Fin

Fin


NOVENA PARTE

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Debajo de todo subyacía el reproche no pronunciado de que, debido a lo que yo había escrito, Linda estaba deprimida en la cama. Yo lo sentía así constantemente, tanto por mí como por ella. Linda estaba allí dentro y yo mantenía a todos alejados de ella. A los niños y a Ingrid. Era una sensación horrible, oscura, porque yo tenía la culpa de que ella hubiera acabado allí, tumbada en la cama en la habitación. No me había ocupado de ella. Si lo hubiera hecho, no habría ocurrido. Había hecho lo contrario, había conseguido que la presión sobre ella se volviera insoportable. Ella estaba luchando por su propia identidad, por saber quién era. En otra ocasión en que la presión en su vida fue grande, todo se le trastocó, y ella se escondió en una especie de mundo imaginario y acabó sumida en la oscuridad. No había ninguna conexión entre la que era y la que quería ser o la que creía que era. La diferencia entre Linda la primera vez que la vi y la Linda con la que me volví a encontrar dos años después era enorme. Se había recuperado a sí misma, pensé entonces. Estaba completa, o más completa. Pudo encontrar un descanso en lo de tener hijos, porque lo que tenía que hacer como madre y quién tenía que ser se daba por sí mismo, no había elección, así era y así era ella. Entonces voy yo y escribo que esa vida es una ilusión, imaginaciones, algo no auténtico. Y no sólo eso, sino que voy y muestro esa vida a todo el mundo. Su vida, nuestros hijos, nuestros problemas. Y no sólo eso, sino que justo ese libro se convierte en un bombazo público del que todo el mundo habla. Le alcanzó a ella en su punto más débil; la cuestión de su propia identidad, de quién era. Yo puse espejos en los que ella no sólo se veía a sí misma, sino en los que también la veían los demás.

Después de que las novelas se publicaran, su terapeuta de Estocolmo la llamó una vez, cogí yo el teléfono, su voz sonó helada cuando preguntó por Linda. Conocía muy bien a Linda por dentro, sabía exactamente contra lo que estaba luchando y entendió lo peligroso que era mi experimento.

Cada vez que recorría el pasillo camino del dormitorio me asaltaba la misma sensación, que la había destrozado y ahora la ocultaba. Llevábamos casi diez años de convivencia y mis premisas habían sido que fuéramos como todos los demás, que nuestros conflictos fueran como los de todos los demás, y que Linda consiguiera hacer lo que hacían todos los demás. Yo había visto sus crisis, había visto sus intentos de controlarse, pero no había visto el miedo a perderlo todo, la sensación de encontrarse al borde del abismo. Yo había visto cubos y trapos de fregar, lavadoras y bolsas de pañales. Había visto carritos y ropa de niño, bañeras y cunas. Había visto la estrecha relación de Linda con los niños, que les daba todo lo que necesitaban, pero no había visto lo que le costaba. Ahora lo estaba viendo, porque ella había perdido el control de sí misma, y se estaba hundiendo. Se estaba hundiendo cada vez más, alejándose cada vez más. La vida cotidiana se encontraba ya fuera de su alcance. Ella la veía desde su abismo y podía, esforzándose al máximo, alargar una mano y tocarla, quedarse unos minutos, sentar a un niño sobre sus rodillas, pero no más, nada de lo que consta una vida, y que es tan fácil, tan increíblemente fácil, darles un poco de fruta, contar un chiste, preguntarles por algo que les interesa, ponerles ropa de abrigo, llevarlos al parque. Todo eso es fácil, razón por la que no lo apreciamos mientras está ocurriendo, luego, cuando los niños son mayores, nos vuelve como un hachazo lo que hicimos cuando ellos tenían dos o cuatro años, porque tanto ellos como nosotros somos ya otras personas, y lo que entonces éramos se ha perdido para siempre.

 

Así es. La vida es fácil, la vida es un juego, hasta que su fundamento desaparece y uno cae, tumbado en la cama cae dentro de la oscuridad, entonces de repente es imposible, entonces de repente es inalcanzable. Descubrir que Linda lo vio, pero que fue incapaz de hacer algo para detenerlo, y que todos sus pensamientos, incluso cuando los niños saltaban alrededor de su cama, trataban de que no merecía vivir, que estaríamos mejor sin ella, que ella lo destrozaba todo, y que fantaseaba todo el rato con morir, es decir, estaba radicalmente apartada de nosotros, que queríamos vivir, no podía soportarlo.

 

Ingrid daba paseos con Linda por el parque, yo las observaba, la hija con la cabeza gacha, movimientos lentos, mirada vacía, la madre cogiendo del brazo a su hija, animada, charlando, positiva. Yo daba paseos con Linda por el parque, le decía que la quería, que ahora estaba sufriendo mucho, pero que se pondría bien, y todo lo que le decía desaparecía dentro de ella, sin que ofreciera resistencia alguna, su interior era como un pozo sin fondo, una oscuridad tan profunda y densa que nada podía iluminarlo. Ni siquiera los que ella amaba más que a nada en el mundo, Vanja, Heidi y John, podían iluminarlo.

 

Llegó mi madre, habíamos acordado hacía tiempo que las dos abuelas vendrían a casa a ayudarnos mientras yo terminaba la novela en la cabaña del huerto. Los planes habían cambiado, pero las seguíamos necesitando, porque estábamos en un gran apuro.

Mi madre e Ingrid siempre se habían llevado bien a pesar de lo distintas que eran, y seguían llevándose bien, a la vez que la tensión en casa aumentaba, porque casi todo lo que había entre nosotros estaba sin hablar y sin trabajar, en el límite de lo inconsciente, consignado en los cuerpos y las voces, imposible de determinar con exactitud, y sin embargo presente de un modo abrumador.

