cosa más. El festival del libro en Oslo en otoño. Sería estupendo que pudieras venir.

—¿Cuándo es?

—A mediados de septiembre.

—No creo que sea imposible —dije.

—¡Estupendo! Lo doy por hecho entonces. Podemos ver los detalles más adelante. Muchas gracias, Karl Ove.

Colgué y me eché café en la taza. La otra vez que Linda estuvo enferma duró más de un año.

No había pensado en eso.

¿Y si durara y durara?

Apagué el cigarrillo y entré. Comprobé que los niños estaban bien antes de ir al dormitorio. Linda no estaba dormida, yacía con los ojos abiertos mirando al techo.

—¿Qué tal vas? —le pregunté, sentándome en el borde de la cama.

Volvió la cabeza hacia mí. Su mirada era casi vacía.

—No hay problema con los niños —dije—. En la guardería se han portado como siempre. Y están muy contentos de que Ingrid esté aquí. John estaba un poco tímido al principio, pero enseguida se le pasó.

Me miró como si quisiera que dijera algo más.

—¿Tienes fuerzas para levantarte a cenar? —le pregunté.

Asintió casi imperceptiblemente con la cabeza.

—¿Y luego te sientas con ellos un rato a ver Bolipompa?

Volvió a asentir.

—Con eso basta —dije—. Si haces eso, estará muy bien.

Me levanté. Era como si no soportara estar dentro de su mirada.

—Vendré a buscarte cuando esté la cena —le dije—. ¿Vale?

Ella asintió, yo me fui al salón y me puse a hojear los dos periódicos de la mañana, que aún no había leído.

 

Al día siguiente, cuando volví a casa después de llevar a los niños a la guardería, Ingrid estaba sentada en el borde de la cama del dormitorio hablando con Linda. Había una bandeja entre ellas. Un plato de muesli, un huevo hervido, fruta, una rebanada de pan, un vaso de zumo y una taza de café. Linda miraba a Ingrid de la misma manera que me había mirado a mí las últimas veces, desde un lugar muy dentro de ella. Era como si todo lo que se decía desapareciera en esa mirada. Como si entrara en un espacio infinito, donde se volvía tan pequeño que no se apreciaba ninguna diferencia, a la vez que era todo lo que ella tenía y a lo que por ello se aferraba. Clavaba su mirada en mí, ahora la tenía clavada en Ingrid.

—Ya están en la guardería —dije, deteniéndome en el vano de la puerta.

Ingrid se levantó.

—¿Has acabado? —le preguntó a Linda—. Así me lo llevaré.

Yo sabía que ella no quería imponerse, y que nuestro dormitorio era una frontera que no le gustaba franquear, pero esta vez yo no estaba allí y ella había entrado, porque Linda era su hija.

—¿Quieres que demos un paseo? —le pregunté cuando salió Ingrid.

Linda asintió, levantándose lentamente.

—¿Quieres que te saque algo de ropa?

Volvió a asentir.

Saqué un pantalón y un jersey, luego salí de la habitación y la esperé en la entrada. Allí cogí sus zapatos y una chaqueta, la agarré del brazo cuando se los puso y fuimos hasta el ascensor. Ella miraba al suelo mientras bajábamos, seguramente para evitar el espejo.

Hacía sol. Los árboles que había entre la plaza y la calle estaban verdes y tupidos. La gente caminaba por la plaza adoquinada, los coches pasaban a gran velocidad. Andábamos lentamente en dirección al parque.

—Te quiero, Linda —le dije.

Se sobresaltó y me miró.

—Ahora es horrible, pero te pondrás bien. Te lo prometo. Tienes que aguantar.

Volvió a dejar vagar la mirada.

—Sé que ahora resulta insoportable. Pero tienes que aguantar. Te pondrás bien.

Cruzamos el paso de cebra, caminamos por la acera, pasamos por delante del restaurante mexicano, la peluquería, la tienda de vaqueros. El cielo estaba azul, la hierba en el parque al otro lado de la calle verde. En los bancos había gente sentada, algunos con su bicicleta delante.

