Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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—No, pero puedes pagar tú la fruta.

—No quiero.

—Vale —dije—. Dámelo a mí entonces y lo haré yo. Por cierto, mira a John. ¿Tú crees que se ha olvidado por completo de que existimos?

Ella se rió, porque el niño ya había llegado hasta la zapatería. Empujé el carrito hasta la frutería, corrí a buscar al niño, cogí un manojo de plátanos, metí en una bolsa unas manzanas y unas naranjas, y llené otra de uvas verdes, se lo di todo al dependiente, que supuse que procedía de Turquía o tal vez Macedonia o Albania, el hombre lo pesó y lo metió todo en una bolsa blanca más grande, pagué, el dependiente me hizo un descuento de ocho coronas al devolverme el cambio, le di las gracias, crucé la plaza con Heidi todavía dormida en el carrito, le alcancé a Vanja la tarjeta para abrir, ella la pasó por el lector y empujó la puerta. Metí el carrito y le di la vuelta para subir los dos escalones. La cabeza de Heidi se movía de un lado para otro, pero no se despertó. John ya estaba frente al ascensor, intentando llegar al botón.

—Eres demasiado pequeño —le dije—. Inténtalo de nuevo el año que viene.

—¡Súbeme! —dijo.

Lo levanté y lo mantuve en alto para que pudiera ver por la ventanilla alargada de la puerta cómo bajaba el ascensor.

Cuando llegamos arriba, metí el carrito en la entrada de casa, porque si Heidi se despertaba ahora no pararía de lloriquear y quejarse por lo menos en una hora, y yo no podría soportarlo. El precio por dejarla tranquila era que por la noche no se dormiría.

Les puse una película para poder preparar la comida en paz. Les di una manzana a cada uno, dejé la compra en la mesa y la clasifiqué, la fruta en el frutero del armario, la leche en la nevera, las verduras en la encimera, el fiambre en la tabla de cortar. Pensaba hacer arroz, pero cambié de idea, nos quedaban macarrones, así que opté por eso. Fui a la entrada a por el teléfono, llamé a Geir Angell, medí agua y leche, lo eché todo en una cacerola, añadí los polvos para la salsa, y había empezado ya a removerla cuando él cogió el teléfono.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté—. Siempre contestas enseguida.

—Estaba en el baño, el libro se ha mojado y he tenido que secarlo.

—¿Secarlo?

—Sí.

Hice un corte en el apretado plástico rojo de la salchicha, lo arranqué, y empecé a cortarla en trozos.

—¿Qué tal te va? —se interesó Geir—. ¿Igual de mal?

—Pues sí.

Llené una cacerola de agua y la puse en la placa.

—Ese hombre tiene poder sobre mí. El que se ponga en mi contra es lo peor que me puede pasar. Eso por un lado. Estoy aterrado. Le tengo miedo. Y luego está el asunto en sí. Le he ofendido. Él no ha hecho nada, no ha pedido esto. Y cuando lo publique, no va a poder defenderse. Es su madre, ¿no? Son personas reales.

—¿Has dudado alguna vez de ello? —me preguntó Geir.

—No, pero ya sabes lo que pasa cuando escribes.

—Al menos sé lo que pasa cuando escriben sobre ti.

—Estuviste dos días sin llamarme. Estabas bastante cabreado.

—Al principio sí. Pero luego reflexioné. Me pareció que Ernst Billgren lo explicó muy bien cuando se le pidió que hiciera algún comentario sobre su aparición en el libro La casta más alta. Dijo que era consciente de que había un personaje con su nombre en ese libro. En mi caso no puedo verlo así, lo que tú has escrito me resulta demasiado cercano para eso, pero lo importante aquí es que él señala una salida que tienen todos los personajes de una novela. En ese libro hay un personaje con mi nombre.

—Pero tú eres una persona del mundo de la literatura. Nunca he visto libros en casa de Gunnar. No creo que lea. Así que todo debe de parecer distinto.

—¡Te refieres a él como si fuera un pobre indefenso! ¿Por Dios, tío, no leíste la carta que escribió? ¡Te ponía de imbécil para arriba! ¡Y manda esa carta a la editorial! Quiere destrozarte, Karl Ove. No es un pobre indefenso. No puedes quedarte quieto mirándolo. Apuesto a que también has pensado en dejar de publicar los libros, ¿a que sí?

—Pues claro.

—En ese caso dejarías que un auditor de cuentas de Kristiansand decidiera cómo debe ser la literatura noruega. No puedes hacer eso, entiéndelo.

—Los publicaré.

Me acerqué al armario y saqué el paquete de macarrones, eché una cantidad adecuada en el agua hirviendo, los removí un poco con un tenedor y bajé el fuego.

—La cuestión es que con qué derecho. ¿El derecho de la literatura? En ese caso consideraré que la literatura es más importante que la vida de un individuo. Y no sólo eso, consideraré que mi literatura es más importante que su vida.

—Pero no es su vida. Es la vida de tu padre. Él es su hermano, tú eres su hijo. El hijo es más cercano.

Puse la tabla de cortar inclinada sobre la cacerola y eché dentro los trozos de carne, saqué cuatro platos del armario, los puse en la mesa, abrí el cajón y cogí cuchillos y tenedores.

—Y luego está la ley —dije.

—La ley no puede juzgar sobre la literatura.

—Claro que puede.

—Desde luego lo hace. Mykle fue condenado por haber escrito un libro pornográfico, pero su libro se sigue leyendo.