Por las noches, cuando todos los demás dormían, yo me quedaba levantado hablando con mi madre. Lo vivía como una traición, aunque no tenía ningún sentido percibirlo así, ya que estaba a punto de romperme en pedazos por algo de lo que yo tenía la culpa, y no era yo el perjudicado, sino Linda, de modo que ese alivio que me producía hablar con alguien que estaba decididamente a mi lado era algo del todo inmerecido.

Mi madre dijo que encontraba mucho peor a Linda de lo que se imaginaba. Ella estaba sentada en el sofá haciendo punto, yo en el sillón con los pies en la mesa y una taza de café en la mano. No dijo que esto era lo que se temía cuando Linda y yo empezamos a salir, pero yo sabía que era así, y pensé que era curioso que a mí no me preocupara. Estaba seguro de que todo iría bien. Mi filosofía había sido seguir lo que me dictaba el corazón. No los pensamientos, ni la razón, ni el dinero, sino el corazón. Lo primero que pensé cuando empezamos a salir fue que quería tener hijos con ella. No uno ni dos, sino tres. Los tuvimos. Cuando escribí sobre nosotros también seguí a mi corazón. Para entonces ya se había enfriado.

 

Llamé a la agencia de viajes y cancelé el viaje a Córcega. El plan inicial era estar una semana nosotros solos, Linda, Vanja, Heidi, John y yo. Luego irían Yngve y sus hijos y Asbjørn y su familia a pasar la siguiente semana. Saldríamos el día siguiente a la fecha de entrega de la novela, el viaje sería un premio por todo. Ya podía olvidarme de la fecha de entrega, la novela se había dejado de lado y no significaba nada. La agente inmobiliaria llamaba de vez en cuando, enseñaba la cabaña los fines de semana y los días laborables, ponía anuncios en los periódicos y en internet, la gente iba a verla, nadie la quería. Yo daba paseos con Linda por el parque, ella metía los platos en el friegaplatos, dormía, veía la televisión con los niños, les leía. A veces la angustia en su interior era tan intensa que se quedaba pálida y era incapaz de moverse, en esos casos se tomaba otra pastilla y entraba en un soportable letargo durante el que se dormía. Ay, Linda, Linda. Con dos abuelas en la casa había actividad suficiente en torno a los niños, por regla general estaban contentos y alegres, ya se habían acostumbrado a que su madre estuviera enferma. Yo no sabía qué hacer. A veces me enfadaba, la rabia me subía por dentro, ¿por qué no podía esforzarse, levantarse y tomar las riendas de su vida? Te amo, es horrible ahora, pero todo irá bien. Paseábamos, ella metía cosas en el friegaplatos, comía con nosotros, veía la televisión con los niños, les leía. Yo sabía que todos sus pensamientos eran negros. Yo sabía que ella quería morirse, pero que era incapaz.

 

Comida en la cocina, Ingrid, Sissel, Vanja, Heidi, John y yo. Linda en el dormitorio. Ingrid dijo sin mirarme:

—¿Has pensado en las consecuencias de escribir sobre tus hijos?

—Sí —contesté.

—¿Qué pasará cuando se hagan mayores y todo el mundo sepa quiénes son? ¿Has pensado en ello? ¿Que estarán desprotegidos?

Es su hija, pensé. Deja que se enfade contigo.

—No creo que sea algo malo —contesté—. No creo que nada de lo que he escrito sea malo.

Sonó hueco, ella me miró, seguimos comiendo, los niños se deslizaron de las sillas al suelo, no habían notado nada en especial, todo se había dicho en un tono de voz normal.

 

Al día siguiente era sábado, brillaba el sol e íbamos a ir todos al parque, había preparado una cesta de pícnic y nos llevamos una manta grande, era la primera vez que Linda salía con sus hijos desde que volví de Islandia. Yo ignoraba que Ingrid, Sissel y los niños nos estaban esperando en la calle, así que cogí del brazo a Linda y la llevé por el sótano para salir por la parte de atrás de nuestro edificio, que estaba más cerca del parque al que íbamos a ir. Yo pensaba que ellos ya estaban allí. Cuando llevaban un cuarto de hora esperando, a la madre de Linda le dio un ataque de ira y me puso verde, según me contó mi madre luego por la noche cuando todos dormían. Mi madre también estaba enfadada, era su hijo al que Ingrid había puesto verde, pero le dije que no importaba, que yo entendía a Ingrid. Tenía toda la razón para estar furiosa conmigo. Pero también me quería, eso quizá fuera lo más difícil de entender.

 

A Linda le ocultábamos todas estas cosas. Cuando ella aparecía, la tensión entre nosotros cesaba, entonces era ella a la que nos dirigíamos. Obviamente tampoco mencionaba nada de eso cuando estábamos solos, aunque era de esos temas de los que solíamos hablar, de otras personas, de las relaciones entre ellas. Linda se fijaba en las personas, era un don que tenía. Ya no quedaba en ella nada de eso. Apenas hablaba, empleaba las pocas fuerzas que tenía en sus hijos. Tampoco le conté que pronto saldría el volumen cinco de la novela. Me esperaba un huracán, porque había escrito sobre una acusación de violación que se me había hecho en el pasado, y teniendo en cuenta que todas esas otras pequeñas cosas sobre las que había escrito habían salido en las portadas de los periódicos, resultaba impensable que con ésta no ocurriera lo mismo. También había recibido furibundos correos de personas sobre las que había escrito, y a las que por ello había anonimizado. Pero la mujer que declaró que yo la había violado sí existía, vivía en Bergen, y no me extrañaría que alguien la encontrara y la entrevistara, aunque en el libro no se mencionara su nombre ni nada que pudiera identificarla.