—Eres una madre fantástica, Linda —le dije—. Sé que piensas que estás fallando a los niños. No es verdad. No tienes culpa de nada. Es simplemente algo que te está ocurriendo. Pero pasará. Todo pasará. Te lo prometo.

Ella me contempló con la misma mirada medio ausente, medio suplicante. No dijo nada. Cruzamos la calle y entramos en el parque.

—¿Nos sentamos allí un rato? —le pregunté, señalando con la cabeza el muro de piedra bajo los árboles, en medio del parque—. Todo irá bien —dije.

Por delante de nosotros pasó una mujer mayor con un perro, detrás de ella iba una joven en bicicleta con una mochila a la espalda, que nos rodeó y giró. En la zona de juegos sonaban voces infantiles. Vi a tres o cuatro padres jugando con sus hijos.

Nos sentamos en el muro.

Linda se echó a llorar. Sollozaba ruidosamente, sus hombros temblaban. La rodeé con un brazo e incliné la cabeza hacia su nuca.

—Todo irá bien. Te quiero. Ahora es horrible, pero pasará.

Los que estaban sentados en el césped a nuestro lado nos miraron de reojo. También nos miró una pareja que venía andando. Una ráfaga de viento hizo crujir las hojas de los árboles sobre nuestras cabezas. Linda estaba sentada inclinada hacia delante, sollozando ruidosamente, era como si una avalancha se hubiese desencadenado dentro de ella.

Le acaricié la espalda.

En qué oscuridad estás ahora, Linda.

En qué oscuridad estás.

—Te quiero. Eres una persona excepcional. Eres una madre fantástica. Todo irá bien. Tienes que aguantar.

El llanto se fue apagando poco a poco. Le ofrecí mi brazo, ella lo cogió, nos levantamos y bajamos despacio por el sendero de grava, como un viejo matrimonio. El desasosiego me atormentaba.

Ingrid salió a la entrada cuando nos estábamos quitando la ropa de abrigo.

—Qué bien, Linda —dijo—. Qué bien que hayas conseguido dar un paseo.

—¿Quieres descansar un poco? —le pregunté.

Asintió con la cabeza. La acompañé hasta el dormitorio.

—¿Quieres una radio? ¿Para escuchar algo mientras estás aquí acostada?

Negó con la cabeza.

—Sólo quiero dormir —dijo.

Se tumbó y se tapó a medias la cabeza con el edredón, cerró los ojos.

—Vale —dije—. Vendré en media hora a ver cómo sigues.

Me fui a fumarme un cigarrillo. Bajé la cabeza al pasar por delante de la cocina, donde Ingrid estaba sentada con el periódico abierto sobre la mesa delante de ella, no quería dar pie a una conversación. Sabía que me apreciaba, pero que lo que yo había escrito seguramente lo eclipsaba, y relacionaba todo lo que le estaba pasando a Linda con el libro. No sabía si era eso lo que ella pensaba, pero tenía mis sospechas.

Hablábamos de lo que íbamos a comer. Hablábamos de Linda, que procuraríamos ayudarla todo lo posible. Hablábamos de los niños, y de quién haría qué en relación con ellos. Pero no hablábamos de ella, no hablábamos de mí, y no hablábamos de lo que yo había escrito sobre ella.

 

Bajé la vista, pasé de puntillas, me dije a mí mismo que en ese momento Linda era lo único que nos importaba a los dos.

Sentado en la terraza oí sonar el teléfono a lo lejos, entré y lo cogí. Era la agente inmobiliaria. Había enseñado la casa a un grupo de siete personas, pero, por desgracia, nadie había hecho ninguna oferta. La enseñaría de nuevo el siguiente fin de semana. Dijo que no dudaba que conseguiríamos venderla. Yo dije que me alegraba. Ella dijo que al parecer algo le ocurría a la ducha, una de las personas que había ido a ver la casa la había mirado y había dicho que no se podía cerrar, y también que salía agua de la tubería. Le dije que sí, que algo les pasaba a la ducha y a las tuberías, y que buscaría a alguien que les echara un vistazo. Muy bien, dijo ella, y colgamos.