—Hay una gran diferencia entre ultrajar la moral sexual de una época y ultrajar a un individuo. Además, en el caso Mykle había otro aspecto. Seguramente eso fue lo que le hundió. Escribió sobre personas que podían reconocerse. Y no en cualquier situación. Todas las mujeres con las que se acostó se reconocían en sus descripciones. Ése fue el verdadero escándalo. Si no recuerdo mal, el escritor Tarjei Vesaas comentó algo al respecto cuando supo del asunto. «Eso no está bien», dijo, o algo por el estilo.

—¡Ja, ja, ja!

—Tú ríete, pero Vesaas era al menos una persona decente. Tal vez el noruego más decente que haya existido. Cuando él dice que algo no está bien, no está bien. Así es, joder.

—¿No dijiste que habían encontrado un sobre con fotos de Marilyn Monroe entre sus cosas cuando murió?

—Sí. Él era decente incluso en el pecado.

—Ya lo creo.

Saqué cuatro vasos del armario, apagué las dos placas y llené una jarra de agua.

—Tengo que colgar ya —dije—. Vamos a comer.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí, sí. Sólo se trata de superarlo.

—¿De qué tienes miedo en el fondo?

—¿Piensas de verdad que los periódicos no van a escribir sobre esto? ¿Que todo va a pasar discretamente? Se desencadenará una tormenta. Todos los periódicos de este país escribirán sobre mí.

—Más vale que te alegres con la idea de lo rico que vas a hacerte.

No contesté, fui hacia el salón.

—¡Anímate! ¡Será divertido!

—Hablamos —dije.

—Seguro, hasta pronto.

—Vale, ya hablaremos.

Colgué, y dejé el teléfono en el cargador.

—Ya está la comida —dije hacia el salón. Vanja contestó algo que no capté. Fui hasta allí.

—John se ha dormido —dijo la niña.

Yacía como un pequeño cojín en el rincón del sofá.

—Entonces sólo quedamos despiertos tú y yo.

—Mm —dijo, absorta en la película Totoro.

—A comer —dije.

—¿Puedo comer con la televisión? ¡Por favor!

—Como estás tú sola, vale —accedí—. Pero si me prometes no ensuciar.

Ella asintió con la cabeza. Fui a la cocina y puse los macarrones en un colador, serví un par de cucharadas en el plato, eché un poco de salchicha stroganoff encima, troceé un tomate y lo puse al lado para que hiciera bonito, lo llevé al salón y se lo puse delante. Yo no tenía hambre, así que mordisqueé un tomate camino del dormitorio para mirar el correo electrónico. Nada más de Gunnar, nada más de los otros. Pero sólo ver su nombre y el título de su carta, Violación verbal, me hizo sentir miedo. Me tumbé en la cama y miré al techo. La angustia y la aflicción volvieron con toda su fuerza. No debería usar a los niños para mantenerme a flote, no estaba bien, deberían ser ellos los que me necesitaran a mí, no al revés.

Me levanté y fui al baño. Cogí unas bolsas azules de Ikea y en un minuto clasifiqué el montón de ropa sucia, al día siguiente, después de llevarlos a la guardería, bajaría a la lavandería del sótano para ver si había algún turno libre, pensé, de repente no tenía fuerzas para seguir, recorrí el pasillo, me detuve en el vano de la puerta y miré a Vanja, que estaba inmóvil, con la mano sujetando el tenedor lleno de comida justo debajo de la boca, petrificada por algo que estaba viendo.

Totoro bramó. Fue un bramido terrible, pero se veía que en el fondo era un bonachón.

Sonó el teléfono.

Miré la pantalla.

Linda.

Lo cogí.

—¿Hola? —dije.

—Hola, soy yo —dijo ella—. ¿Qué tal todo?

—Bien —contesté.

—¿Habéis llegado sin problemas a casa?

—Sí, estupendamente.

—¿Puedo hablar con ellos?

—Heidi y John están dormidos. Pero voy a preguntarle a Vanja.

Me apreté el auricular contra el pecho y entré en el salón.

—¿Quieres hablar con mamá? —le pregunté.

—¿Me la pones en pausa?

Cuando asentí, ella alargó el brazo hacia el teléfono.

—Hola —dijo, y salió del salón. Busqué el mando, lo encontré en la estantería, apreté pausa y seguí a la niña. Se había metido en su habitación. Cuando me vio, cerró la puerta.

¡Ya era tan mayor que quería que la dejaran en paz cuando hablaba por teléfono!

Miré a Heidi, que seguía dormida en el carrito. Luego eché un vistazo a John, también seguía dormido. Abrí la puerta de la terraza, encendí un cigarrillo, di un par de caladas, lo apagué y volví a entrar. No había ningún sitio donde estar, ni ningún sitio adonde ir.

Fui a la cocina, llené un vaso de agua, y me lo bebí de un trago. Puse otra cafetera, y el sonido cuando se puso en marcha me resultó tranquilizador, era algo que había escuchado durante toda mi vida, un sonido que asociaba con algo bueno.

Lo único que deseaba era estar tumbado junto a alguien que me acariciara el pelo, diciéndome que no era nada grave.

No había vuelto a desear algo así desde que era pequeño.

Entonces nadie lo hacía. Ahora había alguien que lo haría si yo lo permitía. Antes nunca lo había permitido. Había en ello algo indigno, algo casi autodesintegrador.

Pero era lo que quería.