Así pues, el día que Siri Økland iba a entrevistarme sólo le dije a Linda, que se había acostado tras dar un paseo con su madre, esta vez hasta el Pildammsparken, que iban a hacerme una entrevista y que tardaría una hora, como mucho dos. Ella dijo vale, y yo me levanté y me fui a la sala de exposiciones Konsthallen, donde había hecho casi todas las entrevistas sobre las cuatro primeras novelas. Siri Økland me estaba esperando con un fotógrafo. La entrevista salió bien, aunque yo estaba todo el tiempo a la defensiva, dando a entender que había hecho algo malo. Luego me hicieron unas fotos en la calle y me fui a casa. Ingrid había ido a buscar a los niños, Linda dormía, mi madre estaba sentada en el salón leyendo. Levantó la cabeza al verme entrar.

—¿Qué tal por aquí? —le pregunté.

—Muy bien —contestó—. Linda se levantó mientras estabas fuera. Se vino a la cocina y estuvo con nosotras charlando durante media hora.

—¿Cómo?

—Sí. Lloraba y hablaba de cómo se sentía.

—¿Y qué dijo?

—Dijo que no sabía hacer nada y que no hacía nada. Dijo que no valía para nada. Que no sabía cuidar de sus hijos sola, que no tenía trabajo, y que nunca lo tendría. Estaba todo lo desesperado que puede estar un ser humano.

—¿Pero entonces habló? —le pregunté.

—Sí, habló.

 

Una mañana había hecho la cama, cuando entré estaba sentada encima del edredón con la espalda apoyada en la pared, y aunque su mirada seguía sin mostrar esperanza, irradiaba algo distinto a lo que irradiaba el día anterior. No sabría decir el qué. Quizá fuera que no todo simplemente desaparecía dentro de ella, que no sólo fluía hacia dentro, sino que también algo fluía hacia fuera. Había hecho la cama, estaba sentada sobre el edredón, me miraba a la cara.

—He intentado leer un poco —dijo.

—¿Sí? —dije.

—No lo consigo.

—No importa —le dije—. Es estupendo verte levantada. ¿Quieres que demos un paseo?

Asintió. Dimos un paseo por el pequeño parque, cruzamos la calle, seguimos la valla de madera que rodeaba el viejo estadio, entramos en el Pildammsparken, dimos la vuelta y volvimos a casa.

En lugar de acostarse en cuanto llegamos a casa, me pidió que le llevara la radio a la habitación. Lo hice, sintonicé un canal que emitía música clásica, cerré la puerta detrás de mí y me metí en el despacho. Poco después sonó el teléfono. Era Yngve. Dijo que Bergens Tidendehabía sacado un amplio reportaje sobre el volumen cinco. Entre otros temas, habían escrito sobre la acusación de violación.

—Terminan el artículo diciendo que Bergens Tidende tiene el nombre de la mujer —dijo Yngve.

—¿Qué coño quieren decir con eso? ¿Es una amenaza?

—No lo sé —contestó él.

—Además, el libro no ha salido todavía —dije—. No pueden hablar de él hasta la fecha de lanzamiento.

—No parece que lo hayan tenido en cuenta —dijo Yngve—. Y todo está escrito desde un punto de vista negativo, claro.

—Tengo que llamar a la editorial. Ya hablaremos.

Llamé a Elisabeth. Dijo que lo que había sucedido era que le habían dado una copia del manuscrito a Siri Økland para que preparara la entrevista, a condición de que se empleara sólo a tal fin. Prometieron que así sería y habían roto la promesa. Elisabeth había hablado con Siri, que se mostró muy apenada, y dijo que ella no tenía nada que ver con lo sucedido, que le habían ordenado que les entregara el manuscrito. Elisabeth estaba cabreada. Que un periódico no respetara la fecha de lanzamiento no era algo inusual, pasaba siempre con VG, por ejemplo, y por tanto nunca recibía por anticipado los libros que iban a ser reseñados.

Pero esta vez habían enviado el manuscrito a Bergens Tidende porque era el único medio que iba a hacerme una entrevista previa, habían llegado a un acuerdo y el periódico les había dado su palabra, algo que luego incumplieron. ¿Por qué? Opinarían que como a sus ojos había hecho algo completamente inmoral, tenían derecho a tratarme como les diera la gana.

—Pero aún no han publicado la entrevista, ¿no? —pregunté.

—No, lo harán el día del lanzamiento.

—Entonces les retiraré el permiso para publicarla. ¿Qué te parece a ti?

—Me parece que debemos hacerlo. Ahora mismo los llamo.

Colgué, salí a la terraza y me fumé un cigarrillo, luego fui al dormitorio, Linda tenía los ojos cerrados. Los abrió al oírme.

—¿Qué tal con la radio?

—No soy capaz de escuchar nada. Ni siquiera música.

Se echó a llorar.

Me tumbé junto a ella.

—Estás mejor, Linda. Mejor que hace unos días. Estás a punto de librarte de sus garras, estoy seguro.

—Tengo mucho miedo —dijo.

—Lo sé —dije—. Pero todo está bien. Todo está bien.

Se volvió a tumbar y apretó la cabeza contra el colchón.

Sus movimientos eran más rápidos; había algo distinto en ella.

Fui a buscar a los niños a la guardería, atravesamos el centro comercial de Triangeln y salimos por el otro lado, a una manzana del parque. Vanja y Heidi se pararon junto al aparcamiento para trepar por la barandilla, yo respiré profundamente y dije que vale. John iba sentado en el carrito con la cabeza inclinada hacia atrás mirando al cielo, donde las estelas de dos aviones formaban una cruz.

Sonó mi móvil. Era Elisabeth.