Fui a ver a Linda. Estaba dormida, salí de la habitación y fui al despacho, donde podría estar tranquilo. Encendí el ordenador. Abrí el libro de cuadros de Claudio de Lorena que había comprado en Nueva York cuando estuve allí unas semanas atrás. Tenía la sensación de que habían pasado años desde entonces. En Manhattan me desmayé después de intervenir en un evento. Estaba muy nervioso y no había comido nada en todo el día, luego me tomé una cerveza con mi editora americana, y cuando salimos del local y me presentó a un autor egipcio de cierta edad, un hombre que acaparaba toda la atención allí donde se encontrara, de repente no me tenía en pie y tuve que sentarme en la escalera. Apoyé la cabeza en las manos y noté que la oscuridad me subía por dentro, una oleada de cansancio y mareo irresistibles. El viejo egipcio, que era un gran poeta y que acaparaba merecidamente la atención, se me acercó, de repente muy amable, me rodeó el hombro con un brazo y me preguntó si me encontraba bien. Le dije que sí, y él volvió con su grupo. De pronto ni siquiera era capaz de estar sentado, me levanté y, tambaleándome, me acerqué a la editora y le dije que tenía que irme al hotel. Ella dijo que buscaría un taxi. No pude esperar, me tumbé en la acera, cerré los ojos y desaparecí. Volví en mí cuando ella me puso una mano en el hombro, y comprendí que no había estado inconsciente más que un minuto, tal vez dos. Pero la gente me miraba. Conseguí levantarme, ella abrió la puerta del taxi, dijo la dirección al taxista y emprendimos la marcha a través de esa poderosa ciudad.

Había visto allí un cuadro de Claudio de Lorena, y sobre él estaba escribiendo ahora. Curiosamente escribía con facilidad y concentración, todo lo demás desaparecía, hasta que de repente, tras levantar la cabeza y mirar hacia las persianas que tapaban la ventana justo delante de mí, como resplandecientes de luz primaveral, me acordé de Linda. Apagué el ordenador, me levanté y fui al dormitorio.

Estaba sentada en la cama. Manoseaba el edredón mientras me miraba. Tenía la parte de arriba del cuerpo inclinada hacia delante, y con los dedos restregaba la colcha. Luego fue como si barriera algo con la mano. Todo eso me asustó, sus movimientos me eran desconocidos.

—Me siento angustiada, Karl Ove —dijo—. Tengo mucho miedo.

—¿Por qué no tomas una de esas pastillas que te dieron?

—Ya. Pero el efecto dura muy poco. Y luego me siento peor.

—Puedo ir a por una. ¿Cómo se llaman? Se me ha olvidado.

Me dijo el nombre. Fui a la cocina, había un estante lleno de sus cajas de medicinas, encontré la que tenía que tomar, llené un vaso de agua y volví al dormitorio.

Se la tomó y se tumbó de nuevo boca arriba.

Yo me tumbé a su lado.

No dijimos nada. Le tenía cogida la mano. Pensé en lo que había escrito, y los sentimientos del cuadro de Lorena me llenaron de una especie de paz que al instante rechacé, ¿qué clase de monstruo era yo, capaz de pensar en eso cuando ella estaba tumbada a mi lado deseando morir?

—¿Quieres comer algo? ¿Fruta o alguna otra cosa?

Ella no contestó. La miré.

—¿Uvas?

Asintió con la cabeza. Me levanté y fui a la cocina, en la que por suerte no había nadie, puse un racimo en un plato y se lo llevé.

—¿Sigues sin querer escuchar la radio? —le pregunté, dejando el plato a su lado.

—No tengo ganas de escuchar nada.

—¿Ni siquiera música?

—No.