Salí al pasillo y abrí la puerta del cuarto de los niños. Vanja se había subido a la mesa para hablar.

—¿Me das el teléfono cuando acabes? —le dije.

—Ya he acabado —contestó—. Hasta luego.

Me alcanzó el teléfono.

—Aquí estoy otra vez —dije, andando por el pasillo—. ¿Qué te ha dicho la niña?

Linda se rió.

—Sólo me ha contado lo que ha hecho hoy.

—A mí no me ha dicho ni palabra, ¿sabes? Y para hablar contigo se ha ido a otro sitio, como si no quisiera que la oyera.

—Me ha encantado hablar con ella. Qué mayor se ha hecho.

—Sí, es verdad.

—¿Y tú qué tal? —me preguntó Linda.

—No muy bien. Pero supongo que se me pasará. Te echo de menos.

—Y yo a ti. Podemos volver a hablar esta noche, ¿no?

—Claro —contesté.

—Creo que vamos a hacer una barbacoa. ¿Podrías llamar sobre las diez?

—Vale. Hablamos.

—Adiós.

Colgué. Vanja había puesto la película sin ayuda de nadie. Apenas había tocado la comida.

—Come un poco más —le dije. Ella suspiró y se tomó dos cucharadas, luego apartó el plato.

—¿Eso es todo?

—No tengo hambre.

—Pero enseguida vas a pedir pan con algo. Más vale que comas comida caliente.

—No tengo hambre, ya te lo he dicho.

Entonces fui yo el que suspiró. Me llevé el plato a la cocina y lo dejé en la mesa para que pudiera comérselo más tarde, salí a la terraza, miré hacia la plaza, volví a entrar, eché un vistazo al reloj de la cocina, eran las cinco y media, fui a mi habitación y volví a mirar el correo electrónico. Nada. Ojeé un par de periódicos en la red, Aftenposten y Dagbladet, luego la página de NRK, y entré en algunos blogs de libros que medio seguía. Uno de ellos lo había conocido porque me habían invitado a participar, decliné la invitación, pero leía lo que escribían los demás. Un montón de escritores de un solo libro, y alguno que otro más conocido. Los que comentaban los textos daban la impresión de ser gente que escribía y que estaba ansiosa por publicar libros, tenían un interés especial por el proceso de la escritura y todo lo que tuviera que ver con la actividad editorial. Su visión de la literatura y lo que escribían sobre los escritores era por regla general infantil, se picaban por cualquier cosa, y se notaba claramente que se consideraban a sí mismos personas muy importantes, con opiniones importantes.

Se me ocurrió que justo eso era lo que Gunnar pensaba de mí.

Era casi literal. Yo tenía un ego pequeño, si bien a mis ojos era demasiado grande, había escrito.

En suma: yo era una persona insignificante, pero no pensaba eso, al contrario, me consideraba importante y opinaba que lo que hacía era trascendental.

Se ajustaba bastante bien a la realidad, yo era una persona insignificante. Lo que me parecía loable no era yo, sino lo que hacía o lo que era capaz de hacer, que algún día podría llegar a ser algo grande, pensaba en mis buenos momentos. Pero ¿una persona insignificante sería capaz de hacer algo grande? ¿La grandeza exterior no tenía que ir unida a una grandeza interior?

¿Cómo podía yo calificar a algunos blogueros de insignificantes? En ese caso me consideraba superior a ellos, con lo que era igual que ellos; importante a mis propios ojos.

Yo me consideraba mejor escritor que la gran mayoría. Cuando leía novelas de otros autores muy pocas veces pensaba: esto jamás lo habría conseguido yo. Después de mi primer libro sí lo pensaba, había escrito muy próximo a mí mismo y eso es algo que todo el mundo puede hacer, sólo hay que ponerse a ello. Pero cuando llegó el segundo libro no sólo se trataba de una novela escrita en tercera persona, sino también de una historia tan alejada de mí mismo y de mi realidad como era posible. Eso expandió mi radio de acción. Lo que yo no conseguía alcanzar era lo que estaba estrechamente relacionado con la persona que lo había escrito. Lo que hacía y conseguía Thomas Bernhard, por ejemplo, estaba totalmente fuera de mi alcance. Con Jon Fosse ocurría lo mismo. Pero no con un escritor como Jonathan Franzen. Con él sí que me podía medir, y probablemente lo superaba.

Lo mismo pasaba con Coetzee, también él era un escritor que carecía de ese rasgo especial de personalidad capaz de llevar su literatura hasta la perfección; lo que él escribía no resultaba fuera de mi alcance, y eso a pesar de que había recibido el Premio Nobel. La cuestión era si lo sublime no iba unido a lo personal. Que fuera eso lo que lo hacía tan único. ¿Y de qué servía alcanzar el nivel por debajo de lo sublime, lo que era bueno y tal vez incluso reconocido como literatura mundial, mientras existiera lo sublime? Bueno, porque el valor estaba en el trabajo, no en la valoración del mismo. Trabajaras en lo que trabajaras, estabas obligado a hacerlo lo mejor que pudieras. Si eras carpintero, había que trabajar con la mayor precisión posible. Había una satisfacción en ello. ¿Un carpintero normal y corriente que tenía un trabajo normal y corriente, sin extrañezas, que iba a trabajar todas las mañanas y que se ocupaba de su familia por las tardes y por las noches, iba a indignarse por que en algún lugar de Austria hubiera un maestro carpintero, un carpintero de carpinteros que construía las cosas más fantásticas, y a preguntarse de qué servía todo ese trabajo regular y sólido, pero nunca espectacular, de carpintero? ¿Iba a dejar para siempre el martillo por culpa del maestro carpintero de Austria?