—He hablado con ellos varias veces hoy —dijo—. La última con el director jefe, que me ha llamado. Van a publicar la entrevista sí o sí.

—¡Pero yo quiero retirarles el permiso!

—No sirve de nada. Invocan la libertad de expresión.

—¿Cómo? ¿Están locos?

—¡Papá, papá! —gritó Heidi, inclinándose hacia atrás mientras se agarraba con una sola mano y hacía un gesto dramático con la otra. Sonreí y levantó el dedo gordo.

—¿La libertad de expresión? Han incumplido un acuerdo, no han respetado la fecha de lanzamiento, ¿y ahora pretenden publicar la entrevista invocando la libertad de expresión?

—Sí, así es. Han puesto el tema en manos de sus abogados. Van a publicarla a pesar de todo. No podemos hacer nada.

—Nunca más concederé una entrevista a ese periódico. No quiero tener nada que ver con ellos.

—Haces bien —dijo Elisabeth—. Y no creo que entrevisten a otros autores de nuestra editorial en algún tiempo.

—Gracias de todos modos —dije.

—Pronto llegarán las reseñas. Aunque tú nunca las lees, ¿no?

—Supongo que Geir me hará un resumen. Seguimos en contacto. Que te vaya bien.

—Lo mismo te digo.

Colgué y me metí el teléfono en el bolsillo.

—Venga, vamos —dije, y eché a andar. Me paré y me di la vuelta—. ¡He dicho que vengáis ya!

Ellos se acercaron remoloneando.

Qué mierda de gente esa del periódico. Qué doble moral. Ah, lo odiaba. ¡Esa justificada indignación! ¡Joder! ¡Y una mierda libertad de expresión!

Ojalá ardiesen en el infierno.

 

Al llegar al parque, Vanja y Heidi se fueron corriendo al árbol que ellas llamaban «el árbol de trepar». John quería columpiarse. Lo empujé, y cuando llegaba volando, de vez en cuando le cogía los pies, él se reía, y aún se reía más cuando le tiraba de ellos y lo lanzaba con fuerza por el aire. Ya estaba en la calle, pensé, ahora lo sabía todo el mundo. Al día siguiente los periódicos estarían sembrados. «Knausgård sospechoso de violación.» Lo que ocurrió en aquella ocasión sólo lo había comentado con mi círculo más cercano. El gran miedo que tenía entonces era que llegara a los periódicos. No ocurrió, pero ahora yo mismo había escrito sobre ello, así que se lo había servido en bandeja. Si no lo hubiese contado, algunos habrían dicho que me estaba protegiendo a mí mismo, ocultando uno de los sucesos de mi vida que más consecuencias tuvo, y como al escribir sobre mí mismo había dado derecho a todo el mundo a escribir lo que le diera la gana sobre mi vida, antes o después saldría a la luz.

Bajé a John del columpio y lo dejé en la arena. No quería jugar solo y vino conmigo hasta el banco, en el otro extremo del parque. Lo cogí en brazos y lo senté sobre mis rodillas, lo abracé e incliné la cabeza sobre su nuca.

—Mi niño —dije.

—No, no, papá —dijo él.

—Vale, vale —dije—. ¿Ves a las chicas?

John señaló. Estaban sentadas entre las hojas.

¿Qué estarían haciendo?

Tal vez estaban charlando. A lo lejos se oía la risa de Heidi y la voz socarrona de Vanja.

Un cuarto de hora después nos fuimos a casa. Linda estaba en la cama, pero cuando los niños se descalzaron en la entrada y fueron corriendo a verla, se estaba levantando.

—Mamá, ¿nos lees algo? —le pidió Vanja.

Linda asintió, cogió un libro del montón de encima del escritorio, se sentó y los tres niños formaron un montón de piernas y brazos a su alrededor.

 

A la mañana siguiente estaba convencido de que habría periodistas esperándome fuera. Bergens Tidende había escrito sobre la acusación de violación, ya estaba en la calle, y aunque ningún periodista se había puesto aún en contacto conmigo —lo que sí habían hecho era hacer una foto de mi casa y entrevistar a gente que se encontraba por allí cerca—, sí habían contactado con todos mis conocidos, y sólo sería cuestión de tiempo que se presentaran, pensé. Había surgido un asunto que les haría aparecer.

Vestí a los niños, metí a John en el carrito, entré a ver a Linda, que estaba adormilada, le dije que nos íbamos y me incliné hacia ella para besarla en la frente, volví rápidamente con los niños, abrí la puerta del ascensor, metí el carrito y pulsé el botón del sótano. Si había periodistas fuera no quería encontrármelos yendo con los niños, y pensé que no sabrían que había una salida por el otro lado del edificio, así que empujé el carrito por el pasillo del sótano, lo subí de espaldas por la escalera, abrí la puerta y salí a la calle. Subimos por Föreningsgatan y luego fuimos por las callejuelas hasta la guardería.

Al volver a casa me detuve antes de llegar a la plaza y observé la entrada de la parte de delante de nuestra casa. Nadie tenía pinta de periodista. Me sentí un poco tonto. Yo no era tan importante como para que vigilaran la entrada de mi casa.

Me había vuelto paranoico, pensé. Me acerqué al puesto de frutas y compré dos kilos de uvas y unas manzanas, subí en el ascensor, le partí a Linda una manzana, la puse en un plato con un racimo de uvas y fui al dormitorio a llevárselo. Se incorporó en la cama.

—¿Qué tal va todo? —me preguntó.

Ah, cuánto me alegró esa pregunta.

—Bien —contesté—. Come un poco de fruta y descansa, y luego nos damos un paseo. ¿Te parece?

—Sí.

—Sólo voy a hablar primero un poco con Geir.