Se tapó con el edredón y se volvió hacia la pared.

 

Cuando volvíamos de la guardería, Vanja me preguntó si mamá seguía durmiendo.

—Sí, sigue durmiendo. Está un poco malita, ¿sabes? Pero se le pasará pronto.

—Nunca se le pasará —dijo Vanja—. Siempre está enferma.

—No es verdad —dije—. Pero ahora sí lo está. Por eso necesita descansar.

—Yo también —dijo Vanja—. Quiero descansar con ella.

—Claro que sí —dije—. Si no haces nada de ruido, vale.

—Yo también —intervino Heidi.

—Claro —dije—. Pero una cada vez. ¿De acuerdo?

La iniciativa no salió muy bien. Vanja se puso pesada con Linda para que se levantara y Heidi no se portó mucho mejor.

Vanja se negaba a salir de la habitación, al final tuve que sacarla en brazos. Intenté convertirlo en algo divertido, una broma, pero la niña estaba enfadada de verdad.

La dejé en su habitación. Intentó escaparse y volver a la de su madre.

—Vanja —dije—. Es verdad que mamá está un poco malita. Necesita tranquilidad. Enseguida se pondrá bien. Te lo prometo.

—No es verdad —dijo la niña, mirando al suelo.

—Ven. Vamos a ver una película.

—No quiero.

—¿Qué quieres entonces?

—Quiero estar con mamá.

—Ya lo sé. Y podrás estar con ella. Sólo que no en este momento.

Se sentó y se puso a jugar con sus figuritas de juguete como si yo no existiera. Me quedé unos instantes observándola, luego salí de la habitación.

 

Al día siguiente volvimos a ver a la médica. Hizo más o menos las mismas preguntas que la vez anterior. Linda estuvo igual de parca en palabras.

—Lo que tenemos que procurar es darle la vuelta a la depresión —dijo al cabo de un rato—. Una manera es con electrochoque, sé que suena muy mal, pero la verdad es que funciona. De algún modo frena el proceso y proporciona un nuevo arranque al cerebro. ¿Te gustaría probarlo? No entraña ningún riesgo, ¿sabes? Y lo detendrá en este punto.

Linda se volvió hacia mí mientras la médica hablaba, su mirada era igual que la vez anterior, cuando nos sugirió el ingreso.

Abría y cerraba la boca, como si le costara respirar, y tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No —dijo—. No.

—Creo que no —intervine yo—. Creo que simplemente debemos dejar que se le pase.

—Comprendo —dijo la médica, y miró a Linda—. Lo más importante es que te levantes un poco todos los días. Has dado algún que otro paseo, eso está muy bien. Si tuvieras fuerzas, sería muy bueno que hicieras algo de lo que sueles hacer normalmente.

—No hago nada —susurró Linda.

—¿Qué has dicho?

—No hago nada.

—No es fácil verlo cuando se está deprimido —dijo—. Es como si uno no hiciera nada ni valiera para nada.

Linda sacudió la cabeza.

—¿No tienes ninguna afición? ¿Nada que te haga ilusión?

Linda volvió a sacudir la cabeza.

—Te gusta ver películas —intervine—. Y leer.

—No puedo —dijo Linda.

—No —dijo la médica—. No me refiero a grandes cosas. Bastaría con que tuvieras fuerzas para meter los cacharros en el friegaplatos, aunque sólo sean unos vasos.

Linda asintió.

—¿Qué tal con los niños? ¿Pasas algún tiempo con ellos?

Linda negó con la cabeza.

—Sí, un poco —señalé—. Has estado viendo la televisión con ellos.

—Eso está bien, Linda. Quizá también podrías intentar leerles algo. ¿Crees que podrías?

—Sí.