Claro que no. Debía seguir trabajando lo mejor que podía. Tal vez alegrarse de ser al menos mejor carpintero que ese del que acababan de escribir en los periódicos sólo porque era conocido, y que no era un carpintero tan bueno como todo el mundo decía. Sí, sí, tenía buena pinta. Pero viéndolo más de cerca, no era más que una trampa. ¡Para eso se quedaba uno con lo suyo!

Todo el valor estaba en el trabajo en sí, no en la valoración del mismo.

Pero para Gunnar yo no era más que un novato que se creía alguien, un sobrino jactancioso dispuesto a pisar cabezas con el fin de encumbrarse a sí mismo.

Para él lo que yo hacía carecía por completo de valor.

Escribir era algo muy delicado. No era difícil hacerlo bien, pero era difícil conseguir que lo escrito vibrara, conseguir que con un solo movimiento el mundo se abriera y se contrajera. Cuando eso no funcionaba de verdad, y de verdad no funcionaba nunca, yo quedaba como un idiota jactancioso, ¿quién me creía que era? ¿Alguien que iba a escribir para los demás? ¿Acaso yo sabía más que los demás? ¿Guardaba un secreto que nadie más conocía? ¿Mis experiencias eran especialmente valiosas? ¿Mis ideas sobre el mundo también?

Gunnar me había señalado con el dedo. Me había dicho: te conozco. Te crees alguien, pero no eres más que un mierdecilla. Y te has entrometido en algo que no te concierne, y que ni siquiera entiendes. Si llevas esto hasta el final, emprenderé acciones judiciales contra ti. Te sacaré la sangre. Te destrozaré. Pequeño sobrino de mierda.

Ése fue su mensaje.

Ya me advirtió en aquella ocasión en que, a los diecisiete años, escribí de un modo condescendiente sobre la cantante Sissel Kyrkjebø en el periódico local, Fædrelandsvennen. ¿Quién te crees que eres, me dijo entonces, que con diecisiete años te atreves a escribir despectivamente sobre una artista que vende doscientos mil discos? Se avergonzaba de mí, también seguramente porque llevábamos el mismo apellido y lo asociaban con lo que yo hacía. Kristiansand era una ciudad pequeña, y todo el mundo leía Fædrelandsvennen.

A mí lo que más me enorgullecía era conseguir que mi nombre apareciera en el periódico. Pero cuando Gunnar dijo aquello, me retorcí en la silla, sonrojándome. Sus palabras me escocieron. Yo medía el mundo con una medida indie, basándome en ella juzgaba la calidad de todo lo que había en la cultura. Él no sabía nada en absoluto de ese mundo, para él no era más que una chorrada, y eso era lo que yo sentía, que Gunnar me midiera con las medidas del mundo real. Las medidas del mundo adulto y responsable. Yo estaba en contra de ese mundo, pero únicamente cuando estaba solo, enfrentado a él, ¿qué hacía entonces? Bajaba la cabeza y me avergonzaba profunda e intensamente.

Eché la silla hacia atrás, con la cara ardiendo, y fui al salón, donde estaba Vanja.

—¿Quieres ver la película o el programa Bolibompa? —le pregunté.

Bolibompa —contestó—. ¿Empieza ya?

Asentí con un gesto de la cabeza, apagué el reproductor de CD con el mando y puse el canal infantil. La niña llevaba ya mucho rato sentada sola delante de la pantalla de la televisión, lo cual era condenable, y aunque me sentía excitado y nervioso, me senté a su lado. Como ella pocas veces se sentaba sobre mis rodillas por iniciativa propia, pero solía alegrarse cuando la cogía, me la puse sobre las rodillas y la abracé. Me apartó los brazos, pero se quedó sentada.

John estaba tumbado en la otra punta, hacía ruido al respirar y tenía el pelo empapado de sudor. La luz del sol arremetía contra las ventanas, pero las persianas impedían casi por completo la entrada de los rayos, transformando los pocos que penetraban en un resplandor tenue y blanco, excepto la ventana de la puerta de la terraza, que no tenía persiana, por la que entraba a chorros un cilindro de luz, lleno de motas de polvo que revoloteaban por el aire como electrones.

—Tengo hambre —dijo Vanja—. Quiero un sándwich.

Inspiré profundamente.

—Ves, te lo dije. Que enseguida pedirías pan. Lo que tienes que comer es más comida caliente. No pan. ¿Lo entiendes?

No contestó.

—¿Voy a por tu plato?

—No. ¿Puedo comer una manzana?

—Si comes algo más antes.

—Entonces no quiero.

—Está bien —dije—. Cómete una manzana. Pero al menos ve tú a buscarla.

Se deslizó de mis rodillas al suelo y fue corriendo a la cocina. Cuando volvió masticando la manzana, se sentó a mi lado.

Me levanté y fui a buscar un pijama limpio. El aire de su cuarto era denso y caliente, abrí las dos pequeñas rejillas de ventilación de encima de la ventana, y los sonidos de la ciudad entraron a chorros.

El suelo estaba cubierto de juguetes. Pensé que tendría que recogerlos al día siguiente. Abrí el cajón de la cómoda y encontré un camisón. Heidi tendría que dormir con el vestido que llevaba puesto y John con sus pantalones cortos: con un poco de suerte, no se despertarían cuando los llevara en brazos a la cama.