—¿Angell o Gulliksen?

—Angell —contesté. Me llevé el teléfono a la terraza y lo llamé.

—¿Sabes lo que pone hoy en Dagbladet? —me preguntó.

—No —contesté—. Ni quiero saberlo, joder.

—Pone que te pueden caer diez años de cárcel.

—Ya.

—Pues sí, así es. Primero el crítico de Aftenposten te quiere meter en la cárcel, y ahora Dagbladet.

—En este momento no me importaría —dije—. Estar en la cárcel, quiero decir.

—Creí que era justo donde estabas ahora.

—Ja, ja.

—¿Qué tal va todo?

—Un poco mejor. Linda ha mejorado algo. No mucho, pero la pequeña mejoría indica que la situación está a punto de cambiar.

—Pobre Linda —dijo Geir.

—Pues sí —dije—. Ha estado en el infierno.

Colgué. Cuando fui a la habitación, Linda estaba en la ducha. Yo me tumbé en la cama. Ella entró, cogió ropa del armario y se vistió. Dimos un paseo por el parque, llovía, nos sentamos sin hablar en el muro de piedra bajo los árboles, que goteaban. Luego fuimos a casa a almorzar. Ella metió los cacharros en el friegaplatos, se tumbó en la cama y se puso a escuchar música, yo me puse a escribir unas líneas sobre el escritor Olav Duun. A la media hora me levanté y fui al dormitorio.

—¿Quieres agua o algo? —le pregunté.

Volvió la cabeza lentamente y me miró.

—No, gracias —contestó.

—¿Qué música es ésa?

—No lo sé.

Se oían ruidos procedentes de la cocina.

—Está bien que escuches música —dije—. Hace unos días eras incapaz. Estás mejorando. Un poco despacio, pero…

Sonreí. Ella me miró.

—Todo irá bien —dije.

Me miró otra vez.

—Te quiero —dije.

Me miró. Todo lo que yo decía y hacía desaparecía dentro de esa mirada.

Volvió la cabeza y miró al techo.

—Voy a escribir un rato más —dije—. Luego vengo otra vez.

 

Mi madre volvió a su casa. Ingrid volvió a su casa, y era verano. Linda se levantaba ya varias horas al día, leía libros, tenía más aguante con los niños, y se fue introduciendo poco a poco y casi sin darnos cuenta en una existencia que compartía con nosotros, y aunque seguía agobiada y oscura, la diferencia era grande, la familia ya no era algo ajeno a ella y a la que sólo conseguía acercarse unos instantes al final del día, sino algo de lo que ya formaba parte. Busqué en internet una casa de vacaciones en Österlen. Nos hacía falta salir del piso unos días, pero sin tener que hacer un largo viaje, así que Österlen era perfecto, se encontraba a sólo una hora en coche.

Encontré una casa que estaba libre y llamé a la dueña, le hice una transferencia, alquilé un coche por una semana, cargamos el equipaje y nos fuimos a la costa este. El pueblo se llamaba Hammar, la casa estaba justo debajo de una empinada cuesta, al otro lado de la cual, fuera de nuestra vista, estaba el mar. Aparcamos el coche delante de la puerta, saludamos a la dueña, que nos enseñó las tres pequeñas habitaciones en las que nos alojaríamos, yo entré el equipaje y luego subimos la cuesta para echar un vistazo al entorno. Brillaba el sol, el cielo estaba azul, el suelo verde, y el mar, que contemplamos desde lo alto de la cuesta, refulgente y brumoso. Bajamos por el despeñadero de arena de unos treinta metros. Al principio, Linda no quería, pero la cogí de la mano y bajamos juntos. En la playa, que se extendía varios kilómetros en ambas direcciones, y en la que no había ni un alma, nos sentamos uno al lado del otro mientras los niños vadeaban en el agua delante de nosotros.

Linda no decía nada, pero estaba allí, había andado hasta allí. Aquello era demasiado empinado para que ella y los niños pudieran volver por el mismo camino, de modo que fuimos por la playa hasta donde el despeñadero no era tan empinado, y subimos por un sendero de hierba, saltamos una tapia y volvimos arriba. Por debajo de nosotros, el paisaje era completamente llano, cubierto de campos labrados y granjas hasta donde abarcaba la vista. Me agradaba verlo y conducir por él. El último año habíamos ido allí bastantes fines de semana en un coche alquilado. Al principio, nos limitábamos a dar vueltas por la zona, luego empezamos a mirar más en serio casas en alquiler y venta, con intención de tener un lugar donde pasar los fines de semana y las vacaciones. A mí me encantaba ese paisaje, no sólo el de allí mismo, con sus campos ondulantes y casas alargadas y bajas, sino también el del interior, cubierto de bosques y pequeños lagos. No era mi paisaje, no se encontraba dentro de mí, y quizá en ello residía su atractivo.

Volvimos a la casa a cenar, los niños se acostaron y Linda y yo nos sentamos fuera, mientras el crepúsculo se iba espesando a nuestro alrededor, y a sólo un tiro de piedra un árbol se llenó de cornejas que acudían volando de todas partes, habría más de cien, el árbol estaba completamente negro y el aire lleno de sus sonidos roncos.

 

Al día siguiente estuvimos un par de horas en la playa y luego fuimos a comer a Simrishamn. Al lado del restaurante había una agencia inmobiliaria, entramos y nos dieron un folleto con todas las casas que tenían en venta por la zona. Camino de nuestro alojamiento nos paramos delante de una de ellas, tenía muy buen aspecto, pero se encontraba en medio de un llano y daba la impresión de frío y desolación. Ya en nuestra casa de alquiler hicimos una barbacoa, luego vimos un partido de los mundiales de fútbol y nos fuimos a acostar. Ésa fue la rutina que seguimos el resto de la semana. Playa, ciudad, visitas a casas en venta, barbacoa, mundiales de fútbol.