 

Esa tarde les leyó uno por uno, ya que no tenía fuerzas para manejar a los tres a la vez y además se habrían peleado por la atención de su madre. Primero le leyó a John, mientras Heidi esperaba su turno en el pasillo, luego a Heidi y al final a Vanja. Después durmió un rato. Poco a poco fue estableciendo un nuevo sistema para sus días: desayunaba en la cama mientras yo llevaba a los niños a la guardería, se levantaba, se vestía y luego daba un paseo con Ingrid o conmigo, dormía un rato, se levantaba a almorzar, colocaba las cosas en el friegaplatos, dormía otro rato, leía a los niños cuando volvían a casa, dormía, cenaba, veía la televisión con los niños, se acostaba. Yo escribía un poco entremedias, aunque no mucho, sólo unas líneas al día. Elisabeth me llamó, había concertado una cita con Aftenposten, mandarían un periodista la semana siguiente.

—La periodista se llama Siri Økland —dijo Elisabeth.

—Pero Siri trabaja en Bergens Tidende. ¿No has dicho que era para Aftenposten?

—Sí, pero los grandes periódicos regionales colaboran entre ellos. Publican a menudo los mismos temas.

—Ah, vale —dije.

En realidad había decidido no volver a conceder entrevistas a Bergens Tidende, tanto por la manera en que se comportaron conmigo cuando salió el primer libro, como por cómo me habían tratado después a mí y a mis libros. Habían escrito todo desde un punto de vista negativo, a veces irónico, rozando la difamación, a veces con indignación moral. Yo no lo había leído personalmente, pero tanto mi madre como Yngve vivían en la región que cubría Bergens Tidende, así que me había hecho una idea del tono empleado. Cuando estuve en Odda, a través de los organizadores me llegó una petición de Bergens Tidende para entrevistarme, y el periodista aseguró que sería una buena entrevista, sin el enfoque que se le había dado hasta ahora. Era tan descarado que me quedé boquiabierto al leerla. Primero me meaban encima y luego me pedían una entrevista prometiéndome que en ella no me mearían encima.

Pero no quería crear problemas a nadie. Me fiaba de Siri Økland, y además ya estaba acordado. No podría hacer ningún mal que publicaran una entrevista hecha por ella.

 

Linda no mejoraba. Cada vez que estaba a solas con ella le decía lo mismo. Que la quería, que sabía que lo estaba pasando fatal, pero que se pondría bien. Era como si todo lo que le decía desapareciera dentro de ella, como si se disolviera sin más en la oscuridad y se desvaneciera. No me contestaba nunca cuando le hablaba así, tampoco me miraba. Íbamos al pequeño parque, nos sentábamos un rato, luego volvíamos a casa. Comprendí que la situación seguramente se alargaría mucho, y la siguiente vez que visitamos a la médica le pedí una baja por enfermedad para que pudiéramos anular el viaje a Córcega y nos devolvieran el dinero. Ella les leía a los niños todas las tardes, acababa completamente agotada, pero me alegraba de que lo hiciera, porque era como una tabla de salvación, un mínimo indispensable para que a los niños no les afectara lo que le estaba pasando a su madre. Es decir, eso ocurría con Heidi y John, ellos aceptaban todo como era, pero Vanja, en cambio, se iba llenando de un montón de sentimientos contradictorios que no sabía manejar; una noche tuve un acceso de ira. Linda estaba sentada en el salón, y Vanja se puso a golpearla, gritando:

—¡Eres fea! ¡Eres fea! ¡Eres fea!

La cogí en brazos y la aparté, ella pataleaba, intentando pegarme. Tuve que sentarme con ella y estrecharla contra mí durante varios minutos hasta que se tranquilizó. Luego, cuando todos dormían, me senté en mi despacho y lloré. No sé por qué lloraba. En la guardería decían que todo iba bien, que no notaban nada raro en los niños. Vanja era la mayor de todos y ocupaba su lugar. Tenía además una nueva mejor amiga, irían juntas a la misma clase del colegio en otoño, habíamos elegido ese centro justo por eso, hablaban mucho rato por teléfono por las tardes. También estaba muy unida a su abuela materna.