—Ponte éste —le dije, tirándole el camisón a la cara. Ella lo cogió y me sonrió brevemente, luego empezó a desnudarse con la mirada fija en la pantalla de la televisión. Fui a por el cepillo de dientes y en cuanto se puso el camisón se los cepillé.

—¿Leemos aquí o en la cama? —le pregunté.

—¡Pero Bolibompa no ha acabado aún!

—Acaba en dos minutos —le dije—. ¿En la cama o en el sofá?

—En la cama.

Entré y busqué en la estantería. Cogí tres libros, para que tuviera dónde elegir, Rapunzel, de los hermanos Grimm, Gittan y los tontos, y uno de los libros de Petra, el que trataba de cuando la niña empieza a ir a la guardería.

—¿Y John y Heidi? —me preguntó cuando apagué la televisión—. ¿Ellos no se van a acostar?

—Los llevaré en brazos en cuanto acabemos de leer.

—Quiero que me lleves en brazos a mí también.

—Vale —dije—. Pero tienes que hacerte la dormida.

—No. Llévame y ya está.

La cogí en brazos y la llevé a la cama, me senté a su lado y le dije que eligiera el libro. Señaló Rapunzel. Estaba bien, a mí también me gustaba. Ese verano había estado unos días en Alemania, una tarde hice una lectura en un castillo justo en la región en que los hermanos Grimm habían recopilado muchos de sus cuentos, según me explicaron.

—¡Rapunzel, Rapunzel, deja caer la trenza! —le dije a Vanja, que estaba sentada a mi lado en la litera mirando los dibujos, mientras yo leía. No tenía ni idea de por qué le había llamado la atención este cuento, muchos otros pasaban sin pena ni gloria, pero éste no. Empezaba con un hombre y una mujer que se veían obligados a entregar a su hija a una bruja; para una niña pequeña debía de ser la peor de las pesadillas, tal vez fuera eso lo que la atraía, y quizá lo extraño de que una mujer deje caer su pelo desde una torre y un hombre suba a liberarla. Para mí ese cuento era una especie de imagen primitiva de la literatura, o más bien su fuerza primitiva, porque en la superficie del relato todo trataba de transformación, también de la transformación del mundo en cuento, a la vez que esa transformación significaba una forma de simplificación al reducir la realidad a unas figuras tan precisas y tan perfectamente limadas después de haber pasado por tantas experiencias formativas que su verdad superaba cualquier vivencia individual de las condiciones, eso regía para todos los cuentos, y cuando esas distintas figuras se ponían en movimiento, un abismo se abría en cada uno de los que los escuchaban, no tenía fondo. Durante muchos años había pensado en escribir una novela que se desarrollara en esos espacios, en parte en el bosque, donde había trolls y espíritus, casas de pobres y reyes, osos y zorros que hablaban, en parte en la realidad noruega de ese siglo XIX por el que se pasearon Asbjørnsen y Moe recopilando sus cuentos populares. Kristiania, Telemark, los valles de la parte interior del este. Pero sería un trabajo de muchos años, un tiempo que justo entonces yo no tenía. Sin embargo, me venía a la cabeza cada vez que les leía cuentos a los niños, pensaba que había algo en ello. Sobre todo me resultaba tentador un cuento de los hermanos Grimm de una mujer que se cae a un pozo y sale en otro mundo. Por desgracia, la versión que teníamos estaba tan mal traducida que daba vergüenza. Pero eso Vanja no lo sabía, y era para ella para quien leía.

—Ya está —dije al acabar la última página—. Ahora a dormir.

—¿Me puedes hacer cosquillas y cantarme una nana?

—Claro —contesté. Ella se puso boca abajo, le subí el camisón y le acaricié la espalda con las uñas. Eso era «hacer cosquillas», algo que teníamos que repetir cada noche a la vez que cantábamos.

¿Quién sabe navegar sin viento?

¿Quién sabe remar sin remos?

¿Quién sabe despedirse del amigo

sin derramar lágrimas?

 

Yo sé navegar sin viento,

yo sé remar sin remos.

Pero no separarme del amigo

sin derramar lágrimas.

Al terminar la canción la arropé con el edredón, le quité las gafas y las dejé en la pequeña cómoda que había junto a la cama.

—Papá —dijo.

—¿Sí?

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro.

—¿Por qué él no puede despedirse de su amigo sin llorar?

—¿Por qué crees que es él?

—Porque cantas tú.

—En eso tienes razón. Será que quiere mucho a ese amigo.

—Sí —contestó Vanja, y dejó caer la cabeza en la almohada, aparentemente satisfecha con la respuesta—. Buenas noches.

—Enseguida vuelvo —le dije—. Tengo que traer a tus hermanos.

—Ah, sí, se me había olvidado.

Primero llevé a John, lo metí con cuidado en la cuna y luego fui a por Heidi, que dio más problemas, pues tuve que tirar de ella para sacarla del carrito y el movimiento la despertó, gritó ¡no, no! intentando soltarse, la apreté contra mí y me metí corriendo en el cuarto, la puse en la litera de encima de la de Vanja, con la esperanza de que la transición del sueño a la realidad fuera tan breve que no la notara, y, por suerte, después de ponerse de rodillas y mirarme unos segundos, se tumbó de lado, cerró los ojos y volvió a respirar profundamente.

—Buenas noches, preciosa —le dije a Vanja, y apagué la luz del techo.

—¿Puedes dejar la puerta abierta? —me pidió.