El tercer día, camino de Simrishamn, Linda se reía en el asiento de atrás.

Me volví rápidamente hacia ella y le dije:

—Hacía tiempo que no oía ese sonido.

El cuarto día, volviendo por la tarde de una excursión, nos acercamos a una casa que estaba en venta en un pueblo unos kilómetros hacia el interior. Cuando llegamos a la carretera junto a la que se suponía que se encontraba, pensé que ésa podíamos descartarla ya, porque se trataba obviamente de una urbanización y nosotros queríamos una casa de vacaciones, algo propio y libre, nada que pudiera recordarnos al infierno del huerto urbano.

Nos detuvimos delante de la casa, Linda dijo que no tenía ningún sentido entrar, yo dije que ya que estábamos allí, podíamos echarle un vistazo.

Nos bajamos del coche y doblamos la esquina.

Aquí, maldita sea, pensé.

Había dos casas que formaban un ángulo de noventa grados, como una pequeña L, además de una tercera, mucho más pequeña que las otras dos. Entre las casas se extendía un grande y viejo jardín. Tendría al menos cincuenta años. Por algunas partes estaba totalmente cubierto de vegetación, pero era bonito y perfecto para los niños, ya que era como una especie de laberinto, con muchas partes enlazadas entre ellas.

—¿Qué te parece? —pregunté, mirando a Linda.

—Es bonita —contestó ella.

—A mí me parece increíble —le dije—. ¿La compramos?

—Quizá —contestó. El ligero matiz de indiferencia en su voz tenía más que ver con su estado de ánimo que con la casa, pensé. John se dejó allí su pistola de agua, y yo lo interpreté como una señal: teníamos que volver a ese lugar. Hablé con la agente inmobiliaria, y dos días después fuimos otra vez a verla. Quedamos en pensárnoslo un poco. Volvimos a Malmö y estuvimos un par de días. Luego fuimos en avión a Noruega y pasamos dos semanas en casa de mi madre. Para entonces Linda había empezado ya a girar hacia la otra dirección, hacia lo ligero, hacia la alegría, hablaba mucho, se reía mucho, tenía muchas ideas y mucha fuerza, y estaba muy bien, pero no de un modo exagerado.

Llamé a la agente inmobiliaria e hice una oferta por la casa. Hubo una ronda de ofertas, me importaba un bledo el dinero, yo quería la casa, y dos días después era nuestra. Nos entregarían las llaves en octubre.

 

Ese verano el primo de mi madre, Hallstein, la había llamado para preguntarle si yo podía hacer una lectura de mis libros en un evento que iban a celebrar, dije que sí, porque me imaginaba que se trataría de una especie de día del libro en la vieja central lechera que ahora era un museo de arte, enfrente de la casa de mi madre, pensaba que acudirían unas cincuenta o sesenta personas; los pueblos de alrededor de Jølster eran pequeños y se encontraban a más de veinte kilómetros del centro de la provincia, que era Førde, y que tampoco era grande.

Llegó el día de la lectura, yo no había pensado mucho en ello, pero ya varias horas antes de que diera comienzo empezaron a llegar coches. Cuando me puse los zapatos, di la vuelta a la casa y crucé la carretera con el libro en la mano, me di de bruces con un numeroso grupo de periodistas y fotógrafos. Había cámaras de televisión y un montón de cámaras con flash. Me estaban esperando a mí.

—¿En qué te has gastado todo el dinero? —me preguntó uno de ellos.

—He comprado una lavadora, una secadora, un friegaplatos y un televisor —contesté.

Hallstein me estrechó la mano y me acompañó dentro. El local estaba atestado de gente.

—¿Me da tiempo a un cigarrillo? —le pregunté.

—Claro que sí —contestó.

Los periodistas volvieron a rodearme. Más preguntas. Detrás de ellos llegaban cruzando la carretera mi madre, Linda y los niños. Se detuvieron a cierta distancia y contemplaron lo que estaba sucediendo. Los niños me miraron sorprendidos. Heidi creía que yo iba a cantar, dijo. VG les sacó una foto sin que me diera cuenta, y la publicaron al día siguiente. Llamé a Elisabeth y le pregunté si tenían derecho a hacerlo. Yo no podía hacer nada por mí mismo, porque había escrito sobre otras personas y por eso ya no tenía derecho a nada sobre mi propia vida. Lo aceptaba, pero no me gustaba. Elisabeth me llamó, había hablado con VG y le habían prometido no volver a usar nunca esa foto. Mi madre compró los periódicos, quería ver lo que ponían, y Vanja descubrió su foto y se enfadó, estaba muy fea con gafas, dijo. Eres lo más bonito del mundo, le dije yo, pero no sirvió de nada, tenía los ojos entornados y no se llenaron de luz hasta que todos los pensamientos sobre periódicos y televisiones se disolvieron en la realidad real abajo en la pequeña playa, donde se bañaron cada uno con su delfín inflable.

La noche anterior había leído para el público un fragmento de la novela y hablado de mi relación con Jølster, donde había escrito partes de todos mis libros y que estaba presente en toda mi obra. Mientras hablaba, veía a Vanja de pie, en la última fila, mirándome. Hallstein me hizo algunas preguntas, luego firmé libros y por fin crucé la carretera rumbo a casa de mi madre, donde se habían reunido los miembros de su familia que habían asistido al evento.

Era absurdo, porque había pasado los veranos en ese lugar durante casi veinte años, y nunca nadie se había interesado ni por lo que escribía ni por lo que decía, y ahora, de repente, el lugar estaba atestado de cámaras mientras yo cruzaba la carretera.