Los niños hacen lo que es necesario para ellos, toman lo que necesitan, compensan y equilibran, todo sin saber que es eso lo que hacen.

 

Una mañana, Linda entró en la cocina temblando y descompuesta. Llevaba una tarjeta de crédito en la mano.

—La he encontrado en el suelo —dijo llorando—. Estaba tirada en el suelo. No tenéis ningún cuidado. Esto es un caos.

—Es mi tarjeta de crédito —dijo Ingrid—. Se me habrá caído del bolsillo.

—Estaba en el suelo —dijo Linda con voz temblorosa—. Tú tampoco tienes ningún cuidado.

Se dio la vuelta y salió lentamente de la cocina. La seguí.

—No pasa nada —dije—. Entiendo que pienses que la casa es un caos. Pero no es así. Todo está en orden. Tenemos todo bajo control. No pienses más en eso.

Ella temblaba. Me pregunté si serían los efectos secundarios de toda la medicación que estaba tomando.

—Ve a dormir un poco —le dije—. Lo de la tarjeta de crédito no significa nada. No es lo que piensas. Todo está en orden.

—No es verdad —dijo, y se tumbó.

—Sí que lo es —la contradije—. En realidad, todo está bien. Tenemos tres hijos fantásticos. Se están haciendo mayores. Les va bien. A ti te han aceptado un libro. Eres escritora. Tenemos dinero. Podemos comprarnos una casa si queremos. Como ves, todo está bien. En el fondo todo está bien.

Me miraba con los ojos abiertos de par en par. Era como si no tuviera ni idea de lo que le estaba contando, como si todo fuera una novedad para ella.

Cerró los ojos y yo me levanté, le dije que volvería en un rato. Fui a la cocina, eché café en el filtro de la cafetera eléctrica y la encendí.

 

Esa noche Ingrid me preguntó si tenía la segunda novela en formato audiolibro. Le dije que sí. Me preguntó si se lo podía dejar. Era lo que menos quería en ese momento. ¿Para qué tenía que hurgar en aquello? Pero no me quedó más remedio que ir a por un ejemplar y dárselo.

Ella siempre se acostaba pronto, más a menos a la misma hora que los niños, cerraba la puerta corredera, se quedaba sola hasta la mañana siguiente y cuando se levantaba, les hacía crepes o pan. Yo solía quedarme viendo la televisión una hora después de que los niños se acostaran o me sentaba en el despacho a hojear algún libro de arte. Esa noche vi que ella no se dormía, como tenía por costumbre. Cuando me acosté, seguía despierta. A la mañana siguiente dijo que no había pegado ojo en toda la noche. Había estado escuchando la novela que yo había escrito. Dijo que la había enviado justo antes de que tuviera que ir a la imprenta y que no había tenido tiempo de leerla, además, no entendía el noruego. Por eso dijo que lo que había escrito sobre ella estaba bien. Se había fiado de mí.

Mientras me hablaba, estaba en la cocina haciendo crepes, y yo tenía una taza en la mano y estaba a punto de salir a fumarme un cigarrillo. Le tenía miedo. Pero no podía irme, tampoco podía defenderme, no me quedaba más remedio que escucharla y darle la razón. La tenía. Tenía derecho a hablar. Estaba furiosa conmigo. Pero en el dormitorio estaba Linda, amaba a su hija y tenía miedo de que muriera, y en el salón estaban sus nietos, a los que amaba y por los que haría cualquier cosa, incluso sacrificar su propia vida, de eso estaba seguro. Linda era mi esposa, sus nietos mis hijos, y esa situación era tan desgarradora para ella como lo era para mí. No podía disculparme, no podía defenderme, ella tenía razón en todo. Mi único argumento era que ella tuvo ocasión de leer la novela con antelación y había dado su consentimiento, pero ese argumento no valía, porque lo que decía era verdad, tuvo muy pocos días porque el manuscrito se había enviado a una dirección equivocada.

No dijo más que eso, pero yo la conocía, estaba furiosa, afligida, asustada.

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