—Claro que sí —respondí—. Que duermas bien.

—Que duermas bien.

Volví a mirar el correo. No había llegado nada. Por una parte, era un alivio, por otra, resultaba inquietante, porque tanto Tonje como Jan Vidar habían recibido el manuscrito hacía tiempo, y el que no hubiesen respondido sólo podía significar una cosa.

Con el fin de suavizar su reacción o de alguna manera poder controlarla, decidí enviarles otro correo. A Tonje le escribí:

Querida Tonje:

Como no he sabido nada de ti, supongo que estás consternada y escandalizada por haber sido incluida en una novela de esa manera, sin haberlo pedido. Creo que no te he puesto en evidencia, al contrario, como dijo Tore al leerla: «Tonje es una princesa, te alegra el corazón cuando entra en escena», pero al mismo tiempo entiendo que el mero hecho de encontrarse a uno mismo en una novela es sentirse desnudado. Si quieres, y supongo que así será, cambiaré tu nombre y el de todos los que te rodean para que no te puedan asociar con la novela (excepto por el mero hecho de haber estado casada con el autor, lo que es inevitable, claro).

Un abrazo,

Karl Ove

A Jan Vidar le escribí más o menos lo mismo. Al acabar, volví a entrar en el cuarto de los niños, estaban ya los tres dormidos, cogí el teléfono, salí a la terraza, me senté, me serví una taza de café, encendí un cigarrillo y llamé a mi madre.

Respondió al instante.

—Hola, soy Sissel —dijo.

—Hola, soy Karl Ove —dije yo—. ¿Has podido leer el correo electrónico?

—Sí, lo he leído.

—¿Y qué piensas?

—Quiero que sepas que me siento indignada —contestó—. Y estremecida. He estado pensando en qué responderle. Pero quizá sea mejor esperar un poco.

—No se te ocurra contestarle —dije—. Si lo haces, aceptarías sus condiciones, y entonces te rebajarías a su nivel.

—Seguro que tienes razón —señaló ella—. Tu abuelo dijo en una ocasión que no hay que responder a estupideces. Es un buen consejo. Pero estoy tan enfadada que me entran ganas de decirle unas cuantas cosas. Firma la carta como el hermano de tu padre. Quiero que sepas que tu padre nunca habría hecho algo así.

—No sé qué creer —dije con una breve risa—. En eso eres mi única fuente.

—¿Qué quieres decir?

—Eso es lo que escribe. Que todo me lo inculcas tú.

—Ah, sí, eso. Que piense que soy responsable de ti cuando tienes cuarenta años es un punto de vista algo extraño. ¿Hasta cuándo eres realmente responsable de los actos de tus hijos?

—Me vio crecer. A sus ojos sigo siendo un adolescente, creo.

—En eso supongo que tienes razón. Pero que yo odie a la familia Knausgård es absurdo. Me mostré cohibida y tímida cuando con veinte años entré en ella, eso es cierto, y la abuela era una persona afectuosa y sociable, sobre todo con vosotros los niños. Así que sí hay algo de verdad en lo que escribe. En cierto modo ha hecho una caricatura de mí. Entiendo que se me puede ver así.

—¿Un frío golpe de viento del oeste?

—Sí. La visita que nos hizo debió de causarle una profunda impresión. Granjita de colono, dice, curioso volver a ver esa expresión, pero en comparación con lo que él estaba acostumbrado, nosotros éramos pobres. Además, la cultura era completamente distinta. Todo eso pudo asustarlo. La abuela era muy callada, no decía gran cosa, también eso le resultaría muy distinto.

Se hizo el silencio por unos instantes. Encendí un cigarrillo y subí las piernas a la barandilla, mientras echaba un vistazo al cielo veraniego entre gris y azul, lleno de aviones llegando o saliendo de los aeropuertos de Kastrup y Sturup.

—Hay algo de lo que escribió que me ha conmovido —dije al cabo de un rato—. Que nos observara cuando éramos pequeños. Eso que escribe sobre «los niños», ¿sabes? El que tú obraras con negligencia hacia nosotros por no enmendar a papá, que no intervinieras cuando más lo necesitábamos. Yo no tenía ni idea de que alguien se daba cuenta de que papá tal vez no era muy bueno con nosotros. Pero Gunnar se dio cuenta. Tuvo que haberlo hecho para escribir lo que escribe. Su conclusión es distinta a la mía, porque yo sí veía que tú eras mi salvación, pero el mero hecho de que alguien se percatara o lo sintiera me conmueve. Es curioso.

—Es importante que sean conscientes de ti. Entiendo que te conmueva. Sobre todo si es lo que tú dices, es decir, que lo pones en el lugar de tu padre.

—Sí, hay algo de eso. Lo noto. Algunas estructuras más profundas.

—Pero tu padre era consciente de ti, que lo sepas. Sabía quién eras tú.

—Eso sí que me extraña.

—De acuerdo, pero lo que te digo es verdad.

Lloré cuando dijo eso, pero en silencio y sin que se me notara en la voz, de modo que ella no se percató de nada. Charlamos durante una media hora más de Gunnar y las cartas, no tanto del libro que las había suscitado, sino de la familia, tanto de la de mi padre como de la suya. Ella me contó más cosas de cómo había vivido lo de entrar en la familia de él a principios de los años sesenta, y de cómo era mi padre entonces. Lo mismo que hizo cuando él murió, entonces yo la llamaba varias veces al día, y lo que ella hacía era engrandecerlo a mis ojos, recordarme una y otra vez que había sido un ser atormentado, pero también grandioso, inteligente, perspicaz, culto, curioso, previsor. Sabía que yo necesitaba otra imagen de mi padre, y me ofreció al que ella había conocido, enseñándome cómo era visto a través de los ojos de un adulto cuando yo era un niño.