Al día siguiente, Linda y yo subimos a la granja de verano para pasar allí la noche. El río en medio del valle, las montañas elevándose a ambos lados, las cumbres nevadas bajo el cielo gris junto al lago a tal vez tres kilómetros de distancia. Ni un alma cerca, sólo Linda y yo sentados fuera de la cabaña, el bosque que se extendía tupido, abetos y pinos.

Le hablé de aquel verano en que iba a ingresar en la Academia de Escritura, cuando pasé una semana sólo en la cabaña, intentando escribir. Le conté que fue allí donde mi abuelo materno se declaró a mi abuela. El sol se puso, nos quedamos charlando fuera en el crepúsculo, rodeados del lejano zumbido de la cascada muy arriba en el bosque.

La naturaleza noruega hechizó a Linda desde la primera vez que la vio, cuando, casi desmayada por la belleza de los fiordos y las montañas, fue a ver a mi madre para hacer un programa de radio sobre el 17 de mayo, el día nacional. Me habló de ello. Vieron marsopas en el fiordo, lo que según mi madre era una buena señal, y ciervos en el bosque, también eso una buena señal. Ella estaba ya embarazada de Vanja, pero aún no lo sabía. Anfinn, casado con la hermana de mi abuela, Alvdis, era hijo de un chalán, bajo y fuerte como un oso, le habló de su época de ballenero y le enseñó una serie de objetos curiosos que conservaba de aquellos tiempos. Íbamos a verlos todos los veranos, asistieron a los bautizos de Vanja y John, pero ese invierno Anfinn había muerto. Fue en su cabaña donde pasamos la noche. Hablé a Linda de otra de las hermanas de mi abuela, Borghild, que también había muerto ya, pero que sabía todo sobre toda la familia, de antaño y de su época. Le conté que cuando Tore y yo estuvimos allí escribiendo el guión de una película, bajamos al pueblo a hacerle una visita, y ella miraba a Tore a través de una lupa que le hacía el ojo enorme.

Era justo ese paisaje el que había descrito en Un tiempo para todo, situando la historia sobre Caín y Abel y Noé y el diluvio en la montaña que había al lado de Ålhus, en Jølster, y en Sørbøvåg, cerca de Lihesten, en la región de Sogn. Mis abuelos también aparecían en el libro, e Ingrid, la madre de Linda, y Linda y yo e Yngve, pero todos con nombres bíblicos que había sacado de las listas de la familia y ya no recordaba.

Me sentía vinculado a aquel paisaje desde que podía recordar, pero nunca había sido mío, nunca había pertenecido a aquel lugar, tal vez porque yo exigía demasiado a lo que significaba pertenecer. Tampoco tenía ningún sentido de pertenencia a Kristiansand, y aunque me sentía unido al paisaje de Tromøya, tenía la sensación de que no era mi tierra, éramos forasteros. Y eso era algo que había añorado toda mi vida, pertenecer a un lugar, poder decir «mi casa». Geir A. solía decir que la definición de «mi casa» era un lugar donde nadie podía negarte la entrada. Y solíamos discutir si se decía Hell is home o Home is hell. El que asociara «mi casa» con un paisaje y no con un ambiente era mi rasgo más reaccionario, pero también era lo que más dentro de mí se había fijado.

 

Al día siguiente cogimos el coche y nos adentramos con los niños en el valle de detrás de casa de mi madre, aparcamos donde acababa la carretera y anduvimos hasta que ellos no pudieron más. Entonces nos paramos, comimos los bocadillos y tomamos café, luego volvimos a la casa. Los niños se habían criado en Malmö, muy alejados de montañas y cascadas, y sin embargo las miraban con mucha naturalidad, a la vez que había en ellos algo titubeante y desamparado cuando se encontraban bajo las montañas y la profundidad del cielo.

Linda empezaba a estar otra vez de bajón, hablaba cada vez menos, y cuando hacia el final de las vacaciones fuimos a ver a Jon Olav, Liv y sus hijos, apenas abrió la boca.

Camino de Malmö pasamos por casa de mi buen amigo Ole y su novia Brita, en Bergen, a los que no había visto desde que me mudé a Suecia; lo único triste en la alegría de volver a charlar con Ole fue que Linda estaba de bajón. Pero ni comparación con cómo había estado. Unas horas antes de que saliera el avión, llamé a una centralita de taxi, y la telefonista me preguntó si era el escritor el que llamaba. Le dije que sí y me odié a mí mismo por haberlo dicho. El taxi era un minibús, lo que intrigó y gustó mucho a los niños, sobre todo el que fuera para nosotros solos. En el aeropuerto de Flesland se me acercaron varias personas a decirme algo sobre mis libros. Una de ellas, una mujer de cincuenta y muchos, dijo que había viajado a todos los lugares de la región de Sørlandet sobre los que había escrito.

—Y qué grandes están ya Vanja y Heidi —dijo riéndose.

—Sí —dije yo.

—Ya no os molesto más. ¡Feliz viaje de vuelta! Porque vais a Malmö, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

—Que te vaya bien —dije, y sonreí.

Vanja me miró.

—¿La conoces, papá?

—No —contesté—. No la he visto en mi vida.

—¿Pero entonces cómo sabía quiénes somos? —preguntó.

—He escrito un libro en el que aparecéis —contesté.

—¿Has escrito un libro sobre nosotros? —quiso saber.

—Sí.

—¿Y qué pone en él?

—Toda clase de cosas —contesté—. Lo leerás cuando seas mayor.