Ahora estaba haciendo lo mismo.

Todo esto me llevaba cada vez más adentro de algo que no sabía qué era. La carta de Gunnar ofrecía una imagen de la familia en la que me había criado, y era una imagen completamente distinta a la mía, y la imagen que mi madre me ofrecía de mi padre también era completamente distinta, imposible de conjugar con mi propia impresión. Era como si todo señalara hacia dentro de mí mismo.

Lo primero que hice después de hablar con mi madre fue llamar a Linda.

—Hola —dijo.

—¿Estás sola? —le pregunté.

—Sí, estoy en la habitación que me han asignado. Es todo muy bonito. Y Elena me cuida de maravilla.

—¿Habéis hecho una barbacoa?

—Sí, ha estado muy bien. ¿Pero cómo estás tú? ¿Qué tal te ha ido con los niños?

Le hice un resumen del día. Hablamos de las cartas de Gunnar, pero ése no fue el tema principal. Ella me contó más cosas de lo que había hecho, de lo que habían hecho, de cómo era todo por allí. Mientras Linda hablaba, me acordé de una conversación que mantuvimos al principio del verano en que empezamos a salir. Ella se había ido a casa de su madre en las afueras de Gnesta, era la primera vez que nos separábamos después de empezar a salir. Yo la echaba tanto de menos que me dolía el cuerpo. Entonces me imaginé cómo era su entorno, construyendo en mi cabeza una casa, un jardín y un bosque. Más tarde, en las primeras semanas del otoño, lo vi con mis propios ojos y todo era completamente diferente y mucho más fuerte, de manera que esa imagen onírica que me había formado desapareció sin dejar rastro, desplazada por el peso y la solidez de la realidad. Ella me dijo que ese día se habían bañado, que había estado tumbada en el muelle con su madre leyendo en voz alta tres textos que yo había escrito y que acababan de publicarse en un libro que yo le había regalado. Su madre los había encontrado fantásticos, dijo, riendo de felicidad. Luego les había hablado de mí, dijo, y que yo ya les gustaba. Yo me encontraba en mi casa con su profunda voz en los oídos, imaginándome la habitación en la que ella estaba sentada, esa única persona a la que amaba y deseaba más que nada en el mundo.

En las fotos que nos hicimos en aquella época parecemos tan jóvenes que casi da miedo. Linda tenía veintinueve años, yo treinta y tres. Linda tenía todavía un aspecto juvenil, pero yo tenía pinta de haberme pasado todos los años transcurridos desde entonces en la calle, mi aspecto era ajado, las arrugas de mi frente eran tan profundas que casi parecían paródicas, la nariz se me había alargado y afilado, y los ojos siempre miraban fijamente, no importaba lo tranquilo que me sintiera.

Cómo la amaba. Era lo único que me importaba. Todo lo demás me importaba un bledo. No podía durar, me habría acabado quemando. ¿Pero realmente era aquí adonde nos dirigíamos? ¿Para esto nos habíamos convertido en pareja?

Pero no era demasiado tarde. Nada se había perdido. Todo estaba aún a nuestro alcance.

—Me gustaría que estuvieras aquí ahora —le dije.

—¡Qué feliz me haces, Karl Ove! —dijo ella.

—No lo digo por decir.

—Ya lo noto. Yo también te echo de menos.

—Es lo que suelo decir: la distancia es buena.

—Ja, ja.

Nos dimos las buenas noches, colgué, entré en el piso y miré el correo electrónico una vez más. Ni una palabra de nadie. Estuve navegando una media hora, luego me desnudé y me fui a la cama. Sólo eran las nueve menos diez, pero si quería que el día siguiente transcurriera sin irritación, necesitaba descansar. Además, Heidi se había dormido tan temprano que era muy probable que se despertara hacia las cinco, o antes incluso.

Me desperté unos instantes sobre las diez y media, cuando Vanja entró en la habitación arrastrando su edredón, pero volví a dormirme enseguida. La siguiente vez que me desperté, John estaba delante de mi cama con su almohada en la mano mirándome.

—¿Ya es mañana? —me preguntó.

Miré el reloj. Eran las cinco y cuarto.

—En cierto modo sí. ¿Quieres desayunar?

Asintió con la cabeza.

—Ve a la cocina, yo iré enseguida.

Hizo lo que le dije.

Me levanté y me acordé de las cartas de Gunnar. Luego cogí los periódicos del felpudo antes de ir a la cocina. Daba al este, donde el sol coloreaba de rojo el horizonte. Senté a John en la trona, le puse un plato con muesli y crema agria delante, eché agua en la cafetera, puse un filtro, lo llené de café y encendí la máquina. Mientras hacía sus pequeños ruiditos hojeé las páginas de cultura y deportes de los dos periódicos.

—¡Hola, papá! —dijo Heidi desde el vano de la puerta, radiante.

—Hola, Heidi —dije—. ¿Muesli o copos de maíz?

—Copos de maíz. Pero yo quiero echar la leche.

—Vale —dije.