Pasamos por el control de seguridad, la gente se nos quedaba mirando. Al otro lado nos acercamos al quiosco de Narvesen para comprar algo con lo que los niños pudieran jugar en el avión. Mi cara estaba por todas partes. Las nuevas ediciones de bolsillo, que yo no había visto, tenían en la portada la foto de mi cara, hecha por Thomas.

—¡Papá, pero si eres tú! —exclamó Heidi señalando.

—Ya lo veo, ya —dije.

 

De vuelta en casa me puse de nuevo a trabajar. Vanja empezaría en el colegio en unas semanas, y le habían permitido ir a la guardería hasta entonces. Le habíamos prometido que cuando empezara el colegio tendría una habitación para ella sola, y como el único cuarto de más que teníamos era mi despacho, había trasladado mi escritorio y todos mis libros de allí a uno de los dos salones. Más no había hecho. Había que pintar la habitación, comprar un escritorio, una cama y un armario, y algunos cuadros que le gustaran para la pared. El plan era pintar durante ese fin de semana e ir a Ikea el siguiente para que todo estuviera listo el lunes, cuando empezara el colegio. Vanja tenía miedo de que no estuviera acabado, pero yo le aseguré que todo estaría perfecto la tarde antes de empezar el colegio.

La depresión de Linda fue cediendo al cabo de unos días, y todo volvió a estar como siempre en casa. Linda dijo que ella podía llevar y recoger a los niños para que yo pudiera trabajar a tiempo completo. Yo me alegré. Me levantaba a las seis de la mañana, me iba derecho al salón, cerraba las puertas y me ponía a trabajar, apenas me enteraba de que los demás se levantaban y se iban, salía a la entrada para decirles hola cuando volvían a casa, y seguía trabajando hasta más o menos las diez.

Una amiga de Linda de Estocolmo vino a pasar unos días a casa, ella y Linda se conocían desde hacía unos quince años, desde cuando Linda trabajaba en el Stadsteatern de Estocolmo. Su amiga era directora de escena, y hacía poco había hecho un cortometraje sobre un manuscrito de Linda. Traía a su hijo de un año, con intención de pasar en nuestra casa una semana o algo así. Yo apenas las veía, estaba encerrado en el salón desde por la mañana hasta por la noche. Todavía quedaba la posibilidad de que el libro saliera en otoño si yo cumplía con la fecha de entrega.

—Es fantástica —dijo Linda de su amiga una noche que estuvimos unos minutos a solas—. Consigue hacer cosas. Cuando se propone algo, siempre lo hace. Es justo lo contrario que yo. Pero podemos ayudarnos la una a la otra. Se nos han ocurrido muchas ideas. Es maravilloso tenerla aquí.

—Qué bien —dije.

—Y así tú también puedes trabajar todo lo que quieras —añadió.

—Sí —dije—. Eres muy generosa. Ya lo había pensado.

 

Una tarde que iba a mirar mi correo electrónico a la habitación, me topé con ellas en la entrada, venían de hacer compras.

—Estaba todo de oferta —dijo Linda—. Pero no he comprado gran cosa.

—Relájate —dije—. No he dicho nada.

—Cuando voy con ella —dijo, señalando con la cabeza a su amiga—, me siento muy segura. Ella me conoce muy bien. Sabe exactamente dónde están los límites entre lo que está bien y lo que está mal para mí.

La amiga sonrió.

—Linda es encantadora con todos los dependientes de las tiendas. Una vez he tenido que salir de la tienda por el apuro que me ha hecho pasar.

Linda se rió.

—¿Por eso has salido? Pero lo dicho —dijo, mirándome de nuevo—. Nada es caro ni extravagante. ¿Quieres verlo?

—No, ya lo veré después —contesté, y me metí en el despacho.

El piso se había ido llenando de cosas, el suelo del salón estaba casi cubierto de juguetes, ropa y toallas, lo mismo que las habitaciones de los niños y la entrada. Obviamente no podía decir nada, yo también era responsable de aquello, y en circunstancias normales habría pensado que podíamos dejarlo hasta darnos un tute de limpieza algún día, porque tenía que trabajar, no podía perder ni un par de horas, pero ahora que teníamos visita, era distinto. Me daba vergüenza cómo estaba la casa.

Se lo dije a Linda.

—¡No te preocupes por ella! —dijo—. Está acostumbrada a tener la casa desordenada. No le importa lo más mínimo. Y también nosotras estamos trabajando. Tenemos muchos planes. Y los llevaremos a cabo. Ella siempre acaba lo que empieza. Me viene muy bien.

Había en ella un tono que siempre aparecía cuando estaba de subidón, pero de alguna manera se apreciaba ahora mucho más. Un tono como ligero, despreocupado, con algo infantil, no mucho, sólo una leve pincelada, pero lo bastante para que yo lo encontrara molesto, porque entonces no podía contactar con ella, no estábamos conectados. A veces se lo decía, entonces se limitaba a sonreír diciendo que sabía a lo que me refería, y que intentaría estar más presente. Cuando era una niña siempre había tenido dentro un componente de niño adulto, esa niña que veía a través de los adultos y que mantenía la calma en la caótica existencia de éstos, así lo entendía yo por lo que ella me había contado, pero sobre todo por lo que había escrito, la niña adulta era el personaje principal. Ahora era adulta, y era como si ocurriera lo contrario, asumía el papel de adulta niña. Bueno, no es que hubiera mucho de eso, sólo un minúsculo atisbo, algo en ella que dejaba de considerar las consecuencias, que ya no se cuidaba tanto de que lo que decía fuera verdad o no, pequeños deslizamientos de la realidad que la hacían más divertida, más entretenida, más grande. Cuando implicaba a los niños y decía algo que ellos no deberían saber u oír, y yo la corregía, ella se corregía a sí misma de inmediato, diciendo: papá tiene razón, estoy tonta.

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