Desapareció y la oí volver arrastrando su sillita por el pasillo, la usaba para subirse en ella a buscar ropa amontonada en el guardarropa portátil de Ikea que habíamos colocado junto a la fila de armarios. Unos minutos después apareció vestida con una camiseta rosa con dibujos de fresas y una falda vaquera azul de Hello Kitty. La camiseta era sin duda alguna su favorita; de haber podido elegir la habría llevado día y noche.

—Qué guapa estás —le dije.

Se limitó a sonreír.

—Yo también estoy guapo —intervino John.

—Pero si tú aún no te has vestido —dije—. Heidi sí. Por eso he dicho que está guapa. ¡Tú llevas aún la ropa de ayer!

—Sí —dijo.

Llené un plato hondo de copos de maíz y lo puse delante de Heidi, junto con el cartón de leche. Salí a la terraza a por el termo y eché en él todo el café, cogí una taza del armario, la llené con el resto del café de la cafetera que no había cabido en el termo, y me la llevé a la terraza.

La puerta sólo tenía manija por la parte de dentro, lo cual era peligrosísimo, porque los niños se acercaban cada dos por tres para intentarla abrir o cerrar, y si lo conseguían, habría crisis, me quedaría fuera sin poder entrar. Los niños eran demasiado pequeños para poder abrir. Vanja sabía hacerlo, pero ella seguía durmiendo. De modo que antes de sentarme y encender un cigarrillo giré la manija en posición de cierre, con la puerta entornada.

El aire era frío, pero el cielo estaba claro, y el sol rojo asomaba subiendo sobre el horizonte. Los músculos del estómago me dolían, como si hubiera estado entrenando el día anterior. Probablemente sólo era la tensión que se me había metido en los músculos.

Me pareció ver un movimiento al otro lado de la ventana y me moví intuitivamente hacia la puerta para evitar que se cerrara, antes de recordar que todo estaba asegurado y podía volver a sentarme.

Heidi empujó la puerta.

—Se ha manchado todo, papá —me hizo saber.

—No importa —dije.

—¿Puedes venir?

—Me tomo el café y voy. Vuelve dentro.

La niña no me hizo caso, empujó aún más la puerta y dio un paso hacia la terraza.

—¡Heidi! —dije—. ¡Métete en casa! ¡No puedes estar aquí fuera!

—Sólo quería mirar —dijo ofendida.

—Métete dentro, yo iré enseguida. ¿Vale?

—Vale.

¿Por qué no había podido esperar cinco minutos para que hubiera tenido ese pequeño momento del primer cigarrillo de día y una taza de café en paz? Cinco minutos sin que nadie me molestara era todo lo que deseaba.

Inhalé el último humo hasta los pulmones, me tomé el resto del café y me metí dentro para estar con ellos. Había leche derramada por toda la mesa, mucha se había desbordado y goteaba hasta el suelo. Arranqué un buen trozo de papel de cocina para secarla.

—¿Lo has hecho adrede? —le pregunté, mientras limpiaba y la miraba. Allí estaba, sentada en su silla, atenta a lo que yo hacía.

Negó con la cabeza.

—Vale —dije—. Pero al menos puedes comerte lo que queda en el plato.

—Ya, pero está lleno —objetó.

No dije nada, me limité a llevar el plato al fregadero y tirar un poco de leche y cereales, lo sequé por debajo y volví a ponérselo delante.

—Ya está. Ahora puedes desayunar.

—Estás enfadado —dijo. Saliendo de su boca, era una acusación.

—No estoy enfadado, Heidi. Pero no tengo ganas de estar limpiando la mesa toda la mañana. No ha sido culpa tuya. Todo está bien.

—¿Es mañana? —preguntó John.

—Ya lo creo —contesté—. Cuando el sol se levanta, es mañana. Cuando baja, es tarde.

—No en el invierno —objetó Heidi.

—Es verdad, en el invierno no. Pero en verano es así. ¿Y quién cumple años en verano?

—¡Yo! —exclamó John.

—Sí. Justo la semana que viene.

—¿Y qué regalo tendré yo? —preguntó Heidi.

—¿Tú? Pero si no es tu cumpleaños, ¿a que no?

—Pero papá —dijo ella.

—No sé qué regalo tendrás —dije—. ¿Quizá una bolsa de zanahorias?

—¿Qué?

—Una bolsa de zanahorias.

—¿Qué?

—Es broma, Heidi.

—¿Qué?

—Estoy bromeando.

—No te dejo bromear —dijo ella.

—¿Un poquito sí?

Ella negó con la cabeza.

—Así que no me dejas estar enfadado ni bromear.

—Eso.

Se inclinó hacia delante y empezó a sorber leche y cereales. John ya había acabado, tenía crema agria por toda la cara, y delante de él la mesa estaba pegajosa y llena de cereales empapados.

—¿Quieres más, John? —le pregunté.

Negó con la cabeza. Me acerqué a sacarlo de la trona, arranqué un poco de papel de cocina y le limpié la boca, le quité el pañal y lo tiré junto con el papel, en el cubo de la basura, debajo del fregadero.

—Eres un desnudo tonto, John —le dijo Heidi.

—¡No soy TONTO! —exclamó John, de repente muy enfadado. Y salió pitando de la cocina.

Heidi soltó su risa cristalina. Le sonreí, fui al baño a por un pañal y seguí al niño. Al descubrirme, echó a correr.

—¡Para! —dije, corriendo tras él. Lo cogí, él se puso a patalear, pero no como protesta, y cuando lo tumbé en el sofá para ponerle el pañal, se quedó completamente quieto.